—¿Alguna idea acerca de lo que está pasando? —preguntó Oannes a Vidya.
—Mi sismógrafo —respondió el ordenador— detecta pequeñas explosiones superficiales, sin duda explosivos químicos. También detecto una Ciudad que se mueve muy aprisa. Ionización del aire y trazas de ozono, debidas probablemente a disparos de haces de particulas o lásers de muy corta longitud de onda. Emisiones de radio codificadas. De todo ello se desprende que el Imperio viene a por Chait Rai.
—Al menos no vienen a por nuestras cabelleras —respondió Oannes.— Por ahora.
—Atención, ahí está el objetivo.
Los infantes se amontonaron ante las troneras. ¿Aquello? ¡Pero si era una ciudad sobre orugas!
La ciudad se movía con lenta deliberación, traqueteando y oscilando. Los reptadores corrían en torno suyo, disparando trallazos de luz violácea, visibles aún en pleno día. Parecía un phante salvaje acosado por ratones.
La ciudad se hallaba indefensa, pues los nativos carecían de armas modernas. Pero era casi inexpugnable; los disparos de los reptadores no lograban detenerla. Bilhana contempló la enorme mole con aprensión, porque el reptador número 18 se acercaba más y más a las monstruosas orugas.
Un reptador se acercó a la ciudad. Era un TRP que intentaba un «abordaje». Se aproximó cautelosamente, acomodando el trote de sus seis patas al paso de la ciudad. Los infantes subieron al techo, y se dispusieron a trepar por el costado.
De repente, algo debió pasar. Quizás una de las patas fue aplastada por una de las orugas, y el reptador dio una espectacular voltereta, lanzando por el aire a los desdichados infantes, igual que si fueran muñequitos. El reptador fue aplastado por las orugas, como un cacahuete pisado por un phante; el horrorizado Bilhana lo vio convertirse en una especie de mancha de metal y plástico, que exudaba sangre.
Sobre la ciudad se veían unas figuritas: los habitantes. Estaban tirando piedras y líquidos ardiendo sobre los reptadores que intentaban acercarse, sin demasiada efectividad. Algunos de ellos perdían el equilibrio por los traqueteos de la ciudad y caían, con sus bocas abiertas en un grito inaudible. Finalmente se retiraron.
A una orden del sargento, Bilhana ocupó el puesto del artillero, encasquetándose los auriculares.
—Sección de reptadores, —la voz del teniente sonó en su oído— atención. Los esbirros de Chait Rai nos atacan con todas sus armas. ¡Blindados, adelante! La ciudad está a sólo trescientos metros frente a nosotros.
Una cosa blindada en forma de cajón apareció frente a Bilhana. Apuntó el pequeño cañón de particulas. Oprimió el disparador, y sonó un zumbido y un trallazo azulado surgió de la boca del arma. Casi simultáneamente, en la ciudad se elevó una columna de humo y, un segundo más tarde, llegó hasta sus oídos la explosión aniquiladora.
Balas trazadoras silbaron cerca del reptador; el aire crujía y retumbaba en un crescendo escalofriante.
Bilhana hizo girar el periscopio y buscó un nuevo blanco. Localizó un grupo de indígenas manejando algo en forma de tubo. Un lanzacohetes. Cifras luminosas bailaron en su campo de visión, mientras apuntaba. Una nueva descarga de electrones barrió al lanzacohetes y su dotación, junto con los cohetes preparados, algunos de los cuales se inflamaron y salieron silbando en todas direcciones.
El único asedio móvil de la historia se prolongaba a lo largo de la llanura. Los asediantes cambiaron de táctica: reptadores armados disparaban hacia los ejes, mientras los transportes se retiraban al exterior, esperando asaltar la ciudad cuando se hubiera detenido.
Esto daba buen resultado. Más y más orugas quedaban inmovilizadas entre nubes de grasiento humo, y la velocidad de la ciudad menguó sensiblemente. Pero no se llegó de detener. El piloto de la ciudad debía estar en una lamentable situación, al no ver que delante se extendía un pequeño río que había cavado un profundo surco. Marchando ciegamente, las orugas cayeron en él.
El sistema de tracción, cortado por los rayos de particulas, se rompió, y la ciudad resbaló. Se desprendió de los trenes de orugas y se deslizó sobre su panza con un estruendo chirriante, un inacabable crujido metálico de protesta.
Se detuvo entre una nube de polvo. Entonces el sargento Kebar dio la orden de bajar. Corrieron, aprestando sus armas.
Bilhana se vio envuelto en la calurosa atmósfera. Frente a él se levantó una impresionante morrena de barro y piedras, en la que se veían empotrados los restos de varios reptadores, arrastrados como pececillos por una inmensa ola. Olores a quemado y metal fundido le llenaron la nariz. Sonaba el estruendo de armas de explosión.
Un silbido pareció rasgar el aire.
—¡Cuerpo a tierra! ¡Cohetes!
Bilhana se tiró al suelo con sus compañeros. El cohete estalló, entre gritos de dolor. Miró en torno, confundido.
¡Otro cohete! Como si estuviese en el campo de tiro, Bilhana alzó su fusil de particulas, situó el limitador de ráfaga en el cinco, y disparó.
Cinco pulsos de electrones atravesaron el aire y el segundo cohete estalló en vuelo.
Llegaron tres cohetes más, pero los infantes los derribaron. A una orden, se pusieron en pie. Avanzaron.
—Aquí han estado los ksatryas —dijo un infante, señalando.
Bilhana pudo ver un cadáver entre las hierbas, con el kilt de los ksatryas. Otro cadáver, esta vez con ropas extrañas: armadura y yelmo con… ¿antenas?
Descendieron hacia la ciudad, viendo un espectáculo insólito: miles de personas se descolgaban por la ciudad, aprovechando cualquier resquicio. La mayoría iban desarmadas, y corrían como locos.
Cuando se acercaron, algunos fugitivos se detuvieron y postraron en tierra, como en la oración vespertina. Algunos parecían en shock: acurrucados en posición fetal, con los ojos cerrados. ¿Qué les pasaba?
Parecen tomarnos por dioses, pensó Bilhana. Quizás Chait Rai debe ser también un dios para ellos. Cuando los dioses se pelean, los simples mortales procuran esfumarse y pasar inadvertidos.
—Bueno, a trepar —dijo el sargento.