EJECUCIÓN

Hice que trajeran a la Ciudad algunos de los cadáveres de mono-gato menos estropeados. Tan pronto el grupo regresó, los hice llevar a mi laboratorio. Allí había reunido el equipo de que disponía: mío, algunos instrumentos proporcionados por Oannes, y el de Lilith… cosa que me provocaba una punzada de nostalgia. ¿Volvería alguna vez a la civilización de Akasa-puspa?

Sin embargo, aquí tenía un mundo para mí solo. Examiné los cuerpos y los diseccioné; no descubrí nada nuevo, excepto que los animales se encontraban muy flacos. Sin duda, las nieves y el derrumbamiento de los árboles habían alejado a sus presas, y el hambre les impulsó a atacarnos.

Le mostré imágenes a Oannes cuando pude comunicarme con él.

—¿Qué te parece? —pregunté.

—Lo que te dije en una ocasión: pueden pasar muchas cosas en veinticinco millones de años.

—Pero nosotros no tenemos nada así.

—Ni los había en la Tierra cuando yo me marché. Pero vuestros antepasados colonizaron Akasa-puspa a partir de la Esfera. Sin duda, los colonos dejaron aquí algunas de las especies de depredadores más peligrosas: leopardos, jaguares, panteras…

—¿Y esto? —señalé el cadáver.

—Creo saber de dónde proviene. Los monos eran depredados por felinos, pero éstos trepaban con dificultad. La selección natural los empujó en la dirección de ser mejores trepadores, y han acabado teniendo el mismo aspecto que sus presas.

—Es una adaptación fascinante —me vino una idea—. Espero no encontrarme con un mono de los de aquí.

—¿Por qué?

—Sin duda, los monos habrán desarrollado defensas. Puede que sean casi igual de peligrosos.

—Puedes estar seguro. El modelo de Tom y Jerry lo predice.

Lo miré sin comprender.

—¿Tom y Jerry eran cientificos de tu época?

Oannes lanzó una especie de silbido breve y melodioso.

—No; eran personajes cómicos de dibujos animados. Un gato que tendía astutas trampas a un ratón, el cual se defendía con igual astucia.

—Creo que entiendo. Los cazadores matan a las presas débiles y enfermas. Sobreviven los más fuertes o inteligentes y, en consecuencia, los ratones se vuelven más difíciles de cazar.

—El ratón se convierte en un superratón. Los cazadores débiles o estúpidos no pueden cazarlos; no se reproducen… y el gato se convierte en supergato —confirmó el delfín—. Los seres vivos vienen practicando una «carrera de armamentos» desde el principio. Hablando de evolución, ¿te conté que hay una especie de pingüino de veinte metros de largo, con un pico filtrador de plancton, que ocupa el nicho ecológico de las ballenas?

—Me parece que sí.

—Me pregunto qué pasaría con ellas. En el momento que partí se hallaban bajo protección. Su declive parecía haber pasado, aunque a pesar de todo, se extinguieron… ¿y mis hermanos delfines?

—No lo sé —sacudí la cabeza—. Sólo los conozco por las imágenes de tus archivos. No hay delfines ni ballenas en Akasa-puspa. ¿Ha cambiado mucho la Tierra desde que te fuiste?

—Mucho. Déjame que te lo muestre. Apaga las luces, por favor —dijo Oannes.

Las apagué. Aparecieron en el aire seis cubos de un metro veinte de arista. Cada uno contenía una esfera, la imagen de un planeta. Para Oannes y para Vidya, expresarse con hologramas era algo natural, tanto como para un cientifico de la Utsarpini el usar la pizarra.

Las esferas representaban los planetas troyanos, como supuse. Se parecían a planetas ordinarios, con manchas de azul, blanco, marrón y verde. Cinco de ellos poseían cada uno una babel solitaria. Me fijé que uno de ellos parecía tener menor extensión de agua que los demás, apenas unos parches azules en el marrón. El sexto era la Tierra, siempre rodeada por Jambudvida.

—Cuando regresé, destiné una sonda a cada uno de los planetas troyanos. Ahora mira esto: es uno de los mejores trucos de Vidya.

Cada planeta fue reemplazado por un mapa esférico, semejante a un globo escolar. Se apreciaban con toda claridad las zonas de color que correspondían al desarrollo vegetal; el planeta más seco tenía grandes extensiones de superficie amarillenta, indudablemente desiertos.

—¿Qué significa esto?

—Espera un momento.

Las imágenes de los planetas fueron reemplazadas por un «esqueleto» de líneas de luz mostrando paralelos y meridianos en azul, los continentes silueteados en naranja.

Se hizo evidente una cosa: los cuatro planetas más húmedos eran prácticamente idénticos. Las masas continentales (las esferas giraron para mostrarlas) eran demasiado parecidas para ser una coincidencia.

¿Fabricaron los prajapatis los planetas como copias de la Tierra? Comparado con la Esfera, esto parecía un simple toque hogareño, como unas flores en un jarrón. Para confirmarlo, comparé los continentes con la Tierra. La semejanza era evidente, sin embargo, no eran del todo iguales. Los continentes de la Tierra se encontraban deformados.

—Fíjate, Jonás; esos continentes son idénticos a los de la Tierra cuando la Konrad Lorenz partió. Serían más semejantes a su modelo, de no ser porque la línea de costa no se corresponde bien. La semejanza es mayor si la comparamos con la plataforma continental.

Los continentes silueteados parecieron ensancharse.

—¿Pero, la Tierra?. No me lo digas. La deriva continental los ha movido.

—¿También conocéis este fenómeno?

—Sí.

—Bien, esto nos ahorra tiempo. Mira los cambios —un tetraedro de luz se movió sobre la Tierra, señalando—: Los dos continentes del oeste, Norteamérica y Sudamérica, están más al oeste y se han separado. Como puedes ver en los otros, se hallaban unidos por un istmo.

»El continente grande del norte, Eurasia, ha chocado con ese del sur de forma curvada, llamado África… por cierto, estamos aquí —el tetraedro de luz señaló un punto cerca del ecuador de África—. La colisión ha provocado la formación de una enorme meseta montañosa entre ellos… donde antes estaba el mar Mediterráneo. Cosa muy de lamentar: Atenas, Roma, Estambul… todo perdido —su voz parecía desvanecerse.

—¿Qué dices?

—Ah, no importa —siguió—. Bien, de África se ha desgajado la parte este. Recuerdo que en mi época, esa parte se encontraba dividida por una colosal zanja o fosa, llamada «el valle de desgarre».

»El mar Rojo, al noreste de África: como ves, se ha ido abriendo. Ahora ya no existe el istmo de Suez. Ni el golfo Pérsico. Supongo —emitió el melodioso silbido que yo había identificado como su risa— que es el fin de las luchas entre la Unión de Repúblicas Islámicas y el Gran Israel. Oh, bueno, sic transit gloria mundi.

—¿Cómo dices?

—Nada, recordaba las manías de mis queridos amos humanos. En cuanto a lo demás, Australia, ese pequeño continente de abajo (aunque ahora es más bien una península) ha chocado con la península de Indochina. Se han formado nuevas montañas en el borde este de Asia, donde antes se encontraban Japón y Filipinas… eran cadenas de islas volcánicas. En cambio, las más altas montañas de la Tierra, los Himalayas, se hallaban aquí.

—No parece quedar mucho.

—No; la erosión las ha arrasado. Como los Alpes (aquí), las Rocosas (aquí) y los Andes (aquí).

—¿Me puedes conseguir un mapa que lleve los nombres puestos? Me estoy mareando —dije.

—Claro. Ya queda poco: esa cosa de ahí al sur debe ser la Antártida, supongo. Los restantes cambios han consistido en la formación de algunas islas volcánicas. Por cierto, hay que ver lo que ha crecido Islandia.

—¿Cómo?

—De nuevo te pido disculpas. Islandia está situada en una zona de expansión del fondo oceánico. Mejor dicho, es una zona de expansión. Todo esto muestra —dijo Oannes como resumen— que la vieja Tierra en un planeta activo y con fuerzas. Todo lo contrario que los otros cinco planetas.

—Iba a preguntarlo, precisamente.

—La respuesta en interesante. Mira: mapas de los planetas mostrando altitudes.

Miré con atención. Las alturas se indicaban mediante curvas de nivel. Un letrero suspendido en cada cubo decía: EQUIDISTANCIA DE CURVAS = 500 METROS.

Me fijé con cuidado. No pude evitar un silbido.

—¡No hay montañas! ¿Por qué se tomaron tantas molestias para construirlos y no pusieron montañas?

—Las pusieron. Aunque han sido erosionadas. Mira esos ríos: largos, caudalosos, que serpentean formando meandros. Son ríos que han alcanzado el perfil de equilibrio. Tienen tan poca pendiente que apenas conservan fuerza erosiva.

»Observa además otra cosa: la disposición tan regular en bandas de la vegetación. No hay montañas que influyan en el clima. Por tanto, la vegetación se distribuye por zonas de humedad y temperatura en función de la latitud.

Asentí. Los diferentes tonos de verde se distribuían con una simetría casi artificial.

—Sin embargo, no hay montañas recientes. Ni deriva continental. ¿Por qué?

—Sólo puedo especular. Creo que las copias de la Tierra se hicieron con los restos que quedaron de la fabricación de la Esfera. Rocas pobres en minerales radioactivos, por lo que no poseen apenas calor interior, excepto el calor de formación. Al no haber calor suficiente, no hay astenosfera… me refiero a una capa de roca semifundida en el manto. Por tanto, no hay actividad interna, ni deriva continental, ni orogénesis.

—Planetas hechos de escombros. A los prajapatis no les gustaba tirar nada —murmuré abatido.

—¿A los qué?

—A los antiguos. Tus jefes. Los progenitores de la Humanidad.

—Ah. Tienes razón, odiaban el derroche. En el pasado… no importa. Supongo que los océanos los formaron arrojando unos cuantos cometas; a no ser que parte del agua procediera de la fusión de los… escombros.

—Pero, ¿qué hay del último planeta? Se olvidaron del agua.

—Aparentemente sí, aunque no me preguntes por qué. Una cosa está clara: formaba parte de la serie de cinco. Si rellenásemos de agua las zonas más bajas, obtendríamos uno como los otros de la serie. Vidya ha hecho la simulación. Si quieres…

—No hace falta —dije estudiando las curvas de nivel—. Se ve a simple vista.

Llamaron a la puerta. Oannes prefirió desaparecer hasta otro momento, y los cubos llenos de planetas también se esfumaron como burbujas de jabón.

Eran sacerdotes ciudadanos. Sentí un vuelco en el corazón, como cuando me encontraba en Vaikunthaloka, y cada paso que oía me parecía el de los dharmamahamatras[58].

Los sacerdotes ciudadanos tenían además todo el aspecto hierático de los Hermanos. ¿Por qué será que todos los religiosos se parecen? Estos eran los dharmamahamatras de Chait Rai; sus ejecutores y verdugos más fieles. Su Dios, Oannes, hablaba a través de los labios del ksatrya. Cumplirían su terrible deber con fidelidad y fríamente, como Arjuna en la batalla de Kuruksetra.

El hecho de ser su segundo me confería seguridad, aunque no mucha. Los ciudadanos habían visto a «los dioses» ser ejecutados sin demasiadas contemplaciones. Ignoro qué clase de especulaciones teológicas desarrollaban entre ellos, pero estábamos construyendo una mitología muy enrevesada.

Respetuosamente, se inclinaron. Pero sus palabras no sonaban respetuosas.

—El Señor Chait Rai requiere tu presencia, oh Señor.

—¿Y adónde debo trasladar mi presencia? —dije.

—A la Sala del Tribunal, Señor —me miró de un modo que me pareció ominoso.

La Sala del Tribunal era la gran cocina comunal; el lugar donde había hecho matar a Jai Shing, el eunuco del Emperador.

No debo actuar como si tuviera miedo, pensé. Pero una vocecita dentro de mí dijo: No estás actuando.

Los seguí apesadumbrado. Mis peores temores se confirmaron: consejo de guerra. Chait Rai era juez, fiscal y jurado. Ivraim y Sati eran los acusados y sus propios defensores… como si eso les sirviese de algo.

Se había congregado un gran número de ciudadanos. Los tantrin adiestrados personalmente por el propio Chait, fanáticamente fieles. Los sacerdotes, igualmente fanáticos. El pueblo llano, que esperaba la ejecución de los que hasta ayer eran dioses bajados del cielo. Contemplaban a los acusados con tranquilidad; los ciudadanos comunes eran los únicos que estaban seguros de no ser acusados de traición.

También se encontraban presentes Indri y Zabul, los dos últimos infantes supervivientes (pues a Ivraim y Sati ya se les podía dar por muertos). Rehuyeron mirarme directamente. Tal vez no querían verse implicados en… ¿qué?

—… la rebelión contra un superior —decía Chait Rai— es el más horrendo crimen que jamás puede cometer un militar, y en estado de guerra, como en el que nos encontramos, alcanza unas cotas de incalificable…

Por descontado, a ninguno de nosotros se nos ocurrió recordar que él, Chait, al rebelarse contra la Utsarpini, era el primero que había cometido ese horrible delito. ¿Qué importaba? Sólo se muere una vez, y no había duda de que Chait estaba informado de nuestra conversación en el árbol.

Entonces Chait pareció advertir mi presencia.

—Acércate, doctor Chandragupta.

Yo me acerqué, con el paso inseguro de un hombre llevado al patíbulo. Chait Rai me dejó sudar un interminable momento.

—Yo siempre había confiado en tu fidelidad… —temblé, esperando la acusación— y no has defraudado mi confianza. Estos hombres te propusieron traicionarme, calificándome de «incapacitado», y tú te negaste firmemente. «Olvidaos de mí», dijiste.

Abrí la boca. ¿Cómo podía saber ese detalle? Ivraim me había asegurado que ninguno de los ciudadanos hablaba nuestra lengua…

Durante un instante, ni siquiera las viejas prótesis de mis piernas fueron capaces de sujetarme. Alguien me cogió por el brazo para impedir que cayera… la muerte había respirado cerca de mi cuello esta vez.

Los dos reos sufrieron una muerte horrible. Chait Rai ordenó que fueran atados a una de las orugas sobre las que se desplazaba Hebabeerst. Las Ciudades se mueven muy despacio, y durante horas aquellos dos hombres permanecieron atados bajo la lluvia, contemplando acercarse la muerte con enloquecedora lentitud. Chait había ordenado que fueran atados con los pies por delante, y cuando llegó el momento, pudimos escuchar durante horas sus horribles aullidos mientras el peso de la Ciudad los aplastaba: pies, piernas, caderas, tronco.

Mientras gritaban fui a visitar a Chait Rai. Caminé todo lo rápido que me pudieron llevar mis torpes piernas. Todos se apartaron de mi camino.

Abrí la puerta sin llamar y hablé sin ser invitado a ello.

—¿Era una trampa, no es así? Por eso me enviaste a ese árbol —mi voz salía entre mis dientes apretados.

Chait se sentaba en un diván, vestido con una cómoda bata de papel y bebiendo uno de los vinos destilados por la Ciudad. Apuró su copa, y me dijo:

—Sospechaba hacía mucho de esos dos. A ti te necesito. Aunque antes tengo que asegurarme de que me eres fiel.

—¿Cómo has podido conocer nuestra conversación con todos sus detalles?

—Secreto profesional, amigo —sonrió—. ¿Acaso tú me lo cuentas todo?

No respondí. Me marché sin más ceremonias.

Sólo entonces comprendí lo que significaba su sonrisa. Ahora todos estarían convencidos de que yo era un delator, y la mano derecha del ksatrya. Mi destino se hallaba indisolublemente ligado al de Chait Rai. Y, si alguna vez regresábamos a Akasa-puspa, yo sería tan desertor como él. ¡Kamsa y Putana!

Afuera los gritos continuaban.