COMUNICACIÓN

El angriff fue encerrado en una jaula de máxima seguridad: gruesos barrotes reforzados con malla por la parte de fuera. Sólo habían algunas aberturas protegidas por puertas de hierro que permitían introducir objetos pequeños, o raciones de comida. La jaula se encontraba soldada al piso metálico; aquel monstruo de pesadilla lo tenía difícil para escapar.

Oannes observó interesado las filmaciones de nuestro prisionero.

—No entiendo —dije— por qué la Naturaleza ha creado un organismo que tenga descendientes carnívoros y herbívoros.

Oannes resopló con humor.

—¿Y tú eres biólogo?

Pero… naturalmente.

Los angriffs eran a la vez herbívoros y carnívoros. Liberados en una región desértica, los herbívoros comerían los escasos vegetales que pudiesen. Los carnívoros los comerían a ellos. ¡Un ecosistema de una sola especie animal! Sin embargo recordé algo más.

Los angriffs tenían una reproducción alternante. Reproducción partenogenética de herbívoros, y sexual los carnívoros inteligentes.

Pero la reproducción sexual asegura la diversidad de la población, al mezclar las características de los padres. Un grupo pequeño, soltado en un hábitat determinado, estaría sometido a selección: sólo sobrevivirían los de características adecuadas a dicho hábitat.

Pero esos supervivientes reproducirían esas características fielmente, por partenogénesis, en gran cantidad. La reproducción por partenogénesis no aumenta la diversidad: los hijos son copias de la madre. De tal palo, tal astilla.

Pero es rápida; la reproducción asexual no da origen a (ja, ja) pérdidas de tiempo.

—¿Te puedes imaginar —dije meditabundo— en la psicología tan extraña que un ambiente así ha podido desarrollar? No va a ser fácil la tarea de comunicarse con ellos.

Como podía esperarse, Chait Rai me encargó a mí la susodicha tarea. La idea de pasarme horas y horas contemplando aquella imagen de horror, y de hablarle (¡hablarle!), no me hacía precisamente bailar de alegría… ni siquiera aunque mis piernas fueran más saludables.

¿Cómo diablos hablas a una cosa que ni siquiera sabes si se comunica por sonidos?

Fue nuestro infatigable Vidya quien me ahorró mucho esfuerzo. Para empezar, determinó las frecuencias audibles para los angriffs, basándose en el diámetro del timpano, volumen de la cabeza y otros parámetros. Finalmente, Vidya concluyó que el angriff podía percibir sonidos entre 200 y 30.000 hertzios, lo que hacía su espectro auditivo un poco desplazado hacia los ultrasonidos, respecto al oído humano.

En otras palabras, el angriff nos oía.

¿Pero era su lenguaje sonoro? Aquí fue donde Chait Rai me pudo ayudar.

—Antes y durante un ataque angriff —me explicó mientras daba de comer a sus mascotas— se oyen una especie de chirridos articulados por la radio. Los angriffs también emiten esos chirridos. Todos creen que se trata de su lenguaje.

Hizo una pausa para echarles a los neopardos unos suculentos trozos de carne de antilofante. Alargó su mano y «Terror» se la estrechó solemnemente, sus garras retraídas.

—¿Por qué no se ha hecho algún intento por descifrarlo? —pregunté—. Creo que sería útil…

Chait Rai me miró como si fuera tonto.

—Militarmente útil, desde luego. ¿Pero cómo te las arreglas para descifrar un lenguaje que no sabes a qué se refiere? En una guerra, uno se supone que conoce el idioma enemigo y después intenta descubrir los códigos de comunicaciones. Aquí se deben averiguar las dos cosas.

Bueno, era algo. Yo había participado junto con los cientificos del Imperio en la comunicación con los ciudadanos; no me sería difícil hacerlo de nuevo.

Excepto porque el angriff no quería colaborar.

Al principio, el angriff había forcejeado contra los barrotes y lanzado estremecedores chirridos. Había intentado morder la tela metálica sin éxito. Los «expertos en interrogatorio» de Chait Rai quisieron darle unos estacazos, pero yo sugerí que le dejaran en paz. Se calmó al cabo de diez minutos y no volvió a enfurecerse.

Pero yo me sentía seguro de que pensaba algo. Nunca, en ningún momento, olvidé que era un ser inteligente. Con paciencia, me senté horas y horas ante la jaula (sintiéndome como un pastel en un escaparate ante un niño hambriento) con un pedrusco en la mano y repitiendo «piedra», mientras esperaba que el angriff lanzase algún chirridito, aunque fuese de aburrimiento.

El angriff callaba. Se sentaba ante mí como una enorme y repulsiva mantis, inmóvil. Yo sentía escalofríos ante aquellos ojos.

Fue entonces cuando Chait Rai perdió la paciencia. Desde que finalizaron los combates, Chait Rai se recluía más y más, encerrándose en su habitación sin otra compañía que los neopardos, y sólo salía de vez en cuando de su mutismo. Y lo hacía para dar órdenes de muerte.

Había encontrado una nueva clase de delito: blasfemia… contra su propia persona. Un día llamó a Tlomojuleisic, uno de sus Incondicionales, a que compareciese ante él en la gran cocina comunal. Yo estaba presente (no por mi gusto), y puedo relatar lo sucedido. Chait Rai se presentó con su más lujoso atavío ksatrya: el kilt de borde dentado y la túnica negra. En su mano izquierda sostenía la espada ceremonial envainada.

Fríamente anunció a Tlomojuleisic su destitución y condena a muerte. Los ciudadanos consideraban las órdenes de Chait Rai como procedentes de Dios; sin embargo, Tlomojuleisic debía ser ateo, porque hizo el gesto de empuñar su pistola.

Hizo el gesto nada más; porque Chait Rai levantó la mano y, de repente, cayó del techo un relámpago negro-amarillo: uno de aquellos neopardos, que rápidamente desgarró la garganta del Incondicional.

Chait Rai anunció oficialmente que Tlomojuleisic, el pobrecillo, sin duda en un ataque de locura, había desenfundado su pistola e intentado agredir a Dios (con eso se refería a sí mismo).

Extrañamente, la gente no se sentía aterrada. Las víctimas de Chait Rai eran sus más cercanos colaboradores, el resto se hallaba razonablemente a salvo. Chait Rai no agredía a los sacerdotes, de modo que todos pensaban que si el Señor mataba a alguien, buenas razones tendría.

Nunca supimos lo que opinaban esos «álguienes».

Fue en este terrible período cuando decidió fijar su atención en mí. Decidió que sus expertos en «persuasión» colaborasen a mis órdenes. Y pueden imaginar la alegría que me produjo.

Mi único consuelo era que, mientras torturasen al angriff, no torturarían seres humanos. Últimamente se habían visto algo agobiados de trabajo, pero nuestro selecto prisionero merecía todas las delicadas atenciones de Mrogokailavel, el torturador.

Trajeron su instrumental y se pusieron a la faena. Empezaron por una tanda de latigazos; luego se pusieron más creativos: fuego, ácidos, asfixia… Se me revuelve el estómago al recordarlo. No pude resistir y me marché, encerrándome en el laboratorio.

Aquella horrible sesión tuvo un efecto inesperado. Empecé a simpatizar con el angriff.

Entiéndanme. No había dejado de temerle. No sentía deseos de entrar en su jaula para darle un fraternal beso de la paz. Estaba convencido de que si me ponía al alcance de sus mortiferos espolones o sus dientes no duraría un segundo.

Pero era un ser inteligente que sufría.

Chait Rai nos reservó un nuevo horror.

Otro ciudadano había sido acusado de algún delito tan imaginario como horrible. Chait encargó una ejecución especial. Yo creí que había visto lo más cruel, aunque me equivoqué.

Sentenció al condenado a luchar con el angriff. No llevaba armas; la palabra «luchar» no era más que una burla.

Organizó un suntuoso espectáculo. Montó un estrado para los espectadores (la asistencia era obligatoria, incluido yo… especialmente yo). Chait Rai presidió el festejo con rostro hierático, acompañado en su palco por uno de sus neopardos, sentado a su lado con un collar de oro al cuello.

El condenado, pálido, fue introducido en la jaula.

No tuvo la menor oportunidad. El angriff saltó sobre él como un rayo. Una de sus manos lo sujetó por el cuello; la otra clavó su espolón en su pecho. Varias veces. El desgraciado chillaba y chillaba.

Cuando murió, el angriff se lo comió. Hasta la última brizna de carne. Algunos espectadores vomitaron; yo no. Había tomado la precaución de no comer. Jamás he vivido una hora más larga. La escena se ha vuelto a repetir en todas mis pesadillas.

Finalizado el espectáculo, aún me aguardaba otra sorpresa. Chait Rai me llamó a su palco.

—¿Qué te ha parecido?

—Un monstruo —dije. Yo no pensaba en el angriff, y Chait Rai comprendió lo que había querido decir.

Pero fingió no entender. Acarició al neopardo bajo su collar.

—¿Verdad que sí? Cuando pienso en los seres humanos que habrá devorado esa cosa, me estremezco. Y esa forma de jugar con el pobre Youn, apuñalándole repetidas veces…

Yo era consciente de que me estaba jugando un billete para la jaula; sin embargo, no pude resistirme.

—Esa cosa no ha comido nunca a un ser humano hasta ahora.

—¿Qué?

—¿No te has fijado? Le clavó el espolón en el pecho. Sobre el esternón, y alrededor de las clavículas. Luego apuñaló entre la primera y segunda costilla.

—¿Y qué? —Chait estaba muy asombrado.

—Trató de matarle como si fuera otro angriff. En su punto vulnerable, en la unión del cuello y el tronco. Esa cosa no conoce la anatomía humana. La conocería si hubiese comido algún humano.

Chait Rai me miró atónito. Me retiré en silencio.

Finalmente me convencí de que debía asistir a las sesiones de tortura. Quizás evitaría males mayores.

Mrogokailavel me vio aparecer con sorpresa. Yo no había ocultado mi desagrado ante él. Más se sorprendió cuando le pregunté: «¿Cómo va la cosa?»

—Muy bien, Señor; —dijo bajando modestamente los ojos porcinos— este demonio no tardará en hablar. Un bicho feo, ¿verdad, Señor?

No me había fijado, pero Mrogokailavel podía competir en un concurso de fealdad con nuestro prisionero. Parecía el hijo deforme de un mono acorazado de la selva. Así le llamé… mentalmente.

Mrogokailavel me explicó las órdenes del Dios Chait Rai. No causarle daño permanente. Parar si apreciaban síntomas de dolor excesivo. Por el desencanto de su rostro comprendí que aquel vid-varaha disfrutaba con su oficio. Sus ayudantes, al menos, trabajaban con rostro inexpresivo.

Ahora empezaban una nueva tanda de «experimentos». Sujetaron al angriff con lazos al extremo de largos palos, desde fuera de la jaula. Le obligaron a extender los brazos y los tensaron, atándolos con cadenas a los barrotes. Conectaron a ambas cadenas unas pinzas de cocodrilo, unidas a un pequeño generador eléctrico.

A una señal de Mrogokailavel, el generador zumbó. El angriff se tensó un momento, y emitió un chirriante grito. Se retorció; su cabeza se sacudía, con la lengua fuera, temblando convulsivamente. Mrogokailavel ordenó cesar, y aquella criatura de desplomó inerte. Una espuma amarillenta surgía de su pico. Mrogokailavel sonreía satisfecho.

¿Y yo? Me eché a reír.

Mrogokailavel y sus ayudantes me miraron estupefactos. Luego sonrieron.

No les expliqué lo que había descubierto en mi laboratorio. La piel del angriff era tan buena conductora como el cobre. Podía soportar un rayo sin más peligros que quedar inconsciente. Le bastaba tocar disimuladamente con una pata un remache del suelo como toma de tierra (por supuesto, el suelo de la jaula estaba aislado, lo mismo que la propia sala) para que la descarga pasase inofensivamente a su través. En alguna parte de la Ciudad, los fusibles debían estallar como palomitas de maíz, y los robots de mantenimiento tendrían trabajo extra.

El angriff hacía teatro. Definitivamente, me caía simpático.

Y de repente me preocupé. Aquello podía ser un arma contra nosotros.

Había que encontrar otra solución. Ordené a Mrogokailavel que desconectase el generador y se lo llevase.

Protestó. Tenía órdenes de Dios En Persona. A pesar de esto, insistí.

Se me ocurrió decirle que yo tenía un medio para soltarle la lengua. Me miró con admiración profesional y aceptó; recogió sus instrumentos y salió de allí.

Miré fijamente al angriff. El me miraba a mí. Así nos quedamos un largo rato.

Chait Rai había ordenado «ningún daño permanente». Aquella pesadilla negra lo sabía. Se había dado cuenta de que no recibiría grandes daños, y se contentaba con soportar, tratando de engañarnos. Algún día se haría el muerto o el inconsciente… y el primero que entrase en su jaula perdería los intestinos.

Pensé en Mrogokailavel, y era una perspectiva encantadora.

Pero eso no resolvía mi problema. Debía comunicarme con él. Debía convencerle de que yo era su único posible amigo. ¿Pero cómo? Veamos: ese monstruo es inteligente. ¿Cómo persuadirle? Pensé. Y pensé. Y de repente tuve una idea… podía funcionar.

Llamé a Mrogokailavel para encargarle el equipo que necesitaba. He visto muchas caras de sorpresa en mi vida, aunque ninguna como la suya. Y también puso cara de repentino miedo.

No le culpo. Yo era el «dios de la sabiduría» y conocía muchísimas cosas. ¿Qué refinados tormentos pueden practicarse con tres botes de pintura, una brocha y dos pinceles? No lo sabía, pero sin duda pensaba algo tan terrible y sutil que era capaz de estremecerlo aun a él.

Empecé a hacer preparativos. Pinté una línea blanca a lo largo de la pared. Sobre ella, tracé diez líneas verticales equidistantes, y las numeré del cero al diez.

El angriff me observaba. Sintiendo aquellos ojos incómodamente clavados en mi nuca, subdividí cada intervalo en diez más pequeños. Me aparté para contemplar mi obra de arte: una escala graduada del cero al diez, dividida en décimas.

Volví a la terminal de Vidya. Hice lo que había estado haciendo durante semanas: mostrarle un objeto y decir su nombre en voz alta. El angriff callaba.

Pero ahora, yo pinté un brochazo rojo sobre la primera subdivisión. A cada vez que la repetia sin obtener respuesta, añadía un brochazo más. Puesto que la sangre de los angriffs era roja, confié en que el color tendría las mismas implicaciones psicológicas para ellos como para nosotros.

Tras diez palabras, había una barra roja entre el cero y el uno. De repente me levanté y me fui sin más.

Al día siguiente me presenté de nuevo. Al abrir la puerta de golpe, sorprendí al angriff mirando la escala. De nuevo repeti palabras como un tonto, con diferentes objetos en la mano. El angriff callaba. A cada palabra, la barra roja crecía más.

El angriff aún no comprendía. O quizás si.

Cuando la barra llegó al dos, me levanté para irme. Pero antes hice algo para asegurarme de que entendía.

En la otra pared dibujé con pintura negra un angriff. Como obra de arte no era mucho, aunque se reconocía. El angriff la miraba.

Con lentitud, hice dos cosas más. Pinté un gran número «10» sobre la figura.

Luego taché la figura del angriff con una gran X de pintura roja. Salí de la habitación.

Al día siguiente empezaron las clases de idioma.