LA TIERRA

La Tierra se hallaba, como en sus orígenes, confusa y vacía.

Como ya lo hiciera antes, el hombre se había ido. Las únicas huellas de su paso eran sólo las construcciones humanas, Jambudvida, las babeles, las Ciudades. Muy profundo, en los estratos de roca, yacían los huesos fosilizados del hombre, desde los primeros homínidos hasta los últimos viajeros del espacio.

En mar abierto, se acumulaba el fango, unos pocos milímetros al año. Allí yacían delgadas capas de asfalto o petróleo, residuos de las sucesivas Eras Industriales.

Más abajo, en lo que en el pasado habían sido someras cuencas marinas, en profundos estratos de roca sedimentaria, yacían algunas de sus obras. Las Montañas Mediterráneas ocultaban, en capas de caliza, el más vasto museo de la civilización.

Ciudades fenicias, griegas, romanas, bizantinas, occidentales y musulmanas, yacían ahora íntimamente mezcladas con la roca, y sólo un microscopio petrográfico hubiera distinguido entre la roca artificial y la natural.

En tierra firme, el viento y la lluvia arrasaban todo lo que sobresalía. Lentamente se acumulaba el barro, el loess, o la arena. La Konrad Lorenz se hundía en el suelo un centimetro cada diez años.

Y, como un rebaño de dinosaurios, las vacías Ciudades rodantes seguían su marcha impasible. Como habían hecho desde su origen, recolectando minerales y energía de microondas, sintetizando ciegamente los productos que nadie consumiría, sus robots limpiando lo que sólo el viento y la lluvia ensuciaban.

Más allá de la atmósfera, los angriffs seguían su marcha ciega, ignorando los planes de los Eternos.

En la cáscara, los ojos de los Eternos vigilaban la brecha de oscuro vacío, y la Galaxia más allá, donde se ocultaba aquello que era lo único capaz de producirles temor.

Y en torno de la Esfera, el océano negro se mecía.