Hadji Murat pasó ocho días en el fuerte, en casa de Ivan Matveyevich. A pesar de que Marya Dmitrievna reñía con el velludo Hanefi (Hadji Murat se había hecho acompañar sólo de Hanefi y Eldar) e incluso una vez le había echado de la cocina —por lo que él estuvo a punto de matarla—, era evidente que ella abrigaba sentimientos muy especiales de estimación y simpatía por Hadji Murat. Ahora ya no era ella quien le servía las comidas, habiendo dejado esa tarea a Eldar, pero aprovechaba toda ocasión de verle y complacerle. También mostraba vivo interés en las negociaciones acerca de su familia, sabía cuántas mujeres tenía, cuántos hijos y de qué edad, y tras cada visita de los emisarios preguntaba a quién podía cómo iban las negociaciones.
Durante esa semana Butler entabló amistad con Hadji Murat. De vez en cuando éste venía a verle en su habitación o Butler le visitaba en la suya. Una veces conversaban por medio de un intérprete, otras recurrían a sus propios medios, o sea, a gestos y, sobre todo, a sonrisas.
Era evidente que Hadji Murat sentía afecto por Butler, lo que se echaba de ver en la actitud de Eldar hacia éste. Cuando Butler entraba en la habitación de Hadji Murat, Eldar le recibía con expresión de gozo, mostrando su brillante dentadura, y se apresuraba a prepararle un asiento de cojines y le retiraba el sable si lo llevaba puesto.
Butler llegó también a conocer al velludo Hanefi, a quien Hadji Murat llamaba hermano, y a reunirse con él. Hanefi sabía muchas canciones de la montaña y las cantaba bien. Hadji Murat, para complacer a Butler, hacía venir a Hanefi y le pedía que cantara, indicando las canciones que le parecían más bellas. Hanefi tenía voz alta de tenor y cantaba con claridad y expresividad insólitas. Una de sus canciones gustaba especialmente a Hadji Murat y había impresionado a Butler por su estribillo solemne y melancólico. Butler pidió al intérprete que le tradujera lo que significaba y tomó nota de ello. El tema de esa canción era cabalmente la vendetta que en el pasado había dividido a Hanefi y Hadji Murat. Hela aquí:
—«¡Se secará la tierra sobre mi sepultura y tú me olvidarás, madre mía! Crecerá la hierba de las tumbas en el cementerio, la hierba ahogará tu pena, anciano padre mío. Las lágrimas se secarán en los ojos de mi hermana. La congoja huirá de su corazón.
»Pero tú, mi hermano mayor, tú no me olvidarás antes de vengar mi muerte. Tú tampoco me olvidarás, mi hermano segundo, antes de yacer a mi lado.
»Tú, bala, quemas y llevas contigo la muerte, pero ¿no has sido mi esclava fiel? Tú, tierra negra, me cubrirás, pero ¿no te he aplastado yo con el casco de mi caballo? Tú, muerte, eres fría, pero yo he sido tu amo y señor. La tierra se tragará mi cuerpo, pero el cielo recogerá mi alma».
Hadji Murat escuchaba siempre esa canción con los ojos cerrados, y cuando terminaba en una nota larga y menguante decía siempre en ruso:
—Buena canción, canción inteligente.
La poesía de la vida peculiar e indómita de la montaña se adueñó aún más de Butler con el contacto que tuvo con Hadji Murat y sus murids. Se compró un beshmet, una cherkeska, unas polainas, y le pareció que él también era montañés y vivía la misma vida que ellos.
El día de la partida de Hadji Murat, Ivan Matveyevich reunió a unos cuantos oficiales para despedirle. Unos estaban sentados a la mesa en que Marya Dmitrievna servía el té y otros a otra mesa en que había vodka, vino y entremeses, cuando Hadji Murat, en atavío de camino, entró armado en el aposento, cojeando con paso silencioso y ligero.
Todos se pusieron de pie y uno tras otro le estrecharon la mano. Ivan Matveyevich le invitó a sentarse en el canapé, pero él, agradeciéndoselo, tomó asiento en una silla junto a la ventana. El silencio que se hizo después de su entrada no le turbó en lo más mínimo. Observó atentamente todas las caras y detuvo la mirada indiferente en la mesa en que estaban el samovar y los entremeses. Petrokovski, un oficial vivo de genio que veía a Hadji Murat por primera vez, le preguntó por medio del intérprete si le había gustado Tiflis.
—Aia —contestó.
—Dice que sí —respondió el intérprete.
—¿Qué es lo que le ha gustado?
Hadji Murat dijo algo en respuesta.
—Lo que más le ha gustado es el teatro.
—¿Y le gustó el baile en casa del general en jefe?
Hadji Murat frunció el entrecejo.
—Cada país tiene sus costumbres. En el nuestro las mujeres no se visten así —contestó, mirando a Marya Dmitrievna.
—¿Qué? ¿Que el baile no le gustó?
—En nuestro país hay un proverbio que reza así —dijo al intérprete—: «El perro ha dado carne al asno y el asno ha dado heno al perro. Los dos se han quedado sin comer» —y sonrió—. Cada país ama sus costumbres.
La conversación no pasó de ahí. Algunos de los oficiales bebieron té y otros tomaron entremeses. Hadji Murat tomó el vaso de té que se le ofrecía y lo puso delante de sí.
—¿Quiere crema? ¿Un panecillo? —dijo Marya Dmitrievna ofreciéndole ambas cosas.
Hadji Murat bajó la cabeza.
—Bueno, pues entonces adiós —dijo Butler tocándole la rodilla—. ¿Cuándo nos volveremos a ver?
—Adiós, adiós —dijo Hadji Murat en ruso, sonriendo—. Kunak bulur. Estoy fuerte kunak tuyo. Es hora. Vamos —dijo, sacudiendo la cabeza para indicar así la dirección por donde habían de irse.
En la puerta de la habitación apareció Eldar con algo grande y blanco en el hombro y un sable en la mano. Hadji Murat le hizo una señal, y Eldar se le acercó a grandes pasos para darle el capote blanco y el sable. Hadji Murat se levantó, tomó el capote, lo sujetó bajo el brazo y se lo dio a Marya Dmitrievna, a la vez que decía algo al intérprete. Éste tradujo:
—Dice que has dicho que te gustaba el capote. Tómalo.
—¿A qué viene eso? —preguntó Marya Dmitrievna sonrojada.
—Es preciso. Es la costumbre —dijo Hadji Murat.
—Bueno, gracias —contestó Marya Dmitrievna tomando el capote que se le ofrecía—. Dios quiera que salve a su hijo. Ulan yakshi —agregó—. Tradúzcale que deseo que salve a su familia.
Hadji Murat miró a Marya Dmitrievna y movió la cabeza en señal de aprobación. Seguidamente tomó el sable de manos de Eldar y se lo dio a Ivan Matveyevich. Ivan Matveyevich tomó el sable y dijo al intérprete:
—Dile que tome mi caballo castaño. No tengo otra cosa que darle.
Hadji Murat hizo un gesto con la mano por delante de la cara para indicar que no necesitaba nada y que no tomaría el caballo. Luego, apuntando a las montañas y a su corazón, salió. Todos le siguieron. Los oficiales que permanecieron en la habitación sacaron el sable de la vaina, examinaron la hoja y concluyeron que se trataba de un auténtico gurda. Butler salió con Hadji Murat a la puerta de la casa. Pero allí se produjo un incidente que nadie esperaba y que pudo haber costado la vida a Hadji Murat de no haber sido por su presencia de ánimo, su decisión y su agilidad.
Los habitantes del aoul kumyk de Tash-Kichu, que sentían grandísimo respeto por Hadji Murat y habían venido varias veces al fuerte con el único fin de ver al ilustre naib, aunque sólo fuera de lejos y por un instante, le habían enviado emisarios tres días antes de su partida para invitarle a venir el viernes a su mezquita. Ahora bien, al enterarse de ello los príncipes kumyks que vivían en Tash-Kichu y odiaban a Hadji Murat, con quien mantenían un compromiso de venganza, hicieron saber al pueblo que no le permitirían entrar en la mezquita. El pueblo protestó, de lo que resultó una riña entre el pueblo y los partidarios de los príncipes. Las autoridades rusas apaciguaron a los montañeses y mandaron decir a Hadji Murat que no fuera a la mezquita. Hadji Murat no fue, y todos creyeron que con ello el conflicto quedaba resuelto.
Pero en el instante mismo en que Hadji Murat salía a la puerta de la casa donde los caballos le esperaban para la partida, llegó a caballo también el príncipe kumyk Arslan Khan, bien conocido de Butler e Ivan Matveyevich.
Al ver a Hadji Murat, el príncipe sacó su pistola del cinturón y le apuntó. Pero no tuvo tiempo de disparar, porque Hadji Murat, a pesar de su cojera, había saltado ya como un gato del escalón de entrada para arrojarse sobre él. Arslan Khan disparó, pero erró el tiro. Hadji Murat se llegó a él, asió con una mano la brida del caballo, sacó su puñal con la otra y gritó algo en tártaro.
Butler y Eldar se acercaron de un salto a los contendientes y les sujetaron los brazos. Al oír el disparo, Ivan Matveyevich también salió de la casa.
—¿Pero qué demonios es eso, Arslan? ¿Cómo te atreves a intentar en mi casa tamaña villanía? —dijo al enterarse de lo ocurrido—. Eso no está nada bien, viejo. En el campo sí, cara a cara, pero en mi casa no se trama un asesinato.
Arslan Khan, hombrecillo de bigotes negros, se bajó del caballo pálido y trémulo, dirigió a Hadji Murat una mirada maligna y entró con Ivan Matveyevich en la casa. Hadji Murat volvió a sus caballos, respirando hondamente y sonriendo.
—¿Por qué ha querido matarte? —le preguntó Butler por medio del intérprete.
—Dice que es una ley que rige entre ellos —contestó el intérprete, traduciendo las palabras de Hadji Murat—. Arslan debe vengarse en él de la sangre de un pariente suyo. Por eso ha querido matarle.
—¿Y si le persigue y le alcanza en el camino? —preguntó Butler.
Hadji Murat sonrió.
—Pues bien, si me mata es porque Alá así lo quiere. Bueno, adiós —volvió a decir en ruso. Y cogiendo al caballo de la crin paseó la mirada por todos los que le acompañaban y encontró con ternura la de Marya Dmitrievna.
—Adiós, señora —dijo volviéndose a ella—. Gracias.
—Dios quiera… Dios quiera que salve a su familia —repitió Marya Dmitrievna.
Él no comprendió las palabras, pero sí la simpatía que sugerían y le dirigió una inclinación de cabeza.
—¡Cuidado con olvidar a tu kunak! —dijo Butler.
—Dile que soy su amigo fiel, que nunca le olvidaré —respondió por mediación del intérprete.
Y a pesar de su pierna coja, apenas puso el pie en el estribo saltó rápido y ágil sobre la alta silla, enderezó el sable, palpó las pistolas con ademán habitual, y con el orgulloso continente y aspecto guerrero propio de un montañés a caballo se alejó de la casa de Ivan Matveyevich. Hanefi y Eldar también montaron en sus caballos y, despidiéndose amistosamente de los dueños de la casa y los oficiales, salieron al trote en pos de su amo.
Como siempre, empezaron los comentarios acerca del que acababa de partir.
—¡Muchacho valiente!
—Ya habréis visto cómo se tiró sobre Arslan Khan. ¡Como un lobo! ¡Hasta cambió de cara! Y ya veréis como nos Juega una mala pasada. ¡Seguro que es un bribón! —dijo Petrokovski.
—¡Dios quiera que haya más bribones como ése entre los rusos! —intervino de pronto Marya Dmitrievna malhumorada—. Ha estado una semana con nosotros, y no hemos visto en él nada que no sea bueno —agregó—. Afable, inteligente, justo.
—¿En qué ha conocido usted todo eso?
—Pues en que lo he conocido.
—Bien se ve que estás chalada por él —dijo Ivan Matveyevich entrando.
—¿Bueno, y qué? ¿Eso os molesta? Sólo digo que no está bien criticar a alguien cuando es buena persona. Es un tártaro, pero es un hombre de bien.
—Hace usted bien en defenderle. ¡Bravo, Marya Dmitrievna! —dijo Butler.