5

Por la mañana temprano, cuando aún estaba oscuro, salieron por la puerta Chahgirinskaya dos compañías al mando de Poltoratski, las cuales, provistas de hachas, fueron a unas diez verstas del fuerte; llegadas allí, apostaron como medida de protección una línea de tiradores y cuando fue de día empezaron a cortar leña. A eso de las ocho, la niebla, mezclada con el humo aromático de las ramas secas que ardían crepitando en las hogueras, comenzó a disiparse, y los leñadores —que hasta entonces no habían visto nada a seis pasos y sólo se oían unos a otros— pudieron distinguir las fogatas y el camino que, obstruido por troncos de árboles, atravesaba el bosque. El sol asomaba a veces como una mancha clara en la niebla y a veces se escondía. En el calvero, a alguna distancia del camino, estaban sentados en unos tambores Poltoratski y su teniente Tihonov, además de dos oficiales de la tercera compañía y un exoficial de Guardias, el barón Freze, degradado por duelo y antiguo camarada de Poltoratski en el Cuerpo de Pajes. Esparcidos por el suelo alrededor de los tambores había papeles que habían sido envoltura de fiambres, amén de colillas de cigarros y botellas vacías. Los oficiales habían tomado un refrigerio acompañado de vodka y ahora bebían cerveza negra. Un soldado-tambor descorchaba la octava botella. Poltoratski, no obstante haber dormido apenas, se hallaba en el estado de agilidad mental e irresponsable buen humor que siempre mostraba ante sus soldados y camaradas dondequiera que pudiese correr algún peligro.

Los oficiales charlaban animadamente acerca de la última noticia: la muerte del general Sleptsov. Ninguno de ellos veía en esa muerte el supremo momento de la vida, o sea, su acabamiento y el retorno a su origen. Sólo veían el arrojo de un valiente oficial que, sable en mano, se había lanzado contra los montañeses y luchado encarnizadamente con ellos. Todos los presentes, y en especial los que habían participado en batallas de esa índole, sabían, o podían saber, que en una guerra como la de entonces en el Cáucaso —mejor dicho, en una guerra cualquiera o en cualquier parte— no se luchaba cuerpo a cuerpo sable en mano, como de ordinario se supone y se describe; y que si se utiliza el sable o la bayoneta es para aniquilar a los que huyen. Sin embargo, todos ellos aceptaban la fábula del cuerpo a cuerpo y derivaban de ella un orgullo apacible y gozoso; y, sentados en los tambores, unos en postura de héroes, otros por el contrario en actitud sumamente modesta, fumaban, bebían, bromeaban, sin preocuparse de la muerte que, como en el caso de Sleptsov, podía sobrevenirle a cualquiera de ellos en el momento menos pensado. Y, en efecto, como para confirmar su espera de algún acontecimiento, en medio de su coloquio se oyó a la izquierda del camino el agradable sonido, seco y agudo, de un tiro de carabina, y una bala cruzó el aire brumoso silbando alegremente y fue a hundirse en un árbol. La voz bronca de unos fusiles contestó al disparo enemigo.

—¡Ajá! —gritó regocijado Poltoratski—. ¡Están hostilizando a la línea! Bueno, amigo Kostya —agregó, volviéndose a Freze—. Aquí tienes tu oportunidad. Vuelve a tu compañía. Vamos a disfrutar de una batalla deliciosa. ¡Un espectáculo de primera!

El degradado barón se levantó de un salto y a paso ligero se encaminó a la zona de humareda en que estaba su compañía. Trajeron a Poltoratski su pequeño Kabarda rucio, se instaló en la silla, agrupó a su compañía y la puso en marcha hacia donde habían sonado los disparos. La línea se hallaba en el lindero del bosque, a lo largo de una barranca desnuda de vegetación; el viento soplaba hacia el bosque y se veían claramente las dos vertientes de la barranca.

Cuando Poltoratski llegó a la línea el sol salía de la niebla, y al lado opuesto de la barranca, al borde de un bosquecillo que estaba a unos doscientos pasos, distinguió a unos caballistas. Eran los chechenes que habían perseguido a Hadji Murat y querían ver cómo éste se entregaba a los rusos. Uno de ellos había disparado contra la línea, y desde ésta algunos soldados habían respondido. Los chechenes se habían retirado y había cesado el tiroteo. Pero cuando Poltoratski llegó con su compañía mandó disparar, y apenas hubo dado la voz de mando cuando por toda la línea se oyó un estallido vivo, jubiloso e ininterrumpido de fusiles, acompañado de bocanadas de humo que se disipaban graciosamente. Los soldados, regocijados por esta distracción, se apresuraban a cargar y disparar racha tras racha. Los chechenes, por lo visto, se envalentonaron y, avanzando al galope, dispararon uno tras otro varias veces contra los rusos. Uno de sus disparos hirió a un soldado. Éste era el mismo Avdeyev que había salido en patrulla. Cuando sus camaradas se acercaron a él lo encontraron boca abajo, asiéndose el vientre con ambas manos y oscilando acompasadamente de un lado para otro.

—Yo había empezado a cargar el fusil cuando oí «¡chic!» —dijo el soldado que formaba pareja con el herido—. Miro y veo que éste había dejado caer su fusil.

Avdeyev pertenecía a la compañía de Poltoratski. Al ver agruparse a los soldados, Poltoratski se acercó a ellos.

—¿Qué pasa, chico? ¿Te han dado? ¿Dónde?

Avdeyev no contestó.

—Yo había empezado a cargar mi fusil, mi capitán —repitió el camarada de Avdeyev cuando oí «¡chic!». Miro y veo que había dejado caer su fusil.

—Ts, ts —dijo Poltoratski, chascando la lengua—. ¿Te duele, Avdeyev?

—¿Que si me duele? No, pero ahora no puedo andar… Quisiera un traguito, mi capitán.

Encontraron el vodka, mejor dicho, el brebaje que beben los soldados en el Cáucaso, y Panov, frunciendo el ceño, lo trajo a Avdeyev en un cacharro. Avdeyev empezó a beber, pero en seguida lo rechazó.

—Mi alma se revuelve contra eso… Bébetelo tú.

Panov apuró el contenido. Avdeyev trató una vez más de incorporarse y volvió a caer. Extendieron un capote en el suelo y lo acostaron.

—Mi capitán, viene el coronel —anunció el ayudante a Poltoratski.

—Bien. Ocúpate de él —dijo Poltoratski, y haciendo un molinete con su látigo fue rápidamente al encuentro de Vorontsov.

Éste venía montado en un joven alazán inglés de pura sangre. Estaba acompañado de su edecán, de un cosaco y de un intérprete chechén.

—¿Qué pasa por aquí? —preguntó a Poltoratski.

—Que una guerrilla enemiga ha atacado a la línea —respondió Poltoratski.

—¡Vaya, vaya! Y son ustedes los que han comenzado.

—No he sido yo, príncipe —contestó Poltoratski sonriendo—. Son ellos los que han venido por su cuenta.

—He oído decir que un soldado ha resultado herido.

—Sí. Una lástima. Es un buen soldado.

—¿Grave?

—Por lo visto, sí. En el vientre.

—Y yo, ¿sabe usted a dónde voy?

—No lo sé.

—¿Ni tampoco lo adivina?

—Tampoco.

—Hadji Murat se pasa a nuestro lado. Estará ahí en seguida.

—¡Imposible!

—Ayer vino un mensajero suyo —dijo Vorontsov, conteniendo con dificultad una sonrisa de gozo—. Estará esperándome ya en el calvero Shalin. Así pues, extienda usted la línea de tiradores hasta allí y después venga a reunirse conmigo.

—A sus órdenes —dijo Poltoratski llevándose la mano al gorro y volviendo a su compañía. Él mismo extendió la línea hacia la derecha y ordenó a su ayudante que hiciese lo propio hacia la izquierda. Mientras tanto unos soldados llevaron al herido al fuerte.

Poltoratski volvía para reunirse con Vorontsov cuando vio tras sí a unos caballistas que querían alcanzarle. Se detuvo y los esperó.

Al frente de ellos, en un caballo de blanda crin, venía un hombre de aspecto imponente vestido de cherkeska blanca, con un turbante sobre su gorro de piel y armas con incrustaciones de oro. Este hombre era Hadji Murat. Se acercó a Poltoratski y le dijo algo en lengua tártara. Poltoratski arqueó las cejas, abrió los brazos en señal de que no comprendía nada y sonrió. Hadji Murat contestó a la sonrisa con otra, y esa sonrisa impresionó a Poltoratski por su candor infantil. Éste no esperaba ver al terrible montañés con tal aspecto. Esperaba ver a un hombre sombrío, áspero, extraño, y el que tenía delante era un hombre sencillísimo que sonreía con una sonrisa tan buena que no parecía un extraño, sino un antiguo conocido. En él se notaba sólo un rasgo especial: tenía los ojos muy separados uno de otro, que fijaba atenta y serenamente, con sagacidad, en los ojos de los demás.

La escolta de Hadji Murat se componía de cuatro hombres. Entre ellos estaba ese Khan Magoma que la noche antes había venido a encontrarse con Vorontsov. Era un sujeto carirredondo, colorado de tez, de ojos negros brillantes y sin párpados, que parecía rebosar de vida. Había también otro hombre, rechoncho, velludo, de cejas protuberantes: era el tavlin Hanefi, administrador de toda la hacienda de Hadji Murat. Conducía por la brida un caballo cargado de alforjas enteramente repletas. Pero en la escolta había otros dos individuos que se distinguían de modo particular: uno era joven, enjuto de talle como una mujer pero ancho de hombros, de incipiente barba rubia, guapo y con ojos de carnero: era Eldar; y el otro, tuerto, sin párpados ni pestañas, de corta barba rojiza, con una cicatriz que le cruzaba la nariz y todo el rostro: el chechén Gamzalo.

Poltoratski señaló a Hadji Murat a Vorontsov, que se acercaba por el camino. Hadji Murat fue hacia él, y al llegar cerca se llevó la mano al pecho, dijo algo en tártaro y se detuvo. El intérprete chechén tradujo:

—Me pongo —dice— en manos del zar ruso. Quiero —dice— servirle. Hace ya tiempo que quería hacerlo —dice—, pero Shamil no me soltaba.

Vorontsov escuchó al intérprete y alargó a Hadji Murat la mano enguantada en piel. Hadji Murat miró la mano, aguardó un segundo, pero luego la apretó con fuerza y dijo algo más, mirando alternativamente al intérprete y a Vorontsov.

—Dice que no quería entregarse a nadie sino a ti, porque tú eres hijo del Sirdar. A ti te estima mucho.

Vorontsov inclinó la cabeza en señal de gratitud. Hadji Murat dijo algo más, señalando a su escolta.

—Dice que éstos son sus murids, y que servirán a los rusos como le sirven a él mismo.

Vorontsov los miró y también inclinó la cabeza. El alegre Khan Magoma, el de los ojos negros sin párpados, hizo un gesto parecido de cabeza y dijo por lo visto algo divertido a Vorontsov, porque el avaro velludo descubrió al sonreír su blanca dentadura. Pero el pelirrojo Gamzalo sólo dirigió a Vorontsov una mirada fugaz de su único ojo y la volvió de nuevo a las orejas de su caballo.

Cuando Vorontsov y Hadji Murat, acompañados de la escolta, tomaron el camino del fuerte, los soldados, tras el relevo de la línea y reunidos en grupo, comenzaron sus comentarios:

—¡A cuánta gente no habrá matado ese maldito! ¡Pero espera y verás los obsequios que ahora le harán! —dijo uno.

—¡Y que lo digas! Ha sido la mano derecha de Shamil. Ahora puede ser que…

—En todo caso, hay que reconocer que tiene buena facha… ¡Un verdadero dytgit!

—Y ese pelirrojo, el del ojo de través…

—Un mierda, de seguro.

Todos habían notado al pelirrojo en particular.

De los soldados que cortaban leña, los más cercanos vinieron corriendo a mirar. Un oficial les lanzó un grito, pero Vorontsov lo detuvo.

—¡Déjalos que miren a su viejo enemigo! ¿Tú sabes quién es?

—No, Excelencia.

—Hadji Murat. ¿Has oído hablar de él?

—¡Cómo no, Excelencia! Le hemos arreado de lo lindo muchas veces.

—¡Y bien que nos lo ha devuelto!

—Exactamente, Excelencia —respondió el soldado, gozoso de haber tenido ocasión de hablar con su jefe.

Hadji Murat comprendió que se hablaba de él, y una sonrisa alegre brillaba en sus ojos. Vorontsov volvió al fuerte en excelente estado de ánimo.