7

Transportaron al herido Avdeyev a la sala general del hospital, instalado en una casita de madera a la salida del fuerte, y le colocaron en un catre vacante de campaña. En la sala había cuatro enfermos: uno que luchaba con el tifus; otro, pálido, con calentura y ojeras, que padecía de paludismo, estaba a la espera de otro ataque y bostezaba continuamente; los otros dos habían resultado heridos en una incursión inesperada tres semanas antes: uno, que estaba de pie, alcanzado en un puño, y otro, sentado en su catre, en el hombro. Todos, salvo el que padecía de tifus, rodearon al recién llegado e hicieron preguntas a los que le habían traído.

—Hay días que disparan al voleo y no pasa nada, pero en esta ocasión han tirado sólo cinco o seis veces, y ya veis —dijo uno de los camilleros.

—A quien le toca, le toca.

—¡Ay! —gimió Avdeyev, a pesar de querer contenerse, cuando le pusieron en el catre. Una vez en él, frunció el ceño y no volvió a gemir, pero movía los pies sin cesar. Se tapaba la herida con las manos y miraba fijamente delante de sí.

Vino el médico y ordenó que diesen la vuelta al herido para ver si la bala había salido por detrás.

—¿Y esto qué es? —preguntó el médico, apuntando a unas grandes cicatrices blancas que se cruzaban en la espalda y las nalgas.

—Eso es antiguo, mi capitán —respondió, gimiendo, Avdeyev.

Se le dio de nuevo la vuelta y el médico estuvo largo rato reconociéndole el vientre con una sonda. Logró localizar la bala, pero no pudo extraerla. Seguidamente le curó la herida, la vendó y cubrió con un emplasto y se fue. Mientras le sondaban y curaban la herida, Avdeyev estuvo rígido, con los labios apretados y los ojos cerrados. Cuando se marchó el médico, abrió los ojos y miró asombrado en torno suyo. Dirigió la mirada a los enfermos y el enfermero, pero no parecía verlos, sino mirar otra cosa, algo que le causaba asombro.

Llegaron sus camaradas Panov y Seryogin. Avdeyev, siempre acostado boca arriba, seguía mirando asombrado delante de sí. Durante un buen rato no pudo reconocer a sus camaradas a pesar de estar mirándolos fijamente.

—Tú, Pyotr, ¿quieres que se mande recado a tu casa? —preguntó Panov.

Avdeyev no respondió, aunque clavaba la mirada en la cara de Panov.

—Te pregunto si quieres mandar algún recado a casa —repitió Panov, tocándole la mano grande y huesuda. Estaba fría.

Avdeyev pareció volver en su acuerdo.

—¡Ah… Panov!

—Sí, ya ves que he venido. ¿No quieres mandar recado a tu casa? Seryogin escribiría.

—Seryogin —dijo Avdeyev, volviendo los ojos con dificultad a Seryogin—. ¿Tú escribirás? Bueno, diles: «Vuestro hijo, vuestro Petrusha, ha dado orden de que viváis largo tiempo[2]. Envidiaba a su hermano. Ya te lo dije hace poco. Pero ahora estoy contento. Dios quiera que él viva en paz. Yo estoy contento». Escríbeles eso.

Dicho esto, guardó silencio largo rato, con los ojos fijos en Panov.

—Y tu pipa, ¿la has encontrado? —preguntó de pronto. Panov sacudió la cabeza sin contestar.

—Tu pipa, tu pipa, te pregunto: ¿la has encontrado?

—Estaba en mi bolsa.

—¡Ah, ya! Bueno, ahora dadme un cirio porque voy a morir pronto —dijo Avdeyev.

En ese momento entró Poltoratski a enterarse de cómo estaba el soldado.

—¿Qué, muchacho? ¿La cosa no va bien? —preguntó. Avdeyev cerró los ojos y negó con la cabeza. Su rostro, de pómulos salientes, estaba pálido y grave. No respondió. Sólo repitió, volviéndose a Panov:

—Dame un cirio, que voy a morir.

Le pusieron el cirio en la mano, pero ésta no se cerraba, por lo que tuvieron que ponérselo entre los dedos y tenerlo sujeto. Poltoratski salió, y cinco minutos después el enfermero aplicó el oído al corazón de Avdeyev y dijo que había muerto.

En el despacho enviado a Tiflis estaba descrita la muerte de Avdeyev del siguiente modo:

«El 23 de noviembre dos compañías del regimiento de Kurin salieron del fuerte para ir a cortar leña. En mitad de la jornada una banda de montañeses atacó de pronto a los leñadores. La línea de tiradores comenzó a replegarse, y la segunda compañía atacó a la bayoneta y derrotó a los montañeses. En esta acción dos soldados resultaron levemente heridos y uno muerto. Los montañeses han sufrido cerca de cien bajas, entre muertos y heridos».