LOS HOMBRES-GATO

En las semanas que siguieron, el tiempo mejoró notablemente. Los claros entre las nubes se hicieron más y más abundantes, hasta que se nos hizo necesario el uso de gafas de sol. Yo aún conservaba las lentes de contacto que los del Imperio me habían proporcionado, pero se me habían acabado los líquidos de limpieza.

En el cielo despejado, destacaba Jambudvida: el colosal anillo de treinta y seis mil kilómetros que rodeaba la Tierra a la altura del Ecuador, cruzaba el cielo como un finísimo hilo azul brillante, de este a oeste. A intervalos surgían sus radios: eran babeles, pero en los planetas de Akasa-puspa sólo había una por planeta. Aquí habían muchas.

El paisaje había cambiado. La sabana inundada, con sus escasos árboles, fue gradualmente reemplazada por bosques de árboles espinosos, cada vez más verdes.

A menudo debíamos vadear arroyos, inexistentes en nuestro primer viaje hacia el norte: eran las gigantescas huellas de las orugas de Hebabeerst, convertidas por las lluvias en ríos y lagunas. Otra circunstancia que dificultaba la marcha eran los enormes surcos debidos a la deriva continental: los radios de Jambudvida habían excavado enormes valles, más o menos erosionados.

Debido a las dificultades del terreno, Chait Rai decidió explorar con el reptador en busca de pasos hacia el sur. Aquella máquina de seis patas, producto de la técnica imperial, podía desenvolverse mejor que la enorme Ciudad. A medida que la vegetación se iba convirtiendo en una selva, nos dimos cuenta de que sería necesario desbrozar el bosque para avanzar. La labor se veía facilitada por el gran número de árboles derribados por la nieve; además contábamos con el pequeño cañón de particulas del reptador. Podíamos usarlo para talar árboles, de ser necesario.

Por orden de Chait, el reptador se detuvo ante unos árboles gigantescos. Cada uno de aquellos troncos mediría treinta metros de diámetro, y todos formaban un bosque que parecía inacabable. Nunca he visto selvas tan variadas como en la Tierra; sabía por Oannes que sus condiciones ambientales no habían cambiado en más de doscientos millones de años. La antigüedad de un ecosistema favorece la diversidad de especies. Esto lo habíamos comprobado en Akasa-puspa, pero ninguna de nuestras selvas era más antigua que veinticinco millones de años.

Cerca de nosotros había un amplio claro, producido por la caída de uno de aquellos gigantes bajo el peso de la nieve. El árbol había arrastrado a otros muchos en su caída. Aquellos árboles, cuya especie no reconocí, eran de copas anchas y grandes hojas dispuestas como tejas para captar la mayor cantidad de luz, compitiendo con sus vecinos. No se hallaban adaptados para resistir una intensa nevada, algo poco común en aquella latitud. Sin embargo, la nieve ya había desaparecido, arrastrada por la lluvia que seguía cayendo incesante.

Bajamos al suelo, cubiertos por nuestras capas impermeables.

—¿Qué hay de los cuervos? —me preguntó súbitamente Chait.

—¿Los cuervos? —pregunté ajustándome la capucha.

—Sí, los ciudadanos nos hablaron de cuervos inteligentes en el sur. Si fuera así, podrían aportarnos más información que los humanos.

Chait Rai alzó la vista hacia el gigantesco árbol.

—Este es un sitio tan bueno como otro para empezar a buscar. Ve a explorar con Ivraim y Sati.

—¿Es una broma, Chait? ¿No has visto mis piernas? Jamás podría trepar por ese árbol.

—¡Estoy hasta las pelotas de tus piernas! ¿No eres capaz de reconocer una orden? —aulló con repentina furia, tras lo cual me volvió la espalda. De modo que hice llamar a los dos ex-infantes de la Vajra y les comuniqué las órdenes de Chait Rai. Formaron una patrulla de doce ciudadanos y nos dirigimos hacia el árbol.

No parecía difícil subir: el tronco se encontraba abrazado por innumerables tallos de otros árboles parásitos, algunos de diez metros de ancho o más. Gracias a ellas, era como caminar por una pendiente del cinco por ciento. Decidí seguirlos hasta el primer tramo, por encima del primer macizo de hojas, para estudiar mejor cuáles podrían ser los objetivos de la expedición.

Cuervos inteligentes, vaya cosa. Yo no tenía mucho contacto con los nativos, en realidad. Tenían creencias curiosas… en Hebabeerst se daba un culto secundario a Dioku Kamusa, diosa del amor. La consideraban como la encarnación de la energía creadora y vivificante de Dios, o sea, Oannes.

En esta cuestión no había mucho acuerdo. Los ishara de Hobbelsalem sostenían que Oannes era hembra. Los osirni de Siquemhebebel, por otro lado, afirmaban que Oannes era bisexual. Los seguidores de esta secta llevaban, según fueran hombres o mujeres, pechos o penes postizos en las ceremonias. Y así sucesivamente. Oannes parecía divertirse con las especulaciones sobre él, y no hacía nada para rectificar.

Mis torpes piernas resbalaron, y estuve a punto de caer. No había contado con el viscoso barrillo que iba dejando la lluvia; a partir de ahí tuve que ser prácticamente arrastrado por dos de los ciudadanos más fornidos.

En cuanto a los cuervos…, aunque, quién sabe. Los iyorukan adoraban a los demonios Iyrim (los cuervos), no por malignidad, sino porque pensaban que rezar a Oannes era inútil, ya que Dios era infinitamente bueno. Por ello, rezaban a los crueles Iyrim para evitar su ira. Celebraban bailes propiciatorios, en los que los devotos se vestían con trajes de cuervo. ¿Habría algo de cierto en esa historia?

Precisamente en Hebabeerst se había celebrado uno, al que asistí; su fin era rogar que cesase la nieve. Los disfraces de los danzarines me resultaban vagamente conocidos… e inquietantes, no sé por qué.

Jadeantes, nos detuvimos a casi veinte metros sobre el claro. Los dos infantes se acercaron.

—¿Qué piensas hacer, Jonás? —preguntó Ivraim mientras Sati clavaba en mí sus ojos.

—¿Hacer, respecto a qué?

—Estamos en manos de un loco. ¿Lo sabes, no? Tú eres el siguiente en la escala de mando. A ti te corresponde tomarlo, y devolvernos a nuestros hogares.

—Chait es un incapacitado —añadió Sati.

Miré nervioso a los dos ciudadanos que me habían ayudado a subir, y que seguían junto a mí.

—No te preocupes —añadió Ivraim al observar mi mirada—. Nos hemos asegurado de que ninguno de los dos habla nuestro idioma.

Me volví hacia ellos más tranquilo.

—¿Dices que Chait es un incapacitado? ¿Y qué soy yo? —señalé mis piernas—. Olvidaos de mí, no tengo madera de líder.

—Si no estás con nosotros, estás contra nosotros —dijo Ivraim en tono amenazante.

Iba a responder cuando unos gritos nos hicieron girar la cabeza. Superponiéndose a ellos pude oír algo así como el maullido de un centenar de gatos.

Unas figuras fantasmales estaban atacando a los ciudadanos.

A unos pasos de donde estaba yo, un ciudadano trató de desenvainar su espada, entorpecido por la capa. Repentinamente, un relámpago amarillo pardo se interpuso entre él y yo, y pude ver a nuestros atacantes.

Se trataba de una criatura asombrosa; era como un mono alto y delgado, con la cabeza de un gato. Su pelaje era amarillento con manchas negras. El ciudadano alzó la espada con ambas manos para dirigirle una estocada al pecho.

Antes de que pudiera descargar el golpe, la criatura saltó hacia arriba. Se colgó de una rama con unos brazos asombrosamente largos, y disparó su pie, armado con agudas garras, sobre el cuero cabelludo del ciudadano. Este aulló, trastabillando, mientras la sangre corría aparatosamente sobre su cara. El infortunado, ciego, dio un paso en falso y desapareció por el borde del tronco. El (¿mono? ¿felino?) saltó a otra rama, y fue descendiendo con agilidad tronco abajo, tras su presa.

Sin embargo, la batalla continuaba. Un par de decenas de «hombres gato» habían saltado sobre nosotros. Varios de ellos cayeron, atravesados por las flechas de los ciudadanos. Sus zarpas eran terribles, afiladas como navajas y veloces como látigos. Otro ciudadano, que acababa de ensartar a una de aquellas criaturas con una lanza, fue herido en el costado; las costillas relucieron blancas por un instante antes de que cayera desangrándose al suelo.

Traté de protegerme, apoyando la espalda en una depresión del tronco. ¡Cuánto deseé haber aprendido a usar un arma! Intenté coger la espada del ciudadano que había caído cerca de mí, pero Ivraim y Sati me cubrieron con sus cuerpos.

Los infantes lograron alcanzar sus repetidoras, que dispararon con gran estruendo. Eran hábiles en su uso, y el efecto fue instantáneo: en menos de cinco segundos, casi la mitad de nuestros atacantes cayeron entre maullidos de dolor, atravesando la bóveda de hojas. Los restantes quedaron un momento inmóviles, y desaparecieron como por arte de magia entre los árboles. Debo decir, en honor a la verdad, que en un exceso de entusiasmo los disparos habían despachado también a unos cuantos ciudadanos.

Chait subía a toda prisa, escoltado por sus tantrin y blandiendo su repetidora. Sin embargo, ya no habían blancos a los que disparar.

Uno de los «hombres gato» había caído cerca, entre unas enredaderas. Los disparos de ametralladora le habían alcanzado casi a bocajarro, y sus ojos muertos me miraban fijamente y sin expresión. Me acerqué a examinarlo. Mientras lo hacía, Chait Rai se arrodilló a mi lado.

—¿Qué crees que es ese… esa cosa? —preguntó bruscamente.

—Un carnívoro… —empecé.

—¡Genial descubrimiento! —rezongó—. Se han servido para el almuerzo a seis ciudadanos. ¡Por supuesto que es un carnívoro! Lo que me pregunto es si es un mono que caza como un gato o un gato que trepa como un mono.

—Yo diría lo segundo —ignoré su mal humor, fascinado por la criatura.

Medía casi un metro sesenta, y pesaría en torno a los cuarenta kilos. Sus brazos y piernas eran más largos que los humanos, y contaban con pulgares oponibles en manos y pies. Según pude comprobar, sus dedos tenían uñas retráctiles de cinco centimetros de longitud, muy afiladas. Las uñas retráctiles lo señalaban claramente como felino; así como sus dedos, acabados en blandas almohadillas carnosas. También sus dientes eran típicamente carnívoros.

Su cola era evidentemente prensil: el extremo tenía una zona sin pelo, sin duda para facilitar el agarre. Así habían caído sobre nosotros: colgándose por el rabo y luego soltándose, con manos y pies extendidos.

Chait examinó el cadáver, mientras Ivraim le informaba nerviosamente de lo sucedido.

—¿Inteligentes? —me preguntó, al cabo de un momento.

—No lo creo. Estos… monos-gatos, o gatos-mono, no llevan ropa ni herramientas. Ni armas. Son sólo carnívoros selváticos sin ninguna muestra de inteligencia.

Chait Rai asintió en silencio. Parecía admirado… y hasta diría yo decepcionado. ¿Pensaba reclutarlos como guerreros?