LA FLOTA I

La III Flota del Imperio partió de la base naval de Tisthat, sita en uno de los asteroides exteriores del sistema de Cakravartinloka. No hubo ceremonia de ninguna clase, y pocos de los pobladores de la capital estaban enterados de su partida.

Las naves más poderosas del Imperio empezaron su viaje acelerando a un «g». Desde Cakravartinloka era un espectáculo impresionante. Durante horas, el punzante resplandor blanquiazul de los chorros de fusión eclipsó incluso a los rojos soles de Akasa-puspa.

Sin embargo, las sofisticadas gentes de Cakravartinloka no se preocuparon mucho. Espectáculos de ese tipo eran frecuentes en el cielo del supercivilizado planeta, perla de Akasa-puspa. Quienes miraron al firmamento nocturno, se encogieron de hombros y continuaron sus negocios o sus placeres… más frecuentemente lo último que lo primero.

Pero para los inmigrantes yavanas, aquellos tecnológicos fuegos de artificio eran una maravilla digna de ser contemplada durante horas.

Entre estos se contaba uno de los pocos que sabían lo que aquellas llamas significaban: Khan Kharole, el temido, respetado, o amado senapati de la Utsarpini.

Había pedido que le sirvieran la cena en la terraza de su palacio, y desde allí había contemplado la partida. La nueva estrella que había aparecido en el cielo brillaba demasiado para observarla a ojo desnudo. Después de que hubo despachado su plato favorito (un sabroso «gulash» de ciervo muy picante), Kharole pidió unos prismáticos. Con el filtro polarizante interpuesto, dirigió el instrumento hacia la estrella. Así pudo ver que se hallaba formada por veinte estrellas menores.

—Senapati —le llamó Kautalya desde la biblioteca. Kharole, que ya se sentía cansado del espectáculo, se levantó y entró en el palacio.

El corredor se encontraba adornado por aquellos impresionantes tapices holográficos que se usaban en el Imperio para decoración. Representaban escenas de la vida del propio Khan Kharole: emocionantes batallas espaciales o en la superficie, babeles engalanadas por la victoria, triunfantes rendiciones de yavanas… Aquellas imágenes parecían ventanas abiertas a los lugares en que se desarrollaron.

O, al menos, eso pensaban los artistas. Kharole apenas se reconocía a sí mismo en el héroe musculoso y barbudo que, se suponía, era él.

—Impresionante, ¿verdad? —señaló Kharole—. Aunque, en mi opinión, el arquitecto se ha pasado en algunos lugares. Por ejemplo, eso de que uno abra la puerta del cuarto de baño y, zas, se encuentre al borde de un acantilado, bajo el que rugen las olas de un mar embravecido…

—Ah, senapati, —suspiró Kautalya— quizás soy un viejo incapaz de adaptarse a las novedades. Pero mi pobre vejiga es muy impresionable y, ante semejante visión, se declara en huelga.

Kharole rió de buena gana.

—¿Y el techo? —los hologramas representaban los típicos artesonados que se usaban en la Utsarpini—. Estos romakas no se han enterado de que no nos alumbramos con antorchas. Me pregunto a qué se parecerá el palacio el día en que a esos hologramas se les fundan los plomos o algo así.

—Seguirían viéndose con luz natural, según creo, pero borrosos.

Los dos hombres entraron en la biblioteca, donde Kharole había trasladado los muchos libros que coleccionaba desde joven. Se había enterado de que algunos eran auténticas joyas de coleccionista en el Imperio, donde el soporte electrónico de información ganaba terreno día a día.

Allí aguardaban dos personas. Una era el adhyaksa Sidartani; la otra, un joven con uniforme de oficial de Marina. Este manipulaba los mandos de un holotanque, en el que flotaban imágenes de varias astronaves. Eran tan detalladas y realistas, que era difícil saber si eran maquetas u holografías originales. Tan pronto les oyó entrar, el oficial se levantó y se puso firmes.

—Kalyanam, Chattrapati —saludó el adhyaksa. El joven dio un leve taconazo. Llevaba el pelo corto y su cara mostraba un cometa azul en la mejilla izquierda.

—Kalyanam —respondió Kharole automáticamente.

—Chattrapati, —dijo Sidartani, con una leve inclinación— quiero presentaros a Pablo Vayunani, capitán de corbeta de la Marina Imperial —el joven inclinó la cabeza exactamente treinta grados desde la vertical—. Está aquí para aclararos cualquier detalle que pudiérais desear saber sobre la misión.

—Es un honor, capitán Vayunani —dijo Kharole. Aquel jovenzuelo tenía aire de recién salido de la Academia—. Sentémonos y explíquenos la composición de la flota.

El joven se aclaró la garganta.

—Comprobaréis que todo se ha llevado a cabo de acuerdo con vuestras instrucciones, Chattrapati.

—No me cabe duda, capitán Vayunani. Solamente hubiera deseado un detalle más: haber ido yo en persona.

Pablo Vayunani asintió.

—Todos hemos deseado acompañar a nuestros camaradas, Chattrapati. Pero vos, más que nadie, sois necesario aquí.

Kharole asintió, ofreciendo cigarros a sus visitantes.

—Alguien debe guardar la casa… —dijo Sidartani con una sonrisa, mientras encendía el suyo.

—Bien, capitán Vayunani; —dijo Kharole, emitiendo una bocanada de humo— háblenos de la flota.

El joven empezó a hablar con cierto nerviosismo, pero fue ganando seguridad.

—Como veis, Chattrapati, —empezó— el núcleo de la flota se compone de dos navíos de línea, el Asura Nama, y el Nrisimha, nave insignia del almirante Ezequiel Paryagat. El Asura Nama está comandado por el capitán de navío Bindusara Azmeri, de la Marina de la Utsarpini.

El joven oficial señaló con un puntero láser dos de las reproducciones que flotaban en el tanque: dos naves de forma esférica, cada una llevaba en su popa un eje, al que se adosaban dos grupos de cuatro tanques esféricos de hidrógeno; el extremo opuesto al eje comprendía los grupos de propulsión. Estos eran los temidos «navíos de línea» del Imperio. Medían trescientos metros de diámetro, según el Registro Naval.

—El bueno de Azmeri —asintió Kharole—. Esto me recuerda algo. Las tripulaciones.

—Como acordamos, Chattrapati, —intervino el adhyaksa— mitad marinos imperiales y mitad de la Utsarpini. Nuestro servicio de Inteligencia ha examinado los expedientes de nuestros hombres. No hay infiltrados de la Hermandad.

—Igualmente hemos hecho nosotros. Hemos escogido a los que tenían peores informes… por parte de los capellanes, por supuesto —añadió Kharole—. Prosiga, capitán Vayunani.

—El resto de la flota lo forman los acorazados Leviatán, Akbar, Agne y Avranam. Han sido reforzados con cañones neutrónicos antimisiles.

El fino rayo del puntero señaló a cuatro naves en forma de balas de pistola, cuatro veces más largas que anchas, aunque su eslora era sólo un poco menor que el diámetro de las naves de línea; cada acorazado estaba rodeado por cuatro tanques esféricos, de los que sobresalía una especie de torreta por un extremo, y las impresionantes toberas de fusión por el otro.

—Ocho fragatas de la clase «Rasmin»: Manyu, Gedeón, Asau, Javiyah, Josué, Dhira, Mansur, y Jihad.

»Seis destructores de la clase «Dhavata»: Ravena, Garuda, Boarneges, Miguel, Arsat, y Nemrod.

El puntero señaló a otras naves más pequeñas, con un solo tanque central, y de una eslora igual a un tercio de la de un acorazado.

—Están todas dotadas de los equipos más modernos, en lo que se refiere a armas láser o de particulas. Debería añadir, Chattrapati, que jamás en la historia del Imperio ha habido una flota más veloz.

Su voz mostraba un comprensible orgullo.

—¿Y el combustible? —Kharole recordó los lentos y torpes veleros de luz de la Utsarpini, y pensó: ¡Lo que hubiera dado por tener algo así cuando empecé!—. No veo naves cisterna en la flota. ¿De dónde sacarán el hidrógeno, capitán?

—Por supuesto, ninguna nave cisterna podría abastecer a semejante flota. Hubiera sido necesario acelerar la propia nave cisterna, para lo cual necesitaría demasiado hidrógeno. Sin embargo, uno de nuestros muchachos encontró una solución mejor…

Una nueva imagen llenó el holotanque. Se trataba de un aparato cilíndrico y achatado, cubierto de diminutos detalles como costras. Kharole lo reconoció al instante. ¡Era un rickshaw!

Aquel era uno de los colosales (un kilómetro de eslora) contenedores de carga que efectuaban el transporte interestelar en el Imperio. Viajaban a un cuarto de la velocidad de la luz, describiendo grandes órbitas en torno al núcleo de Akasa-puspa, ayudados por el campo magnético del mismo.

Recordó que aquellos artefactos habían sido los desencadenantes de la crisis entre Imperio, Hermandad y Utsarpini, que condujo al descubrimiento de la Esfera… aquel extraordinario lugar al que se dirigía la flota.

—¿Vais a mandar un rickshaw a la flota, convertido en nave cisterna? ¿Cómo? —Kharole se sentía estupefacto. ¡Cambiar la trayectoria de uno de aquellos colosos que se movían a un cuarto de la velocidad de la luz!

—Mandaremos dos rickshaws, Chattrapati —rectificó el capitán—. Uno de ellos abastecerá a la flota durante la etapa de aceleración, y otro en la de deceleración. Hemos reprogramado sus órbitas; esos dos rickshaws siguen vectores paralelos a los de la flota, pero separados. Nuestros navíos podrán abordarlos cuando coincidan sus velocidades y posiciones.

—Ya —Kharole se acarició la barba—. Entonces repostarán. Pero, ¿qué pasará con los rickshaws?

El capitán Vayunani se encogió de hombros.

—Se perderán en el espacio intergaláctico, Chattrapati. Su órbita será tal que no podrá ser recapturado por Akasa-puspa. Mala suerte.

Kautalya, hasta entonces silencioso, habló.

—¿Qué opinan los Jagad-Seth de eso? No deben sentirse muy satisfechos.

—Bien, —fue Sidartani quien respondió— tendrán que trabajar como unos karmakaras[59] para recuperar su dinero… o el de sus biznietos. Han estado mil años especulando con los futuros beneficios del Sistema Cadena[60], así que no está mal que paguen un poco, para variar. Pero, díganos, ¿qué hay del plan de vuelo?

El joven oficial sacó unos papeles de su cartera y los repartió a los tres hombres. Estos los examinaron.

—Todo está detallado aquí —dijo.

Sidartani preguntó:

—Según parece, repostarán a una distancia relativamente corta, a… tres centésimos de año luz. ¿No podrían haber llevado todo el combustible necesario al partir?

El capitán carraspeó delicadamente. No era fácil corregir la ignorancia en física de un personaje importante.

—Se trata de la relación masa-empuje, monseñor. La carga óptima de las naves les da una capacidad de cambio de velocidad de un tercio de luz… sin reservas para frenar. Si las naves cargasen a su partida con todo el combustible necesario para el viaje, frenado, y regreso, representaría un peso prohibitivo. De este modo, las naves se ahorran empujar unos miles de toneladas de masa hasta un cuarto de la velocidad de la luz. La flota ha partido con el máximo de combustible que podían cargar, y el mínimo de provisiones. Y aun así, tienen poco más de lo justo para alcanzar un cuarto de la velocidad de la luz, llegando hasta el rickshaw con una pequeña reserva.

—Y si no lo encuentran… lanzados a través del vacío intergaláctico sin poder frenar —dijo pensativo Sidartani—. Es escalofriante lo que puede sucederles a esos muchachos si no logran…

—No se preocupe; —fue la confiada respuesta del capitán—. Los rickshaws siguen órbitas predictibles con un error de no más de trescientos millones de kilómetros. Los instrumentos de la flota los detectarían incluso a diez veces esa distancia.

—Continúe, capitán —dijo Kharole—. Aquí dice que llegarán hasta media luz, y luego se deslizarán a velocidad uniforme…

—Así es, Chattrapati —continuó el oficial—. Es la solución óptima, dadas las limitaciones de empuje, carga, masa…

—Presumo que la deceleración será el proceso inverso.

—En efecto, Chattrapati. Después de año y medio a velocidad uniforme, decelerarán hasta un cuarto de la velocidad de la luz, repostarán y decelerarán el otro cuarto.

—¿Y qué pasará con el regreso? —preguntó Kharole.

—En el viaje de regreso, —contestó el capitán Vayunani— la flota será abastecida por un procedimiento similar. Esta vez contamos con recuperar los rickshaws… o al menos eso esperamos.

»Esto limitará su período de estancia en la Esfera. Se trata de una limitación debida a las órbitas de los rickshaws…

—¿No podrían quedarse más tiempo, y volver a menor velocidad? —preguntó Kautalya—. No entiendo mucho de astronáutica, me temo, pero en los viajes espaciales el combustible no limita la distancia, sino el tiempo.

—Ciertamente, monseñor —dijo el oficial—. El problema es el tiempo. Sin repostar, les costaría volver unos… hemm… veintisiete años.

—¿De cuánto tiempo dispondrán, una vez en la Esfera? —preguntó Kharole.

—No más de seis meses, Chattrapati. Ocho meses, si se resignan a abandonar cinco naves, embarcan todos en las restantes, y trasvasan el combustible de las abandonadas. Es la única posibilidad factible, según nuestros sistemas expertos.

—No es mucho. Seis meses, para un viaje de cinco años… —dijo Kharole pensativo—. Incluso para el Imperio es una enorme distancia.

—Por supuesto, Chattrapati, —dijo Sidartani con cierta acidez— podríamos habernos ahorrado la mayor parte del tiempo, si la Utsarpini nos hubiese autorizado hace mucho a mantener bases del Imperio en su territorio…

Aquí está la sutil insinuación, pensó Kharole.

—Si los habitantes de la Esfera resultan ser hostiles, —continuó el consejero imperial— dudo mucho que podamos librar una guerra a semejantes distancias del Límite.

—Todo se andará, adhyaksa, todo se andará —dijo Kautalya con voz suave—. Ha habido mucha desconfianza entre el Imperio y la Utsarpini…

Sidartani asintió. Un diplomático inferior hubiera tenido la decencia de ruborizarse un poco.

—…pero eso es algo cuyo remedio está en nuestras manos.

Kharole miró de reojo al capitancillo. Miraba discretamente al vacío, ahora que se encontraba rodeado de «alto secreto».

—Bien dicho, mi buen Kautalya —dijo con energía Kharole.

, pensó, cuando quitemos a ese estúpido del Trono y pongamos en él a otro estúpido más complaciente.

El doctor Ab Yusuf Rhon pudo contemplar la partida de la flota desde otro lugar más conveniente: desde el puente de la propia nave insignia Nrisimha.

Desde allí, había visto al Universo inflamarse de blanco-azul en torno a él, cuando se activaron los reactores de fusión. Las veinte naves formaban un gran cono, con al menos un centenar de kilómetros entre una y otra. A pesar de ello, Yusuf sabía que, para un observador en Cakravartinloka, los chorros (o rayos) de propulsión de la flota se fundirían en una sola y cegadora estrella.

El puente de la Nrisimha se asemejaba en todo al de cualquier navío de la Marina Imperial, pero cinco veces más grande: una enorme pantalla geodésica que les hacía el efecto de estar sentados en medio del espacio, como sobre una alfombra voladora. La pantalla estaba parcheada por ventanas en las que aparecían listas de datos o gráficos de ordenador.

Los oficiales de puente se acomodaban en la glorieta circular central, atendiendo a sus respectivos tableros, con microaudífonos en los oídos y ante la boca. En el centro, se hallaba el sillón de mando del comandante de la nave, en este momento ocupado por el almirante Paryagat.

El almirante, tras una última inspección a las pantallas de datos, se levantó y cedió la silla al comandante de la nave, Abdul Zalfiqar. El almirante era bajo, grueso y de pelo gris, con algunas bandas decorativas de azul eléctrico. Como muchos altos funcionarios del Imperio, era eunuco, pero no poseía el carácter mezquino que solían tener generalmente. Era culto y simpático, muy distinto a aquel piojo de Jai Shing (que su rueda del samsara no gire en fase con la mía, pensaba a menudo Yusuf).

—Ah, doctor Yusuf —dijo el almirante, al descubrirlo en la penumbra—. ¿Cómo se encuentra? ¿Ha sido bien instalado? ¿Es de su agrado el camarote?

Yusuf salió de su ensimismamiento con un parpadeo.

—¿Eh? Sí, gracias, almirante. Estoy muy cómodo. Sólo hubiera deseado que el doctor Dohin y mi colega, la doctora Firishta, hubieran venido a bordo de esta nave.

—Eso no es posible, doctor —el almirante sacudió la cabeza—. El Alto Mando dispuso que ustedes tres viajasen en naves separadas. Por razones de seguridad. Son ustedes muy valiosos; los únicos que han estado en la Esfera, y no podemos arriesgarnos a perderlos. No es que tema que pase algo, —levantó una mano, anticipando la pregunta de Yusuf— pero la precaución no está de más.

—Comprendo —dijo Yusuf.

—Pero no se preocupe; el Asura Nama es una nave de línea, tan buena como nuestro rugiente Hombre-león —dio un par de fuertes pisadas en la cubierta, satisfecho—. Sus amigos estarán tan bien atendidos como usted. Mire, esa es el Asura Nama.

El almirante señaló a un brillante punto en el espacio. Su color lo distinguía con claridad de las estrellas.

—Me fijé en cómo miraba la pantalla durante la partida. Impresionante, ¿no es cierto? Una formación perfecta. Se ha reunido aquí lo mejor de la Marina… de dos Marinas, para ser exactos.

—Impresionante, sí, pero…

—¿Pero? —el almirante alzó las cejas, más sorprendido que ofendido—. ¿Le preocupa algo, doctor?

Yusuf hizo una pausa, tratando de dar forma a sus vagos temores.

—La Esfera también es impresionante; y los colmeneros nos llevan millones de años de ventaja tecnológica.

—Comprendo que le preocupe eso —dijo el almirante, con aire protector.

Yusuf se sentía seguro de que no comprendía. Nadie comprende lo que representa la Esfera hasta que no la ve de cerca.

—Ustedes, doctor, visitaron la Esfera en condiciones muy precarias. Un solo destructor atestado de yavanas, y que no había sido preparado específicamente para esa misión. Y esos Hermanos… tuvieron suerte de salir vivos.

»Pero en esta flota viajan veinte naves. De ellas, seis destructores de la misma clase que el Vijaya. Y esas son nuestras naves más ligeras. ¿Imagina el poder ofensivo de que disponemos? Podríamos arrasar cien planetas, y hasta la Utsarpini entera.

—No dudo del poder de su flota, pero… —Yusuf hizo un gesto de futilidad.

—Le digo que no tiene de qué preocuparse. Hemos pensado en todas las contingencias posibles. Llevamos lo necesario para establecer una cabeza de puente en uno de los planetas, si fuera preciso —sonrió satisfecho—. Le aseguro, doctor, que en el centro de esta formación está usted tan seguro como el Emperador en su palacio de Cakravartinloka.

Yusuf carraspeó discretamente.

—Comprendo, almirante —dijo a continuación en voz baja—. Bueno, creo que estamos en buenas manos.

—Gracias, doctor. Si me disculpa… estamos estorbando en el puente.

—Oh, desde luego.

Yusuf regresó pensativo a su camarote. En su camino, dijo mentalmente las palabras que había pensado decir al almirante.

Usted es un militar, almirante, y su misión es conducir la flota. Yo soy un cientifico, y mi misión es pensar en lo inimaginable. Y la Esfera deja mucho campo a la imaginación…, y a las pesadillas.