LA CAPTURA

Pregunta: ¿cómo se las arregla un zoólogo cuando el ejemplar que pretende capturar le dispara abundantemente con una ametralladora? Respuesta: se refugia lo más rápido que puede.

No era cobardía. Aquella «recolección de especímenes» me convirtió, sin proponérmelo, en un experto en este tipo de combates.

Cuando un tirador solitario abre fuego sobre una fila de hombres, los que están en la línea de fuego (como era el caso de mi humilde persona) se refugian y no asoman ni una ceja. Los que están fuera de dicha línea se parapetan y disparan al tirador enemigo… si lo pueden localizar. Si no pueden, se recurre a lo que cortésmente se llama «atraer el fuego enemigo». Un soldado, generalmente de modo no voluntario, sale al descubierto y se expone a los disparos como un patito en una barraca de tiro. Sus compañeros pueden entonces descubrir los fogonazos del arma enemiga.

El sargento Hamalnarat dio orden a tres de sus soldados de que avanzaran hasta otra posición más adelantada; quizás esperaba que la ley de probabilidades salvase a dos. Los elegidos salieron corriendo y se lanzaron a nuevos refugios.

Vidya me sugirió el comentario adecuado: «nunca vi a hombres con armas en las manos hacer mejor uso de sus piernas». Creo que lo dijo alguien en la vieja Tierra.

Mientras las balas chasqueaban a su alrededor (las balas no silban; hacen un pac supersónico al pasar cerca del cerebro de uno), el sargento escrutaba ansiosamente. Finalmente lograron descubrir el nido de aquel hijo de Putana y lo frieron.

Así se malogró mi ejemplar. Y un quinto de los efectivos de «mi» patrulla.

Aparte de los muertos, habían cuatro heridos, ninguno grave. Uno no podía andar, así que improvisaron una camilla con ramas. Ordené a mis escoltas que participaran en los turnos para llevarla.

No vimos más tiradores emboscados, aunque sin duda debía haberlos… no sabíamos cuántos. La marcha prosiguió hasta que llegamos a un claro.

La caída de algunos árboles (sin duda por el invierno nuclear) había abierto una brecha en el dosel arbóreo. Pero en poco tiempo había crecido una maraña de hierbas y matorrales de casi dos metros de alto.

—Mala cosa, mi Señor; —me dijo en voz baja Hamalnarat— podría haber una docena escondidos en los matorrales. Los podemos tener encima y ni los veríamos.

Las noticias no me entusiasmaron. Miré por todos lados, arriba, abajo, atrás. Aferré con fuerza mi escopeta.

El terreno era propicio a una emboscada, en efecto. Bastaba alejarse unos metros para perderse entre los matorrales.

Mis guardaespaldas me rodearon. Los soldados se movían cautelosamente y mirando a todas partes, rodeando cada matorral con mil precauciones, cuidando de no perderse de vista unos a otros.

Vi entonces la utilidad de las lanzas: un soldado encañonaba un matorral sospechoso y otro se arrodillaba, dejando su carabina a su lado y hurgaba con una lanza. El portador de la ametralladora movía su arma en arcos, esperando acribillar a cualquier angriff que surgiese. Y quizás a media patrulla, si andaban lentos en agacharse.

Aún no me explico por qué fui yo el que me lo encontré.

La escena quedó grabada en mi memoria con todo detalle. El angriff había salido de repente de un espeso matorral; ignoro qué hacía allí, quizás era un observador.

Su cuerpo se hallaba camuflado; se había pintado con franjas transversales negras, marrones y verdes, de la cabeza a los pies, incluidos globos oculares. Aquello le hacía parecer más horrible que su color natural. Se balanceaba sobre las patas traseras y me miraba con aquellos ojos ranurados como troneras.

No llevaba armas. Pero no parecía necesitarlas.

Recuerdo toda aquella escena como a cámara lenta; más bien, era mi cerebro el que funcionaba a mil. Hubo un momento de silencio y al instante estalló una algarabía de gritos.

Rewansacelot se interpuso cubierto por el escudo y esgrimiendo la lanza. No sé que hizo el angriff, pero el escudo salió despedido por un lado, la lanza por otro y Rewansacelot por un tercero, con un tajo a la altura de la clavícula.

Los soldados gritaban; ninguno podía disparar a tan corta distancia sin organizar una masacre por nuestro propio fuego cruzado. El sargento vociferaba (traducido): «¡Tiraos al suelo y lo freímos! ¡Tiraos al suelo y lo freímos!»; sin embargo, ninguno lo hizo, ni siquiera yo. Vi mi oportunidad y apunté la escopeta a la parte baja de su cuello, donde pensábamos que se encontraba su punto vulnerable. Creo que si yo hubiera disparado, habría acabado con él.

Y entonces Hernosuifasai, el gran héroe musculoso, tuvo que lanzarse a la carga.

Con un salto y un gran aullido, saltó entre el angriff y yo, casi atropellándolo. Levanté rápidamente la escopeta para no volarle los pequeños y acorazados sesos.

Fue hermoso de ver. El empellón hizo caer al angriff; Hernosuifasai alzó su enorme mandoble por encima de la cabeza y, con un nuevo rugido, ¡TCHACK!, un chorro de sangre brotó del cuello del angriff a un metro de alto y con él su cabeza, que cayó a mis pies.

Los soldados vitorearon y aplaudieron. Hernosuifasai se giró hacia mí, pavoneándose con una sonrisa de oreja a oreja y limpiándose la sangre de sus placas parietales. El sargento gritó: «¡No os descuidéis, atontados! ¡Pueden haber otras sorpresas!» Los soldados se volvieron a seguir registrando los otros matorrales, esta vez optimistas y alegres. Nos acercamos a recoger a Rewansacelot, olvidando de momento al angriff.

Alguien gritó «Atshun!» Bajé la mirada, y vi lo que espero no volver a ver nunca.

El angriff decapitado tanteaba el terreno con sus manos. Su mano izquierda palpó mi pie.

De repente me agarró la pierna y lanzó su mano derecha, armada con su afilado espolón, hacia arriba en un mortifero arco a la altura de mi abdomen.

Si no quedé destripado al instante fue por casualidad. Al ver aquella cosa aferrarme la pierna, di un paso atrás y caí de espaldas. Milagrosamente mantuve mi escopeta en alto, con el dedo fuera de la guarda.

La mano aún describía ciegos tajos en el aire, en busca de mis preciados intestinos. Disparé a bocajarro. El retroceso casi me arrancó la escopeta y la nube de humo me cegó. Simultáneamente, unos fuertes brazos me arrastraron hacia atrás.

¿Creerán ustedes que el angriff decapitado se puso en pie? Mi disparo, más por casualidad que otra cosa, le había casi arrancado el brazo derecho, que pendía de un colgajo de piel. Su mano izquierda describía arcos, con su espolón como una daga. Dio dos titubeantes pasos.

Hernosuifasai se levantó (había tenido el buen sentido de tirarse al suelo al ver que mi arma lo encañonaba). Enarboló de nuevo la espada.

Probablemente guiado por el olfato, el angriff decapitado lo detectó y giró repentinamente, siempre tirando tajos a ciegas con el espolón. Sorprendido, Hernosuifasai dio un paso atrás para ponerse fuera de su alcance y alzó la espada con dos manos sobre la cabeza. Estudió los movimientos del brazo unos segundos, dio un paso al frente y ¡TCHACK!, el segundo brazo saltó por los aires.

¡Y todavía el angriff no se daba por vencido! Agitando inofensivamente su muñón, el otro brazo colgando, siguió avanzando.

Hernosuifasai, con una mueca de frustración, dio un paso lateral y ¡TCHACK!, ¡TCHACK!, cortó los tendones de las patas traseras. El angriff se desplomó… aún vivo.

Hernosuifasai miraba fijamente el cuerpo, frotándose con desconcierto la barbilla metalizada. De pronto su espada se alzó y cayó varias veces, tranquilamente, sin ira.

Me puse trabajosamente en pie. Estaba embadurnado en sangre de angriff, enfangado, y la pernera de mi pantalón se hallaba rasgada. Tenía pequeños cortes a todo lo largo del músculo gemelo; los refuerzos metálicos de mis piernas me habían protegido del tajo del espolón. Por una vez los bendije.

Para asombro mío, me sentía bien, extrañamente sereno y tranquilo. Mi sangre rebosaba adrenalina y no sentía ningún dolor, aunque sin duda esto no duraría (y no me equivoqué).

Hernosuifasai proseguía su tarea de cortar al angriff en lonchas; parecía tomárselo como una afrenta personal, sintiéndose estafado. Entonces oí una voz conocida a mi espalda.

—Mientras estáis aquí, rascándoos las pelotas, —dijo Chait Rai— yo he capturado a un angriff vivo.

Me volví. Chait Rai y dos de los suyos habían aparecido sigilosamente, vestidos de la manera más estrambótica que hubiese visto: una capa cubierta de algo que parecía hierba; ramas en el casco; todas sus ropas y hasta sus caras tiznadas de verde y marrón.

Pero lo más importante era lo que sus secuaces transportaban colgado de un palo. ¡Un angriff envuelto apretadamente en las mallas de una red! Supongo que el alivio hizo que la adrenalina empezara a fallarme. Hernosuifasai me sostuvo el resto del camino a Hebabeerst.

Mientras me llevaban, Chait Rai me contó cómo lo capturaron.

—Verás, no quiero ofenderte, pero la verdad es que…

—No confiabas en mí para esta empresa —dije fatigado.

—Tu papel y el de tu grupo era el de maniobra de distracción. Yo, junto con cuatro de mis más duros Incondicionales, os hemos estado siguiendo, mucho más discretamente y muy bien camuflados. Vosotros sois tan sutiles como un antilofante en celo.

—Ya —recordé el estropicio que debimos organizar.

—Cada vez que armábais una ensalada de tiros, yo observaba los lugares más sospechosos con los prismáticos imperiales. El angriff también se había camuflado; aunque con el selector en ultravioleta, el angriff destacaba de un color negro profundo, debido a la absorción del ultravioleta por su piel.

¡Kamsa! ¿Por qué no lo pensé antes? Asentí.

—Descubrimos al angriff refugiado en un árbol, en un nido vacío de monos acorazados. Atraído por el estruendo, asomó la cabeza un momento, blandiendo un fusil automático. Aquello bastó para que fuera descubierto. Me acerqué, arrastrándome poco a poco. Tardé dos horas en acercarme doscientos metros. Cuando estuve a menos de cuarenta, corté el árbol con el cañón del reptador…

—¿El cañón? Ignoraba que podía desmontarse.

—Oh, sí, aunque las baterías sólo permiten un disparo de menos de cincuenta segundos. Pero bastó. El rayo de electrones segó el grueso tronco como una hoz una solitaria espiga, y el árbol cayó lentamente. ¡Ja! La sorpresa fue total; el angriff quedó aturdido entre los restos del nido, y el resto fue sencillo; bastó una simple red para inmovilizarlo.

—Entiendo —yo me sentía tan cansado que no tuve fuerzas para ofenderme ante mi poco glorioso papel en la captura.

Aquella noche, en mi habitación, hice recuento de mis dolores. Las piernas se me doblaban de cansancio. Me dolían los antebrazos por el peso de la escopeta. Las muñecas se resentían del retroceso de mi disparo. Por lo demás, la espalda la tenía dolorida por la caída, y me escocían los cortes en la pierna.

Sin embargo, llamé a una de las encantadoras devadasi. Aquella noche batí mis marcas sexuales.

Yo me sentía estupefacto. Supongo que era la voz ancestral de mis pobrecitos cromosomas, aterrados ante la idea de extinguirse sin descendencia…