LOS GENOCIDAS

Pasaron varios meses. Una vez decidió colaborar, el angriff no me dio más problemas de comunicación. Por otro lado, Vidya me adelantó en la tarea.

Como me señaló en su tono desapasionado, una de sus posibilidades era la comunicación con alienígenas, que es justo lo que se necesitaba ahora. Vidya hubiera podido aclarar por sí mismo el idioma angriff sin mi ayuda. Sin embargo aquella criatura (me resultaba cada vez más difícil llamar al angriff «monstruo» o «cosa») exigió mi presencia, aunque fuese decorativa. Lo consideré un signo esperanzador y borré el amenazante diagrama de la pared.

Una vez logramos intercambiar algunas palabras, logré persuadirlo de que Vidya podía funcionar sin mí. Estuvo de acuerdo y pude dedicar más tiempo a mis otras tareas como brazo izquierdo de Chait Rai; el derecho era ahora mi amigo el sargento Hamalnarat, ascendido a teniente y luego a Incondicional. Le deseé buena suerte.

Hebabeerst quedó reparada, y volvió a recobrar su anterior aspecto, cuando regresó su población habitual. No hubo manera de reparar las otras dos Ciudades, de modo que sus habitantes se repartieron entre las otras.

—¿Cómo marcha la cosa, Jonás? —me preguntó Oannes al cabo de dos semanas.

—Muy bien —me senté.

Estaba en mi habitación, tras una fatigosa sesión con el angriff. Oannes revoloteaba según su costumbre.

—Al parecer, —proseguí— el fulano que tenemos ha sido un estudiante de ciencias, alistado en la horda enviada a la Tierra. Como yo me «alisté» en la Marina. Me ha dicho su nombre.

—Yo, Tarzán; tú, Jane —murmuró Oannes.

—¿Qué?

—Nada. ¿Cómo se llama?

—Pues… en cierto modo, no «se llama». «Lo llaman». Los nombres de los angriffs son títulos de su función social, y nuestro prisionero ha sido nombrado «Tres Dos Cero Siete: Cuerpo Cinco de Infantería Semiligera».

—No es un nombre muy estético.

Me encogí de hombros.

—No tiene un nombre individual, y yo he decidido llamarle «Depredador». Nuestra lengua no puede pronunciar sus sonidos. ¿Lo has oído hablar?

—Sí.

—Suena horrible, ¿verdad? Sabes, cuando yo era pequeño, tenía un juguete que consistía en una especie de gran silbato con una lengüeta vibrante en su interior. Uno lo sujetaba con los labios, abriendo mucho la boca, y hablaba a través de él. Las palabras salían convertidas en un chirrido-zumbido-crujido, como si un gran insecto tratase de expresarse en idioma humano.

»Depredador intentó pronunciar mi nombre y le salió un Jronaasch que me provocó un escalofrío, como cuando los dientes rechinan sobre algo duro.

—¿Habéis avanzado mucho en el idioma?

—Sí. El idioma angriff es sorprendentemente simple. Tiene verbos, adverbios, sustantivos, etc. Aunque lo más importante no es esto.

—¿Y qué lo es? —dijo Oannes aleatendo perezosamente.

—La estructura del idioma es innata. Los angriffs saben hablar desde el huevo, aunque pueden aprender nuevas palabras o verbos.

—Sorprendente.

—Creo que los angriffs de la Esfera —dije— podrían comunicarse con los de Akasa-puspa sin demasiada dificultad. Supongo que esto se debe a su carácter gregario.

—Entonces, ya os comunicáis bastante bien.

—Pues… creo que sí. ¿Por qué?

—No importa. Hay otra cosa sobre lo que quiero hablarte, Jonás —me dijo Oannes.

—Sí, adelante.

—Se trata de la bioquímica angriff.

—¡Ah! ¿Alguna novedad?

—Ha sido una tarea larga —dijo el delfín—. Vidya y yo nos hemos estado calentando el cerebro con ella.

—¿Y? —me impacienté.

—Es bastante similar a la nuestra. Por favor, observa con cuidado estas estructuras.

Sobre una «ventana» apareció una extraña figura: era la representación convencional de la secuencia de aminoácidos de una proteína.

Convencionalmente, cada aminoácido se representa por una abreviatura de tres letras. Esto es conveniente, porque cada proteína tiene ciento cincuenta o más aminoácidos, y no tiene sentido hacer el dibujo incomprensible. Por ejemplo, si en una proteína están los aminoácidos alanina, valina, glicina, isoleucina y leucina (en este orden), la secuencia se abrevia como: Ala-Val-Gly-Ile-Leu. Se supone que el lector conoce o puede averiguar las fórmulas respectivas.

Claro que tampoco puede sacarse mucho de una hilera de abreviaturas. Me incliné sobre la ventana sin demasiado entusiasmo.

Aunque lo que vi me despertó un repentino interés… y un poco de aprensión. La secuencia contenía un mensaje disimulado. Decía: Esu-Npr-Ete-Xto—… y continuaba en un guirigay incomprensible. Sin duda, Oannes pensaba que Chait Rai nos vigilaba visual y acústicamente.

—No te precipites al formarte una opinión —dijo Oannes.

—Ya veo… ¿qué puede significar? —dije.

—Posiblemente los microbios angriffs puedan atacar a los seres humanos. Tú, que has diseccionado los cadáveres, puedes estar más en peligro que los otros. Me gustaría hacerte un chequeo. ¿Por qué no vienes a mi nave?

Apareció una nueva estructura. Ocultaba un nuevo mensaje en clave: …-Ven-Ave-Rme-Not-Ici-Asf-Res-Cas-…

—¿Es necesario que vaya? —dije.

—Tengo aquí el mejor instrumental.

—Bueno… pediré permiso a Chait Rai.

Me encaminé a su habitación, presa de la más negra inquietud.

Le expuse el caso a Chait Rai y no puso ninguna objeción. De hecho me habló amablemente de que cuidase mi salud, que si el exceso de trabajo, etc. Me sugirió que viajase en el reptador, acompañado por algunos de sus Incondicionales.

Empecé a sospechar de que él sospechaba; porque una persona con manía persecutoria despierta tales temores en los que le rodean… que acaba teniendo razón.

El viaje en reptador careció de incidentes. En suelo seco y llano, su velocidad superaba los cien kilómetros por hora. No era del todo cómodo viajar en aquello; incluso el excelente sistema de suspensión de sus patas (regulado por el ordenador de a bordo) no podía evitar el bamboleo, como una lancha planeadora en el mar. Casi acabé mareándome.

En el horizonte apareció la Konrad Lorenz.

Aunque no era la primera vez que la veía, me impresionó como siempre. Era un enorme cilindro que descansaba sobre su costado, como una cadena de montañas caprichosamente regular. Aun después de descubrirla en el horizonte, tardamos horas en llegar a ella.

El metal del casco apenas era visible. Su costado superior se hallaba salpicado de blanco: era tan alta que en la cima habían nieves perpetuas. Por debajo del blanco, el casco era de un verde levemente aterciopelado: los bosques de coníferas que crecían en sus grietas, rellenas de tierra. Sólo bajo la titánica curvatura se encontraba libre de vegetación.

Unos hilillos plateados corrían por su costado: cascadas. Aquella mole interceptaba los vientos húmedos, provocando lluvia. Una nubecilla, colgando del costado, indicaba a los ciudadanos la proximidad de ésta. Cada una de las colosales toberas, apagadas para siempre, podían servir de hangar a un crucero imperial.

El reptador se acercó. Con los prismáticos descubrí un dramático cambio: el invierno nuclear había precipitado un exceso de nieve sobre la Konrad Lorenz; al caer por la curvatura en forma de aludes, el casco había quedado limpio de árboles en muchos lugares. Pensé que a los habitantes de la Ciudad de Dios no les faltaría madera para los próximos años.

El reptador se acercó a la Ciudad de Dios. Esta se hallaba protegida bajo la curva del enorme casco, sobre un terraplén formado por ruinas de casas anteriores. Las cascadas que caían por el costado les abastecían de agua, y la Ciudad de Dios era muy capaz de resistir un asedio. Aunque pocos ciudadanos osaban atacar a la «ciudad santa».

El reptador se detuvo ante la boca abierta del gigantesco cilindro. Me invadió una sensación de cosa ya conocida al ver a los sacerdotes que se acercaban a recibirme.

Noté varias diferencias con nuestra anterior llegada. Había muchos menos y no parecían sentirse muy felices; y no llevaban sus atavíos más suntuosos. Sonreí; hasta entonces, los nativos consideraban a Oannes su Dios, y éstos eran sus portavoces. Sin embargo, ahora el planeta tenía otro Dios: Chait Rai. El clero de Hebabeerst era ahora el más prestigioso del planeta; los sacerdotes de la Ciudad de Dios no podían menos que sentirse postergados.

Aunque Oannes les había ordenado que me recibieran, y así lo hicieron. Con mínima cortesía, me condujeron al interior. Mis acompañantes, los Incondicionales, debieron quedar fuera; aunque eso no pareció importarles. Pronto supe por qué.

El interior de la Konrad Lorenz era como una mandala: una ciudad con bosques y jardines… pegados a las paredes. La tierra vegetal había caído en el fondo del cilindro, y los edificios colgaban absurdamente de techo y paredes. Me imaginé el espantoso revoltijo que debió ser el aterrizaje del gigante. Suerte que no habían pasajeros dentro.

—Sube al ascensor —dijo una voz. En la penumbra distinguí una especie de caja de paredes formadas por finos barrotes y una puerta corredera: una simple jaula.

—¿En eso? —dudé.

—Sí; volarás por suspensión magnética —me dijo la voz de Oannes.

Entré. El viaje fue agradable, como subir en globo. A los pocos minutos se detuvo en un resalto de la pared. Aquello era terreno conocido.

Supuse que iría a la sala de nuestra primera entrevista (con Lilith y Chait Rai; ¡qué lejos parecía aquello!). Sin embargo, me equivoqué: la voz me guió por unos pasadizos que yo desconocía. Finalmente, llegué a una sorprendente habitación.

Era una piscina de unos diez metros de profundidad y casi un centenar de largo. Estaba brillantemente iluminada; el techo era de paneles de vidrio, sin duda un antiguo invernadero. Oannes flotaba en el aire, con el cuerpo ceñido por sus anillos de suspensión magnética. En el borde no había otros muebles que una silla y una terminal de Vidya.

—Siéntate; voy a ponerme cómodo —dijo Oannes.

Y se puso. Se soltó de los anillos y, con un gran chapoteo, su cuerpo en forma de proyectil perforó las aguas entre una nube de burbujas.

Oannes dio unos fuertes coletazos, ganando velocidad, y cruzó la piscina como una flecha sin apenas mover una aleta. Se dirigió hacia mí, frenando casi en seco. Era admirable.

—Nadas muy bien —dije.

—Gracias. ¿Te apetece un baño? El agua está estupenda.

Su voz me llegaba desde la terminal. Como Oannes hablaba a través de un voder, no necesitaba respirar para hablar.

—Me gustaría; pero antes me interesa lo que has descubierto sobre los angriffs.

—Ah —suspiró varias burbujas y ascendió a respirar—. Deberíais adaptaros al agua; es más relajante. Vosotros los humanos, siempre impacientes, inquietos y desconfiados. Como Chait Rai. Y, ya que hablamos de esto, el tercer botón de tu camisa es un microtransmisor de radio, posiblemente de factura imperial.

Me palpé el botón. No noté nada raro.

—Un «secreto profesional» —recordé el llamémosle juicio de Ivraim y Sati. De repente pensé otra cosa.

—Supongo que Vidya lo habrá neutralizado.

—¡Oh, no! —sacudió la aleta—. Somos más sutiles. En estos momentos, el micro está recibiendo una soporífera conferencia sobre bioquímica celular; Vidya nos está simulando a ti y a mí.

Estaba acostumbrado a los milagros de Vidya. Sin embargo, aquello era extraordinario.

—¿Podrá engañar a Chait Rai?

—Amigo, un programa gemelo de Vidya fue campeón en el Torneo Turing del Sistema Solar. Ni tú mismo notarás la diferencia ente tú y tu simulación.

Oannes me había hablado del antiguo matemático Alan Turing, de modo que entendí la alusión. A pesar de eso, me sentí inquieto.

—Bueno… ¿qué has descubierto? —dije.

—Pues… muchas cosas. ¿De veras no te quieres bañar?

Oannes flotaba relajadamente en su piscina. Traté de imaginarme sumergido hasta el labio superior y hablando sobre asuntos cientificos con el huésped de un acuario; me pareció tan absurdo que estuve a punto de echarme a reír.

—De acuerdo. La verdad es que estoy cansado del viaje —empecé a quitarme las prótesis, sentado al borde del agua—. ¿Tienes un flotador o algo así? Esta piscina es profunda, y no soy muy bueno hablando bajo el agua.

—El cojín de la silla es neumático.

Lo separé y lo tiré al agua. Cuando me hube desnudado, me meti en el agua con satisfacción. Me gusta nadar; me desenvuelvo mejor en el agua que en tierra.

El agua estaba deliciosamente fresca; me sumergí y nadé unas brazadas bajo el agua. Emergí al lado de la almohadilla, apoyando las manos en ella. Oannes nadó lentamente por debajo de mí.

—No sería limpio proponer una carrera —dijo—. Pero puedo remolcarte, si te apetece correr. Será muy emocionante…

Me sentí irritado por su talante lúdico.

—Déjate de juegos por ahora. ¿Y bien?

—Los angriff son alienígenas. Abhutani, como decís vosotros. No tienen nada que ver ni con los humanos ni con los juggernaut…

—Eso ya lo imaginábamos.

—Sí, aunque no imaginábamos que han sido manipulados por ingeniería genética.

Parpadeé.

—Me ha entrado agua en la oreja. Creo haber oído «ingeniería genética».

—Has oído bien.

Aquello era tan asombroso que por un momento no supe qué decir. Aunque no era necesario para que me oyera, giré en dirección a Oannes.

—¿Quién los ha manipulado?

—Ah. Esta es una pregunta difícil. Yo tengo una respuesta, pero me gustaría contrastarla con la tuya. Por favor, Vidya, proyecta esas imágenes obtenidas con microscopio electrónico…

A pocos centimetros de la superficie, apareció una «ventana» plana, que mostraba unas confusas imágenes en blanco y negro. Nadé hacia ella con una mano, la almohadilla bajo el otro brazo.

Una sección al microscopio electrónico guarda poca relación con lo que se ve al microscopio óptico. En la Utsarpini, tales instrumentos no abundan precisamente… mejor dicho, no hay ninguno. Yo sólo conocía algunas fotos, tomadas de publicaciones del Imperio; de modo que no es sorprendente que no reconociese nada de aquella célula alienígena.

Pues el objeto que aparecía era obviamente una célula. Dentro, se veían unas figuras vistas en corte: filamentos, cilindros, cavidades en forma de bolsa…

—¿Para qué sirve cada cosa? —pregunté. Oannes sacó la cabeza fuera del agua.

—Tienen varias funciones. Más tarde te podrás enterar; lo que ahora interesa que conozcas es esta estructura.

Un triángulo blanco apuntaba a una cosa esférica, de la que salían numerosos filamentos radiales.

—¿Qué es?

—Supongo que tú le llamarías el «centríolo». Es un orgánulo que gobierna la división celular de los angriffs.

—¿Y qué tiene de especial?

—Su bioquímica. Verás, también en el caso de los angriffs la herencia se codifica en ácidos nucleicos. Como en vuestro caso, están formados por nucleótidos de 2-desoxi-ribosa. Los nucleótidos contienen cinco bases en lugar de las cuatro vuestras; también tienen aminoácidos que forman proteínas. En su caso hay treinta aminoácidos, en lugar de nuestros veinte.

Cuando investigamos a los juggernaut, yo había tenido que meterme en una bioquímica exótica. Ahora tenía otra delante, de modo que traté de adaptarme a la nueva situación.

—Treinta aminoácidos y cinco bases.. —hice un cálculo mental— eso significa que cada aminoácido está codificado por tres bases al menos. ¿No? Cinco bases, en grupos de tres, da 125 tripletas posibles. Porque en grupos de dos daría sólo 25 tripletas, y se necesitan treinta como mínimo.

Me puse a flotar de espaldas, con la almohadilla abrazada al pecho, y batí lentamente las piernas para mantenerme horizontal. No sería mala idea una universidad marina, con piscinas como aulas…

—Exactamente. Aunque ese no es el enigma.

—¿Cuál es, entonces?

Oannes hizo una pausa. Nadó en un lento círculo en torno mío.

—El «centríolo» angriff tiene proteínas y ADN…

—También el nuestro, creo recordar —interrumpí, girándome en su dirección.

—Cierto. Pero, fíjate bien, son proteínas y ADN de los nuestros. Es decir, como el tuyo, el mío o el de Chait Rai.

Tardé un momento en formular mi siguiente pregunta. Como estaba totalmente desconcertado, me temo que no fui muy brillante.

—¿Cómo ha ido a parar ahí?

—Evidentemente, no por sí solo —fue la irónica respuesta de Oannes—. Ese «centríolo» es algo que sólo puedo llamar una «célula artificial». Pequeña, desde luego: más o menos, del tamaño de una de nuestras bacterias.

Esperó; sin embargo, yo no dije nada. Continuó.

—Está perfectamente adaptada al entorno celular angriff. Sintetiza aminoácidos a partir de los del angriff; a propósito, muchos aminoácidos angriff son comunes con los humanos, de modo que sólo necesita unos cuantos. Igualmente hace con toda molécula que necesita: la toma del citoplasma, o la sintetiza.

»Uno podría pensar que se trata de un parásito bhutani que se ha adaptado a la célula angriff. Después de todo, llevan viviendo en el sistema solar desde no sé cuándo.

—Pero no es así —adiviné.

—No.

Se alzó medio cuerpo sobre el agua, batiendo con la cola.

—Ya sé que me estoy poniendo muy monótono, pero ¿por qué?

—Porque —dijo recalcando las palabras— ese «centríolo» controla la división celular de su célula huésped. ¿Puedes encontrar un mecanismo evolutivo que justifique esto? Yo no.

Oannes calló. Apoyé la barbilla sobre mis brazos cruzados, encima de la almohadilla.

Yo pensaba y pensaba; sin embargo, aquello no tenía sentido. Un parásito influye en su huésped, desde luego, pero ¿qué ganaba el «centríolo» controlando las divisiones celulares? Presumiblemente, el «centríolo» se dividiría con la célula. No había razón para impedirlo; iría contra los «intereses» del parásito.

—Y si sólo fuera esto.. —prosiguió el delfín— este «centríolo» tiene otra función. Una función que nos ha costado descubrir…

—¿Sí?

—Se trata de un contador.

—¿Un contador? —pregunté una vez más—. ¿Y qué cuenta?

—Divisiones celulares. Los angriff, como especie, tienen lo que podríamos llamar «fecha de caducidad». Ya sé que suena a chiste, pero es algo muy serio. La extinción de la especie está marcada en estos genes artificiales.

—¿Cuándo?

Oannes hizo una dramática pausa. Su nariz de botella me apuntaba directamente al rostro.

—Dentro de ciento setenta y cinco millones de años, con un error de más o menos siete millones. Los «centríolos» no dividirán las células. Por consiguiente, los huevos ya no eclosionarán, y los adultos morirán al ir muriendo sus viejas células.

»Además, quien hizo esto lo hizo diabólicamente. Si, por el medio que sea, una célula angriff destruye al parásito… la propia célula deja de dividirse. Con lo cual obtiene una victoria estéril. Quien instaló ese centríolo parasitario lo hizo en el mismo talón de Aquiles.