Antes de que se abriera la puerta del ascensor, nos habíamos enfundado en nuestros trajes espaciales. Los de Hamalnarat, Zabul y el mío propio eran de diseño imperial, es decir, un spray que se extendía como una delgada cutícula semitransparente; una segunda piel resistente al vacío. Las suelas eran ligeramente adhesivas; aquello sería necesario en la escasa gravedad.
Nos protegíamos la cabeza con un casco semejante a una pecera, y por último nos metíamos en una especie de mono tejido con un material que tenía la resistencia del acero, y el peso y la ligereza de la seda; esto no formaba parte del traje spray, sino que era una protección suplementaria, necesaria para ciertas clases de trabajos… por ejemplo, el combate. Depredador nos miraba con lo que yo confiaba que fuera asombro.
Previamente, yo me había liberado de mis prótesis. No iba a necesitarlas en la escasa gravedad del Anillo, inducida por la fuerza de marea.
Depredador, en cambio, se había calado una de las armaduras que habíamos encontrado en su ciudad: una compleja armadura con multitud de articulaciones. Con ella, su aspecto era el de una enorme y delgada mantis de plata.
Hamalnarat y Zabul iban armados con sus ametralladoras 21-A. Además Zabul colgaba de su espalda el cortador láser del reptador. Cuando se lo pedí, Chait Rai había empezado poniendo el grito en el cielo, aunque finalmente había cedido. ¿La última gracia que se concede al condenado? No lo sé. Yo llevaba la escopeta antidisturbios; y el angriff iba desarmado, por supuesto. Aunque aquel traje poseía algunos filos en pies, rodillas, manos y codos, que le daban un aspecto muy peligroso.
Sabíamos que en Jambudvida había presión; sin embargo, nunca estaban de más aquellas precauciones. Sobre todo si teníamos en cuenta que siete años atrás aquel inmenso artefacto había sufrido la peor catástrofe de su larga historia, catástrofe provocada por nosotros mismos: la fractura de una de las torres que lo sustentaban, al colisionar con la nave imperial Vijaya.
La compuerta se abrió con el siseo de las presiones al igualarse, y avanzamos por el pasillo.
Estábamos en Jambudvida.
Era Hari Pramantha, el capellán de la Vajra experto en ordenadores, quien había bautizado así al colosal anillo, cuyo radio era de cinco veces el de la Tierra. Según su interpretación, Jambudvida era el porche de la residencia de Dios, donde se erguía Meru, la Montaña Universal. Y tenía razón, en cierto modo. Todos hemos jugado a dioses: Oannes, Chait Rai, los colmeneros…
Y ahora quizás íbamos al encuentro de los colmeneros, los verdaderos dioses de la Esfera. Bueno, de algo hay que morir.
Jambudvida es un anillo plano, de cuarenta y dos mil cuatrocientos kilómetros de radio, construido en torno a la Tierra a la altura de la órbita geosincrónica. Sus dimensiones son un kilómetro de grosor y doscientos de ancho.
Suponiendo que cada cubierta tuviese doscientos metros de alto, Jambudvida tiene el cuarenta y cinco por ciento de la superficie de la Tierra. Sin embargo, esa altura no es constante: algunas cubiertas tienen menos. Como en cada cubierta hay edificios de varios pisos… bien, la cifra verdadera puede ser equivalente a toda la superficie del planeta; esto es un cálculo conservador.
Y era un lugar absolutamente vacío.
Sobre esto no había la menor duda. Oannes y Vidya la habían sondeado cuidadosamente, una y mil veces. Tratar de imaginarse aquel inmenso artefacto, extendiéndose kilómetros y más kilómetros y ocupando kilómetros cúbicos y más kilómetros cúbicos; aquella interminable extensión de cubiertas y corredores y cámaras y túneles y hangares y habitaciones y salas y pasillos… todo vacío, estéril, inútil. Un castillo encantado de proporciones titánicas, que sobrecogía mi imaginación.
Su centro estaba en caída libre, ya que su velocidad lineal es igual a la orbital. Pero cuanto más cerca se está de los bordes, interno o externo, se experimentaba una débil fuerza «de marea»: la causa es la velocidad de rotación de Jambudvida.
Como el plato de un tocadiscos, todo el anillo gira con la misma velocidad angular: una vuelta cada veinticuatro horas. La velocidad lineal es igual a la velocidad angular por el radio: se trata de una relación de proporcionalidad directa.
Pero la velocidad orbital de un cuerpo celeste no depende directamente del radio, sino de la relación entre el cubo del radio y el cuadrado del período orbital.
Por ello, el borde interior se mueve a una velocidad suborbital, y el exterior lo hace a velocidad superorbital. En el primer caso, la fuerza centrífuga es inferior al valor de la gravedad. En el segundo, la supera. La línea central es pues «arriba» para cualquiera que estuviese en el anillo.
Mientras caminábamos, observé cómo Zabul no perdía de vista a Depredador, su repetidora lista para abrir fuego. Evidentemente, no podía abandonar los hábitos de toda su vida; y éstos le decían que los angriffs eran asesinos despiadados. No era fácil colaborar con uno de ellos.
No es que yo confiara totalmente en aquella criatura con la que habíamos logrado comunicarnos. Aunque era incapaz de comprender su mente alienígena, una cosa estaba muy clara: en su visión del mundo sólo habían Depredadores y Presas; y no había duda del lugar de los humanos en aquella visión. Aunque habían dos cosas a nuestro favor. Primero, odiaban a los colmeneros. Segundo, eran inteligentes. Si los humanos (Presas) podían ayudarles a dañarlos, colaborarían con ellos… por un tiempo.
Después, procuraría mantenerme alejado de él cuando empezara a pensar que ya no nos necesitaba. Sólo por si acaso.
¿Pecaba yo de exceso de desconfianza? ¿Colaboraríamos con una vaca o cerdo inteligente? Tal vez sí. No éramos tan diferentes; según Oannes, los antepasados del Hombre eran depredadores. Y no hemos cambiado mucho en veinticinco millones de años.
(Aquello me recordó la manipulación de nuestros genes. Por un instante mi mente volvió a inundarse de una oleada de odio).
—¿Todo bien, Jonás?
La voz de Oannes, sonando a través de mis auriculares, me sacó de esta fúnebre línea de pensamiento.
—De momento bien, aunque este anillo es un laberinto. Buscar aquí la nave de los angriffs será buscar una aguja en un pajar.
—Se puede encontrar con un imán —respondió con mucha confianza.— No te preocupes, contáis con mi ayuda. Yo viví cuando esto empezó a construirse, ¿recuerdas?
—Tus recuerdos pueden estar veinticinco millones de años atrasados. Muchas cosas pueden haber cambiado.
—Te equivocas, no debe haber muchos cambios en la estructura interna. Los elementos estructurales y las cubiertas están hechas con el mismo material que las babeles. Es casi imposible que las cambiasen.
—¿Qué material es?
—Están tejidas con filamentos de moléculas nucleares. Núcleos atómicos unidos entre sí por interacciones mediadas por gluones y mesones pi; es decir, fuerza de color.
—¿Qué? —arqueé las cejas.
Por mis conversaciones con Vidya sobre la ciencia de la antigua Tierra, sabía que los prajapatis usaban una terminología física bastante peculiar. Particulas «extrañas» y «encantadoras», con «sabores» y «colores»… los físicos prajapatis estaban algo locos.
—Interacción nuclear fuerte. Es análogo a cómo las moléculas ordinarias se unen por medio de electrones. Digamos que cada filamento es un núcleo atómico de treinta y seis mil kilómetros de largo, de un diámetro de un millonésimo de angstrom.
—Pues vaya núcleo —admiré.
—Ya lo creo. Su resistencia a la tracción o a la compresión es formidable a lo largo del filamento, aunque no transversalmente. Por eso el choque con la Vijaya lo partió.
De modo que emprendimos camino guiados por Oannes y Vidya. Yo apuntaba con la microterminal que llevaba al cuello (que era también mi traductor) a los carteles indicadores, para que Oannes supiese nuestra posición. La disposición interna de Jambudvida (o al menos la parte que recorríamos) consistía en cubiertas de unos cien o doscientos metros de alto, en las que se alzaban edificios de gran altura, que a veces llenaban todo el espacio disponible, y otras veces estaban casi vacías. Los edificios o las subdivisiones dentro de las cubiertas estaban hechos de plástico, o roca asteroidal pulverizada y prensada.
Pronto me hubiera perdido en aquel inmenso laberinto, de no ser por la guía de Oannes y Vidya. Cada vez que decía «seguid recto» y nos encontrábamos frente a una pared, la perforábamos con el láser sin mucho embarazo. Al parecer los constructores del Anillo tenían la mentalidad de los de la Marina: si te estorba un mamparo, lo cortas y luego lo vuelves a soldar.
Aquella estructura hubiera sido útil, como estación de tránsito espacial. Si en Akasa-puspa supiéramos construir babeles (sacrílega e impía ambición), sin duda hubiéramos acabado construyendo anillos similares, pues es un desarrollo lógico. Pero Jambudvida había tenido una finalidad distinta: la evacuación del sistema solar ante la amenaza de colisión con Akasa-puspa, que culminó con la captura del sistema solar, encerrado en la Esfera. Allí se montaron las colosales naves Bussard, como la Konrad Lorenz. Allí se embarcaron los colonos. El esfuerzo logístico debió ser algo muy fuera de lo común. Por ello, mucho de lo que veíamos era provisional. El tiempo transcurrido había desmoronado la mayor parte de los muebles y otros objetos, hechos con materiales perecederos. Sin embargo, la disposición de los edificios nos mostraba sus fines, al igual que los letreros que traducía Oannes.
Algunos eran hoteles muy sobrios; cada «habitación» era un nicho con aire acondicionado, de un tamaño no mayor que un ataúd. Otros, restaurantes pensados para miles de comensales; oficinas donde se clasificaría a los pasajeros de las naves estatorreactoras; centros de control para dichas naves, o para los cargueros que traían minerales de los asteroides de la cáscara. Centros comerciales…
Llegamos por fin a una gran cámara similar a una factoría. La cruzaban al menos un millar de tubos, de un blanco opaco y de cuatro metros de diámetro; surgían de un extremo para desaparecer en el contrario.
—Muy bien, ahí sigue —decía Oannes.— Estupendo.
—¿Qué sigue ahí?
—El sistema de transporte interior del anillo. Por esos tubos circulan vagones que os llevarán a cualquier parte del anillo.
—¿De veras? Explícame qué debe hacerse para tomar uno.
—Dirígete al tubo más cercano, no importa cuál. ¿Ves unos postes terminados en una cajita?
Oannes se refería a unos artefactos similares a los parquímetros usados en los planetas más civilizados, que son los que suelen tener problemas de tráfico.
—Los veo —mis acompañantes me seguían extrañados.
—Pulsa el botón rojo que hay a la derecha.
—¿De cuál?
—No importa, cualquiera vale.
Pulsé el más cercano. El botón rojo se iluminó, y en pocos segundos apareció una abertura en el tubo más próximo. No se había abierto una compuerta ni nada parecido; simplemente, apareció un orificio circular que se ensanchó como un iris.
—No está mal, ningún retraso —dijo Oannes.— Entrad. Dentro habrá un coche.
En efecto, aquello era un amplio vehículo de las dimensiones de un microbús. Había una sala común, servicios y varios camarotes del tamaño justo para una litera. En la sala habían asientos y un mini-bar con unos grifitos de licores en lugar de botellas; y todos funcionaban. Indudablemente, estaba concebido como las Ciudades. Zabul los miraba ansioso. Sin duda ardía en deseos de quitarse el casco y tomarse un buen trago.
—No os acomodéis demasiado, —advirtió Oannes— no vais a permanecer el tiempo suficiente. Jonás, en el brazo del sillón frontal hay una hilera de botones numerados del cero al nueve.
—Los veo, aunque no reconozco los números.
—Por supuesto. El tercero empezando desde delante es el símbolo del dos.
—No es muy diferente del dos sánscrito.
—Claro; perdona, lo había olvidado. Gracias a las babeles conocéis el sánscrito, y nuestros números arábigos son descendientes de los sánscritos. Entonces podrás reconocer el cinco.
—Cero, uno, dos… aquí está.
—Ahora marca 2-5-5.
Marqué. La compuerta se contrajo. No notamos la sensación de movimiento, pero de repente el tubo desapareció y me encontré volando pegado a una inmensa pared.
Hamalnarat pronunció unas palabras en el idioma de las Ciudades que sonaban como palabrotas, y que Vidya no pudo traducir. Se asustó tanto que estuvo a punto de apretar el gatillo de su 21-A, lo que nos hubiera matado a todos en aquel recinto cerrado. Zabul lo empujó, derribándolo mientras invocaba sonoramente a los principales asuras enemigos de Krishna.
—Oannes —grité— ¿qué significa esto?
—Oh, disculpa. Olvidé advertirte de que las cápsulas son transparentes; viajan por el exterior sustentadas por aros magnéticos. No te preocupes, son muy seguras. Disfruta del paisaje.
Gruñí algo, volviéndome abajo. Aunque Oannes tenía razón: el paisaje era fantástico. La Tierra aparecía del tamaño de una raqueta de tenis a la distancia del brazo, brillando en todos los tonos del azul al blanco. La examiné con los prismáticos.
El invierno nuclear se hallaba prácticamente concluido. Los casquetes polares eran aún grandes, aunque el mar a su alrededor se encontraba como salpicado de granos de azúcar: icebergs.
La Esfera relumbraba por doquier. En la Tierra era un cúpula luminosa; sin embargo, aquí era como ser una mosca dentro de una botella iluminada. La boca de la botella, una de las aberturas polares, aparecía atrás y a la izquierda de la Tierra, dejando ver un denso racimo de brillantes estrellas rojas. La otra abertura se encontraba oculta por Jambudvida.
Aunque nos movíamos a lo largo de una órbita (en el centro de Jambudvida), nuestro movimiento era contrario al giro. Era tan rápido que sentíamos una leve atracción hacia el suelo, al no estar compensada la fuerza centrífuga.
—Si esta cápsula cayese, —pensé en voz baja— nos pegaríamos un buen golpe. Por curiosidad, ¿cuánto tardaría en llegar al suelo?
Oannes dijo:
—Vidya me dice que cuatro horas y nueve minutos. Pero no te preocupes, Jonás —añadió, con la confianza de quien está a salvo.— La cápsula lleva paracaídas y escudo antitérmico. Funcionará bien… creo.
Estaba pensando en las implicaciones de ese «creo», cuando, súbitamente, las paredes aparecieron de nuevo, y se esfumó aquel Universo de maravilla. La cápsula se movió en la oscuridad.
—Ya hemos llegado; —anuncié a Oannes— pero… esto no se para.
—Es lo esperado —dijo Oannes.— Ahora estáis yendo hacia el borde exterior de Jambudvida.
—¿Es allí donde están los espaciopuertos? Recuerdo que la vez anterior atracamos en el centro.
—También los hay allí. Pero los angriffs amarraron en un hangar del borde exterior.
—Ya veo… Oannes, la cápsula se detiene.
—Habéis llegado —anunció Oannes sin necesidad.— Verás, Depredador y los otros angriffs bajaron por esta babel. Por tanto encontraremos su nave en el hangar más próximo. Podéis abrir la puerta con el botón rojo, pero llevad los trajes sellados. Según cuenta Depredador, el hangar está al vacío; no supieron cómo hacer para que se llenase.
Abrimos tras sujetarnos con fuerza, esperando una violenta descompresión, aunque sí que había aire. Y otras cosas.
—¿Qué diablos es esto? —preguntó Zabul.
—Oannes, es muy raro —dije.
—De acuerdo, pero enfocad con la lente de la microterminal.
—Es un laboratorio.
Era un laboratorio en el que un Incondicional del Aire podría haber hecho acrobacias con su ultraligero.
Habían bancos con ligeros taburetes y aparatos de aspecto muy complicado por todas partes. Reconocí un espectrofotómetro visible-ultravioleta y una centrifugadora.
Habían armarios metálicos cerrados, que supuse que contendrían diferentes reactivos. Los bancos contenían gradillas con tubos de ensayo, botellas de color ambarino, tomas de gas o electricidad. En sus extremos y el centro habían grifos y piletas. Los cajones contenían pipetas, vasos y matraces.
Los recipientes se hallaban cerrados por sellos que impedían que los líquidos se desbordasen al menor movimiento, en aquella débil gravedad.
—¿Un laboratorio químico? —preguntó Oannes.
—Bioquímico —rectifiqué.
Cuanto más lo miraba estaba más seguro. No se veían mesas de disección, ni bisturís, ni esas cosas que los profanos asocian con la biología. Aunque había una nevera con rastros de una cosa marrón en el congelador: una muestra de tejido. Fuera de eso no había otra pista, aunque me figuré que el resto del instrumental estaría en otros.
—No consta en mis planos; —dijo Oannes— debe ser un añadido posterior. Abrid un agujero en la pared opuesta.
—Un momento, me gustaría echar un vistazo. ¿Quién lo pudo construir?
—No tengo modo de saberlo. ¿Es importante?
No contesté. Una puerta en la pared opuesta me dio acceso a otro laboratorio, esta vez con equipo más ortodoxo y reconociblemente biológico, tal como microscopios, instrumentos quirúrgicos, portas y cubres en cajitas. Un microtomo. Cubetas sucias de colorantes.
Aunque también deberían haber jaulas para animales. En lo alto, cerca del techo, habían unas galerías, comunicadas con escaleras metálicas, en las que se alineaban unas portezuelas de un metro de lado. Empecé a subir por la escalera saltando. Sin embargo, ésta se puso en marcha. Aquello era curioso: los usuarios del laboratorio debían ser unos vagos totales. ¿Para qué una escalera en tan baja gravedad? Dejando aparte la necesidad de hacer ejercicio en este medio, para evitar la decalcificación de los huesos.
Llegué a la primera galería. Mis compañeros y el angriff me observaban con curiosidad diez metros más abajo. Las puertas estaban marcadas con símbolos incomprensibles, sin la menor similitud con nuestros alfabetos.
Elegí una al azar y la abrí. Tuve suerte de llevar el traje. Una nube de gas surgió y se evaporó de inmediato, produciéndome un frío intenso que me hizo retroceder.
Había una camilla con un cuerpo. Tiré de ella.
Era un humano. Varón. Tan normal en apariencia como un ciudadano, aunque con su carne cristalizada a sesenta grados bajo cero.
Guardé el cuerpo y abrí otra puerta.
Este podía pasar por humano, pero poseía caracteres monstruosos. Tres ojos muy abiertos, vidriosos, me miraban fijamente. Sus manos eran como porras carnosas, acabadas en cinco largas uñas. No podía asegurar si era hombre o mujer; el lugar de sus genitales se hallaba ocupado por una… cosa indefinible y repugnante.
Un escalofrío que no era efecto del gas licuado me recorrió la espalda.
—Oannes… —me mojé los labios.
—¿Sí, Jonás?
—Ya no queda duda de lo que es este laboratorio.
—¿Has encontrado algo?
—Un monstruo. Un humano monstruo. Un ejemplo de la ingeniería genética de los colmeneros. O más bien… digamos, un pequeño fallo técnico. Imagino que estas puertas deben de guardar monstruos semejantes. No me siento con fuerzas para seguir mirando. Salgamos.
Descendí rápidamente, y Zabul cortó un círculo en la base. Y luego otro, y otro, y otro más, siempre según las instrucciones de Oannes. Yo tenía prisa por alejarme de aquel lugar. Estaba convencido de que mis antepasados habían pasado por aquella cámara de los horrores.
De repente me invadió otro pensamiento.
—Creo que debo pedirte perdón, pobre Oannes —dije en voz baja.
—¿Por qué? —se extrañó.
—Tus antepasados también pasaron por esto, a manos de seres humanos. Me siento culpable.
Oannes permaneció callado un largo rato.
—No te sientas así. Siempre pensé que los humanos hicieron inteligentes a los delfines porque se encontraban solos, y querían una inteligencia amiga con quien hablar. Y, después de todo…
—¿Sí?
—Nuestra modificación no fue tan drástica. Simplemente aumentaron el desarrollo del cerebro. Cosa que no lamento. Pero… espero no ser demasiado duro, pero ahora sabes lo que se siente.
Era verdad. De repente me sentí hermanado (la palabra no es demasiado fuerte) con aquel ser al que hasta entonces miraba como a un animalito doméstico parlanchín. Zabul me llamaba, y volví parpadeando a la realidad.
El láser había abierto una cámara muy pequeña, claustrofóbicamente pequeña, casi como un camarote de la Vajra. No había visto nada así en Jambudvida, donde todo era amplio y grande y limpio.
Aquel lugar había sido olvidado por los robots de limpieza. Estaba muy sucio y las paredes manchadas por toscas pinturas. Todos, excepto el angriff, nos quedamos contemplando aquellos murales. No había luz, y encendimos una linterna, que contribuyó a darles un aspecto aún más sorprendente. El cuarto era tan pequeño que tuvimos que entrar uno a uno.
Su centro estaba ocupado por un sillón de aspecto complicado, con un objeto en forma de seta sobre él… yo había visto eso antes. ¡Claro! Era un «sillón de los sueños», como los que había en las naves espaciales de Jambudvida que vimos en nuestra primera visita, a la llegada. En una esquina había un armarito metálico.
Pero lo más impresionante no era esto…
—Sólo os acordáis de mí cuando os hago falta; —protestó Oannes— ¿os importaría decirme lo que está pasando? La cámara no funciona bien con tan poca luz.
—Hemos encontrado un cubículo de reducidas dimensiones… Hay una litera, una de esas sillas de mando en el centro, un armarito, y nada más. Muy sucio, y con las paredes llenas de pinturas.
—¿Pinturas? ¿De qué clase?
—Es difícil verlas, porque tenemos que iluminarlas con las linternas, pero…
—¿Sí?
—Parecen pinturas religiosas… o más bien demoníacas. Representan a una especie de asuras, como los describen algunas Sastras. Tienen rostros malignos y crueles. Cubren las paredes y el techo. En la parte baja de las paredes hay figuras humanas. Más pequeñas, arrodilladas, pisadas por los asuras. El que hizo esto no era un artista; aunque te aseguro que jamás he visto pintada tanta desesperación y angustia.
Pasé mis dedos por los dibujos, con fascinado horror. Estaban toscamente ejecutados, con escaso dominio de la perspectiva y de las proporciones; pero su misma tosquedad los hacía aún más aterradores. Quienquiera que hizo esto, no intentaba crear artisticamente y en frío unas imágenes de cuento de miedo. En absoluto.
¡¿Qué había pasado allí?!
Aquellas imágenes debían haber estado allí más tiempo del que podía figurarme. La pintura no mostraba signos de estar deteriorada por la luz o el aire, si bien en aquel cubículo no había luz, y la atmósfera debía ser pobre en oxígeno.
Me imaginé vívidamente al… artista. Un hombre encorvado, fugitivo y lleno de miedo (¿a qué?), garabateando aquellos dibujos con mirada enloquecida, a la tétrica luz de una linterna. No, más bien una lámpara de aceite; la atmósfera de horror que sugerían los cuadros exigía una llama amarillenta y humeante iluminando las paredes y el rostro demente del pintor…
—Parecen decir algo, pero ¿qué? Ojalá Hari Pramantha estuviera aquí. Tal vez él sacara algo en claro de esta locura… ¡un momento! Zabul, ilumina ahí. Fíjate.
—Jonás.—la voz de Oannes parecía disgustada.— ¿De qué se trata?
—Algo horrible. Hay un dibujo que representa a un hombre tendido sobre una mesa. Uno de los demonios está inclinado sobre él; y parece hurgar en sus vísceras. Por el suelo hay… brazos, piernas, una cabeza…
—Creo que empiezo a entender —dijo lentamente Oannes.
Yo también. El pelo de mi nuca se erizó; aquel lugar me atemorizó más de lo que lo había hecho la cámara de los horrores que acababa de visitar. Y la relación entre ambos lugares no era simple coincidencia.
Tiene que haber algo más, pensé. Abrí el armarito. Quizás había contenido papeles, pero ahora eran polvo irreconocible desde hacía mucho. También, ahora que me fijaba, había un montoncito de polvo gris sobre la butaca de dentista-piloto… pensé que estaba contemplando a nuestro demente artista. (¿O no era tan demente?). O tal vez el tapizado del asiento. Entonces vi una manera de salir de dudas.
—Oannes, cuando llegué a Jambudvida por primera vez utilicé un sillón similar al que hay aquí. Me refiero a uno con un objeto en forma de sombrilla sobre la cabeza. Vi imágenes proyectadas a mi cerebro.
—Oh, sí; era la última moda cuando partimos. Un ESE, estimulador sensorial encefálico. Vulgarmente llamado «secador de ideas». Transmite imágenes directamente a los centros sensoriales del cerebro sin pasar por los sentidos. Era un juguete divertido.
—Voy a probarlo. Creo que nuestro desconocido artista lo dejó deliberadamente para eso.
Zabul intervino.
—Espera; puede ser peligroso. Te necesitamos. Recuerda que ese angriff sólo te obedece a ti.
—¿Es peligroso, Oannes?
—No, en absoluto. Aunque recuerda, Jonás, que el aparato que tienes frente a ti ha pasado por no sabemos cuántas generaciones y manos.
Miré a la silla con aprensión. No me hacía gracia que un aparato andase trasteando en mis neuronas; si algo andaba de modo indebido, ¿podría volverme loco, o dejarme convertido en un vegetal?
Sin embargo, todo señalaba a aquel sillón. Bajo aquella especie de semiesfera que se ajustaba al cráneo estaba la respuesta.
—Necesito saber lo que es todo esto —dije tercamente.
Aparté el polvo y me senté. Como había hecho siete años atrás, me libré del casco.
Tomé las asas laterales del aparato. De reojo, vi las caras de Zabul y Hamalnarat, que me miraban como al que va a suicidarse. Bajé el aparato sobre mi cabeza y empecé a sentir…