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La decisión fue tomada en medio de la noche. Concluyó que era preciso huir a las montañas y, con los avaros afectos a su causa, atacar Vedeno y morir allí o rescatar a su familia. Lo que no decidió fue si volvería con su familia a los rusos o huiría a Hunzah para luchar allí con Shamil. Lo único que sabía era que ahora era indispensable escapar de los rusos e internarse en las montañas. Y seguidamente se dispuso a poner manos a la obra. Sacó de debajo del cojín su beshmet negro forrado de guata y pasó a la habitación en que estaban su secuaces. Éstos vivían al otro lado del zaguán. Tan pronto como salió al zaguán, cuya puerta exterior estaba abierta a la noche de luna, sintió el frescor del rocío nocturno y oyó el silbar y trinar de varios ruiseñores en el jardín de la casa.

Hadji Murat cruzó el zaguán y entró en el aposento de sus secuaces. En éste no había luz; sólo estaba alumbrado por el fulgor de la luna que, en su cuarto creciente, entraba por la ventana. La mesa y las dos sillas habían sido colocadas a un lado y los cuatro murids estaban acostados en el suelo sobre alfombras y burkas. Hanefi dormía fuera con los caballos. Gamzalo, al oír chirriar la puerta, se incorporó, se volvió hacia Hadji Murat y, reconociéndole, volvió a acostarse. Eldar, por su parte, acostado junto a él, se levantó de un salto, se puso el beshmet y aguardó a que se le dieran órdenes. Kurban y Khan-Magoma dormían. Hadji Murat puso su beshmet en la mesa, y algo duro sonó en la madera. Eran las monedas de oro cosidas en él.

—Cose también éstas —dijo Hadji Murat, dando a Eldar las que había recibido la víspera. Eldar las tomó, fue a un sitio iluminado por la luna, sacó un cortaplumas de debajo del puñal y se puso a descoser el doblez del beshmet.

Gamzalo se incorporó y se sentó con las piernas cruzadas.

—Y tú, Gamzalo, manda a los muchachos que dispongan los fusiles y las pistolas y que preparen las cargas. Mañana vamos lejos.

—Hay pólvora y hay balas. Todo estará listo —dijo Gamzalo con un rugido ininteligible. Sabía por qué Hadji Murat mandaba cargar los fusiles. Desde el principio, y cada día más, deseaba únicamente una cosa: matar, apuñalar al mayor número posible de esos perros de rusos y huir a las montañas. Y ahora, al ver que eso mismo era lo que quería Hadji Murat, estaba contento.

Cuando Hadji Murat salió, Gamzalo despertó a sus camaradas y los cuatro pasaron la noche entera comprobando carabinas, pistolas, pertrechos y piedras de chispa. Cambiaron las que estaban gastadas, pusieron pólvora fresca en las cazoletas, cargaron las cartucheras de proyectiles, taponando con balas envueltas en trapos untados de aceite paquetes de pólvora cuidadosamente medida para cada carga, afilaron los sables y puñales y los engrasaron con sebo.

Al filo del alba Hadji Murat volvió al zaguán buscando agua para sus abluciones. El canto de los ruiseñores, al romper el día, era más fuerte y frecuente que la noche antes. De la habitación de los murids llegaba el chirriar y raspar uniforme de hierro contra piedra cuando se afilaban los puñales. Hadji Murat sacó agua de una cubeta, y se acercaba ya a su puerta cuando oyó en el cuarto de los murids, además del ruido de la afiladura, la voz fina de Hanefi que cantaba una canción que le era conocida. Hadji Murat se detuvo y se puso a escuchar.

La canción relataba cómo un dytgit, Hamzad, con sus hombres, había robado a los rusos una tropilla de caballos blancos, y cómo luego un príncipe ruso le había perseguido hasta el otro lado del Terek y le había puesto cerco con un ejército tan numeroso como un bosque. Seguidamente la canción contaba cómo Hamzad había degollado a los caballos, se había atrincherado tras la sangrienta barricada y había luchado con los rusos mientras le quedaban balas en los fusiles, puñales en la cintura y sangre en las venas. Pero antes de morir, Hamzad vio unos pájaros volando por el cielo y les gritó: «¡Oh, pájaros emigrantes, volad a nuestras casas y decid a nuestras hermanas, a nuestras madres y a las muchachas blancas que todos hemos muerto por Ghazavat. Decidles que nuestros cuerpos no yacerán en tumbas, sino que lobos hambrientos esparcirán y roerán nuestros huesos y que los cuervos negros nos arrancarán los ojos!».

De esa manera terminaba la canción y a esas últimas palabras cantadas en tono melancólico vino a unirse la voz vigorosa del alegre Khan-Magoma para gritar apenas entonada la última nota: Lya illyah il Allah, con un grito agudo a continuación. Luego todo volvió a quedar en silencio, salvo el chasquear y silbar de los ruiseñores en el jardín y de cuando en cuando, detrás de la puerta, el sonido del hierro deslizándose rápido por la piedra de afilar.

Tan absorto estaba Hadji Murat que no se apercibió de que había inclinado su vasija y el agua empezaba a derramarse. Sacudió la cabeza y entró en su habitación. Después de acabar con sus abluciones matinales examinó sus armas y se sentó en la cama. No había nada más que hacer. Para partir hacía falta el permiso del comisario; ahora bien, todavía no era de día y el comisario estaba durmiendo aún.

La canción de Hanefi le trajo a la memoria otra canción que había compuesto su madre. Esta otra canción relataba algo que realmente había ocurrido poco después de nacer él. Hela aquí:

«Tu puñal de acero de damasco ha desgarrado mi pecho blanco, pero yo he puesto a mi pequeño sol, a mi niño, sobre la herida, lo he bañado con mi sangre ardiente, y la herida se ha curado sin hierbas ni raíces. Como no he tenido miedo a la muerte, mi niño, mi dytgit, tampoco lo tendrá».

Las palabras de esta canción estaban dirigidas al padre de Hadji Murat. Su sentido era el siguiente: Cuando su madre dio a luz, la khansha había traído también al mundo a su segundo hijo, Umma-Khan y había pedido como nodriza a la madre de Hadji Murat, que había criado a su hijo mayor Abununtsal. Pero Patimat no había querido abandonar a su hijo y dijo que no iría. El padre de Hadji Murat se enfureció y ordenó que lo hiciese. Cuando ella se negó de nuevo, le había dado una puñalada y la habría matado si no le hubieran arrebatado el puñal. Así pues, ella no había abandonado a su hijo y lo había amamantado; éste era el tema sobre el que había compuesto la canción.

Hadji Murat recordaba a su madre: cuando ella le acostaba a su lado, bajo la pelliza, en la terraza de la casa, le cantaba esa misma canción y él le pedía que le mostrase el lugar en el costado donde estaba la cicatriz de la herida. Veía ante sí a su madre, no con la piel arrugada, el pelo blanco y resquicios entre los dientes, como la había visto la última vez, sino joven, hermosa y tan fuerte que, cuando él tenía ya cinco años y pesaba bastante, pasaba la montaña llevándole a la espalda en una cesta para ir a ver a su abuelo. Y recordaba asimismo a su abuelo, el orfebre, con sus arrugas y barba blanca, cuando trabajaba la plata con manos de venas prominentes y obligaba a su nieto a recitar las oraciones. Recordaba la fuente al pie de la colina, a donde él, asido a los pantalones de su madre, iba por agua. Recordaba el perro flaco que le lamía la cara; y, sobre todo, el olor y el regusto del humo y la leche agria cuando su madre iba con él al pajar donde ordeñaba a las vacas y cocía la leche. Recordaba el primer día en que su madre le había afeitado la cabeza y la sorpresa que se había llevado cuando vio, reflejada en la sartén de cobre de fondo brillante, su cabecita redonda de tinte azulado.

Y el recordarse a sí mismo como niño pequeño le llevó a recordar a su hijo querido, Yusuf, a quien él mismo le había afeitado la cabeza por primera vez. Ahora ese Yusuf era un guapo mozo, un intrépido dytgit. Recordaba a su hijo tal como lo había visto la última vez. Fue el día en que había salido de Tselmés. Su hijo le había traído el caballo y le había pedido permiso para acompañarle. Estaba vestido y armado debidamente y traía a su propio caballo por la brida. El rostro colorado, joven y hermoso de Yusuf y su figura alta y esbelta (era más alto que su padre) respiraba audacia, juventud y alegría de vivir. La anchura de los hombros, a pesar de su juventud, las sólidas caderas y el talle largo y delgado, los brazos largos y vigorosos, la fuerza, destreza y rapidez de todos sus movimientos habían regocijado siempre a Hadji Murat, quien admiraba a su hijo.

—Mejor es que te quedes. Tú eres el único que estará ahora en casa. Cuida a tu madre y a tu abuela.

Y Hadji Murat recordaba la expresión varonil y orgullosa con la que Yusuf, encendido el rostro de satisfacción, dijo que mientras estuviera vivo, nadie se atrevería a tocar a su madre y a su abuela. Sin embargo, Yusuf había montado en su caballo y acompañado al padre hasta el arroyo. De allí se había vuelto, y desde entonces Hadji Murat no había visto ni a su mujer, ni a su madre ni a su hijo.

¡Y era a ese hijo a quien Shamil quería sacarle los ojos! De lo que harían con su esposa ni siquiera quería pensar.

Tales reflexiones trastornaron tanto a Hadji Murat que ya no pudo seguir sentado. Se levantó de un salto y, cojeando, corrió a la puerta, la abrió y llamó a Eldar. Aún no había salido el sol, pero ya clareaba bastante. Los ruiseñores seguían cantando.

—Ve a decir al comisario que quiero salir de paseo, y ensilla los caballos —dijo.