Poco después de pasarse Hadji Murat a los rusos, su familia había sido conducida al aoul de Vedeno, donde estaba custodiada en espera de la decisión de Shamil. Las mujeres —su vieja madre Patimat y sus dos esposas— y sus cinco hijos pequeños vivían vigilados en la saklya del oficial Ibrahim Rashid; en tanto que el hijo de Hadji Murat, joven de dieciocho años llamado Yusuf, estaba en un calabozo, o mejor dicho, en un agujero de más de siete pies de profundidad junto con cuatro criminales que, al igual que él, aguardaban que se decidiera su suerte.
La decisión se demoraba porque Shamil estaba ausente, en campaña contra los rusos.
E16 de enero de 1852 volvió a Vedeno después de su combate con los rusos, en el que, en opinión de éstos, había sido derrotado y puesto en fuga; ahora bien, según su propia opinión y la de sus murids, había salido victorioso y rechazado a los rusos. En esa batalla, cosa que le ocurría muy raras veces, él mismo había hecho disparos de carabina; y, sable en mano, estaba a punto de lanzarse con su caballo sobre los rusos si sus murids no le hubiesen retenido. Dos de ellos habían sido muertos al lado mismo de su jefe.
Iba mediado el día cuando Shamil llegó a su residencia rodeado de un grupo de murids que caracoleaban en torno suyo disparando carabinas y pistolas y cantando sin cesar Lya illyah il Allah!
Todos los habitantes del aoul de Vedeno estaban en la calle y las azoteas para recibir a su señor; y también en señal de entusiasmo disparaban fusiles y pistolas. Shamil cabalgaba en un blanco corcel árabe que tiraba gozosamente de la brida al acercarse a la casa. Las guarniciones del caballo eran de lo más sencillo, sin adornos de oro o plata: sólo una brida de cuero rojo de esmerada elaboración, con una fina ranura en medio, grandes estribos de metal, y un telliz rojo que despuntaba debajo de la silla. El Imam llevaba una pelliza recubierta de paño color canela con vueltas de piel en el cuello y las mangas; y una correa negra de la que colgaba un puñal le apretaba el talle largo y enjuto. Llevaba la cabeza cubierta de un gorro alto de copa plana y borla negra, rodeado de un turbante blanco cuyo extremo le colgaba sobre la nuca. Tenía los pies cubiertos de botas verdes y las piernas embutidas en polainas negras adornadas de un sencillo galón.
De ordinario el Imam no llevaba nada llamativo, ni de oro ni de plata, y su figura alta, estirada y fuerte, sencillamente ataviada, rodeada de murids cuyos vestidos y armas mostraban adornos de oro y plata, provocaba cabalmente esa impresión de magnificencia que deseaba y sabía producir en la gente. Mantenía inmutable, como si fuese de piedra, el rostro pálido, con su fina orla de barba rojiza y sus ojos pequeños siempre entornados. Al pasar por el aoul sintió clavados en él millares de ojos, pero los suyos no miraron a los de las mujeres y los hijos de Hadji Murat, junto con todos los ocupantes de la saklya, salieron a la galería para ver la entrada del Imam. Sólo Patimat, la vieja madre de Hadji Murat, no se movió de su sitio, sino que permaneció sentada en el suelo de la saklya, con los largos brazos rodeando las flacas rodillas, y miraba, guiñando los ojos negros y ardientes, las ramas que se extinguían en la chimenea. Al igual que su hijo, había odiado siempre a Shamil, ahora más que nunca, y no quería verle.
Tampoco el hijo de Hadji Murat vio la solemne entrada de Shamil. Desde su agujero negro y fétido sólo oía el ruido de los disparos y las canciones, y sufría como sufren los mozos rebosantes de vida que se ven privados de libertad. Sentado en su hediondo calabozo, viendo sólo a aquellos mismos infelices sucios y agotados que, encerrados allí con él, se odiaban mutuamente, envidiaba ahora con pasión a los que, disfrutando del aire, de la luz, de la libertad, caracoleaban en ese momento sobre caballos fogosos alrededor de su señor, disparaban al aire y cantaban a coro Lya illyah il Allah!
Habiendo atravesado el aoul Shamil entró en un vasto patio que lindaba con otro interior en el que se hallaba el serrallo. Dos lezguinos armados vinieron a su encuentro a la entrada del patio grande, que estaba abierta. Ese patio estaba lleno de gente. Unos habían venido de lejos para atender a sus negocios; otros venían a solicitar algo; y a otros los había convocado el propio Shamil para servir de jueces y deliberar en el consejo. Al entrar Shamil, todos los que se hallaban en el patio se pusieron de pie y saludaron respetuosamente al Imam llevándose las manos al pecho. Algunos se pusieron de rodillas y permanecieron así durante todo el tiempo que tardó en cruzar el patio, desde las puertas exteriores a las interiores. Aunque entre quienes esperaban a Shamil reconoció éste muchos rostros que le eran desagradables y a muchos pedigüeños impertinentes que mucho le fastidiaban, pasó por delante de ellos, sin embargo, con la misma cara inmutable y pétrea; y ya en el patio interior bajó del caballo junto a la galería de su habitación, a la izquierda de la entrada.
La campaña había sido penosa, no sólo física, sino también espiritualmente, porque, a pesar de proclamarla como victoriosa, Shamil sabía que no lo había sido, ya que muchos aouls chechenes habían sido incendiados y destruidos, y que los chechenes, gente mudadiza y frívola, comenzaban a vacilar; más todavía, algunos de ellos, los más próximos a los rusos, estaban ya dispuestos a someterse a éstos. Todo eso era lamentable, y contra ello había que proceder. Pero en ese momento Shamil no quería hacer nada ni pensar en nada. Sólo quería una cosa: descansar y disfrutar de las caricias de su esposa favorita, Aminet, morena kistinka de dieciocho años, de ojos negros y piernas ágiles.
Pero no sólo no podía pensar ahora en ver a Aminet, que estaba allí mismo, tras una empalizada que separaba en el patio interior la parte reservada a las mujeres de la destinada a los hombres (Shamil estaba seguro de que incluso ahora, cuando se bajaba del caballo, Aminet, junto con otras mujeres, le miraba por una grieta en la valla), sino que tampoco podía ir a verla o acostarse en unos cojines para descansar de sus fatigas. Ante todo era necesario hacer las abluciones de mediodía, a despecho de no sentir el menor deseo de ello, pero cuya omisión hubiera sido imposible en su condición de caudillo religioso, sin contar que tales abluciones le eran tan indispensables como el pan de cada día. Así pues, las hizo y recitó su oración. Terminada ésta, llamó a los que le esperaban.
El primero que entró fue su suegro y maestro Dyemal-Eddin, un anciano alto y venerable, de pelo entrecano, barba blanca como la nieve y tez colorada. Después de encomendarse a Dios, preguntó a Shamil acerca de los incidentes de la campaña y le contó lo que había ocurrido en las montañas durante su ausencia.
Entre los acontecimientos de diversa especie —muertes por venganza, robos de ganado, acusaciones por inobservancia del Tarikat, haber fumado, haber bebido vino—, Dyemal-Eddin le hizo saber que Hadji Murat había enviado a gente para ayudar a su familia a pasarse a los rusos, pero que el plan había sido descubierto y la familia trasladada a Vedeno, donde quedaba vigilada en espera de la decisión del Imam, En la sala vecina estaban reunidos los ancianos que habían de juzgar todos estos casos, y Dyemal-Eddin aconsejó a Shamil que despachara en seguida con ellos porque llevaban ya tres días esperándole.
Después de comer lo que le trajo Zaidet, una morena de nariz en punta y rostro desagradable por la que no sentía afecto, pero que era la más antigua de sus mujeres, Shamil pasó a una sala contigua.
Seis hombres componían su consejo, ancianos todos ellos de barbas blancas, grises, rojizas, en turbantes o sin turbantes, gorros altos, en cherkeskas y beshmets nuevos, con cinturones de cuero bien provistos de puñales. Todos se levantaron para saludarle. Shamil les llevaba a todos la cabeza. Todos ellos, al igual que él, levantaron las manos con las palmas hacia arriba y, cerrando los ojos, recitaron una oración, terminada la cual se pasaron las manos por el rostro bajándolas hasta la punta de la barba y juntándolas allí. Hecho eso se sentaron todos, Shamil en medio, en el cojín más alto, y comenzaron a examinar los asuntos pendientes.
Los acusados de delitos eran juzgados según el Shariat: dos individuos fueron condenados por robo a que se les cortasen las manos; otro, por asesinato, a ser decapitado; y tres fueron indultados. Seguidamente se pasó al asunto principal: las medidas que debían adoptarse para impedir que los chechenes se pasasen a los rusos. Para lograrlo Dyemal-Eddin había redactado la proclama siguiente:
«Os deseo paz eterna con Dios Todopoderoso. He sabido que los rusos os halagan y os invitan a someteros. No los creáis y no os sometáis; tened paciencia. Si no sois recompensados en esta vida, recibiréis la recompensa en la venidera. Recordad lo que pasó cuando intentaron quitaros las armas. Si Dios no os lo hubiese hecho comprender entonces, en 1840, seríais ahora soldados, tendríais bayonetas en vez de puñales, y vuestras mujeres irían sin pantalones y serían ultrajadas. Juzgad el futuro por el pasado. Más vale morir luchando con los rusos que vivir con los infieles. Tened paciencia, que yo iré a vosotros con el Corán y la espada y os daré la victoria sobre los rusos. Ahora os prohíbo terminantemente, no sólo que intentéis someteros a los rusos, sino que ni siquiera penséis en ello».
Shamil aprobó la amonestación, la firmó y acordó difundirla.
Después de estos asuntos se pasó a examinar el caso de Hadji Murat. Era muy importante para Shamil. Aunque sin querer reconocerlo, sabía que si Hadji Murat hubiese estado allí, con su destreza, su audacia y su valentía, no hubiera ocurrido lo que ahora estaba ocurriendo en Chechnya. Lo mejor habría sido reconciliarse con Hadji Murat y volver a servirse de él. Si eso fuese imposible, impedirle al menos que ayudase a los rusos. Y por ello era preciso en cualquier caso hacerle volver y, una vez que hubiera vuelto, matarle. El modo de hacerlo sería enviar a Tiflis a un hombre que le matase allí, o atraerle y acabar con él aquí. Había sólo un instrumento para ello: su familia, y sobre todo su hijo, a quien —Shamil lo sabía— Hadji Murat amaba con pasión. Por consiguiente, era preciso obrar utilizando al hijo.
Cuando los consejeros acabaron de considerar el caso, Shamil cerró los ojos y guardó silencio. Los consejeros sabían lo que eso significaba: que escuchaba ahora la voz del Profeta que le hablaba y le señalaba lo que había que hacer. Después de un silencio solemne de cinco minutos, Shamil abrió los ojos, que entornó más que de costumbre, y dijo:
—Que me traigan al hijo de Hadji Murat.
—Está aquí.
Y, en efecto, Yusuf, hijo de Hadji Murat, flaco, pálido, harapiento y maloliente, pero a pesar de ello hermoso de cuerpo y semblante, con los mismos ojos negros y ardientes que la vieja Patimat, estaba ya en la puerta del patio exterior esperando que le llamasen.
Yusuf no compartía los sentimientos de su padre con respecto a Shamil. Ignoraba todo lo pasado, o si lo conocía, no lo había vivido, no comprendía por qué su padre estaba tan enemistado con Shamil. Deseaba sólo una cosa: continuar la vida fácil y despreocupada que, como hijo de un Naib, había llevado en Hunzah, y le parecía absolutamente innecesario enemistarse con Shamil. En oposición a su padre y contradiciéndole, era un gran admirador de Shamil y, como la mayoría de los montañeses, le rendía un culto incondicional. Y ahora, con un singular sentimiento de trémula piedad hacia el Imam, entró en la sala; y habiéndose detenido en la puerta, se encontró con la mirada insistente y los ojos entornados de Shamil. Esperó unos instantes, luego se acercó a Shamil y le besó la mano grande de largos dedos blancos.
—¿Tú eres el hijo de Hadji Murat?
—Sí, Imam.
—¿Sabes lo que ha hecho?
—Lo sé, Imam, y lo lamento.
—¿Sabes escribir?
—Me preparaba para ser mullah.
—Entonces escribe a tu padre y dile que le perdonaré si vuelve ahora a la Fiesta de Bairam y todo será como antes; pero que si no vuelve y se queda con los rusos… —Shamil tuvo un gesto amenazante— entregaré a tu abuela y a tu madre a la gente de los aouls y a ti te cortaré la cabeza.
Ni un solo músculo se alteró en la cara de Yusuf. Inclinó la cabeza en señal de que había comprendido las palabras de Shamil.
—Escribe esa carta y entrégasela a mi mensajero. —Shamil calló y estuvo mirando largo rato a Yusuf—. Escribe que me da lástima de ti y no te mataré, pero que te sacaré los ojos como hago con todos los traidores. Ahora vete.
Yusuf había parecido tranquilo en presencia de Shamil, pero cuando le sacaron de la sala se arrojó sobre el guardián que iba con él, le arrancó el puñal de la vaina y quiso clavárselo a sí mismo, pero le sujetaron las manos, se las ataron y le condujeron al calabozo.
Al anochecer de ese mismo día, después de la oración, Shamil se puso una pelliza blanca, pasó al otro lado de la empalizada donde vivían sus esposas y se dirigió al aposento de Aminet. Pero ella no se hallaba en él. Estaba en el de una de las esposas más viejas. Entonces Shamil, procurando pasar inadvertido, decidió esperarla oculto tras la puerta. Pero Aminet estaba enfadada con Shamil porque éste había dado un retazo de seda a Zaidet y no a ella. Ella le había visto entrar en su aposento y de propósito decidió no volver a él. Pasó largo rato en la puerta del cuarto de Zaidet y, con risa ahogada, contemplaba la figura blanca de Shamil que o bien entraba en su habitación o bien salía de ella. Habiéndola aguardado en vano, Shamil volvió a su morada. Era ya la hora de la oración de medianoche.