LA VICTORIA

Durante toda la noche corrimos, y corrimos, y corrimos.

El cielo tomaba su aspecto de muralla de luz, aunque ahora se arracimaba en torno al cenit el cálido resplandor de los soles de Akasa-puspa… nuestra patria. Verlos me producía una punzada de nostalgia, como el desterrado que contempla su país natal a través de una frontera amurallada, o el prisionero que ve la calle desde la ventana de su celda.

Decenas de miles de puntos de luz rojo-naranja, con sus millones de habitantes; el Imperio, la Hermandad y la Utsarpini debatiéndose por el poder… en esos momentos, sentía la verdadera extrañeza de nuestro entorno, iluminado por la luz corriente en Akasa-puspa.

Pero ahora tenía asuntos más urgentes que atender. Debíamos cruzar el río por el oeste, donde se unía con el afluente. Aquel era el plan maestro de Chait Rai: cruzaríamos por donde no nos esperaban. Si teníamos éxito, cogeríamos a los angriffs por el flanco, mientras ellos concentraban su atención al norte.

Si lográbamos cruzar.

—Atención, Moisés; —dijo la voz de Chait Rai— listos para cruzar el Mar Rojo. No hay signos del ejército del Faraón.

Aquel era el momento de ver si el plan funcionaba.

—Cerrar compuertas estancas —dije por el interfono. ¡Vaya orden más ridícula! ¿Era yo el capitán de una espacionave, o el alcalde de una Ciudad?

Hebabeerst redujo su marcha y se sumergió en el río.

A través del ventanal miré inquieto hacia abajo. La profundidad del agua era inferior a la altura de Hebabeerst… la última vez que la habíamos medido. ¿Habría el río ahondado su cauce por las lluvias? ¿Sería Hebabeerst lo suficientemente hermética? Si no lo era, deberíamos cruzar a toda prisa, antes de que la Ciudad se inundase por completo.

Vigilé por los monitores. En los pisos de abajo entraban hilillos de agua por las junturas supuestamente herméticas. Maldije. ¡Una vía de agua en los pisos superiores! Los cohetes angriffs habían abierto brechas, que habían sido insuficientemente taponadas; por ellas, la Ciudad embarcaba toneladas y toneladas de agua.

Por la escaleras caían cascadas de agua barrosa, que arrastraban ropas, paquetes de equipo o comida. Empujé la palanca de velocidad, pero las orugas mordían el fondo arenoso sin apenas avanzar.

Los pisos uno y dos se inundaban.

El agua trepaba… trepaba… trepaba…

De repente, Hebabeerst avanzó más y más rápido.

Me sequé el sudor. El peso del agua embarcada había hecho que las orugas se afirmasen mejor en el fondo. ¡Que no se hundan ahora!, exclamé.

En un momento dado, la altura del agua cesó de aumentar. Y empezó a disminuir.

—Bien hecho, Moisés. Las aguas del Mar Rojo no se cierran sobre el pueblo elegido.

Hebabeerst emergió de las aguas, chorreando por todas partes. De las secciones bajas surgían fuentes de agua barrosa. ¡Lo habíamos logrado! El reptador de Chait Rai, anfibio, había cruzado flotando sin problemas.

—¡Abatid las rampas! ¡Unidades acorazadas, abajo! —ordenó Chait Rai.

Las rampas descendieron, dejando escapar los últimos restos de barro líquido embarcado.

Y por las rampas de Hebabeerst descendió el ejército más heterogéneo que jamás se hubiera visto.

Aquello era un caos tecnológico. El sofisticado reptador imperial marchaba en cabeza de cuatro «divisiones acorazadas», formadas por una absurda mezcla de carros de combate en forma de cajas de zapatos, grandes, torpes y pesados, y antilofantes no menos grandes, torpes y pesados.

Estos animales resultaban muy vistosos, con sus gualdrapas camufladas y sus cornamentas ahorquilladas sustentando hileras de lanzacohetes. Los habíamos adiestrado para que no se asustaran ante el estruendo de los disparos; pero no me sentía seguro de cuál sería su reacción al oír despegar decenas de cohetes junto a sus orejas.

En escuadrones bajaban los Incondicionales: tropas elegantemente uniformadas, con brillantes armaduras que resplandecían bajo el brillo de las rojas estrellas, las antenas de sus cascos cimbreándose con gallardía. Hacían caracolear sus motocabras, firmemente asidas por los cuernos.

Los Incondicionales y la mitad de los antilofantes se dirigieron a todo galope hacia el oeste, hacia la babel. Tenían por misión impedir que huyeran los angriffs fuera del planeta. Con ellos fue lo que quedaba de nuestra fuerza aérea.

El resto de las fuerzas, junto con la Ciudad, que llevaba a la infantería, se dirigió hacia el complejo angriff a toda velocidad.

Todo este jaleo, que presencié desde la sala de mandos, no era exactamente difícil de observar. A menos que los angriffs fueran estúpidos, ya debían saber que estábamos aquí. Sin duda nos esperaban.

Y no me equivoqué.

El complejo angriff, con su gran cúpula, ya era visible en el horizonte. De repente la radio despertó.

—Carros —dijo lacónicamente Chait Rai. Yo miré con los prismáticos imperiales.

El infrarrojo los revelaba con toda exactitud, bajos y con la coraza frontal inclinada. Parecían tan eficientes como los autogiros. Los cañones destellaron, y llegó a nuestros oídos el apagado estruendo.

Las dos formaciones se entremezclaron como dos mazos de naipes. La situación se volvió muy confusa. El campo de batalla se cubrió de una gris humareda. A ojo desnudo, sólo se veían los destellos de los cañones y las estelas de los cohetes. Con el infrarrojo, todo era un confusión de manchas que podían ser amigos o enemigos. La batalla se resolvió en un sinfín de duelos entre vehículos y animales.

La artillería angriff retumbaba incesantemente. Una gran parte de nuestros jinetes fueron lanzados por los aires en pedazos en los primeros momentos. Las esquirlas al rojo vivo de las granadas producían en las carnes de jinetes y monturas terribles heridas. No podía oír nada desde la cabina, pero me imaginé los espantosos gritos que debían lanzar aquellos desgraciados.

Recuerdo que localicé el reptador por su extraña silueta. Un tanque angriff disparó contra él; sin embargo, la ágil máquina hexápoda esquivó rápidamente y de pronto el carro angriff estalló. Otro tanque se acercó al reptador; no estalló, pero de repente adquirió un brillo cegador en infrarrojo; cambié a visible y lo vi relucir rojo cereza… quedó inmovilizado, con la tripulación evaporada en su interior. Luego perdí de vista al reptador, aunque la radio me trajo los gritos de triunfo de Chait Rai.

Escruté atentamente, tratando de adivinar el curso de la batalla a través de la espesa capa de humo y polvo.

Por todas partes se veían tanques angriffs.

Un antilofante, con un cuerno destrozado por una explosión, corría alocadamente lejos de aquel infierno. A su paso aplastó a varios hombres desmontados que huían.

Algunos de nuestros tanques se revolvían lentamente, tratando de plantar algún cohete en un tanque angriff. La mayoría ardían. Vi al comandante de uno de ellos asomar la cabeza por la escotilla; la tuvo asomada sólo unos momentos, porque de repente dejó de tener cabeza: vi cómo sus sesos salpicaban el blindaje.

Reconocí el aparato de Indri, que había cargado en cabeza por orden expresa de Chait Rai: era un montón de chatarra, con tres imponentes mordiscos en su coraza. Vi al propio Indri, que trataba de salir de aquel infierno en llamas; pero fue alcanzado por la explosión del depósito de combustible. Las azules llamas del alcohol lamieron sus ropas, y éstas ardieron al instante.

El pobre Indri quedó convertido en una antorcha, aferrado a la portezuela de su vehículo; las llamas cambiaron su color a amarillo anaranjado, como la de una vela, a medida que consumían el cuerpo del infante. Ya sólo quedamos dos, recuerdo haber pensado.

Siluetas negras volaron sobre aquel infierno. ¡Más de aquellos malditos autogiros! De nuevo llovieron cohetes del cielo. Un terrible estampido sobre nuestras cabezas nos ensordeció, y una grieta apareció de repente en el ventanal. Nuestras ametralladoras disparaban hacia el cielo.

Los autogiros liquidaban metódicamente todo lo que se movía sobre la llanura y no fuera un tanque angriff.

Y los tanques llegaron a Hebabeerst.

Rodearon a la Ciudad, disparando una y otra vez. De nuevo la estructura tembló bajo los impactos. Se intercambiaron frenéticos mensajes: tantos muertos en esta sección, tantos otros en la otra, impacto en esto y aquello. Era imposible hacerse una idea de la gravedad de los daños.

Pero Hebabeerst seguía avanzando. Eso significaba algo.

Y los cohetes surgían de los costados de la Ciudad. Las cargas explosivas o de gelatina de alcohol impactaban alrededor y sobre los tanques atacantes… que aparte de cañonearnos no podían hacer más. Nosotros éramos el más increíble supertanque jamás visto.

Era como si la Ciudad vomitase colosales surtidores de fuego y acero. Nuestros artilleros disparaban cohetes tan rápidamente como podían cargar los lanzadores; todo quedó sumido en una sucesión de aullidos ensordecedores, salpicado de aterradoras explosiones que lanzaban por el aire a los pesados carros de combate, como si de briznas de hierba se tratase.

Las orugas de Hebabeerst aplastaban a los tanques inmovilizados que se cruzaban en su camino, amigos o enemigos; qué asuras, a los muertos no les importaba demasiado…

El complejo angriff se encontraba cerca. Los tanques nos seguían, disparando inefectivamente.

—¡Cohetes incendiarios sobre el nido de cuervos! —gritó la voz de Chait Rai. ¡Increíblemente, aún se hallaba vivo!

Los cohetes volaron sobre la devastación. Columnas de llamas se elevaron del complejo.

La tierra temblaba, como si corriésemos sobre el parche de un tambor bien tensado; parecía que la Tierra se desmoronaba al final de un kalpa[72]. También los cañones angriffs nos disparaban desde el complejo, aunque en la confusión no se notaba mucho.

En nuestra marcha, dejábamos atrás más y más de nuestros carros, inmovilizados, pero que seguían disparando, haciendo girar frenéticamente sus torretas. Traté de comunicar por radio con algunos, pero en todas las longitudes de onda no se oía más que un pandemonium electromagnético.

Me dejé envolver por aquel caos durante varios minutos. Mi mente sólo registró confusión, hasta que aquella orgía de destrucción empezó a parecerme tediosa. Increíblemente, sentía deseos de dormir. Era la típica reacción del combatiente: huida de la realidad. En un momento dado, no sé cómo, la muralla estaba ante nosotros.

Y las ciudades chocaron.

El millón de toneladas de acero de Hebabeerst chocó a cien kilómetros por hora contra el complejo angriff. La Ciudad tembló hasta el último tornillo. Los muros se hundieron como un castillo de arena bajo el embate de la ola. Cascadas de roca o ladrillos pulverizados caían de nuestros costados.

Fuimos lanzados hacia adelante, y me golpeé contra el ventanal. Un ciudadano apretaba frenéticamente palancas para frenar nuestro ímpetu. Las luces se apagaron.

Las orugas rodaron en punto muerto, rechinando, aplastando casas, barracones, corrales, o no sé qué. En medio de un histérico rechinar de orugas, paredes, piedras y ladrillos quedaron aplastados en medio de una nube de polvo. El calor de los incendios amenazaba convertir el ventanal en la boca de un horno. Finalmente, Hebabeerst se detuvo. ¡Estábamos dentro! Hubo un inesperado silencio.

Aturdido, me puse en pie. La sala de control era un revoltijo de hombres, asientos, papeles, mapas, fantasmagóricamente iluminada por la luz de los incendios que entraba por el rajado ventanal, tamizada por la nube de humo y polvo.

En aquella nube destellaban las armas angriffs. Cuando mis timpanos empezaron a sentirse mejor, llegaron hasta ellos el apagado estruendo de las armas cortas.

Entre el polvo y el humo, se lanzaron hacia Hebabeerst las demoníacas siluetas de los angriffs, como poseídos de una locura suicida. Parecía que la experiencia les había hecho perder hasta la última brizna de racionalidad. Tras la obligada pausa del encontronazo, nuestros artilleros se recuperaron lo bastante como para seguir disparando cohetes. Las granadas y las balas trazadoras iluminaban la noche. Era casi imposible ver a nuestros atacantes, pero estaban tan amontonados que no se perdía ningún disparo.

Cuando el polvo se hubo posado, no se veía moverse a ninguna de aquellas fantasmales figuras. Habían negros cuerpos alienígenas destrozados por todas partes. ¿Y ahora qué?, me pregunté, aturdido. Pero los ciudadanos sabían qué hacer. Las rampas descendieron… y millares de guerreros se lanzaron abajo a paso de carga. Armados con fusiles, espadas, lanzas, ametralladoras, lanzallamas… lo que fuese. Era el momento de la infantería.

Las ametralladoras angriffs empezaron a disparar desde posiciones ocultas, y los guerreros caían, hasta que un lanzallamas alzó una cortina de fuego. No pude ver cómo acabó la cosa; sin embargo, los angriffs no entraron en Hebabeerst.

Pálidas luces de emergencia se encendieron en los muros. Recordé mi misión y levanté el transceptor AM. ¿Funcionaría? Pues sí, asombrosamente. Pero la confusión de voces que sonaban no me aclaró nada. Hubo algo que sí comprendí: no se oían voces angriffs en casi ninguna longitud de onda.

Los autogiros flotaban sobre la ciudad, aunque no disparaban. En la confusión podían matar a los suyos con igual facilidad que a los nuestros. Miré con atención al exterior, pero no pude distinguir nada: hombres o angriffs que corrían, se parapetaban, disparaban, caían… generalmente, más hombres que angriffs. Algo explotó sobre nuestras cabezas. Todos miramos al techo.

Los autogiros nos acribillaban vengativamente. Llamé por radio:

—Hebabeerst a Escarabajo. Contesten. Hebabeerst a Escarabajo. ¡Conteste, Escarabajo, por Alá! Esto… cambio.

—Escarabajo a la escucha. ¿Qué diablos pasa? Cambio —oí.

—El nido está inmovilizado. Los cuervos nos picotean. ¿Qué hacemos? Cambio.

—Vamos a por vosotros. Nos estáis arruinando la fiesta. Cambio.

La ciudad angriff era un mar de confusión, pero la batalla iba alejándose del punto de impacto de Hebabeerst. El reptador apareció: baqueteado, chamuscado, pero caminando.

Los autogiros estallaron.

—Puedes venir conmigo, Jonás —dijo Chait Rai.

—Atended a los heridos. Todos a los pisos bajos —ordené.

Descendí a la calle. El olor del humo era espantoso. Por el suelo habían cadáveres o trozos indistinguibles: humanos, angriffs, era difícil de decir. Ni un solo edificio en pie a la vista, excepto la gran cúpula. Renqueé hacia el reptador.

El propio Chait Rai me alargó la mano.

—Bienvenido a bordo —su medio rostro se curvó en una sonrisa—. Habéis armado una buena.

—¿Ganamos o perdemos? —pregunté mientras el reptador caminaba hacia la cúpula.

—¡Por supuesto que ganamos! —se ofendió—. Ahora empiezan a regresar los tanques; sin embargo, no son muy útiles entre estas calles. Los liquidaremos con los lanzallamas; es asunto fácil.

A mí no me parecía tan fácil, aunque no dije nada.

—Lo peor son los francotiradores, que disparan desde los tejados. Pero eso se remedia quemando las casas.

—Vaya, menos mal —dije. Me sobresalté cuando un rosario de balas impactó en la ventana a mi lado.

—Tranquilo, las balas no perforan el blindaje. No hay peligro mientras no nos disparen con un antitanque.

Aprensivamente me aparté de la ventana. Chait Rai siguió hablando con calma.

—Ya sólo queda la gran cúpula. Hamalnarat va a entrar. Ahí —señaló—. Baja; disfrutemos del espectáculo.

Bajé. El aire olía peor de lo que esperaba. Disparos, ráfagas, explosiones. Pero ninguno cerca.

Un grupo de ciudadanos aguardaba ante la puerta de la cúpula. El sargento Hamalnarat, un corpulento ciudadano y aventajado combatiente, sonreía mientras apretaba su ametralladora.

Una explosión echó la puerta abajo. Hamalnarat lanzó un grito y entró de un salto, disparando.

Una ola negra saltó hacia nosotros. ¡Angriffs! Los lanzallamas escupieron alcohol gelatinoso ardiendo. Aullidos y llamaradas; donde las lanzas de llamas caían sólo quedaban despojos. Los guerreros se abalanzaron. Chait Rai los siguió y yo también.

Caminamos sobre una alfombra de angriffs achicharrados. Y llegamos al centro de la cúpula. ¿Qué guardarían allí? Pronto lo supe.

Era una cámara hemisférica, iluminada por luz cenital procedente de la Esfera, que penetraba por la abertura circular del techo, contrastando con el semitenebroso interior. En el centro, una cerca metálica encerraba una gran masa de angriffs herbívoros. Debía haber más de cien mil.

Los ciudadanos miraron incrédulos a aquellas bestias. Quise gritar que eran inofensivos, pero no tuve ocasión.

Las triunfantes tropas de ciudadanos irrumpieron en medio de un griterío ensordecedor. Corrieron en torno a la cerca y la rodearon en un gran círculo… y los lanzallamas trabajaron de nuevo, sembrando un gran anillo de fuego. Aquellos miles de bestias vociferaban su terror, corriendo ciegamente. La mayoría se amontonó, guiados por un sorprendente instinto gregario. Pronto quedaron reducidos a una inmensa pira de tizones humeantes. Nubes de grasiento humo escapaban por la abertura de la cúpula.

Con él se esfumaba mi oportunidad de sacar algo en claro sobre su exótico ciclo vital. ¿Por qué los herbívoros tenían hijos carnívoros? Tristemente, caminé fatigado fuera de aquella cúpula infernal, convertida en colosal horno crematorio. Esa pregunta seguiría sin ser contestada.

Respiré ansiosamente el aire exterior, relativamente fresco. El Sol asomaba sobre el horizonte.

Al día siguiente, hicimos recuento de nuestra hazaña. Habíamos destruido de un golpe la base, el depósito de víveres y la sala de partos de la horda angriff… y a la propia horda.

Los autogiros y los tanques, según me explicó Chait Rai, serían inútiles sin combustible: desventajas de la guerra moderna. A menos que los angriffs contasen con depósitos secretos de carburante, pronto se convertirían en chatarra inmóvil.

El recuento de bajas arrojaba el increíble saldo de cuarenta mil angriffs muertos.

—¡Nunca antes se había obtenido una victoria semejante! —exclamaba Chait Rai orgullosamente.

Yo me abstuve de decir que la victoria nos había costado sesenta mil hombres de un total de cien mil, la mitad de nuestros antilofantes, el noventa por ciento de nuestros tanques… y el noventa y ocho por ciento de toda nuestra fuerza aérea. Los angriffs nos habían destruido dos Ciudades y nosotros la tercera.

Otra «victoria» así, y estábamos perdidos.