Ataviado con su más lucido uniforme, Khan Kharole efectuó su entrada en la Sala de Recepción del Palacio Imperial. Como siempre, hizo un gesto negativo hacia los trompeteros que flanqueaban la puerta. A pesar de ello, no pasó inadvertido; numerosas cabezas se volvieron en su dirección.
La Sala ofrecía un panorama multicolor y abigarrado. Quizás un millar de encumbrados personajes de la corte, subandhus, mahamatras, nayaks[40] y jefes militares exhibían sus ropas de sedosa fibroína, sus anillos, collares, brazaletes, pendientes de oreja o de nariz. Los maquillajes corporales armonizaban con los colores de ropas elegidos, o bien con los uniformes de aquellos que lo llevaban.
Los sintetizadores de música aleatoria ponían una pincelada sonora en el aire, recorrido por rayos láser coloreados y variables.
La aguda mirada de Khan Kharole observó la reciente moda híbrida. Algunos civiles de la Utsarpini ya imitaban tímidamente los maquillajes de las varnas más altas del Imperio. En cambio, muchos jóvenes del Imperio imitaban el corte de pelo habitual en la Marina de la Utsarpini (afeitado sobre los temporales y corto en el resto de la cabeza). Al ver esto último, sonrió. Los jóvenes nagarakas habían oído insistentes rumores acerca de la popularidad de los guerreros yavanas entre las mujeres.
Flanqueado por Kautalya, Kharole descendió las gradas y avanzó majestuosamente sobre la alfombra roja y amarilla. A pesar de su orden de «sin ceremonias», los subandhus no podían olvidar que se encontraban en presencia del hombre más poderoso del Imperio, después del Emperador (como añadían patrióticamente). Por consiguiente le dirigían breves inclinaciones de cabeza, que Kharole devolvía cortésmente.
—Una entrada espectacular más —susurró a su fiel peswha— y las vértebras de mi cuello necesitarán un buen engrase.
—Paciencia, senapati —susurró a su vez Kautalya.
El líder de la Utsarpini y su fiel consejero viéronse pronto rodeados por la multitud, a pesar de la discreta vigilancia de sus escoltas; éstos vestían elegantemente como nagarakas, aunque sobrepasaban en una cabeza a los invitados más altos, incluyendo al propio Kharole.
Los periodistas hacían preguntas, que Kharole contestaba con una sonrisa:
—¿Qué le parece el ambiente, senapati?
—Extraordinario. Los decoradores de Su Majestad se han superado a sí mismos. Nosotros, los pobres patanes de la Utsarpini, no estamos acostumbrados a tal esplendor.
—¿Puedo preguntar por la salud de su hijo, senapati?
—Puede usted. Está estupendamente, y nuestra amistad, ahora que soy su amigo más que su gobernante…
—¿Cómo valora usted las relaciones actuales con la Utsarpini, senapati?
—Cordiales y amistosas —respondió, pensando: Estúpido, ¿crees que estaría aquí si lo fuesen?
—¿Y con Su Divina Gracia Moisés Kovoor, senapati?
—Por favor, Kautalya, busca al doctor Ab Yusuf Rhon. Perdón, ¿decía?
—Sus relaciones con el Jagad-Guru…
—¡Ah, sí! Cordiales y… amigables —respondió Kharole, para no repetir la palabra «amistosas». Con ese santo burócrata, más les conviene.
—¿Tiene algún asunto que tratar con Su Majestad?
—Sólo una visita para adoptar algunos acuerdos.
—¿Acuerdos?
—Oh, asuntos de política científica. Ya sabe…
Kharole hizo un gesto indiferente con la mano. En cierto modo, es la verdad, pensó.
Vio alzarse la manga de Kautalya. Kharole se alegró; se le estaban cansando los músculos faciales de tanto sonreír, y el cerebro de inventar tantas estupideces. Murmuró: «Disculpen», y se acercó a su consejero y al cientifico.
Ab Yusuf Rhon no había cambiado en el tiempo transcurrido. Aún seguía siendo flaco, de rostro arrugado y cabello largo y blanco. Su elegante traje parecía fuera de lugar, colgado de su cuerpo como de una percha. Parecía incómodo.
—¿Nervioso, doctor Yusuf?
—Pues… Algo, senapati. No estoy muy acostumbrado a estas reuniones.
—Tranquilo. Las gentes de alcurnia son seres humanos, en el fondo. Aunque algunos lo disimulan bien.
—Espero no armarme un lío con eso del protocolo.
—Por eso no se inquiete. Va a ser recibido por el mahisvara, Señor de Akasa-puspa. Eso es lo que debe recordar…
—Lo sé.
—… porque cuando conozca a Su Majestad puede que lo olvide.
Yusuf alzó las cejas ante esta última frase. Fue a preguntar, pero, de súbito, callaron los sintetizadores de música. Las trompetas y timbales de bronce (ajustados a la décima de hertzio por ordenador) emitieron la sonora fanfarria del Saludo Imperial.
El chambelán eunuco, resplandeciente de platino y fibroína roja, golpeó tres veces el suelo con un bastón de ébano y recitó a través de su altavoz pectoral:
—¡SU MAJESTAD IMPERIAL EL CAKRAVARTIN[41] PATRIHARA IX! ¡SUKRAM PUSAN, CETANAS CETANANAM, YE ANTIKE DEVANAM EJATI, KALYANA TAMAM![42]
—¡AMARTAM CA ANANDAM ASNUTE[43]! —vocearon todos las Namah Uktim[44].
Los rayos láser tejieron en el aire una complicada filigrana dorada y roja. La gran puerta de marfil se abrió, y entró una figura majestuosa.
Vestia una elegante túnica de color púrpura aterciopelado, con un broche de platino de tres centimetros de radio, elegantemente trabajado, sosteniendo su manto bordado en oro. Su cabello se recogía en un krobylo, el moño alto habitualmente usado por los subandhus imperiales. En su delgado rostro, rematado en una perilla, se leía la expresión de los hombres nacidos para mandar. Tras él venía un hombrecito de aspecto atribulado, en uniforme de la Marina Imperial.
Kharole se acercó al majestuoso personaje, y dijo:
—Kalyanam, Sidartani. ¿Está Su Majestad en casa?
El hombrecito atribulado alzó un brazo dubitativamente.
—Estoy aquí, senapati. Santam, sivam, adwaitam[45] —replicó con el saludo típico de la Hermandad.
Muy significativo, pensó Kharole.
Todos hincaron la rodilla al verle. El Emperador era un hombre bajito y delgado; lucía un uniforme blanco con cordones dorados, rutilante de medallas. Hizo un gesto impaciente con la mano.
—Surab, haz que se levanten.
—SU MAJESTAD LES AUTORIZA A INCORPORARSE —voceó el eunuco.
—Salúdales y todo eso.
—SU MAJESTAD DA LA BIENVENIDA A TODOS SUS INVITADOS.
El Emperador, cumplidas las formalidades, se volvió ante sus invitados.
—Me alegro mucho de veros, Kharole y Kautalya y doctor… Comosellame.
—Su Majestad luce espléndidamente esta noche —dijo amablemente Kautalya.
—¿Os gusta mi modelito? —exclamó el Emperador, tocando su pechera decorada con un resplandeciente mosaico.— Hace poco vi… ¿o debo decir vimos? Oh, bueno, la cosa es que vi al general Osmarti de gala, y descubrí que llevaba más condecoraciones que yo. Así que me he adjudicado unas cuantas. Después de todo, soy su jefe.
—Muy apropiado —convino Kharole.
Por el rabillo del ojo vio a Yusuf. Le divirtió la expresión de su cara. Prosiguió:
—Muy Alto Señor y Príncipe, quizás sería momento de tener ahora esa reunión privada que convinimos.
—¿La convinimos? —el Emperador miró a Sidartani, que asintió con la cabeza.— Bueno; vosotros y vuestros secreteos. Surab, el rollo de costumbre.
El chambelán dijo por su altavoz:
—SU MAJESTAD LAMENTA DAR POR CONCLUIDA LA AUDIENCIA, PRESIÓNADO POR URGENTES ASUNTOS DE ESTADO.
—Es lo que dice siempre que voy a mear, pero da igual —explicó el Emperador. Los cortesanos gimieron decepcionados.
—Vamos, vamos; —dijo el Emperador— ya habéis disfrutado bastante de mi divina presencia. Vuestras miserables almas ya tienen motivo para sentirse satisfechas. Surab, esfúmate tú también. Creo que podré encontrar el camino sin tu ayuda.
—Como ordene el Cakravartin —respondió el chambelán, inclinándose.
Los cinco hombres abordaron una litera rodante que, guiada por su mini-ordenador, los llevó a través de los inmensos pasillos hasta una habitación privada.
—Aquí estaremos tranquilos —dijo el Emperador, repantigándose en un sillón en forma de esponja y rascándose entre los dedos de los pies. Sus invitados tomaron asiento.
—El asunto que venimos a tratar —dijo Kharole, desabrochándose el primer botón de su guerrera— es de la máxima importancia para la seguridad de nuestras dos naciones, tanto para mi hijo como para Su Majestad.
El Emperador dijo:
—¿Qué?
—Es muy extraño que digáis eso, Chattrapati[46]; —contestó Sidartani— los sucesos de estos últimos años han demostrado que ninguna fuerza puede amenazarnos.
Kharole sonrió.
—Por favor, monseñor Sidartani; sé que soy tan bien acogido en el Imperio como un phante en una tienda de loza.
—Exageráis, Chattrapati; —dijo Sidartani, fingiendo escándalo— no dejáis de contar con simpatizantes, tanto entre los subandhu como entre las varnas inferiores. Yo mismo no me he opuesto a esta… alianza entre Imperio y Utsarpini. Habéis contado con mi colaboración desde el principio.
—No obstante, —dijo Kharole— no debemos olvidar a los partidarios de la difunta y anterior uparaja, Whoraide. Nos hemos visto obligados a mandar a muchos al samsara antes de tiempo…
—No se puede hacer una tortilla sin romper huevos —intercaló Sidartani.
—… sin embargo, los miembros de los clanes de los ejecutados no han acogido esta rotura con mucha simpatia.
—Sólo son una minoría.
—Pero una minoría con poder —terció Kautalya—. De momento, puede que estén quietos. Aunque no podemos confiar en que lo hagan siempre. Son un peligro que amenaza el trono Imperial.
El Emperador dijo:
—¿Qué?
—No me explico cómo los habéis dejado con vida —replicó Sidartani.
Kharole suspiró.
—Yo lo sugerí —dijo Kautalya.— No es bueno excederse en la venganza; puede producir el efecto contrario. Siempre es mejor dejar al enemigo una salida honorable.
—Una salida —añadió Kharole— por la que han pasado algunos que hubiera sido mejor no dejar pasar. Sin embargo, era un riesgo necesario. La alternativa hubiera sido una guerra civil, y el derramamiento de ríos de sangre… en lugar de los pequeños arroyuelos que hemos hecho correr.
—Y ahora —dijo Sidartani— pensáis que los partidarios de Whoraide intenten alguna jugada. Francamente, me parece increíble. Las fuerzas armadas de nuestras dos naciones pueden abortar cualquier tentativa de rebelión o, Dyaus Pitar[47] no lo quiera, un atentado contra la Sagrada Persona del Emperador.
El Emperador dijo:
—¿Qué?
—No estamos pensando en eso, monseñor Sidartani —fue la respuesta de Kharole.— Estamos pensando en que una fuerza exterior pudiera aprovechar un conflicto interno.
—¿Os estáis refiriendo a… la Hermandad? —alzó Sidartani sus peinadas cejas.
—Exactamente.
El Emperador, que hasta entonces se hallaba absorto con los dedos de sus pies, dijo:
—Un momento… un momento. No podemos atacar a la Sagrada Hermandad. Son… son la Voz de Dios.
Los tres hombres (Yusuf se limitaba a escuchar) alzaron la vista hacia el soberano. Lo miraron fijamente y en silencio.
—Por ello —dijo Kautalya, conciliador como siempre— no debe preocuparse Su Majestad. Como Cakravartin, Su Majestad tiene asegurada una morada eterna al lado de Dios, lejos del eterno ciclo del samsara.
El Emperador dijo:
—Ah… bueno —no se sentía muy convencido. Deseó que hubiera estado presente su consejero espiritual, el acarya[48] Jahin Musir Andham. Volvió a enfrascarse en sus pies.
—Aun así, me parece escasamente creíble —dijo Sidartani.— La Hermandad ha quedado debilitada tras la muerte de Srila.
—¿Qué es el individuo para una organización? —Kharole se encogió de hombros.— Pueden surgir nuevos líderes. Y no estoy seguro de que nos gusten ni a ustedes ni a mí. No es la primera vez que la Hermandad se entremete entre nosotros.
Miró fijamente a Sidartani. Era el propio adhyaksa quien había intoxicado las relaciones entre la Utsarpini y el Imperio. Posiblemente aquel individuo sabía que hubo un tiempo en que figuraba en cabeza de la «lista negra» de Kharole. Estaría muerto de no ser por Kautalya; «Puede sernos muy útil», había dicho. «Perdonad… Aunque no olvidad».
Sidartani recogió el guante con frialdad. Dijo:
—Ciertamente, Srila lo hizo. Incluso más allá de mis cálculos. Y no he dejado de admirar la forma en que el Chattrapati se libró de ellos. Renunciar a la corona que Srila le había entregado fue algo genial —mientras pensaba: Soy sincero en esto; tanto, que no vacilé en apoyarte.
—Por otro lado, —continuó Kharole— hay una cosa que me preocupa. No sé lo que pasará después de mi muerte. No; —alzó la mano— estoy bien de salud, pero debo preocuparme por el destino de mi obra. Sabéis bien, monseñor Sidartani, que lo que mantiene nuestro tinglado es mi persona. Mi persona, no la institución que represento.
»Mi hijo no podrá mantener nuestra alianza, por mucho que haga. Las ideas nacionalistas resurgirán con fuerza. Los pueblos del Imperio considerarán ignominioso ser regidos por yavanas. Por otro lado, los de la Utsarpini no se resignarán a perder este magnífico bocado.
»Preveo una guerra entre el Imperio y la Utsarpini, cuando yo me haya embarcado en el samsara —sonrió de nuevo.— Quizá mi karma, no demasiado limpio, haga que me reencarne como un hombre de varna inferior. No deseo que me frían a tiros en mi próxima vida.
—¿Qué solución veis, Chattrapati? —preguntó Sidartani.
—Debemos presentar un frente unido —golpeó con el índice el brazo del sillón.— No debemos permitir que la Hermandad nos desuna.
El Emperador dijo:
—¿Qué? Pero… la Hermandad… ¡no puedo permitirlo! ¿Quién creéis que soy?
Kharole se encontraba harto. A pesar de todo, habló con suavidad.
—Majestad, creo que sois el individuo que, durante la hegemonía de Whoraide, pensaba en fugarse a un planeta yavana, dejarse crecer la barba y cambiarse el nombre. ¿Creo mal?
El Emperador sólo emitió un sonido inarticulado. Miró a Sidartani; éste se limitaba a contemplar el techo.
—Majestad, —continuó secamente Kharole— yo respeto a la Hermandad cuando se ocupa de cosas del otro mundo. Pero los asuntos de este mundo son asuntos míos. Es decir, míos y vuestros, como gobernantes.
Me pregunto —pensó— si no hubiera sido mejor llegar a un acuerdo con Whoraide. Este khara supersticioso puede hacer germinar ideas propias en su menguado cerebro. Krishna nos proteja si lo hace.
Hubo un silencio tenso. Kautalya lo rompió con voz suave.
—En mi infancia, me contaron una historia. En cierta ocasión, tres amigos llamados Abiram, Badir y Calab encontraron un billete de cien karmis[49]… en aquella época cien karmis aún eran algo —explicó, mientras sus oyentes soltaban unas risitas corteses.— Pensaron en qué hacer con el billete. Resolvieron votar a uno de ellos, y se haría con el billete lo que dijera el elegido.
»Abiram dijo a Badir: vota por mí, y nos lo repartimos al cincuenta por ciento.
»Aquello no gustó a Calab. Se dirigió a Badir: si me votas a mí, te doy 60 karmis a ti y me quedo yo 40.
»Badir empezó a vacilar. Entonces Abiram dijo: ¡no le hagas caso! Vótame a mí y te doy 70.
»Calab propuso a Badir darle 80 karmis… en fin, llegó un momento en que Abiram le dijo a Calab: ¿por qué estamos pujando para rebajar nuestra parte? Eso es una estupidez. Repartámoslo tú y yo y dejemos sin nada a ese ambicioso Badir.
»Al instante, Badir empezó de nuevo el ciclo. Propuso repartirlo con Calab, dándole 60 y quedándose 40. Así estuvieron discutiendo seis horas…
Calló. Hubo una pausa.
—No acabo de entender. ¿A qué viene esta historia? —dijo confuso el Emperador.
No sólo no acabas de entender, sino que ni siquiera has empezado, pensó Kharole, que ya sospechaba la moraleja.
—En política, los juegos a tres bandas acaban en un ciclo de alianzas y contra-alianzas, en las que nadie gana y todos pierden —dijo Kautalya.
—El Imperio y la Hermandad —dijo Kharole— empezaron siendo uña y carne. Luego se pelearon, y la Hermandad buscó la ayuda de la Utsarpini. A su vez, se pelearon —carraspeó mirando a Sidartani— y la Utsarpini se alió con el Imperio. Supongo que el próximo paso será la Hermandad y el Imperio.
Los tres miraron de nuevo al Emperador. Este dijo con aire confuso:
—Pero, al final, ¿quiénes se quedaron con los cien karmis? Eso es lo que me intriga.
—Mientras discutian acaloradamente, —dijo Kharole— se acercó con sigilo un individuo llamado… Dathan, y se llevó el billete. ¿No fue así, Sanser?
—Así fue, Chattrapati.
Sidartani dijo, pensativo:
—Entiendo. Y ese cuarto individuo…
—Aquí entra nuestro paciente invitado, el doctor Ab Yusuf Rhon. ¿Qué se siente envuelto en Altos e Importantes Asuntos de Estado, doctor?
El cientifico parpadeó rápidamente.
—Pues… no sé qué decir.
—En casos como ese, lo que yo hago es no decir nada —dijo irónicamente Kharole.— Así uno no mete la pata, y encima gana fama de ser un tipo pensativo y profundo.
Se dirigió a los demás.
—El doctor Yusuf ha descubierto algo muy intrigante. Sobre la Esfera.
¡La Esfera! pensó Sidartani, repentinamente inquieto. No podía olvidar que, allí en la oscuridad del Límite, flotaba aquel increíble… artefacto. El pensamiento era perturbador.
—Yo le encargué —seguía Kharole— una investigación más profunda sobre esos bichos… los colmeneros. Y los resultados… bueno, es su turno, doctor.
Yusuf tragó saliva. Empezó a hablar con lentitud.
—Bien… mi investigación se centró en biopsias de su sistema nervioso y equipo sensorial. Descubrí que la estructura conectiva de los axones… —Carraspeó—. Para decirlo en términos no técnicos: el cerebro de los colmeneros es, cuanto menos, tan inteligente como el nuestro. Quizás más.
—Pero… —objetó Sidartani—. ¿Sólo ha examinado cerebros muertos?
—Los colmeneros vivos no dan señales de inteligencia, lo sé. Aunque nunca han tenido dificultad con manejar cámaras de video, herramientas, etc. —Yusuf ganaba en seguridad a medida que hablaba—. Si sólo fuera eso, ya deberíamos sospechar que no son tan estúpidos como parecen. Por otro lado, hay algo más.
»Los colmeneros tienen un aparato de radio natural en el cerebro. Este aparato puede transmitir y recibir impulsos a gran velocidad… sí, ya sé que el ruido que producen parece sólo ruido. Pero lo que importa aquí es la cantidad de información que deben procesar con sus cerebros.
»Ahora bien, la inteligencia depende del intercambio de conocimientos… si los seres humanos fuéramos sordos y mudos, nuestra «cultura» sería paleolítica en el mejor de los casos; se basaría en el aprendizaje por imitación. No habría manera de transmitir conocimientos; nos pasaría como a los niños sordomudos, que deben recibir educación especial para desarrollar su potencial.
Hizo una pausa. Sidartani preguntó:
—Entonces, según usted, los colmeneros deben ser inteligentes porque tienen un medio de comunicación muy perfeccionado. Por tanto, su cerebro debe estar en consonancia. ¿Lo está?
Yusuf asintió con seguridad.
—Los exámenes me han convencido de que la cantidad de neuronas del cerebro colmenero excede con mucho a la necesaria para el control de sus procesos vitales. Por otro lado (y esto es lo que hemos descubierto), sus neuronas poseen más conexiones que las nuestras. Esto indica que su cerebro, aunque pequeño, es más eficiente que el nuestro.
»La conclusión es que son inteligentes. Y probablemente más que nosotros.
Se retrepó en su asiento, mientras todos (excepto Su Majestad) pensaban en las implicaciones de este hecho. Finalmente fue Sidartani quien habló.
—Me pregunto qué relación tiene esto con… —Ante la mirada de Kharole, explicó—: No sois únicamente vos, Chattrapati, quien se interesa por la Esfera. También yo he encargado investigaciones.
Kharole, que sabía eso, asintió. De modo que este zorro se decide a hablar. Es una buena noticia; está tan preocupado como yo.
—Os daré los datos cuando lo deseéis; —decía Sidartani. Kharole se sentía encantado con el rumbo de la conversación— puedo anticiparle que no es mucho, sólo investigaciones astrofísicas. Se han detectado emisiones de neutrinos tau, procedentes de la Esfera… —Alzó la mano—. No puedo explicar muy bien lo que son esas cosas, aunque me han asegurado que ningún proceso natural conocido puede producirlos. Ahora bien, si los colmeneros son inteligentes…
—Significa que su tecnología es muy distinta de la nuestra —dijo excitado Yusuf. ¡Tenía que volver a la Esfera!
—Si los colmeneros son inteligentes, —dijo Kharole— la situación es muy peligrosa. Lo sería aun si no se diesen dos circunstancias más que lo agravan.
»Primero: tarde o temprano, la Hermandad sabrá todo esto. Ya corren rumores.
»Segundo: en la Esfera está el desertor Chait Rai.
»Si cualquiera de los dos se apodera de la tecnología de los «esferitas»… el desastre puede ser espantoso.
—Así, pues, ¿qué proponen ustedes? —preguntó Sidartani.
—Lo único que impedía —dijo Kharole— que ustedes o yo nos lanzásemos de cabeza a aquel sitio es el temor de que el primero de los dos que lo hiciese desencadenase el ataque del otro.
»Por tanto, nuestra propuesta es ésta: mandemos una expedición conjunta a la Esfera.
—¿Otra vez el juego de los cien karmis? —sonrió Sidartani.
—No es lo mismo. Podemos hacerlo sin el voto de la Hermandad. Y no olviden una cosa: si la Hermandad llega antes, no nos necesitarán a ninguno de los dos.
Sidartani pensó.
—Si llegamos a un acuerdo —dijo cuidadosamente— sobre las condiciones de mutua seguridad… no hay motivo para que no podamos colaborar. Esta expedición será aprobada por Su Majestad.
El Emperador dijo:
—¿Qué? Ah, sí… será aprobada por Mi Majestad… ¿qué será aprobada?
Sidartani se puso en pie.
—De acuerdo; propongo una reunión con nuestros expertos navales para preparar los detalles. Mientras, ¿qué tal si vamos a tomar algo?
El Emperador parpadeó.
—¿Ya hemos acabado? Bueno…, os doy mi permiso para retiraros. Yo…, uh…, tengo una urgencia peculiar. Que Surab llame a la Emperatriz.
—Ciertamente, Majestad —Sidartani se inclinó con toda seriedad.
Mientras los cuatro hombres desaparecían caminando hacia atrás, Su Sagrada Majestad Patrihara IX murmuró:
—Así que los cien karmis se los llevó Dathan…, pues no lo entiendo.
Se dirigió a toda prisa al dormitorio bajándose los pantalones.