Los descubrimientos de Oannes y Vidya me impidieron disfrutar del baño, y decidí regresar a Hebabeerst. Oannes me dio un abultado mamotreto con la información; la idea era que yo revelase a Chait Rai aquello que me pareciese bien, ya que, según su punto de vista (o «punto de oído»), no habíamos «hablado» de ello.
Precavidamente, Vidya intercaló falsas interferencias en la conversación falsa que vertía en el micrófono, para darme un margen. En esos silencios yo podría pretender haber hablado con Oannes de cualquier cosa que decidiese revelarle.
Durante el viaje de vuelta escuché la cinta grabada con «nuestra» conversación. Era increíble: Vidya imitaba mi forma de hablar a la perfección. De no saber que era falsa, hubiera jurado que yo padecía amnesia.
Pensé qué debería revelarle a Chait Rai.
¿Sabía nuestro prisionero lo que Oannes había descubierto? Probablemente no. Aunque sabían de la existencia de los colmeneros; lo que indicaba un contacto estrecho con ellos en el pasado. Sin duda, sabían de los poderes de que disfrutaban los colmeneros. Por tanto, no vi motivos para ocultarle a Chait Rai la manipulación genética de que los angriffs habían sido víctimas.
—¿Dices que esas sabandijas de colmena son los dueños de la Esfera? —gritó Chait Rai. «Terror» estaba encadenado a la pared, sentado con las piernas cruzadas en una especie de camastro, descarnando con los dientes una enorme costilla de antilofante. Yo sostuve la mirada de Chait Rai.
—Sí.
Según supe más tarde, Chait no se encontraba en Hebabeerst durante mi entrevista. Había salido a cazar con los neopardos (pese a que los monos-gatos no se desenvolvían demasiado bien en terreno llano). Aunque no me hacía ilusiones: sin duda la conversación estaría grabada y la revisaría más tarde.
—No me lo creo. Si son sólo animales. Unos jodidos y tamásicos animales.
—Nos han engañado. Son humanos como nosotros, adaptados a la vida en el vacío, y —hice una pausa significativa— poseen una tecnología veinticinco millones de años más avanzada que la nuestra.
El fuego de la ambición llameaba en los ojos del mercenario.
—Entonces es a ellos a quienes buscamos. Ellos poseen todos los secretos. Inmortalidad. Naves más poderosas que las del Imperio. Riquezas sin límite… —se interrumpió.— No, es absurdo; ¡pero si viajan en sus sucias colmenas de piedra, empujadas por nuestros primitivos impulsores de masa! Los hemos tenido a nuestra merced durante siglos.
—Fingían. Fingían ser animales, y nos estudiaban sin levantar sospechas.
—¿Para qué?
De momento decidí no contarle a Chait Rai que los colmeneros habían alterado nuestros genes para sus propios fines. No sabía cómo iba a reaccionar… y, tratándose de Chait Rai, eso siempre es malo. Me encogí de hombros.
—No lo sé. Lo que sí hemos averiguado es que los angriffs han sido modificados genéticamente por los colmeneros.
Se volvió rápidamente hacia mí.
—¿Los angriffs?
—Si. Les ha sido implantado un «reloj de la muerte» en sus células. Cuando éste cuente un cierto número de reproducciones… se extinguirán en masa.
—¿Cuándo? —pareció repentinamente interesado.
—Dentro de ciento setenta y cinco millones de años.
—Ciento setenta y cinco millones de años… —repitió Chait Rai. Se acercó a «Terror» y le palmeó el hombro. El neopardo cogió su mano, ronroneando suavemente.
—¿Me estás tomando el pelo, amigo Jonás? —me dijo Chait Rai, sonriendo. No me gustó nada su sonrisa. «Terror» me miró de forma muy ominosa.
—Por supuesto que no, Chait —tragué saliva.— Vidya ha realizado los cálculos… puedes comprobarlo.
Naturalmente, esto último era una fanfarronada. ¡Yo mismo me las vería negras para comprobarlos!
Chait Rai se levantó y caminó unos pasos, con las manos a la espalda, meditabundo. Se encogió de hombros.
—¿Y a quién Kamsa le importa lo que suceda dentro de todos esos millones de años? Tengo problemas más inmediatos, ¿sabes?
—¿Qué clase de problemas?
—Los colmeneros. Aceptemos por un momento que estás en lo cierto… pensándolo bien, esto explicaría muchas cosas…
Se frotó la barbilla.
—¿Y…? —dije yo.
—Bueno; —sonrió con su sonrisa de nagaraka— mi querido amigo, tú conoces cuáles eran (y siguen siendo) mis planes: ponerme en contacto con los amos de la Esfera. Esta pequeña trifulca con los angriffs no ha sido más que un compás de espera. El hecho de saber que los amos son los colmeneros no cambia nada, excepto que ahora sabemos a dónde dirigirnos.
—Yo creo que sí —osé contradecirle.— Antes pensábamos que los amos serían humanos como nosotros. Gente con la que podríamos dialogar, a pesar de su avanzado estadio tecnológico.
—Hace un momento decías que los colmeneros son humanos, a pesar de su aspecto.
Me mordí los labios. No podía seguir por ese camino sin revelar a Chait Rai que los colmeneros nos habían manipulado genéticamente también a nosotros, y que por lo tanto, probablemente no nos consideraban más que simples animalitos de laboratorio.
—Pero viven en la cáscara, no lo olvides. Cuando Oannes partió de la Tierra, la especie humana no tenía más que cien mil años de antigüedad. Cien mil años de vida sobre un planeta. Los colmeneros llevan veinticinco millones de años adaptados al vacío. Nosotros seguimos adaptados a los planetas, por más que viajemos por el espacio. Nuestra psicología puede ser muy distinta. Tan distinta como la de los angriffs…
¡He estado a punto de revelarlo todo!, pensé.
—No importa. A pesar de todo, debemos parlamentar con ellos. Veinticinco millones de años de civilización… imagínate el poder que podrían darme si accedieran a colaborar —su deforme boca susurró a mi oído. Reprimí un impulso de apartarme.— La Utsarpini, el Imperio, Akasa-puspa entero podría ser mío… Kharole se dedicaría a limpiarme las botas, el Emperador… podría convertirlo en mi chambelán eunuco —rió.— Eso sería golpearlo donde más duele, como suele decirse.
A pesar de mi inquietud, sonreí con sarcasmo.
—¿Y por qué iban los colmeneros a darte ese poder?
Chait Rai me miró con la furia asomando a su deforme rostro.
—¿Por qué? Porque he demostrado que soy la principal fuerza en este planeta. Conquisté las ciudades, conquisté a los angriffs… ahora ellos tendrán que parlamentar conmigo.
—¿Y qué piensas hacer para sentarlos en la mesa de negociaciones? ¿Coger a unos cuantos por el rabo?
Chait Rai me miró furioso. Repentinamente me sujetó por el brazo. Sus dedos apretaron, y sentí que había ido demasiado lejos con mi sarcasmo. «Terror» nos miraba a uno y a otro con sus inteligentes ojos. Lanzó un maullido, mostrándome su imponente dentadura. A pesar de ello, Chait Rai dijo con tono de voz neutro:
—Es una buena pregunta. Espero que como mi fiel consejero cientifico sepas darme una respuesta. Y si no la puedes encontrar…
Me soltó, dándome unas palmaditas en el músculo deltoides. Su sonrisa era un exacto intermedio entre la amistosa y la de ejecución sumaria. La mirada de «Terror» tampoco presagiaba nada bueno. Recordé al ciudadano devorado por el angriff.
Chait Rai se sentó y me miró fijamente en silencio.
—Pues bien… —carraspeé— en apariencia, a los colmeneros no les preocupa demasiado lo que suceda en los planetas. Tienen toda la cáscara a su disposición, y eso es más de cien veces la superficie de Akasa-puspa.
—Sí que les preocupa —rectificó Chait Rai con sequedad.— Reaccionaron cuando se declaró el invierno nuclear. Es cuestión de encontrar algo que les haga reaccionar de nuevo. Aunque esta vez llevaremos nosotros la iniciativa a su terreno, si como dices no les preocupa lo que hagamos en los planetas. Es cuestión de encontrar el estimulo adecuado que les haga comprender que queremos acabar con ellos… y que somos peligrosos.
Me sentí estupefacto.
—¿Peligrosos, para quién? ¿No te das cuenta de las dimensiones de la cáscara? ¿Qué podemos hacer mientras se escondan allí?
—Eso me lo dirás tú. Eso espero…
Me despidió con un gesto de la mano, sonriendo de nuevo con la sonrisa intermedia. Las palabras «por tu propio bien» quedaron flotando en el aire.
«Terror» me gruñó mientras me dirigía a la puerta. Parecía decepcionado.
Hice lo único que podía hacer: llamar a Oannes.
—¿Es posible localizar núcleos de población en la Esfera?
El delfín silbó y chasqueó de asombro.
—¿Bromeas? ¿Sabes el tamaño que tiene la Esfera?
Asentí, cansado y deprimido. Las cifras aún flotaban en mi cerebro como el cadáver de un ahogado.
—Sí, lo sé. Con los instrumentos de la nave imperial que nos trajo, tardaríamos miles de años, en el mejor de los casos. Pero me preguntaba si tú no tendrías mejores medios.
—Aunque no lo suficiente —pareció pensar.— Claro que quizás pueda hacer algo mejor…
—¿Como qué? —sentí renacer la esperanza.
Oannes flotó en círculos en el aire.
—Los colmeneros se comunican por radio en cierta longitud de onda, ¿cierto?
—Cierto. Aunque el flujo es isótropo según comprobaron en la Vijaya. Tiene la misma intensidad en todas direcciones.
—Tiene la misma intensidad, dentro de los límites de precisión de los receptores del Imperio —me rectificó.— Aunque podríamos afinar. Buscar pequeñas anisotropías en la densidad de emisión. Puntos donde se concentre el flujo.
—¿Puedes hacer eso?
—Hmmm… no lo he probado. Pero los instrumentos de la Konrad Lorenz estaban hechos para examinar sistemas solares a varios años luz, en busca de emisiones de origen inteligente. Veré lo que podemos hacer.
—Pues manos… o aletas a la obra.
Dos días después fui a las habitaciones de Chait Rai. Lo encontré dedicado a una actividad insólita.
Estaba arrodillado en el suelo, en postura seiza. ¿Se dedicaba a meditar? Aunque no… parecía estar jugando con soldaditos. Algo más acorde con su profesión, aunque fuera algo crecido para ello.
—Entra, amigo Jonás, entra —me hizo un gesto. Parecía estar de un humor inesperadamente amable.
Me acerqué, aunque sin arrodillarme, cosa difícil para mí. Me di cuenta de que «Terror» no estaba en su camastro.
—¿Qué te parece? —el ksatrya se apartó para que pudiera ver mejor.
Aquellos no eran soldaditos de juguete. Era una maqueta de la sala central de la Ciudad. Habían sido reproducidas con minuciosidad las columnas de acero. Sin embargo, se había añadido una cúpula de vidrio y metal, algo espectacular si era a escala.
Los muñecos eran de unos quince centimetros de alto, ataviados con ropajes multicolores. Podían reconocerse por sus ropas a ciudadanos comunes, Incondicionales con armaduras de gala, sacerdotes. Habían cientos.
—Quedará dignamente en mi nueva Ciudad, Chaitnagar. Este eres tú —levantó un muñeco con una sonrisa de complicidad. No me sentí especialmente halagado. El muñeco reproducía fielmente mis deformes piernas, y se hallaba vestido con unas ropas ajustadas y ridículas de un verde manzana, una capa blanca, y un turbante igualmente blanco con altas plumas amarillas. Parecía una cacatúa.
—¿Crees que quedará bien? Respecto a ti, ¿qué cargo debería darte?
—¿Qué?
—Quizás… ¿kayashta? ¿Adhyaksa? No. Peswha es más apropiado para ti. Aunque, ¡qué distraído soy! Antes debo ennoblecerte. Te nombro subandhu —me palmeó levemente la cabeza.— Si no, no podrías ocupar este lugar. Es importante que no hayan cabos sueltos en la ceremonia.
—¿Ceremonia? ¿Qué ceremonia?
—La de mi coronación, idiota. Mi sueño, ¿recuerdas? —su voz era paciente y fatigada, como un acarya hablando a un torpe novicio.
Entonces me fijé en la figura central de aquel tinglado. Era obviamente el propio Chait Rai, aunque con ambos lados de la cara incólumes.
¡Una coronación, desde luego! Llevaba un manto rojo cuya longitud superaba en cinco veces la altura de la figurita. El cuello era de pieles blancas (de ratón, supuse. Aunque en la realidad sería de una piel más rica).
La figurita sostenía entre sus manos y sobre su cabeza una diminuta réplica en latón de la Corona Imperial. En torno suyo había un coro semicircular de sacerdotes, ricamente ataviados de púrpura y grana, y tocados con altas tiaras. Sus bocas eran simples orificios circulares, como en un «¡Oh!» de admiración, especialmente el Sumo, que sostenía un almohadón donde supuestamente reposaría la corona. Más allá habían filas de Incondicionales, todos en pie y alzando sus espadas. A los pies de Chait Rai, dos neopardos sumisamente arrodillados a derecha e izquierda. Contemplé el escenario en silencio.
—Ya sé lo que estás pensando —dijo Chait Rai con una voz repentinamente fría.
—Yo… —intenté defenderme, pero me cortó con un gesto seco.
—Sé muy bien que nunca contaré con el apoyo incondicional de Zabul o tuyo. Los emperadores siempre estamos rodeados de traidores en potencia. ¡Siempre! Examina la historia. Mira a ese Sidartani…
—E… eso no es justo, Chait… quiero decir… —¿debía llamarle «Majestad»? Aquello empeoraba por momentos.
—Silencio. No hables y así evitarás mentir —cerré la boca firmemente.— Así estás mejor. ¿Te crees que no me he dado cuenta de que me veis como un loco megalómano, sediento de poder?
—Pero…
—Te he ordenado que callaras, alférez Chandragupta. ¿No hablo con claridad? Bien, Zabul y tú sabéis que no soy un dios, ni un Cakravartin, sólo un mercenario perjuro, ¿no es cierto? Nunca podréis olvidar eso, ¿verdad?
Chait Rai jadeaba de ira. No me atreví a hablar.
—¡Contesta!
—Yo… —por Krishna, ¿cuál era la pregunta?—. Yo… hace tiempo que lo olvidé, Chait, te lo juro.
—No jures en falso, dicen las Sastras —sonrió con una mueca terrible.— Aunque no tiene importancia. No es preciso que te preocupes más.
Allí estaba. Un sudor frío perlaba mi frente. Aquello era la sentencia de muerte. Igual que Indri, Ivraim, Sati… todos los que acompañamos a Chait Rai en aquella loca aventura. Me sentía muerto, y Zabul también.
—Bueno, vayamos a otra cosa. ¿Qué novedades traes?
Dijo aquello sin cambiar el tono de voz. Yo luché por tranquilizarme. ¡Vivir cerca de Chait Rai es como tener una bomba de fusión en el armario!
—Po… podría explicarlo mejor si me dejas conectar la terminal de tu computadora…
—¿Para qué? —preguntó con suspicacia.
—Para comunicarme con Oannes.
—No necesito a ese pez para nada.
—Se trata sólo de que pueda enviar una holografía que sirva para exponerte mi plan.
Dudó un instante.
—De acuerdo, haz lo que quieras.
Conecté la terminal con manos aún temblorosas.
—Oannes… —dije, carraspeando para librarme de la sequedad de mi garganta.
—¿Sí, Jonás? —su voz llegó sin imagen. Evidentemente, Oannes no sentía ganas de ver o ser visto por Chait Rai.
—Puedes empezar la transmisión.
De la terminal surgieron tres finos rayos láser: rojo, verde, azul. Una imagen se formó en el centro de la habitación.
Chait Rai abrió la boca impresionado. Una réplica de la Esfera, de cinco metros de diámetro, rotaba lentamente en la sala; llegaba desde el suelo hasta el techo. A su lado, éramos gigantes del tamaño de un sistema solar corriente; como si tuviésemos el poder del mahima.
—Acompáñame, Chait —dije, atravesando la inmaterial cáscara.
Un segundo después, Chait Rai se hallaba a mi lado en el interior del holograma. Sobre nuestras cabezas se abría una abertura polar, que dejaba ver el techo. En el centro brillaba un sol del tamaño de una cabeza de alfiler, aunque con una luz tan intensa que era imposible mirarlo directamente.
—Muy interesante, muy instructivo, aunque no veo qué…
—Espera un segundo —Chait Rai se encontraba impresionado y yo quería aprovechar mi momentánea ventaja.— Oannes, muéstranos el mapa.
Al instante, la cáscara se cubrió de líneas luminosas rojas, como la red de capilares de una retina.
—¿Qué es eso?
—Es un mapa de densidad de flujo radiofónico de los colmeneros.
—¿Qué?
—Los colmeneros se comunican por radio. Lo que estás viendo representa una hora de diálogo entre varios puntos de la cáscara. Oannes, muéstranos otros mapas.
Uno tras otro se fueron sucediendo ante nuestros ojos otros trazados.
—Unos verdaderos parlanchines —comenté.
Chait Rai se volvió algo confuso.
—¿Has sacado algo en claro de todo esto?
—Bastantes cosas. Por ejemplo, como puedes ver, están distribuidos al azar por la Esfera. Esto no es raro; con su sistema de comunicación y con la cantidad de terreno libre que representa la Esfera, no tienen necesidad de agruparse más.
—No te entiendo.
Lo pensé un momento.
—Imagínate un océano inmenso salpicado de islas, algunas de ellas habitadas por un solo individuo, que se comunica con los demás con una radio. Un individuo que está solo, aunque al mismo tiempo acompañado por los demás de su raza.
—¿Quieres decirme que no hay ciudades, ni núcleos de población, ni colmenas en ningún lugar de la cáscara?
—No.
—Pero… ¿por qué? ¿Por qué iban a llevar esa vida de ermitaños?
—No de ermitaños. Recuerda que se pueden comunicar con cualquiera de sus congéneres, aunque esté al otro lado de la cáscara. Bueno, quizás la cosa no sea tan drástica. Pueden formar comunidades pequeñas, para reproducción o crianza, pero no creo que sean mayores que la colmena que encontramos en el espacio.
Chait Rai se encontraba más pensativo que nunca.
—Entonces son invencibles. Aunque lanzásemos una bomba de fusión a la cáscara, como mucho podríamos matar a un colmenero.
—Con suerte. Incluso disparar un millón de bombas sería… un momento —hice algunos números.— Sería lanzar una bomba al azar por cada mil doscientos planetas, y esperar matar a un enemigo.
Creo que nunca había visto antes tan estupefacto a Chait Rai. Bueno, al menos había metido el sentido de las proporciones en su cabezota. O al menos así lo creí, por un momento.
—Tiene que haber algún sistema —su puño golpeó la palma opuesta.— Alguna forma de forzarles a hablar con nosotros… tienes que encontrarlo.
—Espera, aún no he acabado. Oannes, amplía la sección de la cáscara.
La falsa pared se expandió vertiginosamente. Al tiempo, la pared opuesta se alejó hasta salirse del campo.
—Fíjate en eso.
Al principio era una sutil nubecilla, proyectando una tenue sombra sobre la cáscara. Sin embargo, a medida que aumentaba la ampliación, se hizo evidente su naturaleza.
—Juggernauts —murmuró Chait Rai.
—En efecto; nuestros viejos amigos los juggernauts. Sabemos que son las brigadas de mantenimiento de la Esfera, y lo que resulta más interesante para nosotros en estos momentos: viajan en grandes manadas.
—Veo algunos colmeneros saltando de un juggernaut a otro.
En efecto, la ampliación llegaba hasta el máximo, y teníamos ante nuestros ojos un mar de cigarros puros verdinegros. Sólo que ambos sabíamos que a escala real, cada uno de aquellos «cigarros» medirían al menos un kilómetro de longitud. Unas diminutas pulgas saltaban de uno a otro: los colmeneros.
—¿Cuál es tu plan, Jonás? ¿Soltar una bomba de fusión o algo así en medio de una de esas manadas?
—¿Una bomba? No. ¿Cómo construirla? Y lo que es peor, ¿cómo lanzarla? Además, sería demasiado. Queremos llamar su atención, no iniciar una guerra. Y una bomba es justo lo que les predispondría para guerrear. No, estoy pensando en algo más sutil… Oannes, por favor, la segunda serie.
Al instante se desvaneció la Esfera ampliada. Sin embargo, la imagen que la reemplazó era igualmente interesante.
—La Tierra.
En efecto, era la Tierra, vista como un globo de veinte centimetros de radio. Y Jambudvida, el inmenso anillo, de algo más de un metro de radio.
—Así es. Pero fíjate en esto…
Mi dedo señaló un punto cerca de Jambudvida. Era una diminuta mota de luz, que al instante se amplió.
Chait Rai observó asombrado.
—¿Qué es eso? Ah, ya veo, no hace falta que me lo digas. Es el cacharro de esos hijos de Putana religiosos que nos atacaron. ¿Qué relación tiene con…?
—Ahora viene lo bueno. Simulación, por favor.
Bueno, aquí sí se lució Vidya. Apareció una maqueta del velero en forma de hilos de luz. Pero al instante, aquel armazón se fue llenando de color. Era de un color plateado, y Vidya logró darle hasta la textura óptica del metal. Parecía una maqueta exquisitamente elaborada, más que una imagen de ordenador.
La simulación comenzó a alejarse de Jambudvida. Mientras lo hacía, giraba lentamente; las velas empezaron a desplegarse. Cuando se completó la maniobra, los diez kilómetros de velamen eran un enorme espejo cóncavo. Un espejo que concentró la luz solar en el distante rebaño de juggernauts.
Chait Rai levantó la vista, dubitativo.
—¿Por qué estás tan seguro de que el velamen de ese pecio está en buenas condiciones?
—Oannes lo ha estudiado telescópicamente. El láser que la partió en dos no tocó el anillo de fijación.
—Ya veo. ¿Y con eso piensas quemar a los juggernauts?
—Sí. Podemos enfocar el haz sobre la manada. Al principio, sólo los caldearemos un poco. Pero, a medida que el velero se mueva, el haz se irá concentrando.
Mientras hablaba, Vidya iba proyectando una secuencia de animación mostrando todo el proceso.
—Cuando el haz se concentre en unos pocos centenares de metros… ¡puf! Vaporizará a cada juggernaut que toque. Moviéndose, el haz irá recorriendo toda la manada de un extremo a otro, cortándola como un cuchillo.
Entonces Chait Rai estalló de júbilo. Puso sus manazas sobre mis hombros y dijo:
—Jonás, amigo mío, nunca dudé de tu talento ni de tu lealtad; ¡ocuparás un lugar muy alto en mi corte imperial!
Espero que no sea colgado de una soga, estuve a punto de decir.
—Es estupenda esa idea de achicharrar a unos cuantos juggernauts; —seguía parloteando excitado Chait Rai.— Obligaremos a esos bastardos a parlamentar, o asaremos a sus mascotas.
—Hay un par de pegas… —empecé.
—¿De veras? Explícate —dijo con su alegría desvanecida. Sospecho que empezaba a cambiar de idea, y ya estaba pensando dónde colgar mi cabeza en su futuro palacio.
—Puede ser peligroso. Recuerda que hay colmeneros en esas manadas de juggernauts. Si matamos a algunos…
—¡A Putana con ellos! —replicó con alegre indiferencia.— Esta vez vamos a jugar fuerte, ¿no? —cerró el puño como una maza.— Estamos aquí desde hace siete años y no nos han hecho una simple visita de cortesía. Les daremos un toquecito de atención, ¿eh? ¿Cuál es la otra pega?
—No disponemos de una nave espacial para remolcar el pecio hasta una posición conveniente.
—¿El pez no te puede prestar una?
—¿Confiarías tanto en Oannes, como para abordar una de sus sondas?
—Había pensado que irías tú. Es tu plan, después de todo.
Lo estaba esperando.
—Por supuesto, Chait, aunque recuerda que ya no le quedan más sondas. Usó las últimas para observar los planetas…
Chait Rai enrojeció.
—Entonces, ¿todo lo que me has dicho es mierda de ustra? No podemos construir una nave espacial con nuestros medios, ¿verdad?
—No, aunque podemos utilizar la de los angriffs…
Esta vez si que le había cogido. Me miró con ojos como platos.
—Vidya ha avanzado mucho con el idioma angriff. Ha descifrado algunos documentos que encontramos en el complejo angriff… —carraspeé. La mayoría habían ardido.— Era una especie de avanzada… colonizadores. No hemos podido averiguar si hay más angriffs en la Tierra, o dónde están. Aunque lo que está claro es que no fueron ellos los que atacaron a la colonia humana que trajo Oannes. Estos han llegado hace relativamente poco. Y nuestro prisionero ha sido de los últimos. Llegó no hace mucho en una nave…
—¿Una nave angriff? ¿Dónde?
—En Jambudvida —señalé al techo.— La nave no está diseñada para aterrizar. Bajaron por una babel, dejándola en un hangar de Jambudvida.
Chait Rai se frotó pensativo la barbilla.
—¿Cuánto tardaremos en aprender a pilotarla? ¿Y cómo la encontraremos, en primer lugar? Jambudvida es enorme.
—Tengo una idea que resolverá las dos cuestiones. Nuestro prisionero nos dirá dónde está, y la pilotará para nosotros.
—No conseguirás que colabore por la fuerza —sacudió la cabeza.— Por mucho que lo tortures.
—No pensaba en eso precisamente. Pienso que debemos convencerle para que colabore voluntariamente…
—¿Colaborar? ¿Un angriff? —Chait Rai se echó a reír.— ¿Has perdido el juicio? Está bien, lo dejo a tu criterio. Si te crees capaz de modificar las relaciones humano-angriff en un sentido que no sea el de cocinero y menú, adelante… sin embargo, en el improbable caso de que ese monstruo aceptara pilotar la nave para nosotros, sigo queriendo que vayas en ella.
—Eso pensaba hacer.
Chait Rai me miró con aire extrañado.
—Perfecto. Entonces, manos a la obra. Y, ah, no olvides informarme regularmente de los resultados.
Y se volvió a seguir situando los muñecos. Yo había tomado mi decisión, una decisión desesperada donde las hubiera. Chait Rai estaba loco, y eso no era una novedad. Se había construido un paraíso, donde era a la vez Dios y Emperador. Su pasado estaba muerto, sólo Zabul y yo se lo recordábamos. Le recordábamos su pasado de mercenario ksatrya, y su traición a su daksa.
Lo que en breve iba a suceder con nosotros estaba claro. Y yo tenía claro que debía alejarme de Chait Rai lo más posible.
Aunque eso significase encerrarse en una nave espacial con el peor enemigo de la humanidad. Y atacar a unas supercriaturas cuyas reacciones ignoraba. Eso, al menos, no era una muerte segura…
¿O sí?