EL DELFÍN

Los aposentos que ocupábamos en Hebabeerst habían sido tabú para los ciudadanos. Originalmente se destinaban a los moradores de la Ciudad, pero Oannes había tomado la decisión de prohibir su acceso. De haberse visto superpoblada, Hebabeerst se habría duplicado; cosa que hubiera sido peligrosa a largo plazo.

De este modo, nosotros y un selecto grupo de ciudadanos gozábamos de un nivel de vida comparable al de un subandhu del Imperio. Habitaciones con limpieza automática, servicio automático de comidas, ropas elegantes, agua caliente, bañeras como pequeñas piscinas…

Había restricciones, sin embargo, que habrían enfurecido a un subandhu. Las ropas eran de una especie de papel reciclable, suave y resistente como la tela. Eran cómodas de llevar… dentro de la Ciudad. Se empapaban con facilidad bajo la lluvia y no resguardaban del frío. Sin duda, las máquinas podían fabricar prendas de abrigo o impermeables, pero no sabíamos cómo pedírselo. Para salir al exterior necesitábamos ropas tejidas a mano por los ciudadanos.

Y no podíamos alterar la distribución de las habitaciones en lo más mínimo. No pude persuadir a los robots de mantenimiento de que las muestras biológicas en las que ocasionalmente trabajaba no eran basura. Finalmente trasladé mi laboratorio justo al piso superior (fuera de la zona residencial y del alcance de los robots). Hice que unos ciudadanos construyeran una escalera de caracol y abrir una abertura en el techo de mi salón, para ahorrarme una fatigosa caminata… me duró dos días exactamente. A pesar de eso, los estúpidos robots no se llevaron aquella escalera absurda que conducía al techo intacto.

Además, no había acceso a los bancos de memoria de Hebabeerst, aunque eso era un problema menor, ya que podía contactar con Oannes y Vidya. Tenía un par de terminales móviles, aparte de la portátil que llevaba al cuello como traductor. De todas las comodidades que había conocido en la nave del Imperio, el uso de información electrónica era la que más me gustaba.

Chait Rai había ordenado que el personal nativo fuese el mínimamente imprescindible. No hacían falta sirvientes, y Chait Rai desaprobaba los harenes; menoscababan la eficiencia militar, decía. Yo solía hacerme visitar en ocasiones por algunas de las devadasis[50] sirvientes de Dioku Kamusa, diosa del amor y la fertilidad. (Dos veces al año, los ciudadanos celebraban en su honor unas ceremonias muy… digamos, multitudinarias, entusiastas, y poco selectivas. Pero a mí aún me duraba el puritanismo que respiran las Sastras).

En aquel momento me encontraba solo, manipulando los mandos de la terminal.

Mis habitaciones comprendían un salón de forma cuadrada, con dos dormitorios y un baño; no hacía falta cocina, ya que la comida y la bebida nos llegaba a través de los dispensadores. En cuanto a iluminación, aparte del techo fluorescente, contaba con un ventanal ovalado; no mostraba más que el deprimente panorama de nubes grises y lluvia incesante. Yo había decorado las desnudas paredes con algunos de mis dibujos enmarcados, de los que hice en la Vajra.

En la semioscuridad de mi habitación brillaron como joyas tres finos reflectores de luz, tres delgados rayos láser: rojo, verde, azul. Aunque eso no era en absoluto lo más interesante.

Entendedme, yo he nacido en la Utsarpini, donde los ordenadores, que no son nada comunes, funcionan con válvulas de vacío; donde la televisión es en blanco y negro, y por supuesto en dos dimensiones. Mi estancia en la Vijaya me había maravillado… y ahora, en la Tierra, estaba en contacto con una tecnología más avanzada que la del Imperio, que todos considerábamos la cumbre. Oannes y Vidya aparecían ante mis ojos como unos yogesvaras[51].

Frente a mí se materializó un curioso ser vivo. Tenía forma de torpedo, y carecía de piernas o brazos. En lugar de eso tenía aletas como un pez, aunque era un mamífero adaptado a la vida marina. En torno a su cuerpo llevaba los dos anillos de metal que le permitían flotar en el aire mediante suspensión magnética, como si estuviera dotado con laghima[52].

Su nombre era Oannes, un delfín-piloto utilizado por los antiguos humanos para el manejo de sus naves. Los delfines, al parecer, poseían una habilidad innata para el pilotaje, debido a su adaptación marina, que les permitía orientarse y moverse con más facilidad en tres dimensiones.

Oannes era ahora un náufrago en su propio mundo: la Tierra, veinticinco millones de años después de su partida. Un lugar tan extraño para él como para mí.

Lo que flotaba ante mis ojos, con la eterna sonrisa en su hocico de botella, era sólo una proyección holográfica del propio Oannes. Este jamás había abandonado su gigantesca nave, varada en el Ecuador de la Tierra.

—¿Me has llamado? —preguntó elevando su hocico.

—Si. Nos has mentido. Sabías más de lo que nos contaste.

El rostro del delfín no podía mostrar más expresión que una divertida cara de juego. Sin embargo, durante un momento, casi creí ver en él la sorpresa.

—No comprendo —dijo.

—¿Quién está controlando el clima? ¿No nos dijiste que los constructores de la Esfera habían desaparecido?

—Yo también he detectado este fenómeno, y estoy tan sorprendido como tú. ¿Alguien está trasteando con la atmósfera, eh? ¿Y cómo queréis que sepa lo que está pasando? Soy un náufrago como vosotros.

—Pero mejor equipado. Naciste aquí, durante la construcción de la Esfera.

—He estado ausente veinticinco millones de años. Veinticinco yugas, como decís vosotros. Pueden pasar muchas cosas en ese tiempo.

—Regresaste hace cinco siglos.

—Cierto. Y nunca he observado ninguna actividad fuera de lo común en la Esfera. Nada que pudiera ser achacable a una inteligencia. Pero, repito, tienes razón. Alguien está intentando enmendar la catástrofe que provocásteis al poco tiempo de vuestra llegada.

—¿Sabes qué está sucediendo?

—Empiezo a tener una idea. Están calentando con microondas uno de los hemisferios de este planeta, cubierto por un gran océano. Es lo que queda del Pacífico. Emiten a través de una «ventana de radiación». Quiero decir, en una longitud de onda para la que la atmósfera es transparente, ¿entiendes? Pero no el agua líquida, que se evapora. El vapor de agua se eleva, y se enfría en las capas altas de la troposfera. Allí se condensa, debido a la saturación, y cede su calor al aire. El agua cae, arrastrando las particulas de polvo hacia el suelo.

—¿Y qué hay de la estratosfera? Es estable, sin corrientes de aire ascendentes o descendentes. Y allí hay polvo.

—Ah —el delfín hizo una pausa—. Son muy listos estos tipos. La estratosfera se está calentando desde abajo. El aire caliente subirá… y tendremos lluvia en la estratosfera. Aún no sé cómo lo hacen. Ya sé que resulta increíble, pero creo que lo hacen bombeando agua a través de las babeles. Parece un sistema atmosférico de calefacción central.

—¿Bombeando? —mi voz era un jadeo—. ¿Qué clase de motor puede empujar al agua diez o veinte kilómetros sobre el mar? Eso representa… déjame ver, entre mil y dos mil atmósferas.

—Es una hipótesis —se defendió Oannes—. Otra alternativa podría ser usar a Jambudvida como colector de luz solar, y las babeles como conductores de calor hacia la parte baja de la atmósfera. Allá en el espacio no hay velo de polvo, ni absorción por la atmósfera.

Mi cabeza giraba como la Tierra sobre su eje.

—¿Pueden hacer eso las babeles? —dije.

—A lo que parece, sí. Sólo quisiera saber una cosa: que el fulano que lo esté haciendo sepa lo que se trae entre manos… si tiene manos. Un pequeño error, y nos veremos como Noé durante el Diluvio.

—Bueno, no importa. Chait Rai quiere hablar con ellos.

Oannes permaneció un momento en silencio.

—Lamento decir que no conozco su número de teléfono. Chait Rai debe de estar como Noé después del Diluvio. Borracho, quiero decir.

—No le gustará tu respuesta.

—Está loco —dijo despectivamente el delfín—. Lo hubiera eliminado con mi láser de comunicaciones, si no corriera el riesgo de freíros a vosotros con él.

—Gracias, es un detalle —miré nerviosamente a mi alrededor. Si Chait Rai tenía un micrófono oculto…

—No debes preocuparte, necesito su tipo de locura. Yo estoy varado aquí. No puedo moverme. Por eso os necesito a ambos. Lo creas o no, también yo quiero averiguar lo que sucede. Podéis contar con toda mi ayuda. ¿Somos aliados?

—De acuerdo —sin darme cuenta, extendí la mano. Oannes agitó su aleta, y un instante después su imagen desapareció.