Hacía seis meses que viajábamos chapoteando entre mares de barro.
Aquello, en mejores condiciones climáticas, hubiera sido una inmensa sabana. El invierno nuclear provocado por la caída de la babel había cubierto de nieve la superficie de aquel planeta, pero en los últimos días la lluvia caía incesantemente, arrastrando el polvo suspendido en la atmósfera, y fundiendo las masas de hielo. La poca nieve que quedaba ofrecía un color gris sucio, aunque no duraría mucho; contra los pronósticos de Vidya, la temperatura estaba aumentando.
Desconcertado, me froté la mejilla, sobre mi tatuaje de biólogo (la representación convencional de la doble hélice). Yo estaba en la plataforma superior de la Ciudad, llamada Hebabeerst, en lo que podríamos llamar su proa; allí había hecho instalar un tosco observatorio meteorológico: termómetro, barómetro, pluviómetro, todo ello creado mediante procedimientos muy pintorescos: primero dibujados por ordenador, y luego construidos por herreros y sopladores de vidrio.
Me envolví en la amplia capa de cuero impermeable que me habían proporcionado los nativos. La lluvia la hacía pesada, y el viento jugaba a arrebatarme el bloc en el que anotaba los datos meteorológicos. De estar el tiempo despejado, me habría visto obligado a llevar las gafas de sol; las gentes de Akasa-puspa somos muy sensibles al fiero sol amarillo de la Tierra. Los soles de Akasa-puspa son principalmente de los tipos K y M, rojos o rojizos, y con el paso de los millones de años nos hemos adaptado a ellos: somos muy sensibles al naranja, y casi ciegos al violeta.
Tras de mí, mi cortejo de adoradores nativos aguardaba respetuosamente mis órdenes.
Hebabeerst seguía su lenta marcha hacia el sur, y, a cada vuelta de sus gigantescas orugas, aumentaban las posibilidades de que pereciéramos hundidos en el lecho de algún antiguo lago helado, convertido ahora en barrizal.
Mis pensamientos eran entonces tan oscuros como el cieno que empezaba a cubrirlo todo. Hay momentos en los que un hombre debe enfrentarse a una encrucijada que decidirá todo su futuro. Un hombre juicioso sabe detenerse a meditar llegado ese momento, y habitualmente toma la decisión correcta…
Este no era en absoluto mi caso. Yo, Jonás Chandragupta, cometi el error de mi vida cuando decidí quedarme junto a un loco peligroso, en un planeta moribundo. De los diez infantes de la Utsarpini que se quedaron con nosotros, seis han pagado ya su error con la muerte. ¡Cuántas veces lamento no haber seguido el ejemplo de Lilith!
Poco después de que partieran nuestros compañeros en la Vajra, Chait Rai se hizo con el control de Hebabeerst. Las Ciudades eran una mezcla de primitivismo y ciencia. Cada una de ellas era un ente autónomo, que se movía según sus necesidades de… bien, llamémosle «alimentación».
Las «Ciudades» no eran otra cosa que los módulos de exploración de la nave de Oannes, la Konrad Lorenz. Cada Ciudad era capaz de automantenerse y hasta de autorreplicarse, aunque esto último no lo hacían desde hacía mucho. De norte a sur, eran: Siquemhebebel, Hobbelsalem, Hebabeerst, Hegiberom, Suleimanhebir, Betebel, Hericofasath, Canahanladit, Falconhabibarat y Babraham.
Las Ciudades eran unas máquinas de una complejidad asombrosa. Extraían minerales o materias orgánicas del suelo, y las transformaban automáticamente en multitud de productos, subproductos y subproductos de subproductos. Para mí, lo más maravilloso eran las placas sintetizadoras: bastaba hacer pasar una corriente eléctrica por ellas, bañarlas en una solución que contuviera agua, sales y anhídrido carbónico, y sintetizaban materia orgánica comestible. Era como cloroplastos eléctricos, livianos y sencillos en apariencia, pero de una complejidad microscópica extraordinaria. Gracias a las placas sintetizadoras no nos morimos de hambre en aquel largo invierno…
Los nativos se llamaban a sí mismos Pol'Yau, que podría traducirse como «los ciudadanos». Vivían una existencia primitiva en sus corredores, asando en fogatas los alimentos sintéticos producidos por las Ciudades, fabricando objetos para el comercio, cazando en el exterior cuando el clima lo permitía. O librando alguna guerrita de vez en cuando: el vagabundeo de las Ciudades provocaba sorprendentes cambios en las fronteras, magníficos pretextos para que los muchachotes saludables ejercitaran los músculos. Una existencia apacible, hasta que llegamos nosotros.
Para empezar, nuestra llegada fue acompañada por la caída de la babel.
Las Ciudades habían reaccionado por sí mismas, dirigiéndose con lentitud de hormigas hacia el ecuador del planeta, en busca de temperaturas más altas. Poco a poco, las nieves nos habían ido siguiendo. Los supersticiosos ciudadanos quedaron muy impresionados.
Con la ayuda de los infantes de la Vajra, Chait Rai empezó a adiestrar una fuerza local. Ordenó además que los no combatientes cumpliesen turnos de trabajo en los talleres artesanales de fabricación de armas. Los ciudadanos no conocían la pólvora, así que Chait Rai optó por un armamento que podía fabricarse rápidamente y en cantidad: cotas de malla, cascos, ballestas de poleas. Sencillo, pero eficaz y fácil de usar, reforzado por el arsenal de armas modernas que había traído consigo. Al mismo tiempo, los acostumbró a luchar en equipo y de forma organizada.
Aquello no gustó a las Ciudades de Hobbelsalem y Betebel. Eran las más poderosas desde hacía un siglo; Hobbelsalem había dominado a Hebabeerst, y Betebel había luchado tenazmente por el mismo dominio. Sin embargo, los enconados rivales se enfurecieron al pensar que sus vasallos tenían ahora ínfulas de amo. Por ello, se aliaron contra nosotros y mandaron tropas para invadirnos. Las otras Ciudades prefirieron permanecer al margen.
Los ciudadanos no conocían otro medio de transporte que la tracción animal, y su más sutil estrategia era la carga frontal entre fieros alaridos. No usaban armadura, y las innovaciones de Chait Rai convertian a nuestros soldados en invulnerables. No tenían muchas posibilidades, pero la lucha ni siquiera llegó a estallar.
Gracias a Oannes, aprendí a controlar a aquel monstruo de acero rodante, y, siguiendo las instrucciones de Chait Rai, lo dirigí contra Hobbelsalem. Era la más poderosa, lo que la hacía un excelente blanco para la demostración. Los aliados interpretaron que su Dios se había puesto en su contra (cosa en absoluto incierta) y se rindieron al instante y sin luchar.
Aquello disuadió de resistir a los que aún estaban indecisos. Pronto, las Ciudades que habían permanecido neutrales también se rindieron. Aunque eso no bastaba para Chait. De inmediato, empezó a usar a sus tropas instruidas para instruir más de entre las Ciudades sometidas, pero ¿a qué seguir? Los que formábamos su círculo interior apenas sabíamos algo de sus planes.
Avancé penosamente por el techo de Hebabeerst. Estaba recubierto por el complicado enrejado gigante que captaba las microondas procedentes de la Esfera: la fuente de energía de Hebabeerst. Parecía un enorme tendedero de ropa. Pero no colgaban de ellos inocentes prendas de vestir. Se adivinaban formas demasiado horribles para ser ciertas… aunque lo eran.
Mi acceso a los corredores de la Ciudad me obligaba a caminar entre cadáveres colgados. Aquel largo camino se encontraba adornado con cuerpos humanos mutilados o despedazados, algunos en avanzado estado de descomposición, colgando del enrejado. Habían sido la guardia de honor de Chait Rai el Conquistador, Chait Rai el Inmortal, Chait Rai el Loco. Sólo por razones higiénicas logré evitar que los colgase en ganchos por los corredores de Hebabeerst. Sin embargo, yo quería convencerme de que no estaba tan loco como para acabar también con mi vida. Me necesitaba para entender el extraño mundo que nos rodeaba… o al menos, yo mantenía esa esperanza.
Yo llevaba un pañuelo empapado en lo que los ciudadanos se obstinaban en llamar «perfume», y tapé con él mi nariz, intentando apartar la mirada del horror que me rodeaba, procurando mantener mi «dignidad divina». ¡Divina! Un dios cojo que apenas sabe hablar la lengua de sus devotos. Oannes me había llamado «Hermes». Cuando le pregunté por qué, su ordenador Vidya me dijo que fue un dios de un pueblo muy anterior a Oannes llamado «griego» (yo conocía un poco de la lengua griega a través de las Sastras[6], pero lo ignoraba todo sobre el pueblo que lo habló).
Hermes, decía Oannes, era un dios célebre por su elocuencia, que calzaba sandalias aladas veloces como el viento… a veces, el humor de Oannes es más bien grueso. Para consolarme, me dijo que los griegos tenían también un dios cojo y hábil herrero.
Todos los venidos del Cielo gozábamos de igual «dignidad». Los ciudadanos consideraban su Dios supremo a Oannes, el delfín; pero el pueblo llano reconocía y veneraba innumerables pequeños dioses, lo que en sánscrito llamamos devas o matarisva; la palabra que usaban para designarlos no era la que usaban para Oannes.
Por fin apareció la bendita trampilla que daba acceso a los corredores. El hedor habitual me pareció delicioso: humo, estiércol, cuerpos sin lavar, fuertes olores de cocina. Olores de vida, no de muerte.
Los ciudadanos me ayudaron respetuosamente a bajar. Curiosamente, mi defecto me daba un aire más familiar, más accesible. El hecho de que me esforzaba en hablar con corrección su lengua, era algo que me ayudaba, supongo. En los momentos que tenía libre, me entretenía con el minúsculo ordenador-traductor de factura imperial colgado de mi cuello. No sólo traducía; podía programarse para ejercicios de lenguaje. Construía frases aleatorias con diferentes estructuras y tiempos verbales, que yo me esforzaba en traducir.
Cuando hablaba a través del traductor, mi voz sonaba en una misteriosa lengua ininteligible para ellos; y luego, una voz metálica surgía de mi portentoso collar mágico, hablando en correctísima lengua ciudadana. En cambio sonreían cuando les hablaba en su idioma con mi voz, al ver que uno de los «dioses» condescendía a actuar como simple mortal. Incluso con algún que otro error.
Un ciudadano gordinflón vestido de sacerdote se acercó corriendo y jadeando, inclinándose ante mí. Dijo:
—Oh, Jonás, scienta masta, preg your perdon; Chait Rai-sama wants ver a vous.
Mi traductor dijo: «Oh, Jonás, Señor de la Sabiduría, te pido perdón; el Señor Chait Rai quiere verte».
—¿Para qué? —Mi traductor vertió: «Pourque?».
El sacerdote hizo un gesto de impotencia.
—Shorry. El nyeh say nada a nous. —(«Lo siento. No nos dijo nada»).
—Enterado, iré en seguida. Gracias —respondí secamente. Mi traductor dijo: «Wakarimash, ay vo toutsuit. Spasva». El sacerdote esperaba algo más, así que alcé tres dedos y dije—: Tat tvam asi[7].
El aparato no traducía el sánscrito, de modo que quedó muy impresionado. Me encaminé a sus habitaciones, pensativo.
Después de su deserción, Chait Rai había sufrido una crisis paranóica. Había faltado a su juramento ksatrya; el código de honor que había regido toda su vida desde la infancia, se había convertido en polvo bajo sus pies. Empezó a imaginar que sus hombres se hallaban conspirando contra él. No creo que fuera cierto; en realidad, Chait Rai proyectaba en ellos sus propios sentimientos. Si él, un guerrero ksatrya, había faltado al sagrado código, ¿qué podía esperarse de unos soldados de varna[8] inferior?
Así es como piensa un ksatrya… o al menos, eso creo. Me resulta difícil meterme en la mente de un militar; me temo que mi cerebro no debe haber sido diseñado de esa manera. Pero el caso de Chait Rai es más complejo. No puedo imaginar qué mezcla de terror, odio y remordimiento debe de haber tras esa cara deforme.
Me encaminé sin tardanza a los niveles inferiores.