EL CONTRAATAQUE

Y allí estaba yo. Agazapado sobre el casco de un velero de la Hermandad tripulado por cadáveres, envuelto en un hábito negro de la Hermandad para ocultarme entre las sombras, empuñando con ambas manos una repetidora 21-A, llevando al cinto la daga… otro habría sentido un miedo irracional al llevarla; sin embargo, yo no era supersticioso.

O tal vez sí… un cuchillo que había bebido sangre de un Hermano…

—Socorro… —murmuré con voz débil.— Me asfixio… ah…

Vidya estaba haciendo un trabajo magnífico con los «efectos especiales»: sobreimponía a mi voz un angustioso jadeo sibilante. ¿Lo creería Depredador? Yo había salido del puente por la escotilla de urgencia, invisible desde la nave angriff. Depredador ignoraría mi ausencia.

Mi escondrijo era el anillo de fijación de las velas. A mis poco expertos ojos, era un complejo de riostras, cables, jarcias, escotas, puños de amura, obenques… Todo ello de una delicadeza increíble, como hecho de seda de araña y cabellos. Habían tantas sombras que, pensé, una más no se notaría.

Mi traje era incómodo, y yo sudaba dentro de él.

Vigilaba atentamente la nave angriff. Esperaba el momento en que Depredador saliese. Entonces…

¡Se abrió la compuerta!

Una figura plateada destacó sobre el oscuro casco. Relucía al sol, teniendo como fondo las pieles negras captadoras de luz. Mi corazón se desbocó.

La figurita, poco más de una mota, empezó a deslizarse sobre el cabo de amarre. Lentamente se aproximó.

Mi corazón se había lanzado antes de tiempo…

Depredador avanzaba mano sobre mano, a lo largo de los dos kilómetros de cable. Su avance era apenas perceptible. Pero, teniendo en cuenta todo, avanzaba más rápido de lo que esperaba. Indudablemente tenía prisa.

Debido a que estábamos casi en línea recta, no tenía movimiento lateral, sólo de avance hacia mí. Sería como tirar sobre un blanco estacionario.

—Auxilio… —murmuré.

Me moví un poco, inquieto. Las manos me sudaban tanto, dentro del traje, que temí que me resbalasen en el momento crítico. Por enésima vez comprobé que el seguro estaba quitado.

Depredador seguía su avance. ¿Cuánto tiempo llevaba? Veamos, dos kilómetros… si avanzase a la velocidad de un hombre andando, media hora. Pero era posible deslizarse a lo largo de un cable a más velocidad. Yo había oído que un marino experto puede alcanzar los veinte kilómetros por hora, aunque no era recomendable: si no puedes frenar a tiempo, te das un mal golpe.

Volví a removerme. Depredador ya se hallaba a mitad de camino, si mi vista no me engañaba. Y ahora pude apreciar que iba realmente rápido.

¿Tanto confiaba en su fuerza? La presión de la mano sobre el cable quizás desgarrase el guante.

Miré con atención, entrecerrando los ojos. ¿Era mi imaginación, o se hallaba unido al cable por una especie de arnés? Sí… sí. Un cable de seguridad unido por una amplia gaza al de remolque, para no separarse accidentalmente.

¿Llevaba el arnés un dispositivo de freno? Es muy posible. No conozco todas las triquiñuelas del trabajo EV.

Aquello me hizo pensar en mi propio cable de seguridad. Estaba correctamente sujeto por el grillete.

Depredador se encontraba a un cuarto de kilómetro.

Apunté la repetidora. ¿Ya? No, espera que se acerque. Cuando esté a unos cien o ciento cincuenta metros…

Ahora pienso que mi error fue no disparar entonces. La gravedad no reducía el alcance de los proyectiles (un detalle que olvidé neciamente). Hubiera debido apuntar lo mejor que pudiera, y acto seguido vaciar el arma sobre Depredador, confiando en la ley de probabilidades. Una sola bala en el traje espacial hubiera bastado.

Y, sin embargo, si lo hubiera matado, hubiera vuelto a bordo y…

En fin, cuando decidí disparar… entonces Depredador zigzagueó.

¡Era un demonio astuto! De repente soltó su arnés, quedando libre en el espacio. Llevaba una mochila de gas, con la que alteró su rumbo en una serie de zig-zags, evitando una trayectoria recta. (Por cierto, es más difícil de hacer de lo que parece).

Apreté los dientes, abandonando mi idea de disparar.

Depredador desapareció por el horizonte de metal. ¿Qué haría cuando no me viera dentro? ¡Buscaría el lugar por el que yo había salido!

Rápidamente, solté mi cable. Tuve que contenerme para no hablar, o Depredador sospecharía.

Con un impulso de mi brazo, floté hasta la escotilla de emergencia, saltando entre los puntales. Deprisa, antes de que llegue… yo jadeaba sin aliento… Cuidado… no te enredes en esa maraña o te pescará como un pez… Tenía que valerme de una mano; con la otra sujetaba el arma.

La escotilla de emergencia apareció ante mí, cerrada, como la había dejado. Me afirmé en un punto en el que podía controlarla, y apunté la repetidora hacia ella. Depredador iba a caer en mi trampa como un tonto.

Pero más tonto fui yo.

Espera… espera… espera…

Maldito, ¿por qué no sales?

Un brazo de metal descendió súbitamente ante mis ojos y me arrancó la repetidora de un manotazo. El arma se alejó, dando vueltas, en el espacio.

Una cosa está clara, los angriffs son mejores cazadores que nosotros.

Sentí una sacudida en mi cintura. Con uno de los filos que llevaba en la rodilla, había cortado de un golpe seco mi cable. Depredador flotaba ante mí, relajado. No deseaba matarme, evidentemente. Se acercó con lentitud perezosa.

Desenvainé el cuchillo y se lo clavé… o lo intenté, porque su traje era una auténtica armadura.

Retrocedió por efecto de mi golpe, creo que sorprendido. Yo también me alejé de él, tocando con mi espalda una jarcia. Depredador se impulsó hacia mí. Sus movimientos eran lentos y cautelosos. No quería herirme con los agudos filos que sobresalían de su traje.

Golpeé de nuevo, y me esquivó con facilidad. Uno de sus brazos salió disparado y me sujetó el brazo armado. Con el otro brazo, disparó los chorros de su mochila, y de pronto me vi en el espacio.

El acelerón casi me dislocó el brazo; sin embargo, Depredador me tenía bien sujeto. No podía desarmarme, aunque tampoco le preocupaba, al parecer. Cambié el cuchillo de mano y lancé otro golpe.

Depredador me soltó. Ahora, me encontraba flotando en el espacio. Depredador me tenía a su merced.

Desesperado, saqué mi pistola de gas y traté de alejarme de él. Pero se lanzó contra mí, impulsado por su más potente chorro.

Fue como embestir contra una pared; la pistola de gas escapó de mis manos, mientras Depredador me rodeaba con los brazos, sujetando los míos pegados al cuerpo.

Yo seguía jadeando, empañando el plástico del casco con mi aliento. Apenas podía moverme, pero clavé de nuevo la daga, esta vez en su espalda.

Y esta vez sí corté algo.

La cabeza de Depredador dio una espasmódica sacudida que golpeó contra mi casco, haciendo que mi frente lo golpease a su vez. Quedé aturdido unos instantes.

Abrí los ojos y me encontré libre.

Del traje de Depredador salía un chorro de vapor que se disipaba rápidamente en el vacío.

Su casco se empañó, al enfriarse el aire que contenía. Manoteaba desesperado, tratando infructuosamente de taparlo con los dedos. Su cabeza se retorcía y giraba. Finalmente quedó inmóvil.

Y yo me alejaba del velero con lentitud.

De repente, tomé conciencia de la situación. No había modo de volver a la nave. La muerte por asfixia me llegaría al cabo de pocas horas. Manoteé, grité, aunque todo inútil. El chorro de la mochila de Depredador me había hecho adquirir velocidad; no mucha, pero puesto que yo no tenía medio alguno para variarla, lo suficiente. Pronto estuve a más de un kilómetro del velero.

Ante mis ojos desfilaban los huecos de la Esfera, el velero, la Tierra, la nave angriff, el sol, el cadáver de Depredador, los planetas troyanos… mi cuerpo giraba con lentitud. Empecé a marearme.

El cielo resplandeció.

¿Qué estaba pasando? Lo que vi me pareció un monstruoso trastorno de las leyes naturales.

La Esfera temblaba.

Ondas luminosas la recorrían, tan veloces como las olas en el agua ante un soplo del viento. ¡Para aquello, pensé, debían moverse más rápidas que la luz!

Pero era sólo apariencia. Las olas no avanzan, son sólo una perturbación de un medio. Y aquí el medio eran billones de hojas-espejo de los árboles asteroidales. Billones de hojas que buscaban una nueva orientación.

Estaba tan absorto en aquel increíble fenómeno que olvidé mi precaria situación.

Las ondas se movían de modo parecido a las ondas producidas por una piedra al caer al agua, aunque a la inversa: colosales anillos de luz convergían en un punto más y más brillante.

De repente, la escafandra se oscureció, como hacía cuando la intensidad luminosa superaba cierto umbral. Pero fue un alivio temporal, ya que la Esfera seguía aumentando su brillo. Incluso lo sentía con los ojos cerrados.

Era insoportable. ¡Unos segundos más y las células de mi retina empezarían a echar humo!

El único alivio fue la rotación de mi cuerpo, que hizo que le volviera la espalda… pero lo que vi al apartarse de mí aquella mancha cegadora me llenó de horror.

El velero estaba al rojo. En segundos, pasó a través de los colores rojo cereza, rojo vivo, rojo blanco y…

El velero se convirtió en una nube de vapor. El proceso duró escasamente cinco segundos.

Traté de girar más despacio abriendo brazos y piernas al máximo. Conseguí ver la nave angriff pasar por lo mismo: en cinco segundos fue vaporizada.

La terrible luz desapareció.

Mis ojos parpadearon, lacrimosos. Se adaptaron lentamente a la oscuridad.

Yo flotaba solo en la inmensidad.

De repente fui azotado por un huracán. ¿Viento? Naturalmente, era la nube de vapor metálico que había sido el velero, en rápida expansión.

La túnica de cuero de la Hermandad, con la que había intentado torpemente camuflarme, quedó picada de manchitas humeantes; parecía una hoja de papel sobre la que caen las chispas de una fragua. Me la quité frenéticamente. Algunas pavesas se pegaron a mis guantes, que sacudí a manotazos.

Los gases se enfrían al expandirse. Supongo que ello impidió que yo fuese asado también.

¿Qué temperatura habían alcanzado las naves? Bueno, concentrando la energía producida por medio sol en un punto… considerando de modo pesimista el albedo de los espejos… la temperatura podía ser igual a la de la superficie del sol. ¡No me sorprendía que las dos naves fueran vaporizadas instantáneamente!

Las dos nubecillas de gas que habían sido dos naves espaciales se habían vuelto tan tenues como humo de cigarrillo.

Miré en torno, con la apatia de la muerte cercana. Algo siseaba en mi traje, y los oídos me zumbaban. En algún lugar, había una fuga.

Como un insecto, habíamos molestado a un gigante, y éste nos había aplastado sin contemplaciones. No importaba que mis tres compañeros no muriesen directamente a causa del destello. Yo me había salvado de milagro, sólo para encontrar una muerte lenta…

El cielo seguía girando sobre mí. Empecé a sentir vértigo.

Vomité. No tendría gracia inundar la escafandra y ahogarme en mi propio vómito antes de asfixiarme; sin embargo, mi rotación hizo que se acumulase en un rincón de la escafandra, formando un charco repugnante.

La cabeza me dolía como si me apretasen con un tornillo de banco, y me sentía mareado. Era el «mal de la montaña», debido a la bajada de presión.

Sucedió de repente.

Un momento antes, el espacio se hallaba vacío. Cuando di la vuelta de nuevo, allí se encontraba: una especie de roca informe, vagamente esférica.

No pude ver más. Jadeando, me hundí en la oscuridad.