Cuando Loris-Melikov entró en la sala, Hadji Murat fue a su encuentro con cara de alegría.
—¿Qué? ¿Seguimos? —dijo, sentándose en la otomana.
—Sí, por supuesto —respondió Loris-Melikov—. He ido a ver a tus hombres y he hablado con ellos. Uno de ellos parece ser un juerguista —agregó Loris-Melikov.
—Sí, Khan-Magoma. Un tarambana —dijo Hadji Murat.
—Hay otro, joven y apuesto, que me ha gustado.
—¡Ah, Eldar! Es un mozo duro como el hierro.
Y tras una pausa:
—¿Sigo mi relato, pues?
—Sí, sí.
—Ya te he contado que mataron a los khanes. Pues bien, los mataron y Hamzad entró en Hunzah y se instaló en el palacio de ellos —comenzó Hadji Murat—. Quedaba la khansha. Hamzad la hizo venir y ella le increpó por lo que había hecho. Él hizo una seña a su murid Aselder y éste la acometió por detrás y la mató.
—¿Pero por qué matarla a ella? —preguntó Loris-Melikov.
—¿Qué otra cosa cabía hacer? Lo que se empieza hay que acabarlo. Era menester aniquilar a toda la casta. Y eso fue lo que hicieron. Shamil mató al pequeño, arrojándolo por un precipicio. Toda la Avaria se sometió a Hamzad, y sólo mi hermano y yo no quisimos hacerlo. Necesitábamos su sangre en pago de la de los khanes. Fingimos sometemos, pero sólo pensábamos en cómo vengamos. Pedimos consejo al abuelo y decidimos aguardar el momento en que Hamzad saliera del palacio para matarlo por sorpresa. Alguien sospechó lo que tramábamos, se lo sopló a Hamzad y éste mandó venir al abuelo y le dijo: «Ándate con cuidado. Si es verdad que tus nietos están maquinando algo contra mí os colgaré a los tres de la misma viga. Estoy haciendo la obra de Dios y nada puede impedírmelo. Ve y acuérdate de lo que te digo». El abuelo volvió a casa y nos lo contó. Entonces decidimos no esperar más y hacer lo que había que hacer el primer día de fiesta en la mezquita. Nuestros camaradas se negaron a ayudamos. Sólo quedábamos mi hermano y yo. Cogimos cada uno dos pistolas, nos pusimos las capas y fuimos a la mezquita. Hamzad entró con treinta murids, todos ellos con los sables desnudos. Al lado de Hamzad iba Aselder, su mund predilecto, el mismo que había cortado la cabeza a la khansha. Al vemos, dijo a gritos que nos quitáramos las burkas y se acercó a mí. Yo tenía el puñal en la mano, le maté y arremetí contra Hamzad. Pero mi hermano Osman ya había disparado contra él. Hamzad, todavía vivo, se lanzó sobre mi hermano blandiendo el puñal, pero yo acabé con él de un tiro en la cabeza. Los murids eran treinta, nosotros éramos dos. Mataron a mi hermano Osman, pero yo me zafé de ellos, salté por una ventana y me escapé. Cuando todo el pueblo se enteró de la muerte de Hamzad, se sublevó, los murids huyeron y a los que no huyeron los mataron.
Hadji Murat hizo alto en su relato y respiró profundamente.
—Eso resultó bien —continuó diciendo—, pero más tarde todo se echó a perder. Shamil ocupó el puesto de Hamzad. Me mandó recado de que fuera con él contra los rusos, y me amenazaba, si me negaba a hacerlo, con arrasar Hunzah y matarme. Yo le dije que no iría con él y que no le dejaría entrar en mi terreno.
—¿Por qué no te fuiste con él? —preguntó Loris-Melikov.
Hadji Murat frunció el entrecejo y no contestó al momento.
—Porque era imposible. Shamil tenía sobre sí la sangre de mi hermano Osman y la de Abununtsal-Khan. No me fui con él. El general Rosen me envió el nombramiento de oficial y me hizo comandante de Avaria. Todo habría resultado bien si Rosen no nos hubiese dado al principio como gobernador de Avaria al khan de Kazikumyh, Mahomet-Mirza, y más tarde a Ahmet-Khan. Este último me detestaba. Había pedido para su hijo en matrimonio a la hija de la khansha, Saltanet, pero no se la dieron, y él creyó que yo tenía la culpa de ello. Me odiaba y mandó a sus secuaces a matarme, pero me escapé. Entonces me calumnió ante el general Klügenau, diciendo que yo prohibía a los avaros suministrar leña a los soldados. Más todavía: le dijo que yo había empezado a usar turbante, este mismo que llevo ahora, —agregó Hadji Murat, mostrando el que llevaba en el gorro—, lo que, según él, significaba que me había sometido a Shamil. El general no lo creyó y no mandó detenerme, pero cuando se marchó a Tiflis, Ahmet-Khan empezó a obrar por cuenta propia: con un grupo de soldados se apoderó de mí, me cargó de cadenas y me ató a un cañón. Seis días con sus noches pasé de ese modo. El séptimo día me quitaron las cadenas para llevarme escoltado a Temir-Khan-Shura; eran cuarenta soldados con los fusiles cargados. Llevaba las manos atadas y los soldados tenían orden de matarme si intentaba escapar. Yo lo sabía. Cuando llegamos cerca de Moksoh la vereda se hizo muy angosta y a la derecha había un barranco de unos trescientos pies de profundidad. Yo me escurrí a la derecha del soldado, al borde del precipicio. El soldado quiso detenerme, pero yo salté al abismo arrastrándole conmigo. El soldado murió, pero, como puedes ver, yo quedé vivo. Tenía rotas las costillas, la cabeza, los brazos, las piernas, en fin, el cuerpo entero. Quise moverme a rastras, pero no podía. La cabeza me daba vueltas y quedé amodorrado. Me desperté empapado de sangre. Un pastor me vio, llamó a la gente y me llevaron a un aoul. Sané de las costillas y la cabeza, también de las piernas, pero una de ellas quedó más corta que la otra.
Y Hadji Murat estiró la pierna coja.
—Pero me sirve, y con eso basta —dijo—. La gente se enteró de lo que había pasado y empezó a venir a verme. Cuando me curé fui a Tselmés. Los avaros volvieron a llamarme para que los gobernara —agregó Hadji Murat con orgullo reposado y firme—. Y yo acepté.
Hadji Murat se levantó de un brinco, sacó una cartera de un bolso de cuero, extrajo de ella dos cartas amarillentas y se las alargó a Loris-Melikov. Las cartas eran del general Klügenau. Loris-Melikov las leyó. La primera decía lo siguiente:
«¡Cadete Hadji Murat! Estabas a mi servicio, quedé contento de ti y te consideraba hombre de bien. Hace poco, Ahmet-Khan me dijo que eres un traidor, que llevas turbante, mantienes contacto con Shamil e incitas al pueblo a desobedecer a las autoridades rusas. Ordené que te detuvieran para que comparecieses ante mí. Tú te has fugado. No sé si tienes razón o no, porque no sé si eres o no culpable. Ahora escucha: Si tienes la conciencia limpia con respecto al Gran Zar, si no eres culpable de nada, preséntate ante mí. No temas a nadie, soy tu protector. El khan no te hará nada, está bajo mi mando y no tienes nada que temer».
Más adelante, Klügenau escribía que siempre había sido fiel a su palabra, que era justo, y exhortaba de nuevo a Hadji Murat a comparecer ante él.
Cuando Loris-Melikov hubo concluido la lectura de la primera carta, Hadji Murat sacó la segunda, pero, sin dársela de momento a Loris-Melikov, contó cómo había respondido a la primera.
—Le escribí que llevaba turbante, no por Shamil, sino por la salvación de mi alma; que no quería ni podía pasarme a Shamil porque éste había hecho matar a mi padre, a mis hermanos y a otros parientes míos, pero que no me pasaría a los rusos porque me habían ultrajado. (En Hunzah, cuando me tenían atado, un canalla se había defecado en mí, y no podía unirme a vosotros hasta que no matase a ese hombre). Y sobre todo porque temía al embustero de Ahmet-Khan. Entonces el general me mandó esta otra carta —dijo Hadji Murat, dando a Loris-Melikov el segundo papel amarillento.
«Has contestado a mi carta. Gracias. En ella dices que no temes volver, pero que te lo impide la afrenta de que te ha hecho víctima un giaour. Ahora bien, yo te aseguro que la ley rusa es justa y que con tus propios ojos verás el castigo de quien se ha atrevido a ofenderte. Ya he ordenado una investigación. Escucha, Hadji Murat. Tengo derecho a estar descontento de ti porque no tienes confianza en mí ni en mi veracidad, pero te perdono porque conozco el carácter desconfiado de los montañeses en general. Si tienes la conciencia limpia, si de veras te pones el turbante sólo para la salvación de tu alma, tienes razón y puedes mirar directamente a las autoridades rusas y a mí en particular; y te aseguro que quien te deshonró será castigado, que tus bienes te serán restituidos, y que verás y conocerás lo que significa la ley rusa; tanto más cuanto que los rusos ven las cosas de otro modo. En su opinión, tú no vales menos porque un bribón te haya ultrajado. Yo mismo he dado permiso a los chimrints para llevar turbante y considero sus acciones como es debido; así pues, como ya te he dicho, no tienes nada que temer. Ven a verme con el hombre que ahora te envío. Me es fiel, no está al servicio de tus enemigos, sino que es un hombre que goza de miramiento particular por parte del gobierno».
Seguidamente Klügenau invitaba de nuevo a Hadji Murat a pasarse a los rusos.
—No confié en lo que decía la carta —comentó Hadji Murat cuando Loris-Melikov hubo concluido de leerla y no fui a ver a Klügenau. Para mí lo más importante era vengarme de Ahmet-Khan, cosa que no podía hacer por medio de los rusos. Por esos mismos días Ahmet-Khan cercó a Tselmés con el fin de capturarme y matarme. Yo tenía demasiada poca gente conmigo y no podía librarme de él. Y he aquí que justamente entonces vino a verme un emisario de Shamil con una carta. Me prometía su ayuda para deshacerme de Ahmet-Khan y matarle y darme el gobierno de toda la Avaria. Lo pensé mucho y me pasé a Shamil. Y desde entonces no he cesado de luchar contra los rusos.
En ese punto Hadji Murat contó todas sus hazañas de guerra. Eran muy numerosas y Loris-Melikov las conocía en parte. Todas sus expediciones, todos sus asaltos causaban asombro por la insólita rapidez de las maniobras y la audacia de las embestidas, siempre coronadas por el éxito.
—Nunca ha habido amistad entre Shamil y yo —dijo Hadji Murat en conclusión—, pero me teme y me necesita. Ahora verás lo que pasó. Me preguntaron quién sería Imam después de Shamil, y yo respondí que lo sería aquél cuyo sable cortase mejor. Se lo dijeron a Shamil y decidió deshacerse de mí. Me envió a Tabasaran. Fui allí y me apoderé de mil ovejas y trescientos caballos. Pero él dijo que yo no había hecho lo que debía, me destituyó del cargo de Naib y me ordenó que le enviase todo el dinero. Le entregué mil monedas de oro. Él envió a sus murids y me despojó de todas mis posesiones. Ordenó que fuera a verle; yo sabía que quería matarme y no fui. Mandó gente para prenderme. Me escapé y me pasé a Vorontsov. Pero no pude llevarme a mi familia. Mi madre, mi mujer y mi hijo están en su poder. Di al Sardar que mientras mi familia esté allí, no puedo hacer nada.
—Se lo diré —dijo Loris-Melikov.
—Ocúpate de ello, no escatimes esfuerzo. Lo que es mío es también tuyo, pero encarece mi caso al príncipe. Me encuentro atado y el cabo de la cuerda está en manos de Shamil.
Con esas palabras terminó Hadji Murat el relato que de su vida hizo a Loris-Melikov.