La vida en los fuertes avanzados del frente chechén continuó como antes. Hubo más tarde dos alarmas que obligaron a salir a las compañías y a galopar a cosacos y milicianos, pero en ambas ocasiones no se pudo detener a los montañeses porque emprendieron la fuga. Un día, en Vozdviyhensk, se apoderaron de ocho caballos en el abrevadero y mataron al cosaco que los custodiaba. No había habido golpes de mano desde aquel último en que había sido destruido el aoul. Lo único que se esperaba era una expedición importante en la Gran Chechnya tras el nombramiento del nuevo comandante del ala izquierda, príncipe Baryatinski.
El príncipe Baryatinski, amigo del heredero de la corona, había sido previamente comandante en jefe del regimiento de Kabarda. Inmediatamente después de su nombramiento como comandante de toda el ala izquierda y de su llegada a Grozny, organizó un destacamento con el fin de llevar a cabo el plan del emperador que Chernyshov había comunicado a Vorontsov. El destacamento organizado en Vozdviyhensk salió del fuerte para tomar posiciones a retaguardia del regimiento de Kurin, donde las tropas estaban acampadas y dedicadas a la tala del bosque.
El joven Vorontsov vivía en una magnífica tienda de lona, y su mujer, Marya Vasilyevna, venía a visitarle en el campamento y a menudo pasaba la noche allí. Para nadie eran un secreto las relaciones de Baryatinski con Marya Vasilyevna, por lo que los oficiales que no eran del séquito aristocrático y los soldados hablaban de ella en términos groseros, ya que su presencia en el campamento les obligaba a montar emboscadas nocturnas. Los montañeses tenían la costumbre de acercar cañones y disparar contra el campamento, pero como la mayor parte de los disparos no llegaban a su destino no se tomaban de ordinario medidas contra ellos; pero para impedir que los montañeses acercaran sus cañones y asustaran de ese modo a Marya Vasilyevna se montaban emboscadas nocturnas. Salir todas las noches a montarlas para que no se asustase una señora era ofensivo y repugnante, y tanto los soldados como los oficiales que no pertenecían a la alta sociedad renegaban duramente de Marya Vasilyevna.
Con permiso de su puesto en el fuerte vino también Butler al campamento para ver a sus condiscípulos del Cuerpo de Pajes y a otros camaradas que estaban de servicio en el regimiento de Kurin en calidad de ayudantes de campo u oficiales de Estado Mayor. Desde el momento mismo de su llegada todo le fue a pedir de boca. Se alojó en la tienda de Poltoratski, donde encontró a muchos de sus amigos que le recibieron regocijados. También fue a ver a Vorontsov, a quien conocía un poco por haber servido con él algún tiempo en el mismo regimiento. Vorontsov le recibió con gran amabilidad, le presentó al príncipe Baryatinski y le invitó a una comida de despedida que iba a ofrecer en honor del previo comandante del ala izquierda, general Kozlovski.
La comida fue excelente. Fueron acondicionadas y puestas en fila seis tiendas, a lo largo de todas las cuales se extendía la mesa provista de cubiertos y botellas. Todo ello traía a la memoria la vida de la Guardia en Petersburgo. Los comensales se sentaron a la mesa a las dos. En medio se encontraban, de un lado, Kozlovski, del otro, Baryatinski. A la derecha de aquél, estaba Vorontsov; a la izquierda, su esposa. A ambos lados de la larga mesa estaban los oficiales de los regimientos de Kabarda y Kurin. Butler estaba sentado al lado de Poltoratski, ambos charlando y bebiendo alegremente con sus compañeros de mesa. Cuando se llegó al asado, los ordenanzas empezaron a llenar las copas de champaña. Poltoratski, con genuina ansiedad compasiva, dijo a Butler:
—Nuestro «cómo» va a hacer el ridículo.
—¿Por qué?
—Porque tendrá que pronunciar un discurso. Y ése no es su punto fuerte.
—Pues, chico, eso no es lo mismo que capturar una trinchera bajo las balas. Además, está al lado de una señora y de personajes de la corte. De veras que da pena mirarle —dijeron entre sí los oficiales.
Y he aquí que llegó el momento solemne. Baryatinski se puso de pie y, levantando su copa, dirigió unas breves palabras a Kozlovski. Cuando hubo terminado, Kozlovski —que tenía el vicio de usar como muletilla el adverbio «cómo»— se levantó a su vez y con voz bastante firme comenzó:
—En cumplimiento de la augusta voluntad de Su Majestad me marcho de aquí, me separo de vosotros, señores oficiales. Pero consideradme siempre como uno de vosotros… Vosotros conocéis bien… cómo es verdad que un soldado solo no hace un ejército. Por consiguiente, cómo en mi carrera he sido galardonado… cómo he recibido grandes larguezas de Su Majestad el emperador… cómo de toda mi situación… cómo también mi buen nombre… cómo todo, absolutamente todo… cómo… —aquí le tembló la voz— cómo estoy en deuda con vosotros, sólo con vosotros, mis amigos queridos. —Y su rostro lleno de arrugas se arrugó aún más; se le escapó un sollozo y los ojos se le llenaron de lágrimas—. Cómo de todo corazón os ofrezco mi más sincera y cordial gratitud…
Kozlovski no pudo continuar y empezó a abrazar a los oficiales que a él se acercaban. Todos estaban emocionados. La princesa se cubrió la cara con el pañuelo. El príncipe Semyon Mihailovich, con los labios contraídos, parpadeaba visiblemente. A muchos de los oficiales se les saltaban las lágrimas. Butler, que apenas conocía a Kozlovski, tampoco pudo retenerlas. Todo aquello le agradaba sobremanera. Seguidamente comenzaron los brindis a Baryatinski, a Vorontsov, a los oficiales, a los soldados. Y los oficiales abandonaron la mesa ebrios de vino y del entusiasmo militar a que tan propensos eran.
El tiempo era espléndido: soleado y plácido; y el aire era fresco y reconfortante. Por todas partes chisporroteaban las hogueras y sonaban las canciones. Diríase que todo el mundo estaba de fiesta. Butler, feliz y enternecido, fue a la tienda de Poltoratski. Allí estaban reunidos varios oficiales. Se había dispuesto una mesa de juego y un ayudante de campo abrió la banca con cien rublos. Dos veces Butler salió de la tienda, apretando en su mano la bolsa que llevaba en el bolsillo del pantalón; al cabo, sin poder contenerse más, y a pesar de la palabra que se había dado a sí mismo y había dado a su hermano, empezó a apostar…
Antes de que pasase una hora, Butler, con cara congestionada y sudorosa y uniforme manchado de tiza, estaba sentado con ambos codos en la mesa, anotando en tarjetas con la punta doblada las cifras de sus apuestas. Había perdido tanto que tenía miedo de contar lo que podía deber. Por lo demás, no tenía por qué contarlo, sabiendo que, aun juntando todo el sueldo que podría cobrar por anticipado y el valor de su caballo, no podría pagar todo lo que debía al desconocido ayudante de campo. Habría seguido jugando, pero el ayudante, con rostro severo, puso en la mesa las cartas que tenía en sus manos blancas y limpias y empezó a sumar las cifras apuntadas con tiza por Butler. Butler, confuso, se excusó de no poder pagar de momento todo lo que había perdido, y dijo que lo mandaría desde su casa. Y al decirlo notó que todos le tenían lástima y que todos, incluso Poltoratski, evitaban su mirada. Ésa fue su última velada en el campamento. Más le hubiese valido no jugar y haber ido a visitar a los Vorontsov, donde estaba invitado. «Todo habría salido bien» pensaba. Y ahora, no sólo no había salido bien, sino que había salido horriblemente.
Después de despedirse de sus camaradas y conocidos, volvió a casa y tan pronto como llegó se acostó y durmió dieciocho horas de un tirón, como les ocurre de ordinario a los que pierden en el juego. Marya Dmitrievna, cuando él le pidió medio rublo para dar una propina al cosaco que le había acompañado, así como por la cara sombría con que llegó y las respuestas breves con que contestaba, comprendió que había perdido y censuró acaloradamente a Ivan Matveyevich por haberle concedido el permiso.
El día siguiente Butler se despertó un poco después de mediodía y, al recordar su situación, quiso sumirse de nuevo en el olvido de que acababa de salir, pero le fue imposible. Era necesario tomar medidas para pagar los cuatrocientos setenta rublos que aún debía al desconocido. Una de tales medidas fue escribir una carta a su hermano confesando sus pecados e implorándole que le enviase por última vez quinientos rublos a cuenta del molino que les quedaba como propiedad indivisa. Luego escribió a una pariente tacaña pidiéndole que le prestase esos mismos quinientos rublos al interés que ella fijase. Finalmente, fue a ver a Ivan Matveyevich y, sabiendo que éste —o mejor dicho—, que Marya Dmitrievna tenía dinero, le pidió un préstamo de quinientos rublos.
—Te los daría —dijo Ivan Matveyevich—, te los daría enseguida, pero Mashka no querrá. Estas condenadas mujeres son muy agarradas; sólo el demonio las entiende. Pero tendrás que salir del atolladero de algún modo. ¡Maldita sea! ¿No tendrá algo ese animal de cantinero?
Pero del cantinero no cabía esperar préstamo alguno. Así pues, la salvación de Butler dependía sólo de su hermano o de su avara pariente.