DESPUÉS DE LA BATALLA

De las cuatro Ciudades que participaron en el ataque, sólo Babraham se hallaba casi intacta. Los robots reparadores se afanaban en remediar el estropicio de Hebabeerst, así que Babraham se hizo cargo de nosotros y nuestros heridos.

Informé de nuestra situación a Chait Rai. Miraba con aire ausente la selva que se extendía hacia el sur, mientras acariciaba a «Terror» en el cuello.

El neopardo estaba en cuclillas en el suelo, ante Chait Rai. El ksatrya era el único que podía tocarlos sin peligro; los dos Incondicionales que los cuidaban en su ausencia estaban siempre llenos de arañazos.

—Algunos han escapado. Allí. Hemos de buscarlos allí donde estén. Tendremos que combatirlos cuerpo a cuerpo —dijo Chait Rai—. Este terreno lo favorece.

Odiaba que me recordaran eso.

—Hmmm… esto.. —tartamudeé.

—¿Qué quieres? ¡Habla claro!

—Ehhh… no quisiera que me tomases por un cobarde; —dije— pero, ¿hay algo de verdad en eso que se cuenta? Que se comen vivos a hombres, mujeres y niños.

—¡Oh, no! —Chait sonrió ante mi ingenuidad—. Los matan antes de comérselos. Bueno, para ser exactos, sólo se comen a los que les combaten. A las mujeres y niños se limitan a matarlos. Excepto si están hambrientos.

Glup.

—Tengo la teoría —prosiguió Chait Rai— de que se trata de una especie de ritual. Un honor a un enemigo valiente. Si alguna vez me cogen… espero que me sirvan a uno de sus mejores guerreros. ¿Te sientes mal?

—No… eurg… sólo unas pocas arcadas.

—Me alegro; porque tengo una misión para ti.

Arqueé las cejas.

—Algo relacionado con la biología, supongo.

—Naturalmente; —sonrió— se trata de que captures un angriff vivo. Carnívoro, desde luego. Llévate a la patrulla del sargento Hamalnarat, son buenos elementos. Y también una pequeña escolta personal…

—¡¡NO!! —grité—. Esto es una locura.

Frunció el ceño.

—¿Insubordinación? —y de repente su ametralladora me apuntó al estómago. Me miró fijamente con su horrible rostro—. Quizás descubras que prefiero tu vida a tus negligentes servicios.

Cuando me dio la escopeta antidisturbios, Chait Rai me explicó los peligros que representan las armas. Nunca apuntes a nadie, ni siquiera en broma, si no tienes intención de disparar. Aunque el arma esté descargada.

Su repetidora estaba cargada, e indudablemente no bromeaba. Tenía su sonrisa de «ejecución sumaria». Leí mi muerte en sus ojos, a través de sus gafas de sol.

Hubo un silencio que me pareció que duraba un siglo. Sentí que la tierra y el cielo ondulaban como el mar.

Chait Rai esperaba.

—Está bien, lo haré. Un angriff carnívoro, vivo —dijo una voz que resultó ser la mía.

—Así me gusta —alzó su ametralladora y se volvió. ¿Había desencanto en su rostro? «Terror» me lanzó un maullido que me pareció lleno de frustración.

Yo no soy un héroe, pero hay límites.

—¿Puedo preguntar respetuosamente, mi capitán, para qué lo quiere? —mi voz estaba ahogada por el nudo de mi garganta.

—No; no puedes —dijo sobre su hombro. Me volvió la espalda. «Terror» caminó tras él en posición bípeda e inclinado hacia adelante, rozando el suelo con los nudillos de las manos.

Creo que fue mayor la humillación que el miedo. Las mejillas me ardían, y tardé más de un minuto en moverme. A mi alrededor, los ciudadanos parecían tan avergonzados como yo. Ninguno me miraba.

Finalmente decidí que había que hacer algo.

—Ya habéis oído. Capturaremos a un angriff vivo.

Con rostro de piedra, el sargento Hamalnarat organizó el orden de marcha. Mis guardaespaldas eran cuatro forzudos ciudadanos, que se me acercaron, y emprendimos el camino.

Mientras renqueaba tras ellos, tuve tiempo de serenarme y tomarme la cosa con filosofía.

Los angriffs mataban a sus víctimas antes de comérselas. Bueno, es mejor que las orugas de la Ciudad…

Nos adentramos en la selva y perdimos de vista a los demás. Los soldados marchaban en fila de a dos, conmigo en medio. Aquello me recordaba a algunos de los «Juegos de Guerra» que Vidya me había mostrado, en especial uno llamado «Comandos en Birmania». Se trataba de una lucha entre dos grupos llamados «japoneses» e «ingleses» en alguna selva de la antigua Tierra. Yo había jugado algunas partidas; sin embargo, los japoneses «me mataban» siempre (cuando pedí jugar con el bando japonés, fueron los ingleses los que me «mataron»). Un éxito.

No me hacía ilusiones. Yo era allí un intruso, y mi presencia era absolutamente superflua. El sargento y sus hombres parecían bastarse por sí solos.

Chait Rai tenía razón: Hamalnarat y sus hombres eran buenos y tenían nuestro mejor equipo. Casi la mitad de los soldados llevaban lanzas (colgando a la espalda) y escudos de mimbre, y además un corto fusil de un solo tiro. El resto llevaba fusiles de repetición; y uno cargaba con una de las nuevas repetidoras y las cintas de munición. Por lo demás, llevaban espadas o sables y dagas, según el gusto o habilidad de cada uno. Hamalnarat, además, hablaba la lengua de Akasa-puspa con notable corrección.

Todos miraban cautelosamente en todas direcciones, a los árboles o al suelo, con sus armas listas para disparar. Yo llevaba la escopeta que me dio Chait Rai, y la cogí por las empuñaduras, apuntando hacia arriba. Así parecía más marcial.

A los veinte minutos me dolían condenadamente los antebrazos.

Esto no pasa en las películas de guerra. En éstas, los soldados avanzan llevando sus fusiles al brazo como si fueran livianos bastoncillos; pero tras un rato de caminar, los músculos protestan. Decidí mandar a paseo la marcialidad y me colgué la escopeta del hombro.

Cerca de mí caminaban mis guardaespaldas. Cuatro individuos altos y cuadrados como armarios; parecían tener bolas de billar en lugar de bíceps. Honihabalit y Torlaharvanat llevaban fusiles de repetición, y Rewansacelot llevaba un fusil de un solo tiro, lanza y escudo al hombro.

Un tal Hernosuifasai no llevaba más armas que una enorme espada y parecía considerar el taparrabos como «uniforme» adecuado. Para él, era un alto honor la tarea de proteger a uno de los «dioses». Se me adelantaba con la espada desenvainada y en guardia, cubriéndome (y de sobras) con su amplio tórax. De vez en cuando me miraba sonriendo.

Mis guardias pertenecían a una secta llamada los Pol'asat o «Hijos de la Ciudad». Por lo poco que pude entender acerca de sus explicaciones, consideraban a su Ciudad animada por un espíritu femenino, la Matra, y a sí mismos como descendientes de esta Matra y de Oannes. (Le pregunté a Oannes su opinión sobre esta pintoresca vida sexual que le atribuían, y se limitó a decirme con indiferencia: «Los dioses somos así»). Los Hijos de la Ciudad tenían prohibido comer cualquier alimento que no sea producido por su Ciudad natal, y sólo se dedicaban a la práctica de las artes marciales. Formaban una secta ascética y guerrera, que parecían mirar a los demás ciudadanos por encima del hombro.

Para demostrar su parentesco, tenían la costumbre de implantarse quirúrgicamente adornos metálicos por todo el cuerpo. Hernosuifasai, por ejemplo, lucía unas deslumbrantes placas de cobre atornilladas a los parietales, su mandíbula remataba en un disco de metal plateado, y de sus hombros y rodillas pendían unas finas cadenas de metal, implantadas en el hueso por procedimientos burdos.

Hernosuifasai debía ser un entusiasta de las tradiciones, porque Rewansacelot tan sólo llevaba dos pernos con sus respectivas tuercas y chavetas atravesando los lóbulos de sus orejas, en tanto que Honihabalit se limitaba a un tornillo que agujereaba su tabique nasal, y Torlaharvanat llevaba pendientes hechos con resistencias en las orejas, nariz y mejillas. Muchos de los que se sometian a estos implantes morían a las pocas semanas, lo que se interpretaba como un signo de que la Ciudad no los admitía por hijos legítimos, aunque sin duda la verdadera causa es la poca asepsia de sus técnicas quirúrgicas.

Contrariamente a lo que se cree, en la selva no hace falta machete. Había tal oscuridad que pocas semillas germinaban, y los pasos entre los árboles se hallaban despejados. Esto no significa que fuera fácil caminar, porque el suelo era puro barro cubierto de hojarasca. Con frecuencia cruzábamos charcos y pequeños arroyos. La atmósfera era muy húmeda y calurosa, y no corría el viento. Pronto estuvimos bañados en sudor.

Alrededor nuestro, la selva zumbaba llena de vida animal, principalmente aves e insectos. Numerosos bichos nos picaban o revoloteaban, tratando de tomar gotas de nuestro sudor. De no ser por la sensación de que nos iban a tirotear de vez en cuando, casi hubiera disfrutado del paseo.

De repente, alguien dio un grito. Nos tiramos (me tiraron más bien) entre los árboles buscando refugio. A pesar de esto nadie disparó.

—¿Qué ocurre, sargento? —dije, procurando no gritar.

Hamalnarat no habló. Hizo «¡shhhh!» y me señaló un lugar entre las ramas de un árbol.

¡Una figura vagamente humana entraba en una especie de nido enorme, hecho con ramas y hojas! A una voz de mando, todos dispararon contra el nido.

Se armó un estruendo fenomenal. Todos los animales de la selva chillaron, vociferaron o rugieron con terror. Vi una figura caer del nido, y luego otra más. Dos brazos, dos piernas, pero…

—¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego! —grité por mi traductor, que dijo: Sto foco! Sto foco!

Nadie me hizo caso.

—¡Sargento, que cese el fuego! —el sargento me miró como a un idiota; sin embargo, dijo: «Alto el fuego», y el fuego se detuvo.

Me puse en pie y me dirigí a una de las figuras caídas. Sorprendido, Hernosuifasai corrió tras de mí, sus cadenitas tintineando a cada paso, y llegó antes al muerto.

Por les Kami Fins de Zwodd! Es un fukin'sing. (¡Por las Sagradas Aletas de Dios! Es un jodido mono) —susurró mi traductor.

En una ocasión me pregunté a qué se parecerían los monos, adaptados a la depredación de los gatos trepadores. Aquí tenía la respuesta.

Le llamé «mono acorazado». No medía más de un metro veinte, y tenía pelo marrón. La piel de su cabeza, hombros y pecho se había espesado y formaba una coraza magnífica contra las garras de los neopardos. Sus dedos tenían uñas planas como el hombre, aunque largas y afiladas. Su cabeza tenía una cresta sagital donde se anclarían, supuse, los músculos de las mandíbulas… que parecían capaces de partir un brazo de un mordisco. Los caninos superiores eran largos, y sobresalían de la boca cerrada. Debería domesticar algunos de estos para que me defendiesen de Chait Rai, pensé. Los soldados me rodeaban; todos contemplaban atónitos aquel mono blindado.

—Creía que era un angriff —dijo confuso el sargento. Desde luego, podía confundirse de lejos.

El nido tenía el tamaño de una pequeña casa. Otra defensa contra los neopardos. Pensé haber encontrado la respuesta (me equivoqué. Los monos de aquella selva me reservaban otra sorpresa).

Reanudamos la marcha. Al poco, descubrimos otro nido de monos acorazados; sin embargo, esta vez los dejamos en paz. Los machos, de centinela, ni siquiera nos miraron. Sin duda sólo temían a los trepadores.

Vi una bandada de pequeños monos saltar entre una maraña de plantas epifitas. Me detuve un momento.

—No podemos entretenernos, mi Señor —me dijo el sargento respetuoso.

—Un momento. Estoy en misión cientifica.

El sargento me miró sin entender. «Cientifica» es una palabra sin equivalente en su idioma; debió pensar que era algo misterioso y sagrado, porque de repente miró al suelo y se disculpó.

Miré con prismáticos. Los monos eran muy pequeños, de cuerpo casi globular y brazos muy largos; trepaban como rayos. Sin duda, presas muy escurridizas para los neopardos. Lamentando no tener una cámara fotográfica, dije al sargento que ya podíamos seguir.

En lo sucesivo, no puso obstáculos cuando me detuve a observar. Sonreí. En mi estancia en la Vajra, descubrí que nunca sería un oficial. Ser un dios era mucho más sencillo…

De todos modos, no retrasé demasiado a la columna; la principal causa de detenciones era que algún soldado pedía permiso para orinar (otro problema que las películas de guerra no mencionan).

Vi que un neopardo trepaba sigilosamente a un alto árbol, con el fin de cazar algunos monos que comían en una rama. No eran muy grandes, unos quince kilos de peso. De repente, uno de ellos chilló. Viéndose descubierto, el neopardo trepó con rapidez a por ellos.

Y los monos salieron volando.

Entre el cuerpo, las patas y el rabo, un repliegue de piel servía de planeador. Se alejaron del árbol, planeando hasta otro. ¡Maravilloso! Todos quedamos boquiabiertos, incluso el sargento. Finalmente gruñó, dando orden de seguir.

El viaje parecía un paseo; aunque mis piernas protestaban por el dolor. El forzudo y servicial Hernosuifasai se ofreció a llevarme en brazos, aunque yo rehusé sonriendo.

Aún estaba sonriendo cuando alguien nos disparó una ametralladora y empezaron a caer soldados.