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Vorontsov estaba satisfecho de haber sido él, precisamente él, quien había conseguido atraer y recibir al principal enemigo de Rusia, el más poderoso después de Shamil. Sólo había un detalle desagradable: el comandante en jefe de las tropas de Vozdviyhensk era el general Meller-Zakomelski y, de hecho, lo correcto hubiera sido que el asunto de Hadji Murat se resolviera por mediación: de éste. Sin embargo, Vorontsov lo había gestionado todo por sí mismo, sin dar cuenta al general, lo cual podía acarrear consecuencias enojosas. Y esa posibilidad enturbiaba un tanto su satisfacción.

Al acercarse a su residencia, Vorontsov confió a su edecán los murids de Hadji Murat y él mismo condujo a éste a su casa.

La princesa Marya Vasilyevna, vestida con esmero, sonriente y en compañía de su hijo, guapo muchacho de dieciséis años y pelo rizado, recibió en el salón a Hadji Murat; y éste, poniéndose las manos sobre el pecho, dijo con cierta solemnidad por medio del intérprete que le acompañaba que se consideraba kunak del príncipe, puesto que éste le había recibido en su casa, y que toda la familia del kunak le era tan sagrada como el kunak mismo. Tanto el aspecto como los modales de Hadji Murat agradaron a Marya Vasilyevna. El hecho de que aquél se hubiera turbado y ruborizado cuando ella le alargó su larga mano blanca también fue de su agrado. Le invitó a sentarse, le preguntó si bebía café y se lo hizo servir, pero Hadji Murat rehusó tomarlo cuando se lo sirvieron. Él entendía un poco el ruso, pero no podía hablarlo; y cuando no comprendía se sonreía, sonrisa que agradaba a Marya Vasilyevna como había agradado a Poltoratski. El muchacho de los rizos y ojos vivos, a quien su madre llamaba Bulka, de pie junto a ésta, no apartaba la vista de Hadji Murat, de quien había oído decir que era un guerrero sin par.

Dejando a Hadji Murat con su mujer, Vorontsov pasó a la oficina del regimiento para informar a sus superiores de la acción de Hadji Murat. Después de redactar un despacho al general Kozlovski, comandante del ala izquierda en Grozny, y de escribir una carta a su propio padre, Vorontsov se apresuró a volver a su casa, temiendo el descontento de su esposa por haberla dejado sola con un hombre extraño y terrible, con quien convenía comportarse de modo que no se ofendiera, pero sin tratarle con demasiada afabilidad. Ahora bien, su inquietud fue innecesaria. Hadji Murat estaba sentado en su sillón, con Bulka, hijastro de Vorontsov, sobre las rodillas; y con la cabeza inclinada escuchaba atentamente lo que le decía el intérprete traduciendo las palabras de la risueña Marya Vasilyevna. Ésta le decía que si regalaba a cada kunak lo que ese kunak elogiaba, pronto se quedaría tan desnudo como Adán…

A la entrada del príncipe, Hadji Murat levantó de sus rodillas al sorprendido e irritado Bulka y se levantó, trocando al momento la expresión festiva de su rostro en otra grave y severa. Sólo tomó asiento cuando lo hizo Vorontsov. Continuando la conversación, dijo a Marya Vasilyevna que era ley de su pueblo dar a un kunak todo aquello que a éste le gustase.

—Hijo tuyo… kunak —dijo en ruso, acariciando el pelo rizado de Bulka, que se había vuelto a sentar en sus rodillas.

—Tu bandolero es encantador —dijo en francés Marya Vasilyevna a su marido—. Bulka admiró su puñal y él se lo ha regalado.

Bulka mostró el puñal a su padre.

—Es un objeto valioso —comentó la madre en francés.

—Habrá que encontrar ocasión de hacerle un regalo —dijo Vorontsov en la misma lengua.

Hadji Murat, sentado, bajó los ojos y acariciando la cabeza del muchacho dijo:

Dytgit, dytgit.

—Precioso puñal, precioso —comentó Vorontsov, sacando a medias el afilado y puntiagudo puñal, que tenía una estría en mitad de la hoja—. Dale las gracias —dijo al intérprete—, y pregúntale en qué puedo servirle.

El intérprete tradujo y Hadji Murat respondió al momento que él no necesitaba nada, pero sí pedía que le llevaran ahora a un lugar donde pudiera recitar sus oraciones. Vorontsov llamó al mayordomo y le ordenó que cumpliera el deseo de Hadji Murat.

Tan pronto como Hadji Murat quedó solo en el aposento que se le había destinado, su rostro cambió de aspecto: desapareció la expresión medio festiva y medio solemne y fue reemplazada por otra de preocupación.

El recibimiento de que le había hecho objeto Vorontsov había sido mucho mejor de lo que había esperado. Pero cuanto mejor había sido ese recibimiento, tanta menor confianza tenía Hadji Murat en Vorontsov y sus oficiales. Lo temía todo: que lo prendiesen, lo cargasen de cadenas y lo enviasen a Siberia, o que sencillamente lo matasen. Así pues, debería estar sobre aviso.

Preguntó a Eldar, que entró a vede, dónde habían metido a los murids, dónde estaban los caballos y si a sus hombres les habían quitado las armas.

Eldar contestó que los caballos se hallaban en la cuadra del príncipe, los hombres estaban en un pajar con sus armas y el intérprete les estaba obsequiando con comida y té.

Perplejo, Hadji Murat sacudió la cabeza y, desnudándose, se entregó a su oración. Una vez que la hubo acabado, pidió su puñal de plata y, ya vestido y fajado, se sentó en una otomana a esperar lo que ocurriese.

A las cinco le llamaron para que fuese a comer con el príncipe.

En la comida Hadji Murat no comió nada, salvo pilau, que tomó del mismo lugar del plato de donde se había servido Marya Vasilyevna.

—Teme que le envenenemos —dijo Marya Vasilyevna a su marido—. Se ha servido del mismo sitio que yo. —Y seguidamente se volvió a Hadji Murat, preguntándole por medio del intérprete cuándo volvería a orar. Hadji Murat levantó cinco dedos y apuntó al sol.

—Por lo visto, pronto.

Vorontsov sacó su reloj y apretó el muelle. El reloj dio las cuatro y cuarto. Hadji Murat, evidentemente sorprendido por el sonido, pidió que se repitiera y miró el reloj.

—Ahí tienes la ocasión. Dale el reloj —dijo Marya Vasilyevna en francés.

Vorontsov ofreció al momento el reloj a Hadji Murat. Éste se llevó la mano al pecho y tomó el reloj. Apretó el muelle varias veces, escuchó y movió la cabeza en señal de aprobación.

Después de la comida anunciaron al príncipe que había llegado un ayudante de Meller-Zakomelski. El ayudante notificó al príncipe que el general, enterado de la llegada de Hadji Murat, estaba muy descontento de que no se le hubiese dado cuenta de ello y exigía que se le enviase al instante. Vorontsov dijo que inmediatamente se cumpliría la orden del general y, habiéndoselo dicho por medio del intérprete a Hadji Murat, rogó a éste que fuese con él a ver a Meller.

Al enterarse Marya Vasilyevna de por qué había venido el ayudante comprendió al momento que entre su marido y el general podía surgir algún roce desagradable y, a pesar de las objeciones de su marido, se dispuso a ir con él y Hadji Murat a casa del general.

—Harías bien en quedarte. Éste es asunto mío, no tuyo —dijo Vorontsov en francés.

—No puedes impedirme que vaya a ver a la esposa del general —objetó ella en la misma lengua.

—Podrías ir en otra ocasión.

—Quiero ir ahora.

No había nada que hacer. Vorontsov consintió y fueron los tres.

Cuando entraron en casa de Meller, éste, con sombría compostura, condujo a Marya Vasilyevna a donde estaba su esposa y ordenó a su ayudante que acompañase a Hadji Murat a la antecámara y no le dejase salir.

—Por favor —dijo a Vorontsov, abriendo la puerta de su despacho y haciendo pasar al príncipe delante de él.

Dentro del despacho se plantó delante del príncipe y sin invitarle a sentarse dijo:

—Yo soy aquí el comandante en jefe y, por lo tanto, toda negociación con el enemigo es de mi incumbencia. ¿Por qué no me dio usted cuenta de la rendición de Hadji Murat?

—Vino a verme un mensajero para comunicarme el deseo de Hadji Murat de rendirse a mí —respondió Vorontsov, quien, pálido de agitación, esperaba una grosería del furioso general seguida de su propia explosión de ira.

—Le pregunto que por qué no me informó.

—Tenía la intención de hacerlo, barón, pero…

—Para usted no soy barón, sino Vuestra Excelencia.

Y de pronto estalló la irritación del barón, largo tiempo reprimida. Dio suelta a todo lo que le contrariaba desde tiempo atrás.

—No sirvo a mi soberano desde hace veintisiete años para que gente que entró ayer en el servicio y se aprovecha de sus lazos de parentesco se meta ante mis propias narices en lo que no le importa.

—¡Ruego a Vuestra Excelencia que no diga lo que es injusto! —le interrumpió Vorontsov.

—Digo la verdad, y no permito… —contestó el general en tono aún más sulfurado.

En ese momento, con susurro de faldas, entró Marya Vasilyevna y tras ella una señora pequeña y modesta, la esposa de Meller-Zakomelski.

—Bueno, basta, barón. Simon no ha querido disgustar a usted —comenzó diciendo.

—Yo, princesa, no digo tal cosa…

—Pero, bueno, mejor será dejar eso. Ya sabe usted que una paz mala es mejor que una buena querella. ¿Pero qué es lo que digo? —y rompió a reír.

Y el irascible general se rindió a la sonrisa encantadora de la bella dama, a la vez que una sonrisa se dibujaba bajo su bigote.

—Confieso que he cometido un error —dijo Vorontsov—, pero…

—Bueno, y yo me he acalorado —contestó Meller, alargando la mano al príncipe.

Se hicieron las paces y quedó decidido que, por el momento, Hadji Murat permanecería en casa de Meller y más tarde sería enviado al comandante del ala izquierda.

Aunque Hadji Murat, sentado en la antecámara, no comprendía lo que se decía, sí comprendía lo que necesitaba comprender: que discutían acerca de él, y que su deserción de Shamil era asunto de enorme importancia para los rusos, por lo que él podría, si no lo deportaban o mataban, exigir mucho de ellos. Comprendió, por añadidura, que Meller-Zakomelski, aunque comandante en jefe, no tenía tanto ascendiente como Vorontsov, no obstante ser éste su subordinado; que Vorontsov era un personaje importante y Meller-Zakomelski no lo era. Así pues, cuando Meller-Zakomelski le hizo venir y comenzó a interrogarle, Hadji Murat se mostró orgulloso y solemne. Dijo que había venido de las montañas para servir al zar blanco y que daría cuenta de todo ello únicamente a su Sardar; o sea, al comandante en jefe, príncipe Vorontsov, en Tiflis.