Los proyectos se desarrollaron con mayor o menor fortuna, y pronto las Ciudades dispusieron de un ejército que, en teoría, podía competir con un mínimo de probabilidad de éxito con un ejército regular de la Utsarpini.
Los ciudadanos estaban de buen ánimo. Los arauvak (augures) de Hebabeerst hacían oráculos, llamados arauhadad, basados en el número de vueltas de oruga dejados por la Ciudad en un día de marcha o los cambios de dirección y de velocidad. La divinidad de Chait Rai había sido confirmada por estos augurios, que seguían siendo favorables. No conocían la astrología por no haber estrellas visibles, pero la Abertura Oscura se consideraba nefasta y la Luminosa, que casi llegaba al cénit en este momento, se consideraba favorable. Incluso los cielos favorecían nuestros planes.
Sin embargo, el presagio más interesante fue este: al hallarse ocupados los niveles residenciales de Hebabeerst por nosotros y nuestros seguidores ciudadanos… Hebabeerst se reprodujo.
Una estructura empezó a crecer en su «popa»: un par de orugas que rodaban pasivamente; luego, sobre ellas, una pequeña superestructura de forma casi cuadrada. La Ciudad parecía una locomotora arrastrando un pequeño ténder.
A este segmento se le añadió otro y luego otro. La nueva Ciudad crecía como los anillos de un gusano. Finalmente, Hebabeerst se halló remolcando a una nueva y reluciente Ciudad, que Chait Rai sugirió que se llamase «Chaitnagar»: la ciudad de Chait. Todos estaban maravillados.
Chait Rai dispuso pronto de una pléyade de oficiales de Estado Mayor, entre los que se hallaban numerosos ciudadanos… y los infantes supervivientes, Indri y Zabul. Pero la estrella de Indri pronto empezó a eclipsarse.
Fue durante una de las patrullas. Indri se encontraba al mando, y llevaba con él a seis ciudadanos. Su misión era explorar la región inmediatamente por delante de Hebabeerst, en previsión de alguna sorpresa desagradable.
Se dieron de narices con un grupo de angriffs.
Indri reaccionó rápido; lanzó un aullido, apretó el gatillo de su 21, y no lo soltó hasta que se agotaron los siete metros de cinta de munición, que llevaba enrollada en torno al cuerpo, y el percutor golpeó sobre vacío. Los pobres ciudadanos no pudieron hacer otra cosa que contemplar boquiabiertos cómo Indri convertia en mermelada a aquellos monstruos.
En realidad se trataba de angriffs herbívoros. Se hallaban pastando tranquilamente cuando oyeron que alguien se acercaba. Uno de ellos levantó su serpentino cuello para otear, y ahí acabó todo. Las ráfagas los destrozaron antes de que se diesen cuenta de que estaban muertos.
Indri reunió los pedazos y los cargó en un antilofante. Regresó a Hebabeerst, donde tras un rápido examen comprobé la identidad de aquellas bestias.
Chait montó en cólera; mientras «Terror» (su neopardo preferido) ronroneaba en cuclillas a sus pies, le gritó a Indri que por qué no había seguido a aquellas cosas panzudas en lugar de destrozarlas estúpidamente. Quizás le hubieran conducido a la guarida de los carnívoros.
Personalmente consideré muy endeble el argumento. ¿Qué se les había perdido a los herbívoros en la guarida de sus peores enemigos? Por otra parte, cuando te encuentras con un angriff, no tienes humor para comprobar si sus dientes son planos o puntiagudos.
De una forma u otra calculé que el pobre Indri tenía los días contados. Pero a mí me había hecho un gran favor. Ahora tenía cuerpos angriffs para experimentar, aunque fueran herbívoros… cosa que nadie había hecho hasta entonces. Después de una batalla espacial no quedaban demasiados restos reconocibles, pues los angriffs luchaban hasta la muerte.
Y ninguna mandala de la Utsarpini, atacada por angriffs, había logrado rechazar un abordaje.
Así que, venciendo mis escrúpulos originales, me dediqué a examinar a aquellas criaturas. Me dirigí a mi laboratorio en Hebabeerst, conectando el monitor portátil con Vidya y Oannes.
Cubrí la gran mesa con ruedas con un plástico y, con ayuda de dos sacerdotes, (que se hallaban boquiabiertos ante la idea de ser ayudantes de su Dios, Oannes) extendí sobre ella el cadáver mejor conservado: los disparos sólo le habían arrancado un brazo y abierto algunos boquetes en el cuerpo.
Me puse una larga túnica de papel y unos finos guantes de plástico. Examiné exteriormente nuestro espécimen, mientras Vidya tomaba imágenes en tres dimensiones. Hablé en voz alta, a fin de señalar cosas que la imagen no revelaba.
—La piel es muy gruesa y coriácea… dividida en pequeñas escamas romboidales —miré con un cuentahilos—. ¡Ah! Tiene minúsculos pelos entre las escamas. Apenas visibles. En el tórax hay pelos como estos, aunque más largos y ásperos. Parecen cerdas de alambre o de cepillo. Color del cuerpo: marrón casi negro.
—Vidya me comunica una noticia; —dijo Oannes—. Su piel absorbe el noventa y siete por ciento de la radiación ultravioleta, en un amplio espectro.
Archivé el dato en algún rincón de mi cerebro y proseguí:
—La sangre es roja; hmmm… ¿crees que puede tener un pigmento basado en el hierro, Vidya?
—Posiblemente. Necesitaré muestras de tejidos y fluidos corporales —respondió. ¿Tenía Vidya instinto de curiosidad?
—Tomaré muestras de todo y las mandaré a la Konrad Lorenz conservadas en hielo. Creo que algún ciudadano podrá llevarlas en avión. O en antilofante —dije—. Continúo la autopsia: la sangre está tomando un color pardo. Quizás sea algo similar a la coagulación.
»Los detalles sobre patas, cuello, etc., son claramente visibles en imágenes. No hay mucho que añadir.
Algo flotaba sobre mi cabeza. Era Oannes, o mejor dicho, su imagen holográfica. Parecía mirar atentamente sobre mi hombro.
—¿Tendrás el valor suficiente? —me preguntó socarrón.
—Soy biólogo, ¿recuerdas? —dije con cierta aspereza.
—No lo dudo; sin embargo, permíteme recordar una cosa: entre el equipo médico que te llevaste está el tomógrafo de resonancia magnética nuclear. Como sabes, es mi mejor modelo, y lo puedo manejar desde aquí. Convendría hacer un examen previo.
—Todo a su tiempo. Veamos qué tiene en la cabeza —abrí el pico, aplanado en su punta. Silbé.
—Anota esto, Vidya: dos mandíbulas inferiores…
—¿No te has equivocado al contar? —dijo Oannes. No hice caso.
—… una interna, con dientes masticadores; y otra externa, con dientes cortantes de forma aplanada. La lengua es trífida. A lo que parece, las dos mandíbulas inferiores son independientes en su movimiento —las moví arriba y abajo, por separado—. Los dientes masticadores tienen unas crestas redondeadas. Un eficiente aparato triturador.
—¿Y el pico? —preguntó Oannes.
—En realidad no existe. Sencillamente, los huesos de la cabeza se alargan en forma de pico.
—Ya. ¿No crees que es momento de la tomografía? Coloca la mesa en el aparato.
Hice una seña a mis ayudantes y empujamos la mesa dentro del enorme aparato, semejante a un pulmón de acero gigante.
—¿Tardará mucho?
—Unos minutos. Te dará una perfecta imagen tridimensional.
Nunca entendí cómo funcionaba el tomo-etc. Oannes me había explicado que era algo así como la alineación de los núcleos atómicos en un campo magnético y luego… no recuerdo. Pero era impresionante: en una pantalla iban apareciendo imágenes en sección, como si lo estuvieran cortando en rodajas. Los órganos aparecían en falso color (dependía, dijo Oannes, de su contenido en agua). Pronto aparecieron tantas secciones que empecé a confundirme.
—No te molestes en mirar, si no quieres. Vidya proyectará todas las secciones en tres dimensiones. Será un auténtico atlas anatómico instantáneo.
Los minutos pasaron lentamente. Mientras el cabezal iba recorriendo el tórax del angriff, empecé a examinar los ojos.
En un ser humano, los ojos quedan fijos tras la muerte. En aquella cosa no había diferencia; su mirada era tan inquietante ahora como cuando se encontraba vivo. Los globos oculares eran esferas córneas solidarias con el cráneo.
—Me parece que los ojos no pueden girar. Supongo que con un cuello tan flexible no es necesario. Incluso puede mirar hacia atrás —dije mientras giraba el cuello trescientos sesenta grados.
—Ya lo veo. Tendrías que ver las imágenes que está sacando Vidya: un ingeniero daría un brazo por el diseño de las vértebras. Sería una grúa giratoria perfecta.
—¿Tiene vértebras? —aquello era interesante. Me volví.
Ante mí tenía un angriff dibujado por Vidya. Parecía un modelo hecho con finísimos alambres de luz coloreada. ¡Maravilloso! Se apreciaban diferentes «cosas» en el tronco.
—En efecto, —dije cuando me repuse de la sorpresa— los globos oculares forman parte del cráneo. Bueno, si ya hemos acabado, sacad la mesa y empezaré a abrir cosas.
—De acuerdo. Yo te guío —dijo magnánimo Oannes.
Cuando la mesa estuvo de nuevo en su sitio, empecé abriendo un globo ocular. Era tan duro que cogí una diminuta sierra circular de mis instrumentos, y empecé a cortar.
Había mucho instrumental disponible en aquella Ciudad (me imagino que los robots aún los estarán buscando afanosamente). Creo que debían haber bisturís láser, pero seleccioné sólo cosas que yo podía reconocer y manejar. No me gustaba la idea de ser partido en dos por un bisturí láser que hubiera cogido al revés.
Pensaba que, gracias a Vidya y sus mágicos trucos, ya no quedaba nada que me sorprendiese. Estaba equivocado. La tomografía no revelaba lo que descubrí.
—¡Krishna y Brahma! Mira estos ojos.
—¿Qué tienen de raro?
—Son plateados. Plateados por dentro.
—¿Qué dices?
—Algo increíble. Mira: la «retina» está en la parte anterior del ojo, donde nosotros tenemos el cristalino. La imagen se forma gracias a la membrana interna del ojo, que actúa como espejo. Nuestro ojo es una cámara fotográfica, ¿no? Este ojo es un telescopio de reflexión. Aunque no debe aumentar mucho.
Oí un silbido estridente de Oannes. Supongo que fue asombro.
—Pero… ¿cómo se las arregla para la visión en relieve? Esos ojos no pueden moverse para centrarse en un objeto cercano.
Pensé un momento.
—Probablemente la «retina» bascula a derecha o izquierda. No parece haber iris, aunque…
—¿Qué?
—La córnea. No es transparente. Pero… me había parecido que se oscurecía.
Cogí una linterna de los instrumentos. Alumbré el ojo.
—¿Qué pasa?
—La córnea se vuelve oscura al iluminarla. Como esos lentes orgánicos del Imperio…
—¿No te lo estás pensando mucho?
—¿El qué?
—El empezar a abrir —se impacientó Oannes.
—Tranquilízate, ¿quieres? Bueno, empecemos por el cerebro.
Hice un corte con el escalpelo en la piel de la cabeza. Hueso. Cogí de nuevo la sierra circular.
El cráneo del angriff era duro como piedra, aunque aquella sierrecita cortaba cualquier cosa. El cráneo se abrió.
—Está claro que estamos ante un animal —comentó Oannes—. Si es que esa especie de cacahuete azul es el cerebro.
—Debe serlo. Desde luego, es pequeño para un animal de ese tamaño. Ni siquiera tiene circunvoluciones.
—Extráelo para sacar cortes. El microscopio nos dirá algo más.
—De acuerdo. ¡Ah, vaya! Del cerebro sale una cosa. Hacia el cuello.
—La médula espinal.
—No. No hay médula espinal. Más bien parece un haz de fibras nerviosas, que atraviesan la columna vertebral. O más bien, la «columna cervical». No hay vértebras en el tronco.
—Ya veo —Oannes miraba la imagen obtenida por tomografía—. Las vértebras tienen un agujero por donde pasa el haz. Y ese arco inferior aloja el esófago. ¿Ves? Otra cosa: ¿dónde está el aparato respiratorio? No tiene nariz ni tráquea.
El disponer de aquellas imágenes nos ahorraba tiempo; sin embargo, favorecía la impaciencia. Decidí pasar al tronco, y con unas tijeras de podar limpié de pelo una amplia zona del pecho.
Mientras cortaba piel y músculos, Oannes me guiaba.
—Lo primero que debes encontrar son dos cosas, que tienen la pinta de ser dos corazones.
Asentí. La sangre rojo-marrón que los llenaba no dejaba lugar a dudas. Llené varios tubos de ensayo con sangre.
—Para localizar los órganos, —dije, examinando las tomografías— sugiero tomar los huesos como punto de referencia. Vamos a ver…
»En el tronco no hay columna vertebral. Hay tres grandes huesos: una cintura escapular que sirve de apoyo a los músculos de los brazos; allí hay una articulación esférica donde se une el cuello.
»Una cintura pelviana, donde se apoyan los músculos de las piernas.
»Un hueso (llamémosle “sacro”) que une ambas cinturas. Del sacro parten las costillas que forman un esternón en la parte ventral del tronco. Los tres huesos se unen por articulaciones esféricas.
—Un momento —exclamó de repente Oannes—. Abre ese bulto que hay entre los hombros.
—¿Por qué?
—O mucho me equivoco, o hay otro cerebro.
Me apresuré a cortar de nuevo con la sierra. En efecto, albergaba un órgano del tamaño de una manzana, del mismo color azul que el cerebro. Se hallaba protegido por una caja ósea formada por anillos soldados.
—Esta es la respuesta. Por eso tiene un cerebro tan pequeño. Apuesto a que controla los músculos del tronco, incluyendo brazos y piernas.
—Seguramente. Otra cosa: ¿puede ser eso el aparato digestivo?
—Sin duda. Un tubo digestivo, con buche y estómago dividido en tres cámaras. Intestino… y esos bultos de ahí deben ser glándulas. Me imagino que los carnívoros no tendrán esas cámaras en el estómago.
Oannes calló mientras yo me dedicaba a la poco agradable tarea de «desmontar» aquellos exóticos órganos. Pero toda mi repugnancia se había desvanecido como por arte de magia; me sentía como Hari Pramantha desarmando un ordenador del Imperio. Fui colocando cada víscera en un bocal.
—Eso que has sacado debe ser el pulmón —dijo Oannes de repente.
—¿El qué? ¡Ah, eso! Es esponjoso… sí, debe serlo.
Corté. Una vez más me encontré ante una peculiaridad anatómica. Miré las imágenes de tomografía, palpé entre los pelos del tronco. Luego hablé.
—Anota esto, Vidya. Aparato respiratorio: dos sacos o pulmones, divididos por finas laminillas longitudinales por donde circula la sangre.
»Vías respiratorias: dos aberturas a ambos lados de la base del cuello. De allí parten dos tubos (las llamaré “tráqueas”) que se ramifican en “traquéolas” hasta los pulmones. Estas son la entrada de aire: la salida son esas dos hileras de orificios en el tronco, a la altura de la “cintura”, cerrados por válvulas. ¡Orificios de entrada y salida independientes! Muy ingenioso.
»En cuanto a la ventilación pulmonar: seguramente se consigue por movimiento de las costillas; no hay diafragma.
—¿Qué hay de las demás cosas? Aparato excretor, órganos sensoriales, etc.
Me encogí de hombros.
—Aún es pronto para saberlo. Quizás algunas de las cosas de ahí —señalé los bocales—. Olfato… por lógica debería estar en los orificios de entrada de aire. Gusto, en la lengua o paladar, también por lógica Oído… esos pequeños discos detrás de los ojos. Vidya deberá hacer una tomografía más fina de la cabeza, si se puede. Los sentidos principales siempre están cerca del cerebro.
—Aquí hay dos.
—Por lo que también debe obtener tomografías más finas del hueso de los hombros —pensé un momento—. Si el cerebro secundario controla los movimientos del cuerpo, los órganos del equilibrio deben estar cerca de él. Que Vidya busque cualquier minúscula cavidad. ¿Más cosas?
—¿Aparato reproductor?
Examiné de nuevo la imagen tridimensional, luego miré uno por uno los bocales.
—Uno de esos órganos. Hmmm… esa cosa trilobulada… no; desemboca en el intestino. Me parece que debe ser esos dos órganos en forma de cono.
—¿Por qué?
—Están atrás, hacia el abdomen. Y este tubo en forma de «Y» que los une desemboca junto con el ano, formando una cloaca como la de las aves.
—Entiendo. Una pregunta indiscreta: ¿nuestro invitado es señor y/o señora?
Me eché a reír. Con pinzas y escalpelo empecé a hurgar en lo que yo sospechaba que eran los órganos sexuales.
—Yo diría que es señora —dije al cabo de varios minutos—. Mira esos bultos naranja: ¿no tienen todo el aspecto de yemas de huevos? Se forman en esos tubos, van descendiendo y… ¡vaya, eso sí que es nuevo!
—¿Qué ocurre? —preguntó Oannes.
—Esta cosa no es sólo señora. También es partenogenética.
—¿Cómo lo sabes?
—El oviscapto… ese tubo que debe servir para la puesta de huevos… está taponado. Lo que significa que no puede ser fecundada por un macho.
—Pero entonces, los huevos no tienen modo de salir al exterior.
—Seguramente saldrán disolviendo el tapón con un enzima.
—Pero —objetó Oannes— quizás los espermatozoides…
—No, hay algo más. Necesito la lupa. A propósito, haz más tomografías y trata de localizar un macho entre los otros. Vosotros —señalé a los sacerdotes, hablando por mi traductor—. Llevad los cadáveres donde os diga Oannes.
(Me hallaba tan absorto, que no me di cuenta hasta más tarde de lo que aquello representaba. ¡Obedecer órdenes directas de Dios, que hablaba conmigo familiarmente! Sin duda los sacerdotes serían ascendidos a acaryas[68], o como se llamasen aquí.)
Examiné aquellos huevos bajo una potente luz. Se veían unos objetos opacos, flotando en el traslúcido líquido naranja.
—Lo suponía —exclamé—. Estos huevos llevan embriones. Todos, incluso los más recientes. Lo que implica que no tienen que llegar al final del ovario para ser fecundados.
Abrí cautelosamente varios huevos en una cubeta de disección con un poco de agua. Los examiné bajo la lupa, con pinzas y una aguja enmangada.
—¿Partenogenético, un animal tan complicado? —dijo Oannes, incrédulo.
—Supongo que sí. ¿Qué otra explicación encuentras? No me imagino cómo son fecundados. ¿Has encontrado machos?
—Aún faltan algunas tomografías, pero a simple vista no me parecen distintos.
—No significa nada. Los caracteres sexuales a menudo son poco aparentes. Pero si por casualidad hay un macho, sabríamos más. Aunque la ley de probabilidades… ¡por Kamsa, Satán y Pilatos! —exclamé sin poder contenerme.
—¿Qué es? —dijo Oannes, sorprendido ante mi reacción.
Separé mis ojos atónitos de los oculares de la lupa.
—Este embrión.
—Sí, ¿qué pasa?
—Tiene pico de carnívoro. Espera, esta lupa tiene una cámara de televisión de circuito cerrado.
La encendí. Y la imagen que apareció en la pequeña pantalla era inconfundible. Un carnívoro en miniatura, con pico puntiagudo, minúsculos dientes, dedos y espolones. Para comparar, puse al lado otro embrión de herbívoro. La diferencia era clara, incluso en un estadio tan temprano del desarrollo.
—Pero esto es increíble. ¿Puede ser una mutación?
—¿Tan parecida a un carnívoro en todos sus caracteres?
—No, supongo que no —admitió Oannes—. Un herbívoro que tiene hijos carnívoros, al menos algunos hijos… Extraordinario. Bueno, quizás haya algo que podamos hacer. Cuando recibamos las muestras congeladas, quizás Vidya pueda decirnos algo de su bioquímica.
Miré en torno mío. El cadáver destripado yacía en la mesa en un mar de sangre amarronada. Por la mesa habían bocales con órganos, y pequeñas piltrafas por suelo y mesas. Mi túnica de papel se encontraba embadurnada de sangre, y los sacerdotes miraban con aprensión sus sucios mantos ceremoniales.
—Mañana. Ahora necesito una ducha y una cena.
—De acuerdo —Oannes desapareció, ante la sorpresa de su clero.
Aquella noche sólo cené verduras.