Le podríamos llamar Depredador.
Nació junto con otros seis hermanos, de madre Presa. Creció junto con ellos, alimentándose del líquido que su madre segregaba y regurgitaba.
A los pocos meses, se separó de su madre. Vivió un tiempo con sus hermanos, aunque pronto empezó a madurar como Depredador. Sus hermanos se fueron convirtiendo en Presas… y además seguían siendo estúpidos. Al cabo de un año se alejó.
Durante los siguientes años llevó la vida de cazador. Se comió a dos hermanos y a su madre. No sabía que lo fueran, aunque de todos modos no le hubiera afectado saberlo. Para él, el mundo se dividía en dos clases de animales, los Depredadores y las Presas. Los primeros se comían a los segundos: sencillamente, era así.
La vida transcurría siempre igual: dormir, cazar, banquetes opíparos cuando lograba cazar una presa… y hambre cuando fallaba. Se sentaba en la cresta de las dunas a absorber la escasa agua de la niebla. Seguía a los grupos de Presas de oasis en oasis. Aprendió a estudiar sus rutas y conocer sus abrevaderos. Aprendió a olfatear el aire, en busca de moléculas de la preciada agua.
A veces, cuando el hambre le apretaba, buscaba otros Depredadores y se asociaba a ellos para cazar. Se acercaba a ellos, haciendo los instintivos Signos que apaciguarían el impulso asesino de los otros Depredadores. Ningún Depredador mata a otro Depredador que hace los Signos.
Hablaba con ellos en la Lengua, tan innata en él como los Signos. Y los otros, si se hallaban tan hambrientos como él, lo aceptaban en el grupo. Cazaban en equipo y repartían la carne: la caza era así más fácil; sin embargo, un grupo podía exterminar todas las Presas del área: por eso se separaban cuando estaban saciados.
No tuvo ninguna dificultad en ese aspecto. Lo aceptaban como a un igual y se separaban tranquilamente hasta la siguiente ocasión. Pero estos fugaces contactos sociales tuvieron un efecto secundario: mejoraron su conocimiento de la Lengua y le permitieron conocer más palabras.
Un día tuvo una experiencia peculiar.
Un objeto, hecho de una materia desconocida, se acercó rodando a él. Sorprendido, se acercó a examinarlo. Nunca había visto metal ni un vehículo de ruedas, de modo que le resultó muy perturbador: algo que se movía, aunque no era viviente. El objeto huyó cuando se le acercó.
Tardó tiempo en descubrir que él era diferente. Dominaba la Lengua mejor que los otros Depredadores, que disponían de un vocabulario escaso. A veces se sorprendía a sí mismo haciéndose preguntas.
Dos veces al año, el luminoso cielo nocturno dejaba ver una abertura. Primero negra y vacía; luego, llena de parpadeantes puntos de luz roja. ¿Qué eran? Naturalmente, Depredador no sabía que vivía en una esfera de Dyson, cuyas aberturas polares dejaban ver los soles de Akasa-puspa.
¿Y qué eran aquellos discos de luz que pendían inmóviles en el cielo? ¿Qué era aquella cosa altísima que se elevaba en el horizonte, como el tronco de un árbol, hacia el cielo? Decidido a saberlo, emprendió viaje hacia allí.
Se encontraba más lejos de lo que esperaba y tuvo que dedicarse a cazar. El terreno era más desértico que lo habitual; además, no lo conocía, y por ello falló muchas veces en sus ataques. El hambre empezó a debilitarlo.
Hubiera muerto, de no ser por un afortunado azar: otro Depredador lo salvó. Aquel Depredador era también raro como él; se hacía preguntas. Sin embargo a veces encontraba respuestas.
Para sorpresa de Depredador, su amigo sabía encender fuego. Y le enseñó a hacerlo. También le enseñó a fabricar una lanza de sílex.
Cuando Depredador le habló de su viaje, el Amigo decidió acompañarlo. Con una buena provisión de carne ahumada y unos odres de piel de Presa llenos de agua, emprendieron camino.
Recorrieron distancias que hubieran matado de sed a un camello. Cazaron en las escasas aguadas que su sensible olfato detectaba. Fueron años de viaje, siempre con la meta de la lejana babel en el pensamiento. Un día, no distinto a los otros, descubrieron algo insólito.
El viento que humedecía sus membranas les trajo el olor del agua… y de comida. Siguieron su viaje a contraviento.
Llegaron a un valle repleto de Presas. ¡Había, literalmente, miles! El valle se hallaba regado por abundante agua y en él crecían plantas. Para los hambrientos Depredadores, aquello era el paraíso; Pero no hay paraíso sin serpiente…
La «serpiente» resultó ser, en este caso, una alta valla, con la parte superior recubierta de alambre de espino. Pero no fue obstáculo para aquellos Depredadores con cerebro. Rasgaron sus bolsas y odres, y tendieron las pieles sobre el alambre de espino. Treparon sobre ellas.
Comieron como nunca lo habían hecho.
Se encontraban tan contentos con su hallazgo que se olvidaron de su viaje. Se establecieron en unas cuevas cercanas. Iban a cazar regularmente aquel maná del cielo… o del suelo. O del agua. La idea de que aquella valla había sido puesta allí por alguien les hizo pensar, aunque no hallaron respuesta.
La respuesta llegó un día, y del modo más dramático.
Depredador regresaba a la cueva con una Presa en su espalda. Rezongaba contra Amigo, que no había querido ir a buscarla. De mal humor, dejó la carne a la entrada.
Pero Amigo no estaba.
Su desaparición le inquietó. El concepto de «propiedad privada» no existia para él, pero como todo cazador tenía instinto territorial (suponiendo que ambos conceptos no sean lo mismo). Habían invadido un territorio, y su propietario debía estar de muy mal humor. Decidió marcharse, y pronto. Reunió provisiones como ya sabía hacerlo y prosiguió su interrumpida caminata.
Pero no llegó a completarla. Fue sorprendido por la cosa más espantosa que había visto en su vida.
Del cielo llegó un ruido petardeante (tac-tac-tac-tac) y una horrible cosa voladora surgió tras la cresta de unas dunas. Corrió, aterrorizado. Una cosa alargada, con cola, pequeñas alas y algo que giraba sobre su cuerpo, como alas de insecto. Al verla, arrojó sus provisiones para correr mejor, sus zancadas devorando la distancia. ¿Dónde esconderse? La cosa lo veía desde el cielo.
Su dilema quedó resuelto cuando una red cayó del autogiro. Enfurecido, mordió y rasgó con sus espolones sin lograr romper la malla de acero. Sólo consiguió enredarse más. Finalmente se aquietó.
Ante su increíble sorpresa, ¡se abrió una puerta en la cosa y salieron dos Depredadores! Se sintió aturdido. Y más aún cuando los de la Cosa hicieron los Signos. Torpemente los repitió.
—Así que este es el salvaje que nos estaba dejando sin carne —dijo uno de los pilotos del autogiro, divertido—. No está nada flaco. ¡Muchacho, te has zampado un buena ración!
—Lo estás asustando —dijo el otro. Se dirigió a Depredador—. Tú-yo amigos. Tranquilo, muchacho. Te llevaremos a un sitio donde te atenderán bien. Te daremos carne.
Depredador no entendía más que la mitad de las palabras, pero no parecían hostiles. Se aquietó y dejó que lo llevaran al autogiro.
El viaje fue espantoso para aquel salvaje. Se mareó y vomitó, y su único alivio fue que lo llevaban a la babel. Cuando finalmente se posó en el suelo, bajó tambaleándose. Se llevó una gran alegría al ver a Amigo.
Los años que siguieron fueron fascinantes para él. Los Mentores le asignaron un puesto en la Escuela. Allí lo educaron y aprendió más palabras, e incluso a escribirlas. Más aún, aprendió las ideas que se escondían tras las palabras.
Los Depredadores criaban Presas en valles cerrados como el que él y su amigo habían encontrado. Él cumplió también sus turnos de trabajo, dando de comer a aquellas Presas. Cuando las Presas ponían huevos, observaban atentamente para descubrir a un Depredador entre los recién nacidos. De allí lo llevaban con los demás, para que creciera y fuera educado.
Participó en turnos de búsqueda. Localizaba Depredadores salvajes, y se encargaba del primer contacto. Siendo él mismo un salvaje, se hallaba en mejores condiciones de comprender su mentalidad. Se enteró de que, aunque no faltaban Depredadores entre los nacidos en los Recintos de Presas, los salvajes parecían más fuertes y adaptables.
Como había cumplido la edad adecuada, se le permitió aparearse con hembras. Observó cómo los huevos de las hembras eran llevados a los Recintos, junto con todos los demás. De ellos nacerían (le dijo su tutor) Presas y Depredadores, en relación de aproximadamente diez a uno.
Aprendió a manejar armas de fuego. Quiso ir a cazar con una, pero se lo prohibieron.
—Tenemos suficiente comida —le dijo su tutor—. Esas son las reglas: no cazar con armas.
—¿Por qué?
—Porque somos demasiados —explicó el tutor pacientemente—. Acabaríamos con todas las Presas y moriríamos de hambre. Por otro lado, no habría nacimientos de nuevos Depredadores, hasta que naciese una nueva generación de Presas de nuestros huevos. Pero sin Presas, moriríamos todos de hambre antes de que sucediese eso. ¿Comprendes?
—Entonces, ¿para qué las armas?
El tutor respondió:
—Es posible que algún día vayas a otro planeta, cuando se complete tu formación. Pronto aprenderás por qué. Allí hay Presas que usan herramientas y armas. Son peligrosas de atacar, así que necesitarás las armas. ¿Comprendes?
Depredador asintió, excitado ante la idea de un viaje a otro planeta. No le preocupaban ni le maravillaban aquellas raras Presas; ¡tantas cosas asombrosas había descubierto ya! Pero su instinto de cazador se sintió vagamente desilusionado. El tutor se apiadó.
—Si tienes ganas de cazar, hazlo fuera de los Recintos y sin armas. Nadie te lo impedirá —recordó algo de repente—. Dentro de dieciséis días, un grupo de nosotros irá a cazar. ¿Te gustaría venir?
Asintió de nuevo, esta vez con entusiasmo. Viajaron en autogiro a un lejano oasis rara vez visitado, y Depredador disfrutó del viaje, porque ya se había acostumbrado a este veloz medio de transporte.
Durante ocho días cazaron y comieron la rica carne de la Presas salvajes, más recia y sabrosa que la de los Recintos. Todos se divirtieron mucho y regresaron cansados, aunque alegres.
Pasó el tiempo. Los Mentores decidieron que se uniese a los estudiantes, en tanto que sus compañeros fueron enviados a las industrias o Recintos. Allí siguió aprendiendo cosas.
Pero, un día, se presentaron cuatro Mentores. Les hablaron sobre los dioses y el Mandamiento Único. Aquello les llenó de confusión, miedo… y cólera. Tras explicarles esto, fueron reclutados para viajar al planeta del anillo, integrados en la horda que se estaba reuniendo.
La decisión le disgustó. Hubiera preferido quedarse a seguir estudiando. pero fue imposible. Individualmente, los Depredadores eran agentes libres; sin embargo, las compulsiones sociales de su especie eran demasiado fuertes para resistirlas. Las órdenes de los Mentores eran inapelables.
Con el resto de su grupo, fue conducido al ascensor que los llevaría al espacio. Allí abordarían la nave espacial que los transportaría a su punto de destino, el planeta anillado, donde vivían aquellas Presas armadas. Únicamente la esperanza de nuevas visiones de maravilla le hacía sentirse interesado en su nuevo oficio de guerrero.
Depredador no conocía a Jonás Chandragupta. De hacerlo, se hubiera asombrado de lo mucho que se parecían.