En una pantalla apareció la confusa imagen del velero de la Hermandad, que se fue ampliando poco a poco. Finalmente llenó la pantalla, y Depredador accionó los chorros de freno.
—Será mejor que el angriff se quede. Hamalnarat, vigílalo. Yo iré con Jonás —dijo Zabul nervioso, apretando la culata de su repetidora.
Depredador chirrió. Ahora su voz nos llegaba sin el intermedio del traductor.
—Precisamente iba a sugerirlo; —dijo al instante mi traductor— de lo contrario, no sabríais manejarla de vuelta.
¿Ironía? Y, sin embargo, yo también consideraba preferible que el ciudadano se quedase. Era un novato espacial, y le faltaba entrenamiento en actividades EV.
No estaba seguro de que fuera buena idea; por la misma razón, no descubriría una maniobra que tuviera como fin traicionarnos. Pero hasta ahora no habían indicios creíbles de deslealtad por parte del angriff.
—Pregúntanos por radio en caso de duda —añadió Zabul, como haciéndose eco de mis pensamientos. Hamalnarat asintió sombríamente. De modo que Zabul y yo sellamos los trajes y salimos al espacio.
Depredador nos había colocado a pocas centenas de metros del velero de la Hermandad, que llenaba casi un cuarto del cielo. Como había visto en las primeras imágenes, el anillo sustentador se hallaba intacto, aunque la popa había sido mutilada; desde donde estábamos podíamos ver sus entrañas. Me evocó una ostra abierta.
Nos acercamos al pecio con los pequeños impulsores de mochila, de diseño imperial. Zabul desenrrollaba el fino cable proporcionado por Oannes, tejido con el mismo material de las babeles. Era del grosor de un lápiz, pero capaz de soportar el peso de una pequeña montaña.
El inmenso anillo de Jambudvida giraba lentamente bajo nosotros, y la Tierra brillaba como una incomparable pelota blanquiazul. Pero esta escena, impresionante como era, no podía compararse con el entorno. La Tierra y el mismo Sol eran como canicas en el interior de la inmensa Esfera de cuatrocientos cincuenta millones de kilómetros de diámetro, que nos rodeaba como un muro de luz nacarina; muro sólo interrumpido por las aberturas polares. Una de ellas era de un negro intenso; sin embargo, la otra bullía con un enjambre de puntos de luz naranja.
Mientras flotaba, viendo acercarse el velero destruido, mi mente vagaba de la Tierra a Jambudvida y a la Esfera, tratando estúpidamente de abarcar la inmensidad con sus pequeñas neuronas. Al fin llegamos al velero; el Universo se contrajo a los insignificantes límites de una construcción hecha por humanos semejantes a nosotros mismos. Zabul se sujetó a unos hierros retorcidos, y alargó su fuerte brazo hacia mí. Entramos en aquel pecio, taladrando la oscuridad con los conos de luz de nuestras linternas. A la luz amarillenta, el interior tenía un aspecto realmente tétrico.
En aquel lugar, me sentía como al entrar en la Vajra por vez primera, con mi flamante uniforme nuevo. Traté de recordar la disposición de corredores y cubiertas, porque sin duda la nave de la Hermandad debía ser similar; pero era difícil orientarse en aquel caos.
—Por aquí está el corredor axial —dijo Zabul.— La sala de baterías, galería de servicio… creo que es el mejor camino.
—Conoces muy bien las naves de la Marina —dije. Él sonrió con tristeza.
—Un infante que ha viajado mucho conoce todos los recovecos. Nos tratan como a lastre. Por ejemplo, si el comandante quiere disminuir la velocidad de rotación de su nave, ordena: «Los infantes a la cubierta exterior». Ya sabes, como un patinador al separar los brazos…
—Ya.
La luz de mi linterna atravesaba las tinieblas, reflejándose en una lluvia de confetti digna de una fiesta de Puja[74]. Aquello debían ser las baterías; las naves espaciales usan baterías de cartón por su menor peso. Pero habían estallado en el vacío, y por todas partes remolineaban diminutos fragmentos de cartón deshidratado. Avanzamos impulsándonos entre una nevada de cartón flotante.
De súbito, algo se movió entre los fragmentos.
Mi linterna iluminaba una horrible visión… un rostro cadavérico espantosamente deformado, sus ojos convertidos en esferas rojas, su cara recorrida por una red de capilares sanguinolentos. La visión vestía un hábito de cuero negro, con el cabello largo de los monjes sikh, los soldados adhyátmicos de la Hermandad. El cuerpo había sido grotescamente hinchado por la repentina descompresión, y luego congelado y desecado en meses de exposición al espacio. No pude contener un grito.
Con repugnancia, di un empujón a aquella cosa flotante; la aparición se movió muy, muy lentamente, hasta rebotar contra un mamparo.
—Tranquilízate, Jonás; —dijo Zabul— si seguimos encontraremos más cadáveres. No hace falta gritar.
Nos abrimos paso a través de aquellos corredores. La oscuridad, apenas despejada por nuestras linternas, recordaba la de una cueva. Encontramos más cadáveres. Nunca me imaginé que hubiera formas tan variadas de morir en una nave espacial partida en dos.
El segundo había sido atrapado por una puerta, sin duda repentinamente cerrada por el huracán de la descompresión. Estaba decapitado, lo cual era un alivio, en cierto modo.
El tercero había muerto de un modo peculiar: había pasado a través de una portilla de no más de treinta centimetros de diámetro, empujado por la presión del otro lado, como pasta de dientes a través de la boca del tubo. Su aspecto era tan informe como pasta de dientes.
El cuarto era similar al anterior. La presión le había forzado a través de una especie de escotilla, aunque esta vez bloqueada por una fina reja de alambre; parecía un huevo duro cortado en cuadraditos. A partir de él, dejé de preocuparme por estos «hallazgos».
Finalmente llegamos al puente. La puerta se negó a abrirse. Por ello, dedujimos que había aire al otro lado…
Zabul abrió la válvula de purga. Escapó un largo penacho de gas, como de un globo pinchado. La presión bajó hasta que pudimos abrir la puerta con poca dificultad… y aquí encontramos un nuevo tipo de muerte.
El puente había conservado el aire; los Hermanos habían sobrevivido algunas ¿horas? ¿días?
Estaban reducidos a esqueletos. Las bacterias de la putrefacción son en su mayoría anaeróbicas, recordé. Viven sin oxígeno.
Estaban envueltos en sus uniformes, como sacos. Algunos cráneos y huesos de los dedos flotaban por todas partes, en una «danza macabra».
Cada esqueleto sostenía una daga en la mano. Algunos la tenían clavada en la tela, entre las costillas.
No existia la posibilidad de reconectar el sistema de aire (que yo conocía desde mi estancia en la Vajra). Eso significaba regresos periódicos a la nave angriff para comer y rellenar los tanques.
Era una molestia; sin embargo, yo lo prefería, porque el puente sin duda no olería demasiado bien. La limpieza se limitó a tirar fuera los esqueletos, empaquetados en sus ropas.
Mientras recogíamos estos despojos, me di cuenta de que Zabul me dirigía una mirada inquietante. Dejó un momento lo que estaba haciendo, y se aproximó a mí. Con un gesto casual desconectó mi radio.
Le miré sin comprender. Por toda respuesta, me tendió su cable de comunicación traje-traje.
—¿Qué te sucede? —le pregunté cuando estuvo conectado.
Zabul me observó detenidamente y en silencio, durante más de un minuto. No pude leer nada en su rostro inexpresivo. Empecé a inquietarme.
—Estoy tratando de decidir —dijo al fin— si has tenido algo que ver con la muerte de Ivraim y Sati. Pienso si debo matarte.
Por un momento tuve la sensación de algo ya vivido anteriormente, como si hubiese estado antes en esta situación. De repente comprendí que, en efecto, así era. Oh, no, por favor, pensé. Me he alejado de un paranóico para quedar encerrado con otro, en un pecio errante en el espacio.
La mano descarnada de uno de los Hermanos flotaba sobre su hombro izquierdo. Parecía tan simbólico… la mano del muerto impulsando al vengador… pero ¿en qué estaba yo pensando?
—¿Bien? —dijo Zabul.— ¿Los denunciaste a Chait Rai, o no?
Su voz era tranquila, pero percibí la ira debajo. Retrocedí, olvidando que estábamos unidos por aquel ridículo cordón umbilical doble. Zabul avanzó, quizás para no cortar la comunicación, pero yo grité:
—¡No te acerques! —su casco golpeó contra la mano esquelética; los huesos se dispersaron con lentitud propia de un sueño.
—Tranquilízate, Jonás.
—¿Que me tranquilice? ¿Acaso… acaso no has decidido ya matarme?
—Sólo te mataré si no puedes demostrar tu inocencia —respondió calmosamente.— En realidad, sigues vivo porque no estoy del todo convencido de que traicionaste a mis compañeros. Pero…
—… a menos que pueda probar mi inocencia, dejaré de estarlo.
Yo estaba tan asustado como irritado.
—El acusado es culpable mientras no se demuestre lo contrario —grité.— Eso parece más propio de Chait Rai que de ti.
Zabul parpadeó. Yo insistí.
—¿Qué puedo hacer para demostrarlo? ¿Jurar que no lo hice?
—Un juramento no me basta.
—¡Kamsa y Putana! Si al menos me hubieses hecho esa pregunta en tierra, te habría mostrado el microtransmisor que llevaba yo en un botón de mi camisa.
—¡Oh, vamos! —resopló con incredulidad.
—De fabricación imperial. Por lo menos tienes que admitir que es algo creíble, ¿no? Concuerda con el temperamento de Chait Rai. Y él ha servido en el Imperio, ¿no es así?
Guardó silencio. Uno de los metacarpianos de la mano esquelética flotaba cerca de mi cara, como un lápiz marrón. Sentí el impulso irracional de cogerlo, pero comprendí que era mejor no hacer movimientos bruscos cerca de Zabul.
Al fin gruñó:
—Así que tu prueba está a tres millones de kilómetros de aquí. No es un argumento muy sólido.
—Si fuese culpable, me habría preparado una coartada mejor —retorcí un poco el hilo de la lógica.
Zabul seguía pensativo. Finalmente asintió con reluctancia.
—Después de todo, eres el único que puedes llevar a cabo este loco plan.
—Y ese argumento pesa más en mi favor que la regla «en caso de duda, absuelve al acusado» —no resistí la tentación de ironizar.
—En efecto —contestó Zabul, sin sentirse insultado.— Eres la única esperanza que tengo de salir vivo de aquí. Pero… si regresamos a la Tierra y tu camisa no tiene un microtransmisor… bien, mejor es que vayas preparando una mejor defensa.
Desconectó el cable y yo volví a conectar mi radio.
—Volvamos al trabajo —dije mientras recogía los huesecitos de la mano. Proseguimos la limpieza en un silencio hosco.
Amarrar la estacha a la nave fue asunto difícil. Primero, recorrimos el lugar en que la nave había sido cortada. Transmiti imágenes a Vidya, que pudo localizar los puntos adecuados en los que la estructura podía resistir el tirón de la aceleración (aunque fuese muy débil). Encontró que el bao maestro se encontraba intacto, y allí aseguramos el cable, a ambos extremos, formando un complicado paralelogramo.
Agotados, volvimos a la nave angriff a comer y dormir. La operación de remolque comenzó; Depredador movió una serie de interruptores, y los chorros de iones empezaron a arrastrar al velero.