El mismo día en que moría Petrusha Avdeyev en el hospital de Vozdviyhensk, su anciano padre, la mujer de su hermano mayor —en sustitución del cual había entrado en filas— y la hija de éste, ya crecida y casi en edad de casarse, trillaban avena en la frígida era. Había nevado copiosamente la víspera y, llegada la mañana, había caído una fuerte helada. El viejo estaba despierto desde el tercer canto del gallo y, habiendo visto por el cristal cubierto de escarcha la clara luz de la luna, había bajado de la estufa, se había calzado y puesto la pelliza y el gorro y había ido a la era. Después de trabajar allí un par de horas, volvió a la cabaña y despertó a su hijo y a las mujeres. Cuando la nuera y la muchacha llegaron a la era, ésta estaba ya limpia: había una pala de madera clavada en la nieve blanca aún esponjosa junto a unos escobones con las ramas para arriba, y las gavillas de avena estaban hacinadas en dos filas, espiga contra espiga, en larga fila sobre el suelo limpio. Cada uno cogió un mayal y todos empezaron a majar acompasadamente, de tres en tres golpes. El viejo golpeaba con mucha fuerza, rompiendo la paja; la muchacha venía tras él golpeando mesuradamente la parvada, y la nuera daba la vuelta a las gavillas.
Desapareció la luna y empezó a clarear el día. Habían terminado ya la primera tanda cuando el hijo mayor, Akim, en pelliza corta y gorro, se acercó a los que trabajaban.
—¡Tú sí que te lo tomas con calma! —le gritó el padre, dejando de golpear y apoyándose en el mayal.
—Tenía que atender a los caballos.
—¡Atender a los caballos! —dijo el padre remedándole—. La vieja cuidará de eso. Tú coge un mayal. Te estás poniendo demasiado gordo. ¡Borrachín!
—¿Eres tú el que me pagas la bebida? —gruñó el hijo.
—¿Qué? —dijo el padre, frunciendo el ceño y blandiendo el mayal con aire de amenaza.
El hijo, sin decir palabra, cogió el mayal y la faena se reanudó, esta vez a cuatro golpes: trap, ta-pa-tap, trap, tapa-tap… ¡Trap! El pesado mayal del viejo pegaba fuerte después de los otros tres.
—¡Mirad ese pescuezo! ¡Igual que el del amo! ¡Y a mí de puro flaco se me escurren los pantalones! —agregó el viejo, reteniendo esta vez su golpe y contentándose, para no perder el compás, con voltear el mayal en el aire.
Terminaron la primera tanda y las mujeres empezaron a recoger la paja con rastrillos.
—¡Qué tontería hizo Petrusha en ir en tu lugar! ¡En la mili te hubieran quitado esos humos, y él, aquí, valía cinco como tú!
—¡Bueno, ya basta! —dijo la nuera, dejando a un lado las ataduras que ya no servían.
—Sí, tengo que daros de comer a seis, sin que me compense siquiera el trabajo de uno solo. Petrusha trabajaba por dos, y no…
Por el sendero que conducía al corral venía la vieja. Traía bien apretadas las franjas de lana que le rodeaban las piernas. Sus abarcas nuevas de corteza abrían un surco en la nieve. Los hombres amontonaban el grano antes de aventarlo, en tanto que la nuera y la muchacha barrían.
—Ha venido el delegado —anunció la vieja— y ha dicho que todos tenemos que acarrear ladrillos a casa del amo. He preparado el almuerzo. ¡Hala, vamos!
—Bueno. ¡Apareja el gris, y andando! —ordenó el viejo a Akim—. ¡Y no vayas a meterme en líos, como el otro día! ¡Acuérdate de Petrusha!
—Cuando él estaba aquí, era a él a quien regañabas —gruñó Akim a su padre—. Y ahora que no está, soy yo el que las paga.
—Te dan lo que mereces —dijo la madre, furiosa a su vez—. No te puedes comparar con Petrusha.
—Bueno, ya está bien —contestó el hijo.
—Sí, está bien. Te has bebido el dinero de la harina y ahora dices que está bien.
—Siempre andamos con el mismo cuento —dijo la nuera. Todos dejaron los mayales y volvieron a la cabaña.
Las disputas entre padre e hijo habían comenzado hacía mucho tiempo, casi desde la partida de Pyotr. Ya entonces el viejo tenía la impresión de haber perdido en el cambio. Cierto era que, legalmente —y el padre bien lo comprendía— el que no tenía hijos debía reemplazar al que los tenía. Akim tenía cuatro y Pyotr ninguno, pero en cuanto a trabajo Pyotr era como su padre: hábil, listo, vigoroso, resistente y, sobre todo, hacendoso. Nunca estaba ocioso. Si pasaba junto a alguien que estaba trabajando, nunca dejaba —al igual que su padre— de echarle una mano: o le segaba un par de hileras, o le cargaba una carreta, o le cortaba un árbol o le hacía leña. El viejo lo lamentaba, pero no había nada que hacer. Irse de soldado era como morir. El soldado venía a ser algo así como una rama desgajada, y de nada servía acordarse de él y angustiarse. Sólo de vez en cuando, para avergonzar al hijo mayor, el viejo, como ese día, recordaba al otro. La madre a menudo se acordaba del hijo menor, y hacía mucho tiempo, más de un año, que pedía al viejo que enviase algún dinero a Petrusha. Pero el viejo se hacía el sordo.
Los Avdeyev no eran pobres. El viejo tenía algún dinerillo escondido en un calcetín, pero por nada del mundo lo hubiera tocado. Ahora, cuando le oyó referirse al hijo menor, la vieja decidió pedirle de nuevo que, tras la venta de la avena, le enviase siquiera un mísero rublo, y así lo hizo. Al quedarse sola con el marido, después que los jóvenes salieron al trabajo, le convenció de que del dinero de la avena mandase un rublo a Petrusha. Así pues, cuando del grano aventado se hubieron vaciado unas cincuenta fanegas en unas lonas extendidas sobre tres trineos, cuidadosamente cerradas con pinzas de madera, entregó al viejo una carta que había dictado al sacristán y el viejo prometió incluir en ella un rublo y enviarla a su destino.
Vestido de pelliza nueva y caftán, con las piernas bien abrigadas en polainas de lana, el viejo tomó la carta, la metió en la bolsa y, encomendándose a Dios, se sentó en el trineo delantero y fue al pueblo. Su nieto se encargó del último trineo. En el pueblo el viejo pidió al portero que le leyera la carta y escuchó la lectura con expresión atenta y aprobatoria.
En la carta la madre de Petrusha, en primer lugar, daba a éste su bendición, y en segundo le mandaba saludos de todos y le notificaba la muerte de su padrino, y, para terminar, le decía que Aksinya (la mujer de Pyotr) «no había querido vivir con ellos y se había ido a trabajar como criada; y, según decían, vivía bien y honestamente». Luego le hablaba del regalito, del rublo, y por último venía lo que, palabra por palabra, la infeliz vieja había dictado de su propia cosecha con lágrimas en los ojos: «Y, además, hijito mío, mi muy querido Petrusha, estoy perdiendo mis pobres ojos del tormento de pensar en ti. Mi sol, querido mío, ¿por qué me has abandonado?». En ese punto la vieja rompió a llorar y dijo:
—Eso es todo. Ahí terminaba la carta, pero a Petrusha no le fue dado conocer la noticia de que su mujer había salido de la casa, ni recibir el rublo ni las últimas palabras de su madre. La carta y el dinero fueron devueltos con la noticia de que Petrusha había muerto en la guerra, «en defensa del Zar, la Patria y la Fe Ortodoxa». Eso fue lo que escribió el secretario militar.
Al recibir esa noticia la vieja lloró un buen rato, mientras hubo tiempo para ello, y luego volvió a su trabajo. El domingo siguiente fue a la iglesia y repartió trozos de pan bendito entre «las buenas gentes en memoria de Pyotr, servidor de Dios».
Aksinya también lloró al enterarse de la muerte de su «marido bien amado», con quien «había vivido sólo un mísero año». Lloraba por su marido y por toda su vida deshecha. En sus lamentos recordaba «los rizos rubios de Pyotr Mihailovich y su cariño, y la vida penosa que tendría en adelante con su huérfano Vanka», y reprochaba amargamente a Petrusha «por haberse compadecido de su hermano, y no de ella, la pobre, que tendría que irse a vivir con otros».
Pero en el fondo de su alma Aksinya se alegraba de la muerte de Pyotr. Estaba embarazada de nuevo, esta vez del dependiente de comercio con quien vivía. Y ahora nadie podía insultarla y el dependiente podría casarse con ella, como así se lo decía cuando quería hacerle el amor.