Este informe fue enviado de Tiflis el 24 de diciembre. La víspera de Año Nuevo de 1852, un correo, tras reventar una docena de caballos y fustigar hasta hacerles sangre a una docena de cocheros, lo entregó al príncipe Chernyshov, a la sazón ministro de la Guerra, y el 1 de enero de 1852 Chernyshov, entre otros asuntos, presentó al emperador Nicolás ese despacho de Vorontsov.
Chernyshov no estimaba a Vorontsov por varios motivos: por el respeto general de que éste gozaba; por sus enormes riquezas; por ser Vorontsov un noble de vieja estirpe mientras que él, Chernyshov, era sólo un parvenu; y, principalmente, por el favor especial que le dispensaba el emperador. Por ello, Chernyshov aprovechaba cuantas ocasiones se le ofrecían para desacreditar a Vorontsov. En su último informe sobre la situación en el Cáucaso Chernyshov había conseguido provocar el descontento de Nicolás contra Vorontsov porque, por negligencia del alto mando, los montañeses habían aniquilado casi por completo a un pequeño destacamento de cosacos. Ahora se proponía presentar con matiz desfavorable las disposiciones de Vorontsov con respecto a Hadji Murat. Quería persuadir al emperador de que Vorontsov propendía siempre a proteger a los indígenas, más aún, sentía debilidad por ellos en perjuicio de los rusos; de que dejando a Hadji Murat en el Cáucaso había obrado de modo imprudente; de que con toda probabilidad Hadji Murat se había pasado a los rusos con el único propósito de estudiar sus medidas de defensa; y de que, por consiguiente, lo mejor sería desterrarle al centro de Rusia y no servirse de él hasta que su familia estuviera en nuestro poder y fuera posible confiar en su sinceridad.
Pero Chernyshov fracasó en ese plan, y sólo porque en esa mañana del 1 de enero Nicolás estaba de un mal humor muy particular. Sólo por llevar la contraria, el emperador no habría aceptado propuesta alguna de nadie, fuese quien fuese, y menos aún de Chernyshov, a quien sólo toleraba por considerarle de momento irreemplazable. Pero, conociendo los esfuerzos de éste durante el proceso de los decembristas[3] por destruir a Zahar Chernyshov y apoderarse de sus bienes, le tenía por un grandísimo granuja. Así pues, gracias al mal humor de Nicolás, Hadji Murat permaneció en el Cáucaso y no hubo cambio en su suerte, como sí podría haberlo habido si Chernyshov hubiera presentado su informe en otra ocasión.
Eran las nueve y media cuando, en una niebla de 20° bajo cero, el gordo y barbudo cochero de Chernyshov, tocado de un bicornio de terciopelo azul celeste y sentado en el pescante de un pequeño trineo semejante a los de Nicolás, llegó ante la escalera pequeña del Palacio de Invierno e hizo con la cabeza un saludo amistoso a su amigo, el cochero del príncipe Dolgoruki, que hacía rato había traído allí a su amo y le aguardaba cerca de la entrada del palacio, con las bridas sujetas bajo las anchas y felpudas posaderas y frotándose las manos ateridas.
Chernyshov vestía capa de uniforme con grueso cuello de castor gris y sombrero de tres picos con plumas de gallo. Desembarazándose de su manta de piel de oso, sacó cuidadosamente del trineo sus pies entumecidos desprovistos de chanclos (se ufanaba de no usarlos nunca) y, con gallardía y mucho repiqueteo de espuelas, llegó pisando la alfombra a la puerta que le abría respetuosamente el portero. Cuando en la antecámara hubo depositado su capa en los brazos del viejo lacayo que al momento había acudido, Chernyshov se acercó a un espejo y desprendió cuidadosamente el sombrero de su peluca rizada. Mirándose en el espejo; comprobó con gesto habitual de sus vetustas manos que las patillas y el tupé estaban bien, ajustó como era debido su cruz, sus cordones y sus gruesas charreteras con monograma, y luego, con el paso débil de sus seniles piernas que se movían con esfuerzo, empezó a subir por la cómoda y alfombrada escalera.
Chernyshov pasó junto a los ayudas de cámara que, en uniforme de gala, estaban junto a la puerta y le saludaron servilmente, y entró en la sala de espera. El oficial de guardia, un edecán recién elevado a ese cargo, resplandeciente en su nuevo uniforme, sus charreteras, sus cordones y su rostro colorado aún fresco, con sus negros bigotes y sus patillas peinadas hacia los ojos como las de Nicolás, le saludó respetuosamente. El príncipe Vasili Dolgoruki, colega suyo en el ministerio de la Guerra, cuyo rostro inexpresivo y aburrido estaba adornado con las mismas patillas y los mismos bigotes que el de Nicolás, se levantó para ir al encuentro de Chernyshov y saludarle.
—¿El emperador? —preguntó Chernyshov en francés, volviéndose al edecán e indicando con los ojos la puerta del gabinete.
—Su Majestad acaba de volver —respondió el edecán en la misma lengua y oyendo con satisfacción evidente el sonido de su propia voz. Y pisando con suavidad, a paso tan leve que de llevar un vaso de agua en la cabeza no habría derramado una gota, se acercó a la puerta que se abrió sin ruido, revelando en toda su persona la más profunda veneración al lugar en que iba a introducirse.
Dolgoruki, mientras tanto, abrió su cartera para comprobar los papeles que en ella llevaba. Chernyshov, con el ceño fruncido, iba y venía por la sala, estirando las piernas y tratando de recordar lo que tenía que decir al emperador. Estaba cerca de la puerta del gabinete cuando ésta se abrió de nuevo y por ella salió el edecán, aún más resplandeciente y respetuoso que momentos antes. Con un gesto invitó al ministro y su colega a presentarse ante el emperador.
Hacía largo tiempo que el Palacio de Invierno había sido reconstruido después del incendio de Moscú, pero Nicolás seguía viviendo en el piso superior. El gabinete en que recibía los informes de sus ministros y altos funcionarios era un aposento muy alto de techo con cuatro grandes ventanas. Un retrato de cuerpo entero del emperador Alejandro I colgaba en la pared principal. Entre las ventanas había dos escritorios. A lo largo de los muros unas cuantas sillas. En medio de la habitación una enorme mesa de escribir, y ante ella el sillón de Nicolás y algunas sillas para los visitantes.
Nicolás, en frac negro con sólo cordones en los hombros, pero sin charreteras, estaba sentado a la mesa. Levantó su cuerpo enorme y fuertemente encorsetado para disimular el abdomen prominente, y, sin moverse, dirigió su mirada mortecina a los que entraban. Su largo rostro blanco, de enorme frente huidiza, con patillas muy lisas que se unían cucamente con el peluquín que le cubría la calvicie, se mostraba ese día particularmente frío e inmóvil. Los ojos, siempre turbios, lo estaban más que de ordinario, los labios muy apretados bajo el bigote retorcido, las fofas mejillas recién afeitadas apoyadas en el cuello alto, las patillas que dejaba crecer en forma de salchichas de igual tamaño, el mentón sostenido por el cuello… todo ello daba a su fisonomía una expresión de descontento e incluso de ira. El motivo de ese estado de ánimo era la fatiga, y esa fatiga provenía de que la víspera había asistido a un baile de máscaras. Allí, mientras paseaba como de costumbre tocado de su casco de la Guardia Montada adornado de un pájaro, en medio de un público que se congregaba en torno suyo y se apartaba respetuosamente para dejar paso a su enorme y petulante figura, había vuelto a encontrar a una máscara que, en un baile anterior, había despertado su senil sensibilidad por la blancura de su cutis, la belleza de su cuerpo y su tierna voz, pero que se le había escapado, no sin antes prometerle que le volvería a ver en el baile siguiente. En el de la víspera, ella se le había acercado, y él no la había dejado escapar. La había conducido a un palco especialmente habilitado para poder quedarse a solas con su dama. Llegado a la puerta del palco sin decir palabra, Nicolás había buscado con los ojos al acomodador, pero éste no estaba allí. Nicolás frunció el ceño y empujó, él mismo, la puerta del palco, haciendo pasar a la dama delante de él.
—Ahí hay alguien —dijo en francés la máscara, deteniéndose. En efecto, el palco estaba ocupado. En el sofá de terciopelo, muy pegados unos a otros, había un oficial de ulanos y una joven muy bonita de pelo rubio rizado, en dominó, que se había quitado el antifaz. Al ver a Nicolás furioso, estirado hasta su máxima estatura, la rubia se puso apresuradamente el antifaz, en tanto que el oficial de ulanos, petrificado de espanto, miraba a Nicolás con ojos aturdidos sin levantarse del sofá.
Aun acostumbrado como estaba Nicolás al terror que inspiraba en la gente, ese terror le era siempre agradable, y a veces le divertía desconcertar a personas dominadas por ese terror pronunciando como contraste algunas palabras amables. Así ocurrió en esta ocasión.
—Bueno, hermano, tú eres más joven que yo —dijo al oficial, que estaba alelado de espanto—. Ahora puedes dejarme el sitio.
El oficial se levantó de un salto y, palideciendo y sonrojándose alternativamente, salió encogido del palco a la zaga de su máscara. Nicolás quedó solo con su bella acompañante.
La máscara resultó ser una bonita e inocente muchacha de veinte años, hija de una institutriz sueca. Contó a Nicolás que ya desde su infancia se había enamorado de él por sus retratos; que le adoraba y había decidido captar su atención a toda costa. Y he aquí que lo había conseguido. Y, según dijo, no deseaba otra cosa en este mundo. Nicolás hizo que la llevaran al lugar habitual de sus citas amorosas y pasó más de una hora con ella.
Cuando esa noche regresó a su habitación, se acostó en la cama angosta y dura de que tanto se preciaba y se cubrió con la manta escocesa que consideraba (y así lo decía) tan famosa como el sombrero de Napoleón, pero no pudo dormirse durante largo rato. O bien recordaba el rostro blanco de la muchacha, asustado al par que extasiado, o bien los hombros rozagantes y potentes de Nelidova, su favorita a la sazón, y comparaba a la una con la otra. No se le ocurría que estaba mal en un hombre casado entregarse al libertinaje; y se hubiera asombrado de que alguien juzgase reprobable su conducta. Pero no obstante estar seguro de haber obrado como era debido, le quedaba un resabio desagradable, y para sofocarlo se puso a pensar en lo que siempre era remedio eficaz en tales casos: en lo gran hombre que era.
A despecho de haberse dormido tarde, se levantó como de costumbre a las ocho, hizo sus abluciones habituales, se frotó con hielo el enorme y bien cebado cuerpo, se encomendó a Dios sin atribuir sentido alguno a las oraciones que desde su infancia había recitado (la Salve, el Credo y el Padrenuestro), y por un corto pasillo salió al muelle en gorra y abrigo.
En el muelle tropezó con un alumno en uniforme y sombrero de la Facultad de Derecho, individuo de estatura tan enorme como la suya propia. Al ver el uniforme de esa facultad, que a él no le agradaba por su espíritu de independencia, Nicolás frunció el entrecejo, pero su desagrado se endulzó al ver la aventajada talla del estudiante, su porte intachable y el saludo que le hizo con el codo levantado y muy tenso.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Polosatov, Vuestra Majestad Imperial.
—Eres buen mozo.
El estudiante seguía tieso, con la mano en el sombrero. Nicolás se detuvo.
—¿Quieres entrar en el ejército?
—No, Vuestra Majestad Imperial.
—¡Imbécil! —y Nicolás se alejó y empezó a pronunciar en voz alta las primeras palabras que le vinieron al magín: «Kopervein, Kopervein», nombre de la muchacha de la víspera, que repitió varias veces—. «¡Mal asunto, mal asunto!». No pensaba en lo que decía, pero sí aliviaba su malestar oyéndose hablar. «A ver, ¿qué sería de Rusia sin mí? —se decía, sintiendo que su descontento volvía de nuevo—. Más aún, ¿qué serían sin mí no sólo Rusia, sino Europa?». Y pensó en su cuñado, el rey de Prusia, en la debilidad y estupidez de éste, y sacudió la cabeza.
Cuando regresaba a la escalinata del palacio vio el coche de Yelena Pavlovna[4], que se detenía con su lacayo rojo ante la entrada Saltykov. Yelena Pavlovna era para él la personificación de esos individuos mentecatos que discurrían no sólo de ciencias o de poesía, sino también de gobierno, figurándose que son capaces de gobernarse a sí mismos mejor que él, Nicolás, los gobernaba. Éste sabía que, por mucho que trataba de aplastar a tales personas, éstas se las arreglaban para volver a levantarse. Y se acordó de su hermano, Mihail Petrovich, muerto recientemente. Un sentimiento de tristeza y enojo se adueñó de él. Sombrío y cejijunto comenzó una vez más a articular las primeras palabras que le vinieron al caletre; y sólo cesó de hacerlo cuando entró en el palacio. Pasó a su aposento, se alisó ante el espejo las patillas y el tupé, se retorció el mostacho, y fue directamente al gabinete en que recibía los informes.
Recibió primero a Chernyshov, quien por la cara y sobre todo por los ojos de Nicolás comprendió al momento que ese día el zar estaba de singular mal humor; y sabedor de la aventura de la víspera, entendió el porqué de ello. Nicolás saludó a Chernyshov con frialdad y le invitó a tomar asiento, clavando en él sus ojos cansinos.
El primer asunto del informe de Chernyshov tenía que ver con desfalcos de los funcionarios de intendencia; seguidamente se pasó a los movimientos de tropas en la frontera de Prusia; luego a los galardones para unas cuantas personas que no habían figurado en la primera lista para el Año Nuevo; más tarde a la comunicación de Vorontsov sobre la sumisión de Hadji Murat; y, finalmente, al caso desagradable de un estudiante de medicina que había atentado contra la vida de un profesor.
Nicolás, en silencio, contraídos los labios, alisaba con sus grandes manos blancas, en las que había sólo un anillo de oro en el dedo anular, las hojas de papel y escuchaba el informe sobre los desfalcos, sin apartar los ojos de la frente y el tupé de Chernyshov.
Nicolás estaba convencido de que todo el mundo robaba. Sabía que ahora era indispensable castigar a los funcionarios de intendencia, y decidió hacer de todos ellos simples soldados; pero sabía también que ello no impediría que los que viniesen a reemplazarlos hicieran exactamente lo mismo. Lo característico de los funcionarios era robar, su deber como zar consistía en castigarlos, y por fastidioso que tal deber le pareciese cumplía cabalmente con él.
—Es obvio que en Rusia no hay más que un hombre honrado —dijo.
Chernyshov comprendió al momento que ese único hombre honrado en Rusia era el propio Nicolás y sonrió aquiescente.
—Es muy probable, Vuestra Majestad —dijo.
—Déjame eso. Lo resolveré después —dijo Nicolás, tornando el papel y poniéndolo en el lado izquierdo de la mesa.
Seguidamente Chernyshov dio su informe sobre los honores y los movimientos de las tropas. Nicolás examinó la lista, tachó algunos nombres y luego, breve y resueltamente, ordenó el envío de dos divisiones a la frontera de Prusia.
Nicolás no podía perdonar al rey de Prusia la constitución que, a raíz de 1848, había dado a sus súbditos, por lo que, aun testimoniando en cartas y palabras a su yerno los sentimientos más amistosos, estimaba necesario, en todo caso, desplegar tropas en la frontera prusiana. Esas tropas podían asimismo ser necesarias si se producían disturbios populares en Prusia (Nicolás veía por todas partes amenazas de revolución), empleándolas en defensa del trono de su cuñado, al igual que había defendido a Austria contra los húngaros. Esas tropas en la frontera eran también oportunas para dar mayor peso y significado a los consejos que dirigía al rey de Prusia.
«Sí, ¿qué sería de Rusia sin mí?» —volvió a pensar.
—¿Hay algo más? —preguntó.
—Ha llegado un correo del Cáucaso —respondió Chernyshov, quien le informó de lo que había escrito Vorontsov a propósito de la sumisión de Hadji Murat.
—¡Vaya, vaya! —contestó Nicolás—. Es un buen principio.
—Es evidente que el plan concebido por Vuestra Majestad empieza a dar fruto —dijo Chernyshov.
Este elogio de su talento estratégico era especialmente agradable a Nicolás porque, aunque se ufanaba de él, en el fondo de su ser reconocía que no lo tenía. Y ahora quiso oír alabanzas más detalladas.
—¿Cómo lo entiendes tú?
—Yo entiendo que si se hubiese seguido el plan de Vuestra Majestad, o sea, avanzar poco a poco, aunque fuera lentamente, talando bosques y destruyendo provisiones, el Cáucaso se habría sometido hace tiempo. Yo atribuyo la sumisión de Hadji Murat únicamente a esa ética. Ha comprendido que era imposible seguir resistiendo.
—Es verdad —dijo Nicolás.
Lo cierto era que el plan de avanzar lentamente por el territorio enemigo, recurriendo a la tala de bosques y destrucción de víveres, era el de Yermolov y Velyaminov, enteramente opuesto al plan de Nicolás. Según el de este último, había que apoderarse de golpe de la residencia de Shamil y arrasar ese nido de bandoleros, y con tal fin se había preparado en 1845 la expedición de Dargo que había costado tantas vidas. Sin embargo, Nicolás también se atribuía a sí mismo el plan de avance lento, con la tala metódica de bosques y destrucción de provisiones. Cabría pensar que, para creer tal cosa, debería disimular que había apoyado la campaña de 1845, enteramente contraria a ese plan. Pero no lo disimulaba, y se enorgullecía del plan de la expedición de 1845 a la vez que del plan de avance lento, a pesar de que ambos planes se contradecían. Pero la adulación de su séquito —continua, patente y contraria a la evidencia— le llevó al extremo de no ver sus contradicciones, de no cotejar sus actos y palabras con la realidad, con la lógica, y ni siquiera con el sentido común; y estaba plenamente convencido de que todas sus disposiciones, tan insensatas, injustas y opuestas entre sí, resultaban sensatas, justas y equilibradas sólo porque eran suyas.
Tal fue ahora su decisión en el caso del estudiante de medicina, que Chernyshov le presentó después del informe sobre el Cáucaso.
Ese caso era el siguiente: un joven que había sido suspendido dos veces en un examen se presentó por tercera vez, y cuando el profesor no le aprobó, el estudiante, morbosamente nervioso, viendo en ello una injusticia, cogió de la mesa un cortaplumas y en un arrebato de furia se lanzó sobre el profesor y le causó algunas heridas insignificantes.
—¿Su nombre?
—Byhezovski.
—¿Polaco?
—De origen polaco y católico. Nicolás frunció el ceño. Había hecho mucho daño a los polacos. Para justificado le era preciso persuadirse de que todos los polacos eran unos bribones, y así los juzgaba Nicolás y los odiaba en la medida del daño que les había hecho.
—Espera un momento —dijo, cerrando los ojos y bajando la cabeza.
Chernyshov sabía, por habérselo oído decir a Nicolás varias veces, que cuando necesitaba decidir alguna cuestión importante, sólo necesitaba ensimismarse unos instantes, y que entonces, como si se sintiese inspirado, la mejor solución se presentaba por sí misma, como si una voz interior le dijera lo que convenía hacer. Ahora pensaba en cómo satisfacer la inquina contra los polacos que resurgía con el caso de este estudiante, y la voz interior le sugirió la siguiente decisión:
Merece la pena de muerte. Gracias a Dios, la pena de muerte ya no existe entre nosotros, y no seré yo quien vuelva a imponerla. Que pase doce veces entre mil hombres.
Nicolás.
Y lo firmó con su enorme rúbrica.
Nicolás sabía que un vapuleo de doce mil varas significaba no sólo una muerte cierta y atroz, sino una crueldad inútil, porque con cinco mil bastaba para matar al hombre más fuerte. Pero le agradaba ser despiadadamente cruel y pensar que entre nosotros ya no existía la pena de muerte.
Cuando hubo escrito su decisión acerca del estudiante, se la pasó a Chernyshov.
—Aquí está —dijo—. Léela. Chernyshov la leyó y, en señal de cortés asombro ante la sabiduría de tal decisión, inclinó la cabeza.
—Y que lleven a todos los estudiantes a la plaza para que presencien el castigo —agregó Nicolás.
«Eso les será útil. Extirparé el espíritu revolucionario. Lo arrancaré de raíz».
—Perfectamente —dijo Chernyshov; y tras un momento de silencio volvió al tema del Cáucaso—. ¿Y ahora qué se debe escribir a Mihail Semyonvich?
—Que se ajuste estrictamente a mi plan: arrasar viviendas, destruir víveres en Chechnya y hostilizar al enemigo con golpes de mano —contestó Nicolás.
—¿Y en cuanto a Hadji Murat? —preguntó Chernyshov.
—¡Pero si Vorontsov me escribe que quiere hacer uso de él en el Cáucaso!
—¿No es eso demasiado arriesgado? —dijo Chernyshov, evitando la mirada de Nicolás—. Me temo que Mihail Semyonovich sea demasiado confiado.
—¿Y tú qué opinas? —preguntó Nicolás con sequedad, notando el esfuerzo de Chernyshov para presentar, dándoles un matiz desfavorable, las medidas adoptadas por Vorontsov.
—Yo creería que sería más seguro conducirle a Rusia.
—Tú creerías eso —dijo Nicolás irónicamente—. Pero yo no lo creo, y estoy de acuerdo con Vorontsov. Escríbeselo así.
—Por supuesto —dijo Chernyshov, levantándose y despidiéndose.
Dolgoruki, quien durante el tiempo que duró el informe no dijo más que unas cuantas palabras en respuesta a las preguntas de Nicolás sobre los movimientos de tropas, se despidió también.
Después de Chernyshov le tocó el turno al general-gobernador de las provincias del Oeste, Bibikov, que venía a despedirse para reintegrarse a su puesto. Nicolás aprobó las medidas adoptadas por Bibikov contra los campesinos que se habían sublevado por no querer convertirse a la ortodoxia, y le ordenó que todos ellos fueran juzgados por un consejo de guerra. Esto significaba condenarlos de antemano a pasar por baquetas. Mandó asimismo incorporar al ejército como soldado raso a un periodista que había publicado un reportaje sobre la transferencia de varios miles de siervos del Estado a miembros de la familia imperial.
—Hago esto porque lo estimo necesario —dijo—, y no permito que se ponga a discusión.
Bibikov comprendía la crueldad de las disposiciones relativas a los uniatas y la injusticia de transformar siervos del Estado, o sea, los únicos libres entonces, en siervos adscritos a la familia imperial. Pero le era imposible objetar. No estar de acuerdo con las disposiciones de Nicolás equivaldría para Bibikov a renunciar a la brillante posición de que disfrutaba, que le había costado cuarenta años conseguir. Y por ello, inclinando la cabeza entrecana en señal de obediencia, indicó que estaba dispuesto a cumplir con el mandato cruel, insensato y fraudulento de Su Majestad.
Después de despedir a Bibikov, Nicolás, consciente de haber cumplido con su deber, se desperezó, miró el reloj y fue a vestirse para salir. Se puso un uniforme con charreteras, condecoraciones y banda, luego pasó a la sala de recepción donde le esperaban impacientes más de cien personas, los hombres de uniforme, las mujeres en vestidos escotados, todos ellos en los lugares correspondientes a su rango.
Con su mirada mortecina, pecho abombado y abdomen ceñido, que rebasaba del corsé por arriba y por abajo, se acercó a los que le esperaban, y consciente de que todas las miradas estaban vueltas hacia él con timorata servilidad, adoptó un porte aún más solemne. Cuando sus ojos descubrían un rostro conocido, recordaba «fulano… fulano…», se detenía y decía algunas palabras en francés o en ruso, y luego escuchaba lo que se le decía, mirando al interlocutor fría y vagamente.
Cuando hubo recibido la pleitesía de los cortesanos, Nicolás pasó a la iglesia.
Al igual que la gente de este mundo, Dios, por mediación de sus ministros, recibió y alabó a Nicolás, quien aceptó ese tributo como algo que le era debido aunque fuera fastidioso. Todo eso era como debía ser, porque de él dependían el bienestar y la felicidad del mundo entero. Y aunque aquello le cansaba, no negaba al mundo su participación. Cuando al final de la misa el espléndido y bien peinado diácono entonó el «Muchos años» y el coro recogió estas palabras con melodiosas voces, Nicolás, mirando en tomo suyo, alcanzó a ver a Nelidova, que estaba de pie junto a una ventana; se fijó en sus bien formados hombros y resolvió en su favor la comparación con la muchacha de la víspera.
Después de la misa fue a ver a la emperatriz y pasó algunos minutos en familia bromeando con su mujer y sus hijos. Luego, atravesando el Hermitage, entró en el despacho del ministro de la Corte, Volkonski, y le confió el encargo, entre otras cosas, de crear de su peculio personal una pensión para la madre de la muchacha de la víspera, y de allí fue a dar su paseo habitual.
Ese día la comida tuvo lugar en la sala pompeyana. Además de los hijos menores, Nikolai y Mihail, estaban invitados el barón Lieven, el conde Ryevuski, Dolgoruki, el embajador de Prusia y el edecán del rey de Prusia. Mientras aguardaban la llegada de la emperatriz y el emperador, se entabló una conversación interesante entre el embajador de Prusia y el barón Lieven sobre las últimas noticias, harto alarmantes, recibidas de Polonia.
—La Polonia y el Cáucaso son las dos llagas de Rusia —dijo Lieven en francés—. Necesitamos unos 100 000 hombres en cada uno de esos países.
El embajador fingió quedar sorprendido de tal comentario.
—Usted dice que Polonia… —empezó a decir el embajador.
—¡Oh, sí! Fue un golpe maestro de Mettemich el estorbo…
En ese momento entró la emperatriz con su cabeza temblona y su sonrisa glacial y tras ella Nicolás. A la mesa Nicolás habló de la sumisión de Hadji Murat. Agregó que ahora la guerra del Cáucaso debería terminar pronto, ya que había dispuesto el acoso de los montañeses mediante la tala de los bosques y la instalación de fortines.
El embajador cambió una rápida mirada con el edecán prusiano. Esa misma mañana habían hablado de la lamentable debilidad de Nicolás de considerarse como un gran estratega. E hizo gran elogio de ese plan, que demostraba una vez más las admirables prendas militares de Nicolás.
Después de la comida Nicolás fue al ballet en el que desfilaron centenares de mujeres casi desnudas. Una de ellas le agradó en particular. Mandó llamar al maestro del ballet, le dio las gracias y ordenó que se le diera una sortija con brillantes.
Al día siguiente, al despachar con Chernyshov, Nicolás confirmó sus instrucciones a Vorontsov, a saber, que ahora que Hadji Murat se había sometido, era preciso incrementar la presión contra la Chechnya y encerrarla en un cordón de tropas.
Chernyshov escribió en ese sentido a Vorontsov, y otro correo, reventando más caballos y fustigando las caras de más cocheros, partió para Tiflis.