Hadji Murat había recibido permiso para pasear a caballo por los alrededores de la ciudad, pero siempre con una escolta de cosacos. En Nuha había medio centenar de éstos, de los que una decena estaban al servicio de los oficiales; de modo que si, de acuerdo con las órdenes recibidas, diez de los restantes salían con Hadji Murat, esos mismos hubieran tenido que salir cada dos días. Por lo tanto, después de haber escogido a diez para salir el primer día, se decidió que en el futuro sólo saldrían cinco; y a Hadji Murat se le pidió que no llevase consigo a todos sus murids. Pero el 25 de abril salió con los cinco. En el momento en que Hadji Murat montaba en su caballo, el comandante notó que los cinco se aprestaban a salir con él y le dijo que eso no estaba permitido, pero Hadji Murat fingió no haberle oído, arreó a su caballo y el comandante no insistió. Al mando de los cosacos estaba un suboficial, Nazarov, galardonado con la Cruz de San Jorge por su valentía, joven sano, de pelo castaño y tez rosada. Era el mayor de una familia pobre de la secta de Viejos Creyentes, huérfano de padre, y mantenía a su anciana madre, a tres hermanas y dos hermanos.
—¡Ten cuidado, Nazarov, no le dejes que se aleje de ti! —gritó el comandante.
—Bien, Vuestra Nobleza —respondió Nazarov y, alzándose sobre los estribos, ajustó la carabina a su espalda y puso su hermoso y robusto alazán al trote. Cuatro cosacos le seguían: Ferapontov, alto y delgado, ladrón y saqueador como el que más (él había sido quien había vendido la pólvora a Gamzalo); Ignatov, campesino robusto que se jactaba de su fuerza y que, pasada ya su juventud, se acercaba al retiro; Mishkin, chico débil de quien todos se reían; y Petrakov, joven, rubio, hijo único muy consentido de su madre, siempre afectuoso y jovial.
Había habido niebla toda la mañana, pero a la hora del desayuno el tiempo había mejorado y el sol brillaba sobre el naciente follaje, la hierba virgen y tierna, el trigo en trance de retoñar y las ondas del río impetuoso visible apenas a la izquierda del camino.
Hadji Murat iba despacio, seguido de sus murids y los cosacos a cierta distancia. Salieron al paso, siguiendo el camino y alejándose del fuerte. Encontraron a mujeres que llevaban cestas en la cabeza, soldados que guiaban carretas, carromatos chirriantes tirados por búfalos. Al cabo de dos verstas, Hadji Murat aguijó a su caballo blanco de Kabarda, que arrancó con tal presteza que los murids y los cosacos se vieron obligados a poner sus monturas a un trote rápido para no quedarse atrás.
—¡Ah, vaya buen caballo que tiene! —dijo Ferapontov—. Si aún fuera enemigo nuestro, yo bien que lo desmontaría.
—Sí, muchacho. Trescientos rublos daban en Tiflis por ese caballo.
—Pero yo lo adelantaré con el mío —dijo Nazarov.
—¿Adelantarlo? ¡Ca, hombre!
Hadji Murat seguía acelerando el paso.
—¡Eh, kunak, que no debes hacer eso! ¡Más despacio! —gritó Nazarov, alcanzando a Hadji Murat.
Éste se volvió para mirar y, sin decir nada, siguió cabalgando al mismo paso.
—¡Ojo, que éstos están tramando algo! ¡Los muy bandidos! —dijo Ignatov—. Ya ves a qué paso van.
De ese modo cubrieron una versta en dirección a la montaña.
—¡Te digo que eso está prohibido! —gritó de nuevo Nazarov.
Hadji Murat no contestó ni se volvió, sino que aceleró la andadura del caballo y pasó al galope.
—¡Farsante! ¡No te escaparás! —gritó Nazarov, herido en lo vivo.
Dio un latigazo a su brioso alazán y, alzándose en los estribos e inclinándose hacia delante en la silla, salió a brida suelta en persecución de Hadji Murat.
El cielo estaba tan límpido, el aire tan fresco, las fuerzas de la vida jugaban tan gozosamente en el alma de Nazarov cuando él y su soberbio y brioso caballo se fundieron en una unidad que no se le ocurrió la posibilidad de un percance infausto, triste o terrible. Se alegraba de que con cada paso ganaba terreno a Hadji Murat y se acercaba a éste. Hadji Murat comprendió por el galope del gran caballo del cosaco que se le acercaba y que pronto lo alcanzaría. Cogió su pistola con la mano derecha y, con la izquierda, frenó ligeramente a su montura excitada de oír el galope tras sí.
—¡Te digo que está prohibido! —gritó Nazarov casi al nivel de Hadji Murat, alargando la mano para coger la brida del caballo de éste.
Pero antes de lograrlo sonó un disparo.
—¿Pero qué haces? —gritó Nazarov, llevándose las manos al pecho—. ¡A ellos, muchachos! —exclamó, tambaleándose y cayendo sobre el arzón de la silla.
Pero los montañeses aprestaron sus armas antes que los cosacos, dispararon contra ellos sus pistolas y los atacaron con los sables. Nazarov colgaba del cuello de su caballo aterrado que daba vueltas alrededor de sus camaradas. El caballo de Ignatov cayó, aplastándole la pierna, y dos de los montañeses, sin desmontar, desenvainaron los sables y le acuchillaron la cabeza y los brazos. Petrakov estaba a punto de socorrer a su compañero cuando le alcanzaron dos disparos, uno en la espalda y otro en el costado, y rodó del caballo como un fardo.
Mishkin dio media vuelta con su caballo y partió volando hacia el fuerte. Hanefi y Khan-Magoma se lanzaron tras él, pero había tomado la delantera y los montañeses no pudieron darle alcance. Cuando vieron que no podían alcanzarle volvieron a los otros. Gamzalo, quitándole el puñal a Ignatov y después de acuchillar a éste, degolló también a Nazarov y lo arrojó de su caballo. Khan-Magoma quitó a los muertos los sacos de cartuchos. Hanefi quiso llevarse el caballo de Nazarov, pero Hadji Murat le gritó que lo dejara y se lanzó camino adelante. Sus murids galopaban tras él, ahuyentando al caballo de Petrakov que corría tras ellos. Estaban ya a unas tres verstas de Nuha en unos arrozales cuando un disparo desde la torre del fuerte fue la señal de alarma.
Petrakov yacía boca arriba, con el vientre abierto, y el rostro juvenil vuelto hacia el cielo, y mientras moría jadeaba como un pez fuera del agua.
—¡Ay, Dios mío! ¡Por todos los santos! ¿Qué es lo que han hecho? —gritó el comandante del fuerte, llevándose las manos a la cabeza al enterarse de la fuga de Hadji Murat—. ¡Me han arruinado! ¡Le han dejado escapar esos bribones! —gritaba oyendo el relato de Mishkin.
La alarma fue general, y no sólo se enviaron tras los fugitivos a todos los cosacos disponibles, sino también a todos los milicianos que pudieron hallarse en los aouls sometidos a los rusos. Se ofreció una gratificación de mil rublos a quien trajese a Hadji Murat vivo o muerto. Y dos horas después de que éste y sus camaradas se escaparon de los cosacos, más de doscientos hombres a caballo cabalgaban tras el oficial encargado de encontrar y capturar a los fugitivos.
Después de cubrir algunas verstas por el camino, Hadji Murat refrenó su caballo que, empapado de sudor, se había vuelto de blanco en gris, y se detuvo. A la derecha del camino veíanse las casas y el minarete del aoul Belardyik; a la izquierda había sembrados y en el fondo un río. A pesar de que el camino que llevaba a las montañas estaba a la derecha, Hadji Murat torció en dirección opuesta, hacia la izquierda, calculando que sus perseguidores seguirían por la derecha. Él, por su parte, saliéndose del camino, atravesaría el Alazan y volvería al camino por el otro lado, donde nadie le esperaría, seguiría por él hasta el bosque y por allí, cruzando de nuevo el río, podría adentrarse en las montañas. Habiéndolo decidido así, torció a la izquierda. Pero resultó imposible llegar hasta el río. El arrozal que; necesitaba atravesar acababa de ser inundado, como siempre sucede en la primavera, y se había convertido en una ciénaga en la que los caballos se hundían hasta por encima de las cuartillas. Hadji Murat y sus murids buscaron por la derecha, por la izquierda, esperando encontrar un lugar más seco, pero el campo en que habían entrado estaba saturado de agua por todas partes. Los caballos sacaban los cascos del espeso cieno con un ruido semejante al de un corcho al salir de la botella y, al cabo de unos pasos, se paraban jadeantes.
Así estuvieron trajinando tan largo rato que empezó a anochecer sin que hubieran podido llegar al río. A la izquierda había una especie de islote cubierto de arbustos, y Hadji Murat decidió entrar en él y permanecer allí hasta la noche para que descansaran los caballos agotados. Una vez entre los arbustos, Hadji Murat y sus murids bajaron de los caballos, los trabaron y los dejaron pacer, mientras los hombres comían el pan y el queso que habían llevado consigo. La luna nueva que les había alumbrado al principio se puso tras las montañas y la noche resultó oscura. Los ruiseñores eran muy abundantes en esa comarca, y había dos de ellos en esos arbustos. A causa del ruido que Hadji Murat y sus acompañantes hicieron al entrar en el islote, los ruiseñores permanecieron callados, pero cuando los hombres guardaron silencio los pájaros empezaron a cantar de nuevo, respondiéndose uno a otro. Hadji Murat, atento a los ruidos de la noche, los escuchaba a su pesar.
Y sus trinos le recordaron la canción sobre Hamzad que había oído la noche antes cuando había salido en busca de agua. Ahora podía encontrarse en cualquier momento en la misma situación que Hamzad. Estuvo pensando en que así sería, y de pronto su espíritu se tornó grave. Extendió su burka en el suelo e hizo sus abluciones; y apenas las hubo concluido cuando oyó un ruido que se acercaba a los arbustos. Era el chapoteo en el cenagal de una multitud de cascos de caballos. Khan-Magoma, que era agudo de vista, corrió a uno de los bordes del islote y, mirando a través de la oscuridad, vio las siluetas negras de caballos y hombres a pie que se acercaban. Hanefi vio un tropel semejante al otro lado. Era Karganov, el comandante militar del distrito, que venía con sus milicianos.
«Pues bien, habrá que luchar como Hamzad» —se dijo Hadji Murat.
Tan pronto como se dio la señal de alarma, Karganov se había lanzado en persecución de Hadji Murat con un centenar de milicianos y cosacos, pero no había podido encontrar en ninguna parte a los fugitivos ni sus huellas. Karganov, desalentado, se volvía ya al fuerte cuando al anochecer tropezó con un viejo del país, a quien preguntó si había visto a seis caballistas. El viejo contestó que sí, que había visto a seis caballistas chapoteando en un arrozal y después los había visto meterse entre unos arbustos donde él había estado cogiendo leña. Karganov, llevando consigo al viejo, volvió por donde había venido y, al ver los caballos trabados, se convenció de que Hadji Murat estaba allí. Durante la noche puso cerco al islote, esperando que llegara la mañana para capturar a Hadji Murat vivo o muerto.
Dándose cuenta de que estaba cercado, Hadji Murat descubrió en medio de los arbustos un antiguo foso y decidió instalarse en él y resistir mientras tuviera fuerza y municiones. Dijo esto a sus camaradas y les ordenó que levantaran un parapeto delante del foso. Y sus hombres comenzaron al momento a cortar ramas, a cavar la tierra con los puñales y preparar una trinchera. Hadji Murat trabajaba con ellos.
Tan pronto como empezó a clarear, el comandante de la milicia se acercó al islote y gritó:
—¡Eh, Hadji Murat! ¡Ríndete! ¡Nosotros somos muchos y vosotros pocos!
En respuesta salió un poco de humo del foso, sonó un disparo y una bala hirió al caballo de un miliciano. El caballo se tambaleó y cayó. Al momento las carabinas de los milicianos, agazapados al borde del islote, comenzaron a disparar a su vez, pero sus balas, silbando y zumbando, cortaban hojas y ramas y se clavaban en el parapeto, sin tocar a los hombres que estaban detrás de él. Únicamente el caballo de Gamzalo, que estaba algo apartado de los demás, fue alcanzado. No cayó, pero rompió las trabas y se lanzó hacia los otros caballos, apretándose contra ellos y enrojeciendo con su sangre la hierba tierna. Hadji Murat y sus hombres disparaban sólo cuando avanzaba alguno de los milicianos y raras veces erraban el tiro. Tres milicianos resultaron heridos y los demás no sólo no se atrevían a lanzarse al ataque, sino que iban alejándose poco a poco de los fugitivos, disparando sólo desde lejos y al buen tuntún.
De ese modo transcurrió más de una hora. El sol se habla levantado hasta media mitad de los árboles, y Hadji Murat pensaba ya en saltar sobre su caballo e intentar llegar hasta el río cuando volvieron a oírse gritos de un nuevo y gran destacamento que se acercaba. Eran Hadji-Aga, de Mehtuli, y sus hombres, doscientos en total. Hadji-Aga había sido en otro tiempo kunak de Hadji Murat y vivido con él en las montañas, pero más tarde se había pasado a los rusos. Con él estaba Ahmet-Khan, hijo de un enemigo de Hadji Murat. Al igual que Karganov, Hadji-Aga comenzó a gritar a Hadji Murat que se rindiera, pero al igual que la primera vez Hadji Murat contestó con un disparo.
—¡A los sables, muchachos! —gritó Hadji-Aga, empuñando el suyo. Y se oyeron centenares de voces de hombres que se lanzaban rugiendo a los arbustos. Los milicianos entraron corriendo en la maleza, pero de detrás del parapeto se oyeron, uno tras otro, varios disparos. Tres hombres cayeron. Los atacantes se detuvieron y, apostados a la orilla del islote, empezaron también a disparar. Disparaban a la vez que iban acercándose poco a poco al foso, corriendo de detrás de un arbusto a otro. Algunos lograban saltarlo, otros caían bajo las balas de Hadji Murat y sus secuaces. Hadji Murat no fallaba nunca el tiro; Gamzalo tampoco disparaba en vano, y lanzaba un aullido de alegría cada vez que daba en el blanco. Khan Magoma estaba sentado al borde del foso cantando Lya illyah il Allah y disparaba sin apresurarse, pero raras veces con éxito. A Eldar todo el cuerpo le temblaba de lo impaciente que estaba por lanzarse sobre los enemigos puñal en mano; tiraba a menudo y a la buena de Dios, volviéndose continuamente para mirar a Hadji Murat y sacando la cabeza por encima del parapeto. El velludo Hanefi, con las mangas remangadas, hacía también allí su oficio de criado. Cargaba los fusiles que le pasaban Hadji Murat y Khan-Magoma, empujando cuidadosamente con una baqueta de hierro las balas envueltas en trapos grasientos y sacando de su bolsa pólvora seca para llenar las cazoletas. Khan-Magoma no se agazapaba como los otros en el foso, sino que corría desde allí a los caballos para hacerlos pasar a lugares menos peligrosos, y chillando constantemente disparaba sin apoyar el fusil en nada. Fue el primero en resultar herido. La bala le perforó el cuello, y cayó sentado escupiendo sangre y lanzando juramentos. Luego le tocó a Hadji Murat: una bala le atravesó el hombro. Arrancó algodón del forro de su beshmet, taponó la herida con él y siguió disparando.
—¡Ataquemos a sablazos! —dijo Eldar por tercera vez, y se levantó para mirar por encima del parapeto, pronto a lanzarse contra el enemigo; pero en ese mismo instante le alcanzó una bala, se tambaleó y cayó de espaldas sobre la pierna de Hadji Murat.
Hadji Murat le miró. Los hermosos ojos de carnero estaban clavados fija y seriamente en su amo y señor. La boca, con el prominente labio superior igual al de los niños, se crispaba sin abrirse. Hadji Murat sacó la pierna de debajo de él y continuó disparando. Hanefi se inclinó sobre el cuerpo y a toda prisa empezó a sacar de la cherkeska las municiones aún no utilizadas. Mientras tanto, Khan-Magoma seguía cantando, cargando su fusil y disparando. Los enemigos, saltando de matorral en matorral, entre gritos y hurras, se iban acercando cada vez más. Otra bala dio a Hadji Murat en el costado izquierdo. Se tumbó en el foso y una vez más arrancó del beshmet un trozo de algodón y tapó la herida. La del costado era mortal y él comprendió que iba a morir. Recuerdos e imágenes pasaron por su imaginación a una insólita rapidez. Ora veía ante sí al vigoroso Abununtsal-Khan cuando, sosteniéndose la mejilla desgarrada y colgante, se lanzaba puñal en mano sobre el enemigo; ora veía al viejo Vorontsov, débil, exangüe, con su rostro astuto y pálido y oía su voz dulzona; ora veía a su hijo Yusuf o a su mujer Sofía, o la cara pálida, la barba pelirroja y los ojos entornados de su enemigo Shamil.
Todos estos recuerdos pasaban por su imaginación sin provocar en él sentimiento alguno de compasión, odio o deseo de ningún género. Todo ello le parecía trivial en comparación con lo que estaba a punto de comenzar y comenzaba ya para él. Y, no obstante, su cuerpo robusto continuaba lo que había empezado. Aunando las fuerzas que le quedaban, se levantó dentro del foso, disparó la pistola contra un hombre que venía corriendo hacia él y acertó. El hombre cayó. Seguidamente salió por completo del foso y, cojeando pesadamente, se fue derecho al enemigo puñal en mano. Sonaron varios disparos, y él vaciló y cayó. Varios milicianos, con gritos de triunfo, se lanzaron sobre su cuerpo yacente. Pero lo que les había parecido un cadáver comenzó de pronto a moverse. Primero se levantó la cabeza afeitada y sangrienta, desprovista de turbante; luego fue el tronco y, agarrándose a un árbol, Hadji Murat se incorporó por completo. Su aspecto era tan terrible que los que corrían hacia él se detuvieron. Pero de pronto tembló todo él, se desprendió del árbol y cayó boca abajo, como un cardo segado, y ya no volvió a moverse.
No se movía, pero aún sentía. Cuando Hadji-Aga, que fue el primero en llegar a él, le dio una fuerte puñalada en la cabeza, le pareció a Hadji Murat que alguien le golpeaba con un martillo, y no comprendía quién lo hacía o por qué. Ése fue su último contacto consciente con su cuerpo. Ahora ya no sentía nada, y sus enemigos pateaban y daban tajos a una cosa que no tenía nada que ver con él. Hadji-Aga le puso el pie en la espalda y, con dos sablazos, le cortó la cabeza; luego, con cuidado de no mancharse las botas de sangre, la echó a rodar con el pie. Una sangre roja salió de las arterias del cuello, y una sangre negra salió de la cabeza y empapó la hierba.
Karganov, Hadji-Aga, Ahmet-Khan y todos los milicianos, como cazadores en torno a la presa muerta, rodearon los cadáveres de Hadji Murat y sus murids (los de Hanefi, Khan Magoma y Gamzalo fueron atados), y entre el humo de la pólvora que se cernía sobre los matorrales charlaban alegremente celebrando su victoria.
Los ruiseñores, que habían callado durante el tiroteo, empezaron de nuevo a cantar; primero uno solo muy cerca, luego otros un poco más lejos.
Fue esta muerte la que recordé cuando vi el cardo abatido en medio del sembrado.