Bajo las lentes ahumadas, el Sol parecía estar cortado por una fina línea negra. Se trataba, por supuesto, de Jambudvida.
La regularidad de aquella inimaginable estructura nos permitía conocer la latitud y la longitud. Bastaba medir el ángulo que formaba Jambudvida con la vertical para saber la latitud.
Eso es justamente lo que yo hacía; el método era tan sencillo que hasta los ciudadanos podían calcularla. Bastaba una línea vertical de longitud conocida: una vara graduada, clavada en el suelo y cuya verticalidad se comprobaba con una plomada. Uno se alejaba cierta distancia, mirando con un ojo a Jambudvida. Cuando el extremo vertical coincidía con la máxima altura de Jambudvida, se medía la distancia a la vara; conociendo ambas longitudes, se obtenía la latitud con unas tablas trigonométricas (impresas en medio segundo por Vidya). O bien se medía el ángulo con un sextante. La longitud podía determinarse por el ángulo que formaba el meridiano del lugar con uno de sus radios, usado como referencia. Aquí el método consistía en usar el sextante para medir el ángulo entre la altura máxima de Jambudvida (que indicaba el meridiano del lugar) y una babel dada.
Lo ridículo del método es que era innecesario.
Oannes podía determinar inmediatamente la posición de Hebabeerst con un margen de error de un metro. Sin embargo, Chait Rai no quería depender de Oannes. Esto no sólo por paranoia (aunque había mucho de ella), sino para que los ciudadanos aprendieran a orientarse por sí mismos, e impedir que una expedición se perdiera. Yo, para complacerle, repetia cada día aquella rutina sin sentido.
Así comprobé que Hebabeerst proseguía su marcha hacia el sur. Hasta entonces, nuestra marcha (a sugerencia de Vidya) había sido al norte y oeste, hacia el brazo de mar que separaba este continente de una gran isla.
Esta isla no existia en tiempo de Oannes. Bajo la corteza continental, la roca fundida había ascendido a lo largo de una línea, formando lo que se llama una «dorsal»; allí se había rasgando el continente dejando paso a un brazo de mar estrecho y largo, en cuyo centro llameaban los volcanes. El fragmento menor, que derivaba al oeste, se trataba de la isla que he mencionado. En los bordes del mar que los separaba, se habrían formado yacimientos minerales a partir del magma ascendente… o eso esperábamos. También confiábamos en hallar petróleo.
El petróleo es una rara sustancia en Akasa-puspa; sólo existe en pequeños yacimientos, situados en los planetas más antiguamente colonizados, o en algunos de los que poseen vida no bhutani[61]. Es demasiado escaso para usarlo como combustible, como me han dicho que sucedió en la antigua Tierra.
No tuvimos mucha suerte, y Oannes sugirió dirigirnos al sur. Según Oannes, aquella región había sido rica en minerales en su tiempo, y las Ciudades los necesitaban. Al objetar yo que las minas de su tiempo estarían totalmente agotadas, llamó mi atención sobre el hecho de que la erosión habría dejado al descubierto rocas más profundas, que no habrían sido explotadas. Así que le dimos el nuevo rumbo.
Ahora, como señalaba la línea negra que cortaba el sol, nos encontrábamos cruzando el ecuador. Fui a guardar los instrumentos, cuando algo me llamó la atención.
Era un pequeño punto negro justo debajo de Jambudvida. Observé hasta que tuve que retirar los ojos y frotármelos. Aquella fuerte luz amarilla… Miré de nuevo. No había cambiado de posición, en apariencia.
Fijé su posición respecto a Jambudvida, con ayuda del sextante. Al atardecer, cuando el Sol ya no me cegaba, la busqué de nuevo. Esta vez llevaba conmigo uno de los fabulosos prismáticos del Imperio.
La «bóveda celeste» era, en la Tierra, algo más que una frase hecha. Pues el firmamento era algo sólido. Billones de asteroides reflejaban la luz hacia el interior, dando al firmamento un resplandor blanquecino.
Dos veces al año, las aberturas polares aparecían en el cielo. El eje de rotación de la Esfera no coincidía con el del Sol, sino que se inclinaba unos ochenta grados. Durante los últimos tres meses, la Abertura Oscura había ido alzándose sobre el horizonte, noche tras noche, como un negro túnel que amenazara devorar la Tierra.
Aunque en esta época del año el cielo tenía un aspecto más impresionante. Hasta una altura de unos treinta y cinco grados, el cielo se hallaba ocupado por la Esfera, semejante a una curvada pared de luz, como murallas de asedio levantadas por Dios en torno al sistema solar. ¿Cómo decía aquello? Yahveh Elohim separó las aguas del cielo de las de la Tierra, o algo parecido.
Rodeando el cenit se hallaba la Abertura Oscura, que mostraba el negro vacío intergaláctico. Una semi-órbita terrestre después aparecería la Abertura Luminosa, dirigida a Akasa-puspa. Pero ahora yo confiaba en descubrir aquel objeto frente al fondo negro.
Allí se encontraba; ahora, con el sol casi oculto, destacaba brillantemente iluminada. Comprobé que había derivado un poco al oeste. ¿Qué significaba aquello?
Si orbitaba la Tierra de oeste a este… hmmm. Eso significaba que tardaba más tiempo que un punto fijo de Jambudvida en rodear la Tierra; sin embargo, Jambudvida había sido construido en órbita geosincrónica. Si tardaba más tiempo es que se encontraba un poco más lejos.
Con los prismáticos no pude descubrir detalles en su estructura; ni siquiera cuando giré el selector a infrarrojos. Aunque no parecía un cuerpo regular. ¿Una nave espacial, tal vez? En Akasa-puspa es difícil descubrir una nave en órbita, por el resplandor de las estrellas. A no ser que esté en una órbita baja, en cuyo caso el movimiento la delata.
El sol se había puesto; el objeto se iba volviendo rojo a medida que se hundía en la sombra de la Tierra. Decidí preguntar a Oannes. Mientras caminaba todo lo rápidamente que podía de regreso a mi habitación, me sentía excitado. ¿Podía haber alguien más en el sistema solar? Quizás se trataba de los amos de la Esfera.
¿O —y la idea era más agradable— se trataba de una nave del Imperio esperando para atracar en Jambudvida? Tal vez Lilith estuviera en ella. Apresuré mi torpe paso.
Una vez en mi habitación, contacté y les di la posición aproximada. En pocos instantes, gracias al maravilloso sistema de «ventanas» holográficas de Vidya, tenía ante mí una detallada imagen tridimensional del objeto.
—¿Se trataba de eso? —preguntó Oannes, y yo volví la cara para ocultar mi decepción.
Durante unos maravillosos minutos había pensado que iba a despertar de aquella monstruosa pesadilla. Liberado de aquel loco a cuyo destino yo me había ligado voluntariamente… Todo había sido un espejismo tan efímero como una pompa de jabón.
El «objeto no identificado» no era más que un fragmento del velero de la Hermandad que Oannes había partido en dos con un láser. Me fijé ociosamente en él, desvanecido mi interés.
El anillo de sujeción de las velas parecía intacto, aunque el casco había sido seccionado como por un cuchillo gigantesco. Con aquella acción, Oannes había salvado a la Vajra. Pero aquel pecio no iba a salvarme a mí.
De modo que lo archivé en un rincón de mi mente, y durante meses no me acordé de él. Sólo mucho más tarde comprobaría la importancia que realmente iba a tener.
—Pareces decepcionado; —comentó Oannes— ¿qué esperabas encontrar?
—Una de tus sondas; —me encogí de hombros— quizás una nave del Imperio. O una nave de los «amos de la Esfera», si es que existen.
—No tengo ninguna sonda en órbita. En realidad sólo me quedaban cinco, y las gasté todas tratando de averiguar lo que sucedió en los otros planetas troyanos.
»Aunque una nave de fusión del Imperio se habría anunciado a sí misma con su propulsión. Antes de verla… bueno, por un momento me imaginé…
Me acerqué al dispensador de alimentos y me serví una taza del té caliente que suministraba.
—¿Estás seguro —pregunté— de que no hay ninguna clase de civilización en los planetas troyanos?
La imagen de Oannes flotó en torno a mi salón, agitando la cola. Supongo que estaba realizando el equivalente delfín de caminar pensativo en círculos. Aunque a mí me ponía nervioso verlo filtrarse por los armarios como si fuera un sambhoga-kaya[62].
Finalmente se detuvo.
—Te prometí que colaboraría contigo. Este es un momento tan bueno como cualquier otro. ¿Quieres apagar las luces? Lo verás mejor en la oscuridad.
Así lo hice. Tanteé el camino hasta el sofá y me senté, dispuesto a contemplar el espectáculo.
En el centro de la sala empezó a aparecer una esfera de puntos de luz rojiza y anaranjada. No había duda de que se trataba de Akasa-puspa, visto desde fuera.
—Lo que estás viendo —explicaba Oannes— es una película acelerada. Son imágenes de cinco siglos de antigüedad, tomadas durante nuestra aproximación a Akasa-puspa.
La imagen cambió de repente. Un globo negro en el centro de la habitación, con algunas luminarias rojas y naranjas flotando apenas al borde de mi campo de visión. Se trataba de la Esfera.
Ya había vivido esta escena a través de los visores del puente de la Vijaya. Sin embargo, ahora parecía más real. Más real que la realidad… sólo la supertécnica de los prajapatis permitía esto.
La Esfera dejaba adivinar un foco de luz central, como si fuera la pantalla de una lámpara. Una pantalla negra, por supuesto, que normalmente no se elegiría para alumbrar una habitación.
Aunque se trataba de una elección lógica. Una Esfera de Dyson (así la llamaban los prajapatis) consistía en un sol rodeado por una cáscara esférica que interceptaba toda la energía luminosa.
Por segunda vez, la abertura polar norte de la Esfera bostezó hacia mí. La apariencia fue de ser engullido por un pez monstruoso, como se cuenta en las Sastras acerca del rishi[63] que lleva mi nombre. Alargué la mano hacia la taza de té. Su calorcillo me dio una sensación de estabilidad.
El interior de la Esfera consistía en un universo luminoso. La luz solar era absorbida por ¿cuántos?, los millones, o trillones de árboles asteroidales que crecían en la cáscara.
Recordé lo que vimos a la llegada de la Vijaya a la Esfera. Aquellos árboles crecían en el vacío, protegidos por su corteza y epidermis herméticas, concentrando la luz solar con sus reflectores plateados, absorbiendo energía y enviándola en forma de microondas a los planetas, mediante sus raras «flores».
Sólo reflejaban una fracción de la luz incidente, aunque bastaba para crear el efecto de unas paredes de luz nacarina.
Oannes apareció flotando en aquel mar de luz. Lo inesperado de la escena me hizo casi derramar el té.
—Sígueme; —dijo divertido— intentaré llevarte lo más rápidamente posible a través de todo esto.
Mi mano izquierda se cerró en torno al brazo del diván. En pocos segundos se desarrolló ante mí un viaje por el interior de la Esfera, que incluso en la Konrad Lorenz debió durar semanas.
Al principio, pareció que caíamos en vertical sobre el Sol. La estrella amarilla crecía en el centro de mi habitación… crecía… y crecía. Llevé inconscientemente la mano al bolsillo de mi camisa en busca de las gafas de sol; no se encontraban allí.
Levanté los pies para protegerme, mientras aquella gigantesca bola de fuego parecía a punto de tragarme. Las llameantes protuberancias de la fotosfera parecieron lamerme la suela de los zapatos.
—¿Es necesario esto? —aullé.
—Por supuesto, —replicó Oannes— la Konrad Lorenz es un estatorreactor Bussard, ¿recuerdas? Necesitaba la abundante masa que podía proporcionarme la corona solar, para poder completar mi deceleración.
El Sol alcanzó su tamaño máximo, y pasó silbando junto a mi oído derecho.
Nos dirigimos a la Tierra: se la reconocía por Jambudvida, el colosal anillo que rodeaba su ecuador. El planeta fue creciendo desde el tamaño de un punto luminoso, hasta convertirse en una deslumbrante estrella zafiro.
—Originalmente, debería haber desembarcado a mis pasajeros con ayuda exterior. Se suponía que las máquinas de Von Neumann habrían acondicionado el planeta y, por supuesto, yo contaría con dicha ayuda.
»Como en la Tierra no sucedió esto, desembarqué a los pasajeros mediante una de las torres; es decir, los radios de Jambudvida.
»El problema consistía en proporcionarles alojamiento. Yo llevaba el módulo-matriz (“la semilla” de una Ciudad autorreplicante), y lo lancé mediante un sistema de aterrizaje de emergencia, dotado de alas. Te lo mostraré.
Las imágenes habían sido filmadas desde la Konrad Lorenz, indudablemente. Mostraban un objeto que debía ser enorme, a juzgar por su tamaño respecto a Jambudvida.
Tenía una forma vagamente rectangular, de esquinas redondeadas, provisto de dos cortas alas triangulares. Ambas alas formaban una superficie continua con la panza, que poseía una leve curvatura. Recordaba uno de esos transbordadores de «cuerpo sustentador». La superficie del módulo matriz era negra, indudablemente un revestimiento ablativo.
Me acomodé en mi asiento. ¡No todos los días se tiene la oportunidad de contemplar el aterrizaje de una ciudad voladora!
—Por supuesto, —dijo Oannes— los pasajeros ya habían bajado por la babel. El módulo matriz no llevaba tripulantes.
—Muy comprensible.
Un cohete llameó en la proa de la Ciudad. Lentamente empezó a descender.
—La órbita inicial era circular, —siguió— y ese disparo la hizo adoptar una elíptica. El apogeo de la nueva órbita seguía estando en Jambudvida, aunque el perigeo se encontraba a unos cien kilómetros del suelo. Un segundo cambio de velocidad en el perigeo convirtió la nueva órbita en circular, esta vez a cien kilómetros del suelo.
Comprendí. Dejar caer una ciudad desde treinta y seis mil kilómetros de alto tal vez no fuera una buena idea.
—El resto del descenso fue cuestión de frenado atmosférico. Aquí hay imágenes desde tierra.
Fundido. Evidentemente, habían sido tomadas por un aficionado que movía la cámara demasiado rápido, un modo estúpido de derrochar aquellas imágenes tridimensionales.
A trompicones, vislumbré el cielo, Jambudvida, la tierra y el océano. Estábamos en una baja colina, en la costa. Se había congregado una gran multitud de colonos; excepto algunos que se encontraban bañándose en la cercana playa, estaban mejor vestidos y arreglados que sus descendientes de cinco siglos después, los que llamábamos «los ciudadanos».
El sol llameaba con fiereza en el cielo sin nubes. Suaves olas lamían la dorada arena.
Y aquel chapucero cámara se dedicaba a filmar estupideces. Un grupo de amigos sonrientes, que manoteaban hacia mí. Zoom sobre un lejano acantilado. Una gaviota-pelícano zambulléndose en picado…
Zoom sobre una guapa muchacha que se desnudaba en la playa. Bueno, al menos esto era interesante.
De súbito, el cielo ocupó el primer plano. Voces excitadas sonaron alrededor. Los cielos giraron enloquecidos mientras la cámara buscaba el punto exacto, en el horizonte de tierra.
Un diminuto rastro de vapor o humo blanco. Parecía un reactor volando. Se acercaba… se acercaba… parecía ir despacio, pero eso se debía a la altura.
De súbito cruzó sobre mi cabeza, y casi me disloqué el cuello cuando la cámara giró para seguirlo. La Ciudad no era visible más que como una mancha en forma de escarabajo, envuelta en una nube de aire ionizado y aislamiento térmico fundido.
Como una exhalación, la Ciudad voló sobre el mar, perdiendo altura claramente. Y casi se hallaba sobre el horizonte cuando, ¡¡BLAMMM!!, una explosión hizo temblar las paredes.
Se trataba de la onda de choque de aquella increíble mole, cruzando el cielo más rápida que el sonido. Los espectadores se llevaban las manos a los oídos, con dolorida sorpresa. El cámara aficionado filmó sus voces y gestos de asombro.
De repente, con otro de aquellos mareantes giros, la cámara apuntó al mar. De reojo vi varios brazos extendidos en aquella dirección y varios bañistas que salieron rápidamente del agua.
El rastro de vapor se perdía en el horizonte. La cámara estaba fija en él. Aunque había algo más. Conforme pasaron los minutos, comprendí qué era.
Una ola. Una ola enorme que venía hacia la costa como un tren expreso. Las aguas someras de la playa descendieron con rapidez, ante las excitadas voces de los colonos. Algunos corrieron tierra adentro; nuestro cámara chapucero era de los valientes que se quedaron. Siguió filmando la llegada de la ola.
La ola barrió la playa vacía, aunque como medía sólo quince o veinte metros, no alcanzó a la gente subida a la colina. Se limitó a saltar en una impresionante montaña de espuma que bañó de pies a cabeza a los espectadores. Todo se volvió blanco.
Fundido. La cámara se encontraba ahora en la cubierta de una embarcación. Las aguas se abrían a ambos lados de la proa, y otras nos seguían. Todas ellas remolcaban otras embarcaciones sin motor: canoas o catamaranes, improvisados con troncos.
La cámara apuntaba insistentemente al horizonte. Una isla negra aparecía a lo lejos… sin embargo, no se trataba de una isla. Cuando la improvisada flotilla se acercó lo bastante, vi con claridad la forma de una Ciudad, flotando sobre unas aguas fangosas, en la que a su vez flotaban peces muertos. Se encontraba cubierta por fragmentos del escudo ablativo, aún humeantes.
Los colonos vitoreaban y aplaudían. Como una horda de invasores del mar, trepaban por los enormes flancos de la Ciudad flotante.
—El módulo-matriz —continuó el delfín— navegó hacia la costa. Los pasajeros se alojaron en su interior. Yo no tenía razones para temer por ellos, así que desamarré la Konrad Lorenz e hice un reconocimiento más detallado de los planetas.
Fundido en negro. De inmediato, apareció ante mí uno de los planetas troyanos. Dimos una vertiginosa órbita en torno al ecuador (en la que pude ver a la babel de pasada) y nos dejamos caer sobre la atmósfera.
El fragor de la reentrada llenó mis oídos; yo me encontraba a punto de vomitar. Imposible más realismo.
—Supongo que no aterrizaste en ese planeta.
—No; no hubiera podido despegar de nuevo con la Konrad Lorenz. Sólo dejé caer una de mis sondas.
Un cubo oscuro de un metro de lado se materializó junto a mi brazo; una de las «ventanas» tridimensionales de Vidya. Contenía una imagen tan detallada como una maqueta: un rechoncho transbordador espacial, con alas plegables y ruedas todoterreno bajo su panza. El cubo giró para que yo pudiera apreciar todos sus detalles.
Mientras tanto, la sonda ya había tomado tierra. Se encontraba en el centro de una pradera aparentemente infinita, cubierta de hierba verde ondeando bajo el viento, sólo interrumpida por pequeños grupos de árboles. El verde se fundía a lo lejos con el azul, y no había ni una montaña a la vista.
Nos hallamos en medio de una llanura inacabable. Estábamos presenciando el trabajo de veinticinco millones de años de demolición continental: una penillanura, en la que apenas se apreciaban unas remotas colinas en forma de pan de azúcar, sin duda rocas muy resistentes.
Una manada de herbívoros pastaba tranquilamente. Tenían largas orejas de conejo, aunque la forma de su cuerpo parecía más bien la de un ciervo o antílope.
—Yo las llamo «lagelafos». Significa «conejo ciervo» en griego —explicó Oannes—. Juraría que descienden de los conejos. Los planetas serían sembrados con especies terrestres, que han evolucionado paralelamente.
—¿Estás seguro?
—En realidad no. Cuando partió la Konrad Lorenz, apenas empezaba la terraformación de los planetas. Bastante asombroso es que alguien tuviera el humor de acabarla, con la amenaza del Cúmulo encima.
»No vale la pena que te muestre las imágenes de los otros. Son similares, y después de todo un planeta es un lugar demasiado grande para juzgarlo por unas pocas fotos.
»Para entendernos, llamaremos a la Tierra el “planeta cero”. Numeraremos los otros a partir del cero, en el sentido de la traslación en torno al sol ¿conforme? Esa es una imagen del planeta Uno. El Dos es similar, y el Tres es el desértico. Aquí está lo interesante.
Un campo de dunas apareció ante nosotros. Este era un planeta modelado por el viento más que por los ríos.
La sonda avanzó rodando por el desolado paisaje. No había gran cosa que ver: arena; dunas; alguna roca grotescamente esculpida por el viento; arena; el cauce de una rambla o wadi; arena…
La cámara viró, enfocando a un banco de neblina. La sonda se dirigió a él. Empezaban a haber débiles rastros de vegetación, pequeños matojos aislados.
Unas siluetas negras aparecieron a lo lejos.
En la cresta de una duna se alineaba una fila de criaturas. Se hallaban inmóviles, con algunos metros de separación entre ellos.
Un zoom aproximó sus imágenes. Una de ellas parecía estar con nosotros en la habitación… y sentí como una serpiente de hielo deslizarse por mi columna vertebral. Instintivamente me puse en pie, olvidando que entre aquella figura y yo mediaban millones de kilómetros y cinco siglos. La taza vacía cayó al suelo.
Eran angriffs.