Mihail Semyonovich Vorontsov, hijo del embajador ruso en Inglaterra, donde se había educado, había tenido una formación cultural europea, excepcional por aquel entonces entre los altos funcionarios de su país. Era hombre ambicioso, blando y bondadoso con sus subordinados a la vez que fino y cortés con sus superiores. No comprendía la vida sin el poder y la obediencia. Había alcanzado la cumbre del escalafón y recibido las más altas condecoraciones; y se juzgaba diestro estratega, incluso vencedor de Napoleón en Krasnoye. En 1851 tenía ya más de setenta años, pero era hombre aún lozano, se movía con vigor y, sobre todo, tenía toda la agilidad de un intelecto sutil y agradable ocupado en mantener su poder y consolidar y ampliar su popularidad. Poseía grandes riquezas —las suyas y las de su esposa, la condesa Branitskaya—, percibía enormes emolumentos como gobernador y destinaba la mayor parte de sus bienes a la construcción de un palacio y jardines en la costa sur de Crimea.
En el anochecer del 7 de diciembre de 1852 llegó ante su palacio de Tiflis la troika de un correo. Un oficial fatigado, negro de polvo, portador de parte del general Kozlovski de la noticia de la sumisión de Hadji Murat a los rusos, pasó ante los centinelas y, desentumeciendo las piernas subió la larga escalinata del palacio del gobernador. Eran las seis y Vorontsov iba a sentarse a la mesa cuando le anunciaron la llegada del correo. Vorontsov recibió a éste sin demora, por lo que llegó un poco tarde a la comida. Cuando entró en el salón, sus invitados, una treintena de ellos, sentados en torno a la princesa Yelizaveta Ksaverevna o agrupados junto a las ventanas, se levantaron y se volvieron hacia él. Vorontsov llevaba su acostumbrada guerrera negra sin charreteras, con sólo unas sencillas hombreras, y la cruz blanca al cuello. Su cara de zorro recién afeitada sonreía complacida y entornaba los ojos para mirar a los circunstantes.
Entró en el salón con paso ligero y silencioso, se disculpó ante las damas por haberse retrasado, saludó a los caballeros y fue a ofrecer su brazo a la princesa Manana Orbelyani, belleza georgiana de tipo oriental, cuarentona, alta y bien entrada en carnes, para pasar al comedor. La princesa Yelizaveta Ksaverevna dio su brazo a un general recién llegado, de pelo rojizo y bigotes enhiestos. El príncipe georgiano dio su brazo a la condesa Choiseul, amiga de la princesa. El doctor Andreyevski, los edecanes y demás invitados, algunos con señoras, otros sin ellas, siguieron a las tres parejas. Los lacayos, en libreas, medias y zapatos, apartaron y luego acercaron las sillas, y el maítre d’hótel sirvió solemnemente una sopa humeante de una sopera de plata.
Vorontsov tomó asiento en medio de la larga mesa. Frente a él se sentaron la princesa y el general; a su derecha la bella Orbelyani, y a su izquierda la hija de ésta, una morena alta y colorada de tez, quien, adornada de joyas vistosas, no cesaba de sonreír.
—Excelentes, querida mía —respondió en francés a su mujer, que le preguntaba qué noticias había traído el correo—. Simon ha tenido buena suerte.
Y empezó a contar, de modo que todos los comensales le oyesen, la noticia emocionante que para él no era nueva del todo, ya que las negociaciones se remontaban a tiempo atrás de que Hadji Murat, el conocido y valeroso lugarteniente de Shamil, se pasaba a los rusos y a la mañana siguiente debía llegar a Tiflis.
Todos los comensales, incluso los jóvenes, los edecanes y los funcionarios sentados a los extremos de la mesa, que hasta entonces habían estado riendo discretamente entre sí, callaron y se pusieron a escuchar.
—¿Y usted, general, ha visto ya a ese Hadji Murat? —preguntó la princesa a su vecino, el general de pelo rojizo y erguidos bigotes, cuando el príncipe cesó de hablar.
—Más de una vez, princesa, y el general contó cómo en 1843 Hadji Murat, después de la toma de Gergebel, había atacado a un destacamento del general Pahlen y dado muerte, casi ante sus propios ojos, al coronel Zolotuhin.
Vorontsov escuchaba con amable sonrisa, evidentemente satisfecho de que el general entrase en la conversación. Pero de pronto apareció en su rostro una expresión distraída y molesta.
Ya disparado, el general empezó a relatar cómo en otra ocasión había tropezado con Hadji Murat.
—Si Vuestra Excelencia se sirve recordarlo —dijo el general— fue él quien preparó la emboscada que atacó al destacamento de socorro en la operación «galleta».
—¿Dónde? —preguntó de nuevo Vorontsov, entornando los ojos.
Se trataba de lo siguiente: lo que el bravo general llamaba «la emboscada que atacó al destacamento de socorro» había sido la infausta expedición de Dargo, en la que todo un destacamento, con el príncipe Vorontsov a la cabeza, habría sido aniquilado de no haber llegado en su ayuda tropas de refuerzo. Todos sabían que la campaña entera de Dargo, bajo el mando de Vorontsov, en la que los rusos tuvieron muchos muertos y heridos y perdieron algunos cañones, había sido un lance vergonzoso; por lo tanto, si alguien aludía a esa campaña en presencia de Vorontsov era sólo en el sentido en que éste la había descrito en su despacho al zar, a saber: «una hazaña brillante del ejército ruso». Ahora bien, la palabra «socorro» denotaba claramente que no había sido una hazaña brillante, sino un error que había costado muchas vidas. Todos los presentes lo entendieron, pero unos fingieron no comprender el sentido de las palabras del general y otros, atemorizados, esperaban lo que vendría después. Algunos, sonriendo, cambiaron miradas. El único que no se percató de nada fue el general de pelo rojizo y bigotes enhiestos, quien impulsado por su propio relato respondió tranquilamente:
—El asunto del socorro, Excelencia.
Y una vez enfrascado en su tema predilecto, el general relató punto por punto cómo «ese Hadji Murat cortó el destacamento en dos, con tal destreza que si él no hubiera llegado en socorro de los rusos —parecía repetir con especial deleite la palabra “socorro”— ninguno se habría escapado, porque…».
El general no llegó al final de su relato porque Manana Orbelyani, entendiendo de qué se trataba, le interrumpió para preguntarle acerca de su instalación en Tiflis. El general, estupefacto, miró a todos los que estaban a la mesa y a su propio edecán, quien a un extremo de ella clavaba en él los ojos fija y significativamente. Al momento comprendió. Sin responder a la princesa, frunció el ceño, guardó silencio y empezó a tragar a toda prisa, sin masticar, lo que tenía en el plato, manjares delicados cuyo aspecto y sabor le resultaron de pronto extraños.
La embarazosa situación quedó despejada con la intervención del príncipe georgiano, hombre muy estúpido, pero cortesano singularmente fino y adulador, que estaba sentado al otro lado de la princesa Vorontsova. Como si no se hubiese dado cuenta de nada, comenzó a contar en voz alta cómo Hadji Murat había raptado a la viuda de Ahmet-Khan de Mehtuli.
—Entró de noche en el poblado, se apoderó de lo que quería y huyó con toda su banda.
—¿Y por qué quería precisamente a esa viuda? —preguntó la princesa.
—Porque había sido enemigo del marido de ella, a quien había perseguido mientras vivía sin lograr dar con él. Así pues, se vengó en la viuda.
La princesa tradujo eso al francés a su antigua amiga, la condesa Choiseul, que estaba sentada junto al príncipe georgiano.
—Quelle horreur! —exclamó la condesa, cerrando los ojos y sacudiendo la cabeza.
—¡Oh, no! —dijo Vorontsov sonriendo—. Me han dicho que trató a su prisionera con respeto caballeresco y luego la puso en libertad.
—Sí, contra rescate.
—Por supuesto, pero en todo caso se portó noblemente.
Estas palabras del príncipe dieron el tono a cuanto se dijo después sobre Hadji Murat. Los cortesanos se dieron cuenta de que cuanto más ensalzaban la importancia de éste, más agradable le resultaba aquello al príncipe Vorontsov.
—¡Asombrosa la audacia de ese hombre! ¡Es un sujeto extraordinario!
—¡Vaya si lo es! En 1849, en pleno día, entró a la fuerza en Temir-Khan-Shura y saqueó las tiendas.
Un armenio, sentado al extremo de la mesa, que había estado a la sazón en Temir-Khan-Shura, facilitó detalles de esa hazaña de Hadji Murat.
En general, durante toda la comida no se habló más que de Hadji Murat. Todos, a cada cual más, alabaron su valentía, su inteligencia, su magnanimidad. Alguien contó que había mandado pasar por las armas a veintiséis prisioneros. Pero incluso eso sólo provocó el comentario habitual:
—¡Qué se le va a hacer! ¡La guerra es la guerra!
—Es un gran hombre.
—Si hubiese nacido en Europa, habría sido quizá un nuevo Napoleón —apuntó el estúpido príncipe georgiano, que tenía el don de la adulación. Sabía que toda alusión a Napoleón, por cuya derrota Vorontsov llevaba al cuello la cruz blanca, sería agradable a éste.
—Bueno, si no Napoleón, al menos un brioso general de caballería…, sí —dijo Vorontsov.
—Si no Napoleón, entonces su general Murat.
—Y también se llama Murat.
—Hadji Murat se ha rendido y el fin de Shamil está a la vista —comentó alguien.
—Se tiene la impresión de que ahora (ese «ahora» quería decir «bajo el mando de Vorontsov») no podrán ya resistir —dijo otro.
—Todo eso gracias a usted —dijo Manana Orbelyani.
El príncipe Vorontsov trató de moderar las olas de adulación que empezaban a sumergirle. Pero aquello era de su agrado y, en la mejor disposición de ánimo, se levantó de la mesa y condujo a su dama al salón.
Después de la comida, cuando se servía el café en el salón, el príncipe se mostró especialmente amable con todos y, acercándose al general de los bigotes rojizos y enhiestos, se esforzó por mostrarle que no había notado su falta de tacto.
Tras haber hecho la ronda de todos sus invitados, el príncipe se sentó a una partida de cartas. Jugaba sólo a un juego antiguo, parecido al rentoy. Sus compañeros de juego eran el príncipe georgiano, un general armenio a quien el ayuda de cámara del príncipe había enseñado ese juego y, por último, como cuarto participante conocido por su influencia, el doctor Andreyevski.
Colocando a su lado la tabaquera de oro con el retrato de Alejandro I, Vorontsov abrió una baraja nueva satinada e iba a repartir las cartas cuando entró el ayuda de cámara, el italiano Giovanni, con una carta en una bandeja de plata.
—Otro correo, Vuestra Excelencia. Vorontsov dejó las cartas en la mesa y, excusándose, rompió el sello y empezó a leer.
La carta era de su hijo, que le informaba de la sumisión de Hadji Murat y de su altercado con Meller-Zakomelski.
La princesa se acercó a preguntar qué le decía su hijo.
—Lo de siempre. Ha tenido alguna desavenencia con el comandante de la zona. Simon no ha tenido razón —contestó él en francés, y agregó en inglés—: Pero todo está bien si termina bien, —y alargó la carta a su mujer. Y, volviéndose a sus compañeros de juego que aguardaban respetuosamente, les rogó que escogieran sus cartas.
Cuando se repartió la primera mano, Vorontsov hizo lo que siempre hacía cuando se hallaba de muy buen humor: con su mano vieja, blanca y arrugada, tomó un polvo de rapé francés, se lo llevó a la nariz y lo aspiró.