por Lilith Firishta
En los últimos siglos, la ciencia de la bioquímica ha avanzado mucho; sabiendo la fórmula de una sustancia podemos fabricarla… con dos o tres toneladas de equipo. Una insignificante brizna de hierba puede hacer lo mismo. Por ello, incluso en el Imperio es más barato extraer muchas sustancias (desde madera a drogas y fármacos) a partir de las plantas. Como es sabido, las plantas pueden sintetizar cualquier molécula orgánica a partir de unas pocas moléculas básicas: CO2, agua, algunas sales, en un proceso movido por energía luminosa; esto es la fotosíntesis, que se lleva a cabo en los cloroplastos.
El cloroplasto es un orgánulo celular muy «sencillo». Tan sencillo como un microchip: un trocito de silicio con unas cositas en él, que hace lo mismo que un par de toneladas de cables y válvulas de vacío (¿las recuerdan?).
El reciente descubrimiento de la Esfera y, sobre todo, de la nave espacial Konrad Lorenz, ha puesto en nuestras manos un caudal de conocimientos que apenas empezamos a explorar. Uno de los más interesantes, y en nuestro caso, útiles, es el de las placas sintetizadoras.
El doctor Chandragupta las llamó «cloroplastos eléctricos», lo que es una buena descripción. Aparentemente son muy simples: grandes tanques divididos interiormente por una serie de finas láminas o placas, no más gruesas que hojas de papel, dispuestas paralelas y con una separación de medio centimetro. Cada placa posee dos bornes, donde se conecta la corriente eléctrica. Los espacios interiores están llenos de agua que circula continuamente, y a través de la cual se hace burbujear CO2. Las placas son de un material semiconductor, y por ellas circula corriente eléctrica. Nada más.
El aspecto recuerda el de una batería eléctrica, y su función es parecida: almacenar energía eléctrica en forma de enlaces químicos… excepto que estos enlaces químicos son los de compuestos orgánicos.
Pero su sencillez es sólo aparente. En la superficie de esas placas, cuando las recorre la corriente, se producen rápidamente reacciones de síntesis de una gran complejidad. A partir del agua, del anhídrido carbónico, y de las sales minerales disueltas, se sintetizan sustancias orgánicas y se desprende oxígeno… exactamente como en un vegetal. La energía necesaria para la síntesis proviene de la corriente eléctrica, pero pueden funcionar, en caso de urgencia, con luz solar, con lo que la semejanza con un cloroplasto es total.
El producto final de esta síntesis es una solución acuosa de donde se pueden extraer (por evaporación o liofilización) azúcares, grasas, proteínas, y todas las sustancias necesarias para la vida. Tanto las ciudades rodantes de la Tierra como la nave espacial Konrad Lorenz están provistas de estas placas. Por supuesto, pueden construirse placas capaces de sintetizar cualquier materia orgánica.
En las ciudades rodantes, el agua que circula por las placas se toma del exterior, de un río o lago. En el caso de una nave espacial, donde no hay tal fuente exterior de agua, procede de las aguas de desecho de la propia nave, tras someterla a oxidación, con el fin de destruir todo vestigio de materia orgánica; lo mismo que hace una planta depuradora de agua. Esto no representó ningún problema técnico especial, ya que nuestras naves espaciales llevaban el equipo necesario. El anhídrido carbónico, claro está, se toma del sistema de aire de la nave.
En cuanto al rendimiento energético, el de estas placas es muy superior al de la fotosíntesis. Para sintetizar un terrón de azúcar, por ejemplo, harían falta 39.8 metros cuadrados de terreno cultivado totalmente cubierto por la superficie de las hojas. En comparación, se necesita tan sólo 1.6 metros cuadrados de placas; es decir, su eficiencia es 25 veces mayor.
El interés de estos artefactos es evidente, en el caso de los viajes espaciales. Los sistemas de reciclado de una espacionave no permiten un ciclo de materia totalmente cerrado; con frecuencia, se limitan a recuperar el agua procedente de la respiración o excreción. Las mandalas pueden ser autosuficientes, pero dependen de vegetales, algo excesivamente costoso en peso para una nave espacial. Las placas sintetizadoras permiten que una nave espacial sea totalmente autónoma mientras disponga de una fuente de energía.
Pero estas placas son sólo el principio. No se trata sólo de obtener alimento para una nave espacial; es el inicio de una nueva ciencia que podríamos llamar «microbiofísica». Si se pudiesen construir placas «a gusto del consumidor», podría obtenerse de todo. Una placa sintetizadora podría ser construida para fabricar la molécula que fuese: antibióticos, anticuerpos, plásticos, seda, o pasta de papel. En una palabra, se abre ante nosotros la perspectiva de un mundo entre lo biológico y lo físico.
Por desgracia, las posibilidades de duplicación de estas placas son escasas, en el estado de desarrollo de nuestra ciencia. La superficie está formada por grupos de átomos que forman huecos, donde encajan las moléculas que deben reaccionar; y duplicar esto representa trabajar la superficie, literalmente, átomo por átomo. Sin embargo, los procedimientos de fabricación de circuitos integrados y microchips podrían darnos los medios para fabricarlas, lo que representaría una inesperada aplicación de estas técnicas.
(Revista Vidyayam; mes de Harat de 4980 dfi).