El aoul arrasado en el golpe de mano era precisamente aquél en que Hadji Murat había pasado la noche antes de entregarse a los rusos.
Sado, en cuya casa se había alojado Hadji Murat, había huido a las montañas con su familia al acercarse el destacamento ruso. Cuando volvió al aoul encontró des trozada su saklya, hundida la techumbre, quemadas la puerta y las pilastras de la pequeña galería y ensuciado el interior. Su hijo, el guapo muchacho de ojos relucientes que miraba entusiasmado a Hadji Murat, había sido llevado muerto a la mezquita, a lomos de un caballo y cubierto de una burka. Había recibido un bayonetazo en la espalda. La mujer venerable que había servido a Hadji Murat durante la visita de éste se hallaba de pie allí, junto a su hijo. Con la camisa desgarrada, que dejaba ver sus viejos senos fláccidos, y el cabello en desorden, se arañaba el rostro hasta hacerse sangre y aullaba sin cesar. Sado, provisto de pala y pico, salió con sus parientes para cavar la fosa para su hijo. El viejo abuelo estaba sentado junto a la pared de la saklya derruida, alisando una vara con un cuchillo y mirando ante sí con ojos vacíos. Acababa de volver de su colmenar. Dos almiares de heno que allí se hallaban habían sido incendiados; los albaricoqueros y cerezos que el anciano había plantado y cultivado habían sido talados y arrojados al fuego; y lo peor era que habían quemado todas las colmenas con sus abejas. Los aullidos de las mujeres se oían por todas las casas y en la plaza, a donde habían llevado dos cadáveres más. Los niños pequeños lloraban a coro con sus madres. Mugía también el ganado hambriento, al que nada se le podía dar. Los niños de más edad no jugaban, sino que miraban a las personas mayores con ojos espantados.
El pozo había sido enfangado, evidentemente de propósito, por lo que era imposible sacar agua de él. También había sido ensuciada la mezquita, que el mullah limpiaba con sus discípulos.
Los ancianos se habían reunido en la plaza y, sentados en cuclillas, juzgaban su situación. Nadie hablaba de odio a los rusos. Lo que sentían los chechenes, chicos y grandes, era algo más fuerte que el odio. No era odio, sino asco, repulsión, perplejidad, ante esos perros de rusos y su estúpida crueldad, y el deseo de exterminarlos como se exterminan las ratas, las arañas venenosas y los lobos, un sentimiento, en fin, tan natural como el instinto de conservación.
Los habitantes tenían que optar entre dos vías de acción: a) permanecer donde estaban y reconstruir con ímprobo trabajo todo lo que con tanto esfuerzo habían construido y tan fácil y estúpidamente había sido arrasado, esperando que en cualquier momento pudiera repetirse la devastación; o b) a despecho de los preceptos de su religión y de su desprecio y aversión a los rusos, someterse a éstos.
Los ancianos oraron y decidieron por unanimidad enviar mensajeros a Shamil pidiéndole ayuda; y seguidamente pusieron manos a la obra de reconstruir lo destruido.