Los infantes treparon por las paredes de la Ciudad y entraron con precaución. Aquello era un inmenso laberinto en el que era muy fácil extraviarse.
Había habido lucha. Quemaduras de los fusiles de particulas por todas partes. Agujeros de bala. Y cadáveres; había un número alto de ksatryas entre ellos.
—Si esos locos han cogido a Chait Rai… —murmuró el sargento.— Bueno, a alguien le caerá un paquete. Pero no a nosotros. Es la ventaja del rango inferior.
—A no ser que nosotros cojamos a Chait Rai y los ksatryas nos maten al intentar protegerlo —dijo el Cerebro.— Vaya broma.
El sargento fue a replicar, pero se detuvo.
—A la orden, mi teniente —escuchó.— Sí, mi teniente. No, mi teniente. Comprendido. A la orden.
Se dirigió a los infantes.
—Ya saben dónde está Chait Rai. Los ksatryas intentan llegar a él desde abajo. Nosotros somos los que estamos más cerca. Seguidme.
El único lazo de los infantes con el mundo exterior era la radio del sargento. Este prefirió no decir nada a sus hombres de lo que había oído accidentalmente: que un tío de un millón de kilómetros de alto les ordenaba salir de aquel planeta.