LA AMENAZA

El angriff estaba tan quieto como la gárgola de un templo. Sus extraños ojos parecían clavados malévolamente en mí.

Mi corazón parecía intentar escapar de la caja torácica y mi boca se encontraba seca. Me pasé la lengua por los labios.

—Estas cosas se avisan —traté de bromear.

Me dirigí al dispensador de alimentos en busca de otra taza… a ser posible, del licor más fuerte que pudiese suministrar. La imagen del angriff se interponía en mi camino y era tan insustancial como el haz de una linterna; sin embargo, a pesar de todo di un rodeo para evitarla.

Me serví con mano temblorosa una taza de té reforzada con algo llamado «scotch whisky» (o algo así), bebí casi la mitad y regresé al diván. Esta vez, por cuestión de honor, decidí atravesar la imagen del angriff. Lo hice. Lo más rápido que pude.

—Oannes, querido amigo. —La cólera reemplazó al miedo en mi ánimo. La sensación era reconfortante—. ¿Sabes lo que tenemos como vecinos?

—Tengo la sospecha de que estos son los «cuervos» de los ciudadanos, los Iyrim. Verás, las leyendas son muy variadas: destacan la crueldad de los Iyrim, su canibalismo, sus poderes mágicos, etcétera. Aunque hay algo que concuerda en todos los relatos: siempre vienen del sur. ¿Te han hablado de ellos? Hay una secta que los adora…

—¿Hablado? —grité—. ¡Son angriffs!

Entonces Oannes emitió el chillido más agudo que yo había podido oírle desde que nos conocimos. Puesto que su voz era producto de un voder, pareció tan serena como siempre.

—Me extrañaba que esas cosas pudiesen viajar por el espacio. Hasta ahora, créeme, no sospechaba que pudieran ser vuestros terribles enemigos. ¡Mierda, nunca vi imágenes de angriffs en las emisiones de televisión de Akasa-puspa!

—No, supongo que no. Llámalo una superstición nuestra. Y después de todo, esta no es su zona. Corrientemente es el Imperio quien se las ha entendido con ellos. Incluso yo mismo no he podido conocer más que vagas descripciones.

Bebí más té con «scotch whisky».

El angriff apenas movía un brazo o pierna. Finalmente mi corazón decidió que no había peligro y empezó a regresar a las setenta pulsaciones habituales. Me incliné hacia adelante para examinar aquella increíble criatura.

Su oscuro cuerpo era toscamente elíptico, no más voluminoso que un torso humano (si la escala de la imagen no me engañaba), aunque más corto y ancho. De él surgía un largo cuello de casi un metro, rematado en una cabeza algo más pequeña que la humana. Su pico y su color explicaba la mitad de la leyenda de los «cuervos». Los disfraces de los danzarines adoradores de demonios estaban muy estilizados, y supongo que por eso no los reconocí.

Cuando abrió la boca, apenas pude vislumbrar unos dientes amarillos y puntiagudos. Fue muy rápido; sin embargo, creí ver una segunda fila de dientes. Recordé que se decía que los angriffs eran caníbales, que asaltaban las mandalas indefensas y se comían a hombres, mujeres y niños… Es probable que fuera una leyenda.

Aunque después de ver a uno de cerca, te vuelves muy crédulo.

Los ojos parecían globos de marfil amarillo, en apariencia incapaces de girar. Pupila en forma de rendija horizontal. No había rastro de iris.

Tenía dos brazos y dos piernas. Las piernas eran largas como zancos, quizás el doble de unas piernas humanas, con dos articulaciones a la mitad y a un tercio del extremo distal. Se doblaban al revés que en los seres humanos: la «rodilla» hacia adelante y el «tobillo» hacia atrás. Parecían las patas traseras de un saltamontes, y no era difícil imaginar al angriff desplazándose a saltos. Las patas se hallaban rematadas en un pie de dos anchos dedos unidos por una recia membrana, una adaptación para la arena. Sin duda mantendría muy bien el equilibrio sobre ella, y el bajo centro de gravedad del cuerpo le daría una gran estabilidad. Tras el punto de inserción de las patas había un pequeño abdomen curvado hacia abajo.

El efecto era algo pajaril, lo admito. Un pájaro con patas de saltamontes.

Los brazos explicaban también el apodo. Entre ellos y sus piernas se tensaban unas membranas muy finas, como ala de murciélago. Aunque parecían muy pequeñas para volar; su finalidad debía ser otra. Los brazos se plegaban también en dos puntos, y remataban en agudos espolones curvados como yataganes, que surgían en ángulo recto a la altura del tarso. Pero, sorprendentemente, tenía también cuatro dedos oponibles dos a dos, con uñas bifurcadas.

¿Dedos? ¡Por supuesto! ¿Cómo, si no, manipulaban máquinas? Aquella cabecita albergaba un cerebro inteligente… aunque no muy amigable.

—¿Qué supones que hacen? —pregunté a Oannes.

—Me parece que captan humedad del aire con esas membranas. Esta sonda se posó cerca del mar, de donde llegan vientos húmedos. Parecen muy bien adaptadas al hostil ambiente de ese planeta reseco.

Esto era muy interesante. Un enigma que dificultaba las operaciones militares contra ellos consistía en la localización de sus hábitats. Quizás buscaban los planetas menos habitables por los humanos.

Aquello era todo lo que podía deducirse «de visu». Aunque a pesar de ello (no pude evitar pensarlo) yo era ahora el biólogo que más sabía sobre los angriffs… de entre los biólogos vivos, se entiende.

—Hay otras imágenes que me gustaría que vieras —dijo Oannes.

De nuevo nos encontramos sobre una superficie cubierta de verdeante hierba con algunos bosquecillos dispersos.

—¿Otra vez Uno? —pregunté.

—No; esta vez es Cuatro. Mira.

Y miré. Aquello fue más sorprendente que la imagen anterior.

—¿Un angriff herbívoro? ¿Herbívoro? Esto es increíble.

—¿Cómo? ¿No lo sabías?

—No. Sabíamos que los angriffs eran carnívoros. Pero esto…

Moví la cabeza, confuso. Si había algún conocimiento seguro sobre los angriffs era ese.

El nuevo angriff se parecía en líneas generales al anterior. La misma distribución de miembros y órganos; lo que cambiaba eran las proporciones.

El cuerpo era rechoncho y enorme, casi del tamaño de una vaca. Las cortas y gordas patas traseras evidentemente nunca lo harían saltar más de unos centimetros. Por otro lado, las patas anteriores descansaban en el suelo. Sus dedos eran cortos y gruesos como plátanos, obviamente no prensiles.

La cabeza era gruesa, aunque esto no hacía al bicho más inteligente. La mayor parte de la cabeza eran enormes mandíbulas cubiertas por un pico truncado en su parte anterior. Indudablemente, un animal de pasto. El cuello era tan largo como el del carnívoro. Igual podía comer hierba que hojas de árboles.

(Inconscientemente pensaba en el angriff herbívoro como «animal». ¿Era yo antropocéntrico? El angriff anterior era carnívoro y manipulador de herramientas. ¿Sería por eso? Quien no tiene dedos prensiles no puede ser inteligente.)

¿O sí? Miré a Oannes en silencio.

Inteligente o no, el herbívoro no dio muestras de alterarse. Por la sombra que había a mis pies, vi que la sonda se había acercado rodando hasta pocos metros. En un momento dado levantó la cabeza vivamente y me miró con sus pupilas en forma de rendija. No cesó de masticar los tallos de hierba que festoneaban su boca. De modo involuntario me fijé en sus dientes planos, no puntiagudos.

Pasó un minuto. El herbívoro pareció pensar que la sonda no se lo iba a comer, así que se encogió de hombros (así me pareció) y volvió a la tarea de llenar la panza.

Nunca he visto un herbívoro más eficiente. Masticaba cualquier cosa vegetal que se le ponía delante. Hierba, matorrales, raíces y tubérculos, hojas de árbol y trocitos de corteza. Tras él quedaba abierto un auténtico sendero.

Otros similares a él avanzaban en fila, como segadores en un campo de trigo; sus cuellos se inclinaban a derecha e izquierda y su marcha era cuadrúpeda. De súbito hubo un cambio.

Todos a una, aquellas máquinas de tragar levantaron la cabeza. Hubo un movimiento relampagueante entre las hierbas.

Los herbívoros se dispersaron con gritos semejantes a bocinazos. Pero uno fue más lento que los demás.

—¡Krishna y Jesús! —musité.

Sobre el herbívoro cayó como una centella un angriff del tipo que habíamos visto en el planeta desierto. Sus espolones se clavaron a los cuartos traseros del herbívoro, que trató de deshacerse de él dando saltos. Pero la presa del cazador era firme. Su pico se inclinó sobre el ano de su presa, mordió y estiró y… los intestinos del herbívoro se esparcieron por el suelo como un plato de enormes spaghetti (sólo más tarde me di cuenta de que su sangre era roja). El herbívoro trataba de huir hasta que pareció enterarse de estar destripado, entonces se derrumbó. Me sentí a punto de vomitar.

Concluido para siempre el almuerzo del herbívoro, el cazador empezó el suyo. Cortaba bocados con el espolón de su zarpa, y los pinchaba con una espina que empuñaba en la otra mano; allí esperaban, hasta que el bocado anterior era tragado.

La escena de un carnívoro comiéndose a su presa con cuchillo y tenedor daba el toque justo de locura.

—Te evitaré los detalles —dijo Oannes.

La imagen se desvaneció. Encendí las luces y miré en torno mío, tratando de anclarme de nuevo en la realidad.

—¿Qué significa esto?

—Sé tanto como tú de estas criaturas. Ni siquiera las relacionaba con los angriffs. Pero…

—¿Sí?

—Pues bien, mientras me hallaba fuera, los pasajeros de la Konrad Lorenz fueron atacados.

—¿Por los angriffs?

—No lo supe entonces. Sólo sobrevivieron unos pocos. Después, cuando las sondas los encontraron y vi sus imágenes, empecé a atar cabos, aunque eso sucedió mucho más tarde. En aquel momento yo me sentía desesperado. Comprende, yo estoy inmóvil aquí —su aleta hizo un movimiento circular—. Ni siquiera me quedaban más sondas para proseguir la observación. Las que lancé eran las últimas.

»Así que tomé una decisión arriesgada: aterrizar. Algo para lo que la Konrad Lorenz no había sido diseñada. Lo conseguí tras drásticas modificaciones en el casco y motores, que equivalían a una total reconstrucción. No quería perder los recursos que me proporcionaba Vidya.

»Sea como sea, lo hice, y estuve a punto de organizar un desastre. Traté de contactar con los supervivientes; sin embargo, se habían dispersado.

»Sólo más tarde me di cuenta de los daños sufridos en el ataque.

—¿Qué pasó? —pregunté.

—En primer lugar, parte de los bancos de memoria de la Ciudad habían sido destruidos. Me vi imposibilitado de comunicarme con las Ciudades…

—Espera; —interrumpí— ¿hablas de Ciudades, en plural?

—Sí, eso fue lo peor. Las copias de la Ciudad «heredaron» ese defecto. Pues los bancos de memoria de las nuevas eran todos copias del primero.

Silbé. ¡Mutaciones mecánicas!

—En segundo lugar, —prosiguió Oannes— los supervivientes humanos eran muy pocos, la mayoría niños.

—Demasiado pocos para mantener una civilización en marcha —comprendí de repente—. Lo que explica la rápida caída en la barbarie. Muy poco tiempo, si se tiene en cuenta su larga esperanza de vida.

—Exacto. Ahora sólo tienen un vago recuerdo a través de sus leyendas y tradiciones. Debo añadir que no hemos vuelto a ver a los angriffs, ni hemos vuelto a sufrir ataques… no sé por qué.

Chait Rai iba a llevarse una desagradable sorpresa. Me levanté y caminé en círculos, pensando.

Los angriffs se encontraban en la Esfera.

Aunque ¿eran ellos los que la controlaban? Era un pensamiento horrible donde los hubiera; sin embargo, debía enfrentarme con él.

No parecía probable. Esa conducta tan primitiva…

Y sin embargo, llegaron a la Tierra. ¿Dónde estaban sus espacionaves?

Una cosa estaba clara. En lo sucesivo llevaría un arma y haría prácticas de tiro.

Chait Rai me había enviado a aquel árbol para buscar a los «cuervos». ¡Y ahora los había encontrado, y eran angriffs!

, pensé, tuve mucha suerte de encontrarme sólo con aquellos gatitos…