En cumplimiento de lo dispuesto por Nicolás, se intentó seguidamente, en enero de 1852, un golpe de mano en Chechnya.
El destacamento que lo intentó estaba compuesto de cuatro batallones de infantería, dos escuadrones de cosacos y ocho cañones. La columna avanzaba por el camino, a ambos lados del cual, en cadena ininterrumpida, subiendo y bajando por las laderas de las cañadas, iban los fagers en botas grandes, pellizas y gorros altos, con los fusiles al hombro y las cartucheras cruzadas. Como siempre que marchaba por territorio hostil, el destacamento hacía el menor ruido posible. Sólo de vez en cuando se oía el traqueteo de los cañones en las cunetas, o un caballo de artillería, que no comprendía la orden de silencio, resoplaba o relinchaba; o bien, la voz ronca y reprimida de un suboficial irritado denostaba a sus hombres porque la cadena se alargaba más de lo debido, o bien porque marchaba demasiado cerca o demasiado lejos de la columna. Sólo una vez se turbó el silencio, cuando dos, cabras monteses, ambas de vientre y cuartos traseros blancos y de lomo gris, junto con un macho de cuernecillos vueltos hacia atrás, saltaron de un escondrijo espinoso entre la fila y la columna. Los bonitos animales, atemorizados, dando grandes brincos con las patas delanteras replegadas bajo el vientre, se acercaron tanto a la columna que algunos soldados, riendo y gritando, echaron a correr tras ellas para hincarles las bayonetas; pero las cabras dieron media vuelta, atravesaron la fila de Jägers y, al igual que pájaros, salieron disparadas hacia la montaña, perseguidas por algunos soldados a caballo y los perros del destacamento.
Era todavía invierno, pero el sol comenzaba a remontarse y ya iba alto a mediodía cuando el destacamento, que había salido muy temprano, había recorrido ya una decena de verstas. Calentaba ya tanto que el calor empezó a ser demasiado molesto; sus rayos eran tan deslumbrantes que su reflejo en el acero de las bayonetas y en el bronce de los cañones —donde tenía el aspecto de pequeños soles— hacía daño a los ojos.
Detrás quedaba el arroyo rápido y límpido que el destacamento acababa de atravesar; delante veíanse campos cultivados y praderas ondulantes; más adelante todavía, montañas negras y misteriosas cubiertas de bosque; al otro lado de esas montañas negras, peñascos que las rebasaban; y allá en todo lo alto, sobre el horizonte, las nieves perpetuas, perpetuamente espléndidas, perpetuamente cambiantes, jugando con la luz como si fueran diamantes.
A la cabeza de la quinta compañía, en gorro alto y guerrera negra, con el sable colgando al costado, marchaba Butler, oficial alto y apuesto, recién trasladado de la Guardia. Tenía una viva sensación de alegría vital a la vez que de peligro mortal, amén del deseo de verse en acción y la conciencia de ser parte de un enorme «todo» regido por una sola voluntad. Era la segunda vez que Butler participaba en un ataque; y pensaba con alegría que pronto empezarían a disparar sobre él y que no sólo no agacharía la cabeza bajo las balas, sino que no haría caso del silbido de éstas, sino que, como la vez anterior, levantaría aún más la cabeza y con ojos sonrientes miraría a sus camaradas y a los soldados y hablaría en tono indiferente de cosas sin importancia.
La columna se desvió del camino, entró por otro carril poco frecuentado entre campos de maíz en rastrojo, y ya se acercaba al bosque cuando de pronto, sin saberse de dónde, llegó una bala que con silbido siniestro se hundió en el suelo en medio de los carros, en un campo de maíz al lado del camino.
—Ya empieza la cosa —dijo Butler con sonrisa alegre al camarada que iba a su lado.
Y, efectivamente, un instante después de la bala apareció en la orilla del bosque un nutrido tropel de caballistas chechenes con sus gallardetes. En medio del grupo veíase un gran estandarte verde, y un viejo sargento de la compañía, muy largo de vista, dijo al miope Butler que aquél debía de ser el propio Shamil. El grupo bajó la pendiente y apareció en lo alto de la colina más cercana a la derecha, de la que a su vez empezó a bajar. Un general pequeño, en guerrera de abrigo negra y gorro de piel alto y grande terminado en punta blanca, se acercó a Butler en su montura y le ordenó que hiciese frente a la caballería enemiga. Butler se apresuró a dirigir a su compañía en la dirección indicada, pero aún no había tenido tiempo de llegar a la barranca cuando oyó tras de sí, uno tras otro, dos disparos de cañón. Se volvió para mirar: dos nubecillas de humo azul se levantaban por encima de dos cañones y se deslizaban a lo largo de la cañada. La tropa enemiga, que por lo visto no esperaba encontrar artillería, retrocedió. La compañía de Butler empezó a disparar sobre los montañeses corriendo tras ellos, y toda la cañada quedó cubierta por el humo de la pólvora. Sólo en lo alto de la cañada se veía a los montañeses retirarse rápidamente haciendo fuego sobre los casacas que les perseguían. El destacamento continuó su marcha tras ellos y en la vertiente de la segunda barranca descubrió un aoul.
Butler, a paso de carga con su compañía, entró tras los casacas en el aoul. En él no quedaba un solo habitante. Los soldados tenían órdenes de pegar fuego al trigo, al heno e incluso a las saklyas. Un humo acre se extendía por todo el aoul y en medio de él escudriñaban los soldados, apoderándose en las saklyas de cuanto en ellas encontraban, y en particular atrapando y matando a tiros a las gallinas que no pudieron llevarse los montañeses. Los oficiales se sentaron lejos del humo, almorzaron y bebieron. El sargento les trajo sobre un tablero unos cuantos panales de miel. Los chechenes no daban señales de vida. Poco después de mediodía se dio la orden de retirada. Las compañías se alinearon en columna a la salida del aoul y a Butler le tocó ir en la retaguardia. Apenas se puso en marcha la columna cuando aparecieron los chechenes y, a la zaga del destacamento, lo fue acompañando a tiros.
Cuando el destacamento salió a campo abierto los montañeses hicieron alto. En la compañía de Butler no había ningún herido, por lo que en el regreso estaba de talante alegre y animoso.
Cuando el destacamento volvió a vadear el riachuelo que había atravesado esa mañana y se alargó por los campos de maíz y las praderas, los mejores cantantes de cada compañía se adelantaron y empezaron las canciones. No hacía viento, el aire era fresco, puro y tan transparente que las alturas nevadas que distaban de allí un centenar de verstas parecían muy próximas. Y cuando los cantantes callaron, se oyó el ritmo mesurado de los pasos y el traqueteo de los cañones como si ambos fueran la nota clave en que comenzaba y terminaba la canción. La canción de la quinta compañía, o sea, la de cazadores de Butler, había sido compuesta por un joven cadete en loor del regimiento y se cantaba según un motivo de danza con el estribillo:
Los Jägers, los Jägers
son diferentes,
¡no hay nadie como ellos!
Butler cabalgaba al lado de su superior inmediato, el comandante Petrov, con el cual vivía, y no cesaba de felicitarse por haber dejado la Guardia y decidido venir al Cáucaso. El motivo principal de su salida de la Guardia habían sido sus pérdidas de juego en Petersburgo, hasta el extremo de haberse quedado sin un kopek. Temía no tener arrestos bastantes para dejar de jugar si permanecía en la Guardia, aunque ya nada tenía que perder. Todo eso había concluido ahora. Ésta era otra vida, hermosa, jovial. Ya se había olvidado de su ruina y de sus deudas impagadas. El Cáucaso, la guerra, los soldados, los oficiales, el valeroso comandante Petrov, borracho y bondadoso, todo ello se le antojaba tan delicioso que a veces le parecía increíble. Así pues, gozaba de no estar en Petersburgo, en aquellas salas llenas de humo, sobando naipes y apostando, odiando al banquero y padeciendo de un insufrible dolor de cabeza, sino aquí, en este país de maravilla, en medio de intrépidos caucasianos.
Los Jägers, los Jägers
son diferentes,
¡no hay nadie como ellos!
Cantaban sus hombres. Con paso alegre su caballo marchaba a ese compás. Trezorka, el perro gris peludo de la compañía de Butler, corría como un jefe delante de ella, con el rabo en curva y aire preocupado. Butler sentíase animoso, tranquilo y alegre. La guerra se le representaba sólo como la amenaza de un peligro, como la posibilidad de la muerte, lo cual se traducía en condecoraciones y en el respeto de sus camaradas de aquí y de sus amigos de Rusia. El otro aspecto de la guerra, a saber, la muerte, las heridas de los soldados, de los oficiales, de los montañeses, por extraño que sea decirlo, no hallaba cobijo en su imaginación. Más aún, inconscientemente, para mantener incólume su imagen poética de la guerra, nunca miraba a los muertos y los heridos. Así sucedió también ahora. Teníamos tres muertos y doce heridos. Pasó junto a un cadáver que yacía boca arriba, y sólo miró de reojo la posición un poco extraña de la mano color de cera, una mancha de rojo oscuro en la cabeza y no quiso ver más. Los montañeses eran para él sólo unos diestros caballistas de los cuales era preciso defenderse.
—En fin, ya ve usted, amigo —dijo el comandante en un intervalo entre dos canciones—. Esto no es lo que hacen ustedes en Petersburgo: ¡alineación izquierda!, ¡alineación derecha! Aquí se ha trabajado bien, y ahora a casa. Mashurka nos traerá una empanada, con una buena sopa de coles. Eso es vivir, ¿no le parece? ¡A ver, muchachos! «Cuando apunta el alba…» —mandó que se cantara su canción favorita.
El comandante vivía maritalmente con la hija del enfermero, a quien al principio se llamó Mashka y luego Marya Dmitrievna. Era una mujer rubia, pecosa y guapa, de unos treinta años y sin hijos. Cualquiera que hubiera sido su pasado, en el presente era la compañera fiel del comandante, a quien cuidaba como una nodriza, de lo que aquél andaba necesitado porque a menudo bebía hasta perder el conocimiento.
Cuando llegaron al fuerte, todo sucedió como el comandante había previsto. Marya Dmitrievna les sirvió una abundante y suculenta comida, no sólo a ellos sino también a otros dos oficiales del destacamento a quienes Petrov había invitado. El comandante comió y bebió tanto que no pudo hablar más y tuvo que ir a acostarse. Butler, cansado también, pero contento y algo achispado con el vino del país, fue a su cuarto y apenas tuvo tiempo de desnudarse cuando, con la palma de la mano bajo la hermosa cabeza rizada, se hundió en un letargo profundo y sin sueños.