Como ya era costumbre en mí, traté de adivinar cuál sería el estado de ánimo de Chait Rai por los rostros de los tantrin ciudadanos. Pero eran tan inexpresivos como siempre. Se limitaron a retirar sus lanzas, como era su deber con el Escudero del Dios de la Guerra (uno de las formas que tienen de llamarme). Di unos golpecitos discretos a la puerta y la abrí sin más: otro de mis privilegios.
En aquel momento, Chait Rai miraba distraído por uno de los grandes ventanales ovalados. No se volvió. Los aros de hierro que refuerzan mis piernas no hacen que mi paso sea precisamente silencioso; a pesar de eso, no hizo la menor señal que indicase haberme oído entrar.
Permanecí en silencio durante quizás un cuarto de hora, sin atreverme siquiera a carraspear, mientras mis piernas atrofiadas por la polio me atormentaban. Al cabo, pareció darse cuenta de mi presencia. Su medio rostro me miraba de perfil, precisamente el perfil sano; su mirada de afecto. Ahora se encontraba de humor tratable.
Ya conocía bien sus expresiones. Mirar con el lado sano y labios fruncidos: aprobación. Mirar con el lado mutilado: una pequeña reprimenda a un soldado o suboficial negligente. Mirar con el lado sano y una amplia sonrisa: ejecución sumaria.
—Hace días que el cielo aparece iluminado por relámpagos, Jonás —clavó en mí su ojo—. ¿Qué asuras está pasando?
¿Para esto me había llamado? Desde la caída de la babel, el tiempo no había parado de empeorar. El humor de Chait Rai conmigo también. En algún momento de este terrible período, pensé que me echaba a mí la culpa del frío creciente. ¿Acaso Chait estaba aún más loco de lo que me figuraba?
¿Cuánto pesaba mi vida, en la impredecible balanza de Chait Rai? Me limité a decir:
—Mientras persista este tiempo, será difícil distinguir algo en el cielo. Una vez más, tengo que suplicarte que detengas esta Ciudad hasta que mejore.
—No —su mano derecha acuchilló secamente el aire—. No quiero volver a oír hablar de eso, Jonás. ¿Cuanto tiempo hace que se largaron nuestros ex-camaradas y los romakas[32]?
—Cinco años estándar, y algunos meses.
—Cinco años. Los cinco primeros años. Cinco gloriosos años. Logramos poner a todas las Ciudades rodantes a nuestros pies. Diez Ciudades y doscientas cincuenta mil personas —elevó su mentón, al tiempo que cerraba lentamente el puño—. No podemos dormirnos en los laureles. Debemos buscar y seguir buscando incansables nuestro principal objetivo: ¡la inmortalidad!
Mi cara debió revelar el escepticismo que sentía, porque me miró fijamente.
—¿Te parece una meta inalcanzable? ¿Absurda?
—Bueno, yo… —dije, sin demasiada brillantez.
—Sé bien lo que opinan nuestros compañeros… los cuatro que quedan vivos —rió sin pizca de humor. Reprimí un escalofrío—. Que soy un loco megalómano. Bueno, tal vez. ¿Sabes? Anoche soñé con un trono. Pero no en uno de esos planetas salvajes que pululan en las fronteras del Imperio —hizo una mueca desdeñosa—. Ese es el campo de caza habitual de los buscadores de botín, las sabandijas fuera de la ley. Desertores, gentes expulsadas de su varna, aventureros apátridas. ¡Escoria! Unos pocos veleros de luz les permiten convertirse en piratas; y, en el mejor de los casos, se convierten en hinarajas[33], reinando con gran pompa sobre sus toscos y primitivos súbditos. No, eso no es para mí.
Hizo una pausa, entornando los ojos. Luego dijo sencillamente:
—Cakravartinloka.
—¡¿Qué?! —comprendí de repente hacia dónde iban sus ambiciones.
—Soñé que estaba en una sala… una gran sala circular, bajo una cúpula de vidrio. Los rayos rojos del sol caían sobre ella, suavemente tamizados, de modo que no deslumbraban… Una gran alfombra color escarlata, con arabescos amarillos y naranja…
Su mirada parecía perderse en el infinito, como avistando la gloria muy superior a la de los pequeños señores, a los que había servido en el pasado y tanto desdeñaba. Yo estaba cada vez más preocupado. Recordé lo que oí decir una vez a un psicólogo en Vaikunthaloka: un neurótico construye palacios en el aire; un psicótico vive en ellos.
—¿Había alguien contigo? En tu sueño, quiero decir —pregunté tímidamente. Chait Rai seguía con su mirada fija en algo que yo no podía ver.
—Cortesanos. Perfumados y pulidos nagarakas, de sexo no identificado. Y todos palidecían en mi presencia, bajo sus ridículas pinturas. ¡Chait Rai, Sambhuti[34]!, cantaba el coro de eunucos. Y yo me alzaba sobre ellos, sentado en el trono, sobre un estrado. ¡El Emperador Inmortal! —su mirada volvió a clavarse en mí—. ¿Te parece imposible?
Parpadeé, tratando de ajustarme a su nueva línea de pensamiento.
—Bueno, yo… hay precedentes. De nuevas dinastias, me refiero. La sucesión imperial… —hice un gesto zigzagueante con la mano izquierda— nunca ha sido lo que, en teoría, debiera ser.
—Exactamente —alzó un dedo—. Pero un emperador inmortal no tendría este problema. Sería él mismo su propia dinastia. Nada de herederos ambiciosos, con sus golpes palaciegos y sus guerras civiles.
—Eso suena bien —dije.
Interiormente me pregunté el precio que se pagaría por ello. Incluso el peor déspota está tan sujeto al samsara[35] como el último de sus esclavos. Pero un inmortal…
—Sí —siguió diciendo Chait Rai—. La inmortalidad significa mucho más para un ksatrya[36] que para otros. ¿Estás familiarizado con nuestras creencias?
—Me temo que no. La religión, ya sabes, no es para mí.
—Los ksatryas no creemos en el samsara ni en ninguna clase de vida después de ésta. ¿Qué mérito tendría el valor? Los soldados adhyátmicos[37] de la Hermandad luchan bravamente, pero creen que serán recompensados en su próxima vida. De modo que su «heroísmo» no es más que frío autointerés.
»En cambio, los ksatryas creemos que tras la muerte —chasqueó los dedos— desaparecemos. ¿Por qué, entonces, vivir y luchar?
—Suena más bien lúgubre.
—¿Lúgubre, por qué? Cuando estemos muertos, no nos enteraremos de que estamos muertos —rió afablemente—. Lo que importa es que los otros sepan que hemos vivido.
—¿Cómo?
—¡Pero, querido Jonás! Me sorprende que tú me hagas esa pregunta. ¿Cómo piensas sobrevivirte?
—¿Qué? —sacudí la cabeza—. No te entiendo.
—¿Qué deja una persona tras de su paso por la vida? Pueden ser sus hijos. Pero la paternidad no es reconocida por los ksatryas. O puede ser su obra. Su proyecto vital. ¿Acaso tienes hijos?
—No, que yo sepa.
—¿Y qué hay de tus investigaciones, de tus libros, de tu trabajo cientifico? Vivirá cuando ya no existas. Esa es tu forma de sobrevivirte.
Tal conversación filosófica era una cosa insólita para el ksatrya. Me pregunté cuánto duraría esta fase.
—Creo que empiezo a entender. Y entre los ksatryas, serán las hazañas guerreras, supongo.
—En efecto. El problema es que somos destructores más que creadores. Y, para ser recordado por la destrucción, es preciso destruir en cantidad. Las pequeñas destrucciones son algo insignificante.
Tragué saliva. La búsqueda de fama por estos métodos debe ser peligrosa para los espectadores… como yo.
—Cuando un ksatrya muere, —continuó Chait Rai— ve, con el ojo de la mente, toda su vida desplegada ante sí. Y la satisfacción ante una vida gloriosa es lo que llamamos el pitrloka —sus labios se curvaron en una sonrisa escéptica—. O al menos eso dicen los purohitas[38].
—Comprendo. Ningún ksatrya ha vuelto de la muerte para explicar lo que se siente.
Chait rió de nuevo, golpeando el brazo de su asiento, como si le hubiera contado el mejor de los chistes.
—Ah, Jonás, eres más parecido a mí de lo que sospechas. Pero, ¿a qué conformarse con esta clase de inmortalidad, cuando podemos gozar de la otra?
—¿O de ambas a la vez, ya que estamos en ello? —sugerí.
—¡Justamente! —me señaló con el dedo—. Es algo que tenemos a nuestro alcance. ¡Y ese pez, hijo de Kamsa, se niega a revelárnosla!
Ese era de nuevo el verdadero Chait Rai; su horrible rostro había recuperado la mirada paranóica. El filósofo se había esfumado, esperando una mejor ocasión.
—No creo —me atreví a protestar— que Oannes sea inmortal. Longevo, quizás, con ayuda de la ingeniería genética, y…
Me detuve. ¿Sabía Chait Rai lo que era la relatividad? Supongo que sí, habiendo viajado mucho por el espacio en naves del Imperio. Pero me podía ahorrar la explicación, porque ya no me escuchaba.
—No importa. Si ese pez quiere guardar sus secretos, allá el. No pensaba en Oannes, sino en los amos de la Esfera. En algún lugar de este planeta de carroña está el secreto, ¡lo sé! Pero, ¿por qué avanzamos tan despacio?
Bajo su fría mirada, dije rápidamente:
—Las nubes. La caída de la babel lanzó gran cantidad de polvo a la estratosfera. Ese polvo es una barrera entre los emisores de microondas, situados en la Esfera, y la Ciudad. Nos falta energía. Tú ordenaste prioridad sobre las fábricas de armas…
No me escuchaba. Me tomó del brazo y me condujo hasta la ventana.
—Fíjate, —señaló— hace horas que no para de llover. La temperatura está subiendo. ¿Has visto antes un invierno nuclear? No, ¿verdad? Yo sí. Cuando serví en el Imperio tuve ocasión de ver unos cuantos —su media boca se torció en una mueca desdeñosa—. Esos kharas con uniforme usaron armas atómicas de fusión. La forma más estúpida de arruinar un buen planeta. Y sin contar con la represalia del adversario sobre los planetas de uno. Aunque tengo que reconocer que es un espectáculo: ciudades devoradas por soles en miniatura… venenosas setas de humo alzándose como columnas… una caja de fósforos que incendia planetas…
Su voz bajó hasta un murmullo. Hubo un silencio incómodo; incómodo para mí, debería decir.
—Y la babel, al caer, —dije— produjo algo muy parecido a varias bombas de fusión estallando al mismo tiempo.
—Sí. Y sin embargo… mira —volvió a señalar—. Eso no explica las tormentas… ¿qué dices a eso?
Era una difícil pregunta. Hacía días que intentaba contestarla.
—Bueno, en un invierno nuclear, las nubes están formadas por hollín, producido por innumerables incendios. La caída de la babel levantó, sobre todo, polvo de silicatos. El hollín es negro, y absorbe parte de la luz. Se calienta y calienta el aire en que flota. El aire de abajo se enfría por irradiación. ¿Comprendes? Pierde calor al espacio, y no recibe nada del sol. Se forma una inversión térmica: aire caliente arriba, aire frío abajo. No hay corrientes de aire.
—Entiendo —frunció el ceño, pensativo.
—En cambio, este polvo procede principalmente de la vaporización de la roca superficial. ¿Has visto las fotos que nos proporcionó Oannes? No es negro; es gris.
—Ya veo —asintió de nuevo—. De todos modos, sigue actuando el efecto de espejo. El polvo refleja la luz solar, más aún si es gris que si es negro. La temperatura baja. ¡Kamsa y Putana, deberían habérsenos helado ya las pelotas!
—Exactamente. La temperatura ahí fuera debería estar bajo el punto de congelación del agua. No lo está. El aire debería ser frío y seco, por la congelación del vapor de agua. No lo es. No debería haber movimiento de aire. Y lo hay.
—¿Y por qué? —preguntó irritado. Procuré hablar con mi voz más dulce.
—Seguramente proviene del mar. El mar almacena calor, y lo va cediendo a la atmósfera. Las costas de este planeta deben ser un infierno de huracanes.
—Puede ser. Pero no estamos cerca del mar.
—¿Qué sabemos nosotros de la circulación de vientos? —pregunté—. Los cambios en la temperatura de mar y tierra pueden haberla trastornado. Incluso Vidya tiene problemas para predecir el tiempo.
—Puede ser. Y puede que no. Creo, amigo Jonás, que algo está pasando. Algo que no sé analizar, y, con todo respeto, creo que tú tampoco.
Su cabeza se inclinó hacia la mía. Reprimí un estremecimiento.
—Creo —susurró con su voz de conspiración— que alguien está limpiando la atmósfera.
—Limpiando la… ¿estás.. —por un horrible momento casi dije «loco»— estás… seguro?
—Digamos convencido —su voz, sus ojos, señalaban su eterna manía de persecución—. Alguien está arrojando a la atmósfera megatoneladas de vapor de agua.
—¿Pero cómo? —me sentía estupefacto.
—Ah. He aquí la cuestión —sonrió. En uno de sus inesperados cambios de humor, ahora se hallaba frívolo e irónico como un nagaraka en una fiesta—. Mi querido Jonás, has olvidado dónde estamos.
Su pulgar derecho señaló al techo, efectuando un movimiento circular. ¡Cristo, Buda y Mahoma! La respuesta era obvia. Hablé, presa de una repentina excitación.
—La Esfera. Controla la energía del Sol. Bastaría concentrarla en los océanos para evaporar megatoneladas de agua. ¡Es increíble!
—¿Por qué? Imagina que uno de esos asteroides de la cáscara se desmanda y cae en uno de los planetas. Tendrían un invierno nuclear en marcha. Sería lógico que hubieran pensado en un remedio: evaporar un poco de océano.
—Que se condensaría, cediendo calor al aire. Y aquí tenemos las tormentas. Que limpian la atmósfera inferior de polvo. Pero ¿y la estratosfera? —recordé de repente.
—Bueno, a tanto no llegan mis pobres conocimientos —sonrió, pero con una sonrisa normal, aún en su papel de nagaraka—. Pero yo pienso algo más.
—¿Más?
—Si. Esos hijos de una ganika[39], quienes sean, nos hacen un favor al contrarrestar el invierno nuclear. Pero me preocupa…
—¿El qué? —no podía seguir el curso de sus pensamientos.
—Si esos quienes sean concentran la luz solar donde quieren —dijo con lentitud y deliberación— pueden achicharrar los planetas troyanos cuando les dé la gana. ¡Y a nosotros!
—Pero… —por un instante no pude encontrar argumentos—. No tiene sentido. Nos salvan la vida al acabar con el invierno nuclear. ¡Por las dieciocho mil pastorcillas de vacas de Vrndavana, les bastaría quedarse sentados hasta que, como has dicho, se nos helaran las pelotas!
—¿Es posible que no lo entiendas? —la locura asomó de nuevo a su deforme rostro—. ¡Se ríen de nosotros! ¡Exhiben con despectiva arrogancia su arma más poderosa! ¡Nos desafían! Pero los muy estúpidos han cometido un error: descubrir sus cartas al enemigo.
Sentí un escalofrío. Era necesario apartarlo de esa línea de pensamiento. De inmediato.
—Quizás intentan salvar…
Callé. Pero Chait Rai no era un estúpido.
—Acaba lo que ibas a decir: intentan salvar este planeta de un invierno nuclear… porque esos hijos de Putana están en este planeta —su risa me hizo estremecer—. No quieren pasar un poco de frío con tal de liquidarnos. Lo que demuestra que son unos cobardes. Un ksatrya hubiera dejado helarse el planeta, si fuese necesario, para acabar con sus enemigos.
No me atreví a sugerirle que un ksatrya no se cruzaría de brazos y dejaría a la nieve y el hielo el prestigio de la victoria. Prosiguió, con sardónica ferocidad.
—¿Recuerdas que te dije que ese pez nos había mentido? ¿Que alguien había evitado que la Esfera se despedazara cuando fue atrapada por Akasa-puspa? Bueno, ya tenemos a un «alguien». Y ese «alguien» sigue aquí. Un «alguien» que tiene, al menos, veinticinco millones de años de civilización. Toma buena nota de esto: encontrarnos con ese «alguien» será, a partir de ahora, nuestro único objetivo. Ahora, Jonás, déjame solo.
Se sentó de nuevo a mirar la tormenta con rostro inexpresivo. En silencio, salí de la habitación.