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Cuando al día siguiente Hadji Murat se presentó en casa de Vorontsov, la antecámara del príncipe rebosaba de gente. Allí estaba el general de la víspera con sus bigotes enhiestos, su uniforme de gala y sus condecoraciones, que venía a despedirse; allí estaba también un coronel amenazado de consejo de guerra por malversación en el aprovisionamiento de su regimiento; allí estaba el armenio rico, protegido del doctor Andreyevski, que había recibido la concesión del vodka y ahora trataba de obtener la renovación del contrato; allí estaba, de luto riguroso, la viuda de un oficial muerto en acción de guerra, que había venido a solicitar una pensión o que el Estado, al menos, tomase a su cargo el cuidado de sus hijos; allí estaba un príncipe georgiano arruinado, en un espléndido traje regional, que pretendía la adjudicación de una finca eclesiástica confiscada; allí estaba un oficial con un gran rollo de papel en el que figuraba un nuevo proyecto para la conquista del Cáucaso; y allí estaba un khan que había venido sólo para poder decir en casa que había visto al príncipe.

Todos aguardaban su turno y eran introducidos sucesivamente en el despacho del príncipe por un joven edecán rubio y apuesto.

Cuando entró Hadji Murat en la antecámara con paso resuelto y cojeando, todos los ojos se volvieron para mirarle, y él oyó su nombre pronunciado en voz baja en varias partes de la sala.

Hadji Murat venía vestido con una larga cherkeska blanca sobre un beshmet pardo con fino galón de plata en el cuello. Llevaba polainas negras y botas blandas que se ajustaban a sus pies como si fueran guantes. En la cabeza afeitada llevaba un gorro de piel con turbante, el mismo turbante que, por denuncia de Ahmet-Khan, había sido causa de su detención por el general Klügenau y de su adhesión a Shamil. Hadji Murat caminaba de prisa por el suelo de parquet de la antecámara, con un ligero balanceo de su talle alto y enjuto porque tenía una pierna más corta que otra. Sus ojos, muy separados uno de otro, miraban tranquilamente delante de sí y parecían no ver a nadie.

El apuesto ayudante saludó a Hadji Murat y le invitó a sentarse mientras anunciaba su presencia al príncipe. Pero Hadji Murat se negó a hacerlo; y con la mano apoyada en el puñal, y avanzando una pierna, siguió de pie, mirando desdeñosamente a los circunstantes.

El intérprete, príncipe Tarhanov, se acercó a Hadji Murat y entabló conversación con él. Hadji Murat le respondía bruscamente, a regañadientes. Del despacho salió un príncipe kumyk, que había venido a quejarse de un oficial de la policía. Tras él, el edecán llamó a Hadji Murat, le condujo a la puerta del despacho y le hizo pasar.

Vorontsov recibió a Hadji Murat de pie, junto a su mesa. Su viejo rostro pálido de general en jefe no estaba tan sonriente como la víspera, sino más bien severo y solemne.

Al entrar en el amplio aposento con su mesa enorme y grandes ventanas con celosías verdes, Hadji Murat puso sus manos pequeñas y bronceadas en el lugar de su pecho en que se cruzaba la pechera de su cherkeska blanca y, sin apresurarse, clara y respetuosamente, dijo en dialecto kumyk con los ojos bajos:

—Me pongo bajo la poderosa protección del gran zar y de la vuestra. Prometo sinceramente servir al zar blanco hasta la última gota de mi sangre y espero ser útil en la guerra con Shamil, enemigo mío y vuestro.

Vorontsov escuchó al intérprete y luego miró a Hadji Murat; y Hadji Murat, a su vez, le miró cara a cara.

Las miradas de estos dos hombres se cruzaron y se dijeron mucho de lo que no podía expresarse ni con palabras ni con lo que decía el intérprete. Directamente, sin palabras, se dijeron toda la verdad: los ojos de Vorontsov decían que no creía una sola sílaba de lo que decía Hadji Murat, que sabía que éste era enemigo de todo lo ruso y seguiría siéndolo siempre, y que ahora se sometía sólo porque no podía hacer otra cosa. Hadji Murat lo comprendía así y, no obstante, juraba fidelidad. Por su parte, los ojos de Hadji Murat decían que ese viejo debería pensar en la muerte y no en la guerra, pero que, aunque viejo, era taimado y no había que fiarse de él. Vorontsov se daba cuenta de ello y, sin embargo, decía a Hadji Murat lo que juzgaba necesario para el buen éxito de la guerra.

—Dile —dijo Vorontsov al intérprete (solía tutear a los oficiales jóvenes)— que nuestro soberano es tan clemente como poderoso y que probablemente, a petición mía, le perdonará y le tomará a su servicio. ¿Has traducido eso? —preguntó, mirando a Hadji Murat—. Hasta que reciba una respuesta favorable a mi petición, dile que me comprometo a acogerle y hacerle agradable su estancia entre nosotros.

Una vez más Hadji Murat apretó las manos contra su pecho y empezó a hablar animadamente.

Decía, según tradujo el intérprete, que en una ocasión anterior, cuando gobernaba Avaria en 1839, había servido a los rusos fielmente, y no los habría traicionado jamás si no hubiera sido porque su enemigo Ahmet-Khan, que quería perderle, le había calumniado ante el general Klügenau.

—Lo sé, lo sé —dijo Vorontsov (aunque si lo sabía, lo había olvidado hacía largo tiempo)—. Lo sé —dijo, sentándose y señalando a Hadji Murat un diván junto a la pared. Pero Hadji Murat no se sentó y alzó los recios hombros en señal de que no quería tomar asiento en presencia de personaje tan importante.

—Tanto Ahmet-Khan como Shamil son enemigos míos —prosiguió, volviéndose al intérprete—. Di al príncipe que Ahmet-Khan ha muerto y ya no puedo vengarme de él, pero Shamil está vivo y no moriré sin saldar cuentas con él —dijo, frunciendo las cejas y apretando con fuerza las mandíbulas.

—Sí, sí —asintió tranquilamente Vorontsov—. ¿Cómo quiere saldar cuentas con Shamil? —dijo al intérprete—. Dile que puede sentarse.

Una vez más Hadji Murat rehusó la invitación a sentarse, y a la pregunta que se le había hecho respondió que se había pasado a los rusos para ayudarles a aniquilar a Shamil.

—Bueno, bueno —dijo Vorontsov—. ¿Qué es precisamente lo que se propone hacer? ¡Siéntese, siéntese!

Hadji Murat se sentó y dijo que si se le enviase con tropas a la línea Lezguina garantizaba que todo el Daghestan se sublevaría y que Shamil no podría resistir.

—Está bien. Es posible —dijo Vorontsov—. Lo pensaré. El intérprete transmitió a Hadji Murat las palabras de Vorontsov. Hadji Murat reflexionó.

—Di al Sardar —agregó— que mi familia está en manos de mi enemigo; y mientras estén en las montañas estoy paralizado y no puedo servir. Shamil matará a mi mujer, matará a mi madre, matará a mis hijos si voy abiertamente contra él. Que el príncipe rescate a mi familia, que la cambie por los prisioneros que tiene y entonces o moriré o destruiré a Shamil.

—Bien, bien —dijo Vorontsov—. Pensaremos en eso. Ahora que vaya a ver al jefe de Estado Mayor y le explique punto por punto su situación, sus intenciones y sus deseos.

Y con ello terminó la primera entrevista de Hadji Murat con Vorontsov.

Ese mismo día, al anochecer, en el nuevo teatro decorado al estilo oriental, se representó una ópera italiana. Vorontsov estaba en su palco, y en el patio de butacas apareció la figura impresionante del cojo Hadji Murat en turbante. Entró con Loris-Melikov, edecán de Vorontsov que había sido designado para acompañarle. Se sentaron en la primera fila. Hadji Murat asistió al primer acto con dignidad oriental, musulmana, no sólo sin manifestar asombro alguno, sino con evidente indiferencia. Luego se levantó y, mirando tranquilamente a los espectadores, salió, atrayendo la atención de todos.

El día siguiente era lunes, día en que los Vorontsov recibían. La gran sala resplandecía de luces y, oculta en el jardín de invierno, tocaba la música. Mujeres jóvenes y no tan jóvenes, en lujosos vestidos que dejaban al descubierto el cuello, los brazos y el pecho, giraban en brazos de hombres en brillantes uniformes. En el ambigú, abundantemente provisto, lacayos en librea roja, medias y zapatos servían champaña y ofrecían golosinas a las señoras. La esposa del Sardar, también medio desnuda no obstante sus años más que maduros, circulaba entre los invitados sonriendo afablemente; por mediación del intérprete dijo algunas palabras amables a Hadji Murat, quien contemplaba a los allí congregados con la misma indiferencia que la víspera en el teatro. Después de la señora de la casa se acercaron a Hadji Murat otras damas muy descotadas y todas ellas, sin recato alguno, se plantaron delante de él y, sonriendo, le hicieron la misma pregunta: ¿le gustaba lo que estaba viendo? El propio Vorontsov, adornado de sus charreteras y cordones de oro, con la cruz blanca al cuello y la banda que le cruzaba el pecho, se acercó a él y le hizo la misma pregunta, evidentemente seguro, como todos los otros, de que a Hadji Murat no podía menos de gustarle lo que veía. Hadji Murat contestó a Vorontsov lo que había contestado a los demás: que entre su propia gente no había nada semejante, sin decir si le parecía bien o mal que no lo hubiese.

En el baile, Hadji Murat intentó hablar con Vorontsov del caso de su familia, pero Vorontsov fingió no haber oído sus palabras y se alejó. Loris-Melikov, sin embargo, dijo más tarde a Hadji Murat que aquél no era lugar oportuno para hablar de tales asuntos.

Cuando dieron las once y Hadji Murat confirmó la hora en el reloj que le habían regalado los Vorontsov, preguntó a Loris-Melikov si podía marcharse. Loris-Melikov le dijo que sí, pero que mejor sería quedarse. No obstante, Hadji Murat no se quedó y volvió a su alojamiento en el faetón que se había puesto a su disposición.