Después de las tres noches que sin pegar ojo había pasado huyendo de los murids que Shamil había lanzado tras él, Hadji Murat se quedó dormido tan pronto como Sado salió de la cabaña dándole las buenas noches. Dormía sin desnudarse, apoyado en un brazo, con el codo hundido en los rojos cojines de plumas que el dueño de la casa le había dispuesto. No lejos de él, junto a la pared, dormía Eldar. Éste yacía boca arriba, con sus miembros fuertes y juveniles en cruz, tanto así que su pecho vigoroso, con las cartucheras negras sobre la cherkeska blanca, estaba más alto que su cabeza azulada y recién afeitada, caída hacia atrás fuera del cojín. El labio superior, en el que apenas apuntaba una sombra de bozo, sobresalía un poco del inferior, como sucede en los niños. Los labios se abrían y cerraban alternativamente, como si estuviera bebiendo a pequeños sorbos. Al igual que Hadji Murat, dormía enteramente vestido, con la pistola y el puñal en la cintura. La leña se había consumido en la chimenea de la cabaña y la lamparilla apenas brillaba en su nicho.
En medio de la noche chirrió la puerta del cuarto. Hadji Murat se levantó al instante y cogió la pistola. Sado entró, pisando suavemente sobre el suelo de tierra.
—¿Qué hay? —preguntó Hadji Murat, como si no hubiese dormido.
—Hay que pensar —respondió Sado, sentándose a la turca delante de él—. Una mujer te ha visto pasar desde su tejado. Se lo ha dicho a su marido y ahora todo el aoul lo sabe. Una vecina acaba de decir a mi mujer que los ancianos se han reunido en la mezquita y quieren detenerte.
—Tengo que irme —dijo Hadji Murat.
—Los caballos están listos —dijo Sado, saliendo a toda prisa de la cabaña.
—Eldar —susurró Hadji Murat, y Eldar, al oír su nombre y, sobre todo, la voz de su amo, se levantó de un salto enderezándose el gorro. Hadji Murat tomó sus armas y se puso la capa. Eldar hizo lo mismo. Y ambos, en silencio, salieron de la cabaña al cobertizo. El muchacho de los ojos negros trajo los caballos. Al ruido de los cascos sobre la tierra apisonada de la calle asomó una cabeza por la puerta de una cabaña vecina y, con mucho traqueteo de zuecos, un hombre subió corriendo la cuesta hacia la mezquita.
No había luna, pero brillaban las estrellas en el cielo negro, y en la oscuridad se distinguía el perfil de los tejados de las cabañas. Descollando sobre otros edificios se veía el de la mezquita con su minarete en la parte alta de la aldea. De la mezquita llegaba el rumor de voces.
Hadji Murat, asiendo rápidamente la carabina, puso el pie en el angosto estribo y, silenciosa y ágilmente, saltó inclinándose sobre el alto cojín de la silla.
—¡Dios os lo pague! —dijo, volviéndose hacia su anfitrión, mientras instintivamente buscaba el otro estribo con el pie derecho y tocaba ligeramente con el látigo al muchacho que le tenía sujeto el caballo para que le soltara. El muchacho se apartó, y el caballo, como si hubiese sabido por sí mismo lo que había que hacer, arrancó a paso vivo por la callejuela hacia la calle principal. Eldar cabalgaba detrás de él. Sado, en su pelliza, haciendo gestos con los brazos, iba tras ellos casi corriendo, pasando de un lado a otro de la callejuela. A la salida, en la encrucijada, surgió primero una sombra que se movía y luego otra.
—¡Alto! ¿Quién va? ¡Deteneos! —gritó una voz, y varios hombres obstruyeron el camino.
En lugar de detenerse, Hadji Murat sacó la pistola del cinto y, acelerando el paso de su caballo, lo lanzó directamente contra esos hombres. Ellos se apartaron, y Hadji Murat, sin mirar atrás, bajó la cuesta a paso de ambladura. Eldar le siguió a buen trote. Tras ellos sonaron dos disparos y dos balas pasaron silbando sin alcanzar a ninguno de los dos. Hadji Murat continuó su camino al mismo compás. Unos trescientos pasos más adelante detuvo el caballo, que jadeaba un tanto, y aguzó el oído. Delante y por debajo de él zumbaba un torrente. Detrás, en el aoul, cantaban los gallos, respondiéndose unos a otros. Por encima de esos sonidos oía tras sí el galopar de caballos y voces de hombres que se acercaban. Hadji Murat arreó a su caballo y continuó su marcha a paso regular.
Los que le perseguían venían al galope y pronto le alcanzaron. Eran unos veinte caballistas, vecinos del aoul que habían decidido detenerle o, al menos, hacer como si quisieran detenerle a fin de justificarse a los ojos de Shamil. Cuando se acercaron lo bastante para ser vistos en la oscuridad, Hadji Murat se detuvo, soltó las riendas, y con un movimiento habitual de la mano izquierda, desabrochó la funda de su carabina y la sacó con la mano derecha. Eldar hizo lo mismo.
—¿Qué pasa? —gritó Hadji Murat—. ¿Es que queréis prenderme? ¡Pues, hala, prendedme! —y levantó la carabina. Las gentes del aoul se detuvieron.
Hadji Murat, con la carabina en la mano, empezó a bajar la cuesta de la cañada. Los caballistas, sin acercarse, iban tras él. Cuando Hadji Murat hubo pasado al otro lado de la cañada, sus perseguidores le dijeron a gritos que escuchara lo que querían decirle. En respuesta, Hadji Murat disparó y puso su caballo al galope. Cuando lo detuvo, ya no oyó tras sí ni el ruido de la persecución ni el canto de los gallos; ahora bien, se oían más claramente en el bosque el rumor del agua y, de vez en cuando, el canto sollozante del búho. El negro muro del bosque estaba ya muy cerca. Era el bosque en el que le esperaban sus murids. Al llegar al lindero, Hadji Murat hizo alto, infló cuanto pudo los pulmones, silbó y se puso a escuchar. Un minuto después se oyó un silbido semejante. Hadji Murat se apartó del camino y se internó en la espesura. Al cabo de cien pasos vislumbró por entre los troncos de los árboles una hoguera, sombras de hombres sentados alrededor de ella y un caballo trabado, con la silla puesta, alumbrado a medias por las llamas.
Uno de los que estaban sentados junto al fuego se puso al momento de pie y se acercó a Hadji Murat, asiendo la brida y el estribo de la montura. Era el avaro Hanefi, a quien Hadji Murat llamaba hermano y a quien tenía como administrador.
—Apagad el fuego —dijo Hadji Murat, deslizándose del caballo. Los hombres empezaron a esparcir la hoguera y a pisar los tizones para extinguirlos.
—¿Ha estado aquí Bata? —preguntó Hadji Murat, acercándose a una capa extendida en el suelo.
—Estuvo, pero hace mucho que se fue con Khan Magoma.
—¿Por qué camino se fueron?
—Por ése —contestó Hanefi, apuntando al lado opuesto a aquél por el que había venido Hadji Murat.
—Bueno —dijo Hadji Murat. Y quitándose la carabina empezó a cargarla—. Hay que tener cuidado. Han venido persiguiéndome —dijo, volviéndose al hombre que apagaba el fuego.
Éste era el checheno Gamzalo. Gamzalo fue a donde estaba la capa, cogió una carabina que en su funda estaba encima de ella y, sin decir palabra, se dirigió al borde del calvero por donde había venido Hadji Murat. Eldar se bajó de su caballo, tomó el de Hadji Murat y, levantándoles mucho la cabeza los ató a sendos árboles; luego, al igual que Gamzalo, se dirigió al extremo opuesto del calvero con la carabina al hombro. El fuego estaba apagado, el bosque no parecía tan negro como antes y en el cielo, aunque débilmente, brillaban las estrellas.
Hadji Murat echó un vistazo a las estrellas, a las Pléyades, que habían llegado ya al cénit, por lo que coligió que la medianoche estaba ya lejos y que desde hacía largo rato había pasado la hora de la oración nocturna. Pidió a Hanefi el jarro que éste llevaba siempre en su bolsa, se puso la capa y fue al arroyo.
Después de descalzarse y hacer sus abluciones, Hadji Murat puso los pies desnudos sobre la capa, se sentó a la turca y, tapándose los oídos con los dedos y cerrando los ojos, se volvió hacia el este y recitó las oraciones acostumbradas.
Terminadas éstas, volvió al sitio en que estaban sus alforjas, se sentó en la capa y, apoyando los brazos en las rodillas, se sumió en sus cavilaciones.
Hadji Murat creía siempre en su buena suerte. Cuando iniciaba alguna empresa estaba seguro por anticipado de que le saldría bien, y todo le salía bien, y ello había sido así en el curso entero de su agitada vida de guerrero, con contadas excepciones; y así esperaba que también sería esta vez. Se imaginaba que, con el ejército que le daría Vorontsov, atacaría a Shamil, le haría prisionero y se vengaría de él; que el zar de Rusia le recompensaría y que, de ese modo, volvería a adueñarse, no sólo de la Avaria, sino de toda la Chechnya, que se le sometería. Con estos pensamientos no se dio cuenta de que estaba dormido.
Vio en sueños cómo él y sus muchachos cantaban y gritaban «¡Aquí está Hadji Murat!», cómo caía sobre Shamil, hacía prisioneros a él y a sus mujeres y oía el llanto y los sollozos de éstas. Se despertó. La canción «Lya illyah» y el grito «Aquí está Hadji Murat», así como el llanto de las mujeres de Shamil eran aullidos, sollozos y risotadas de los chacales que le habían despertado. Hadji Murat levantó la cabeza, miró el cielo que ya clareaba en oriente por entre los troncos de los árboles y preguntó por Khan Magoma a uno de los murids sentado a pocos pasos de él. Al saber que Khan Magoma aún no había vuelto, Hadji Murat dejó caer la cabeza y volvió a adormecerse.
Le despertó la voz gozosa de Khan Magoma que volvía con Bata de su misión. Khan Magoma se sentó al momento junto a Hadji Murat y empezó a referirle su encuentro con los soldados que le habían conducido al mismísimo príncipe, su coloquio con éste, la alegría del príncipe y la promesa de reunirse con ellos a la mañana siguiente en el lugar donde los rusos iban a cortar leña, detrás de Michik, en el calvero Shalinski. Bata interrumpía el relato de su compañero para inyectar en él sus propios detalles.
Hadji Murat pidió que le repitieran exactamente las palabras con que Vorontsov había respondido a su propuesta de pasarse a los rusos. Khan Magoma y Bata, al unísono, dijeron que el príncipe había prometido recibir a Hadji Murat como su propio invitado y hacer que quedase contento. Hadji Murat quiso enterarse de la ruta, y cuando Khan Magoma le aseguró que la conocía bien y que le llevaría directamente allá, Hadji Murat tomó dinero y dio a Bata los tres rublos que le había prometido. A sus muchachos les mandó que le sacaran de sus alforjas sus armas incrustadas de oro y su gorro alto con turbante, y que se lavaran para presentarse ante los rusos con buena facha. Mientras limpiaban las armas, la silla, los arneses y los caballos, palidecieron las estrellas, se hizo plenamente de día y se levantó la brisa ligera que sirve de nuncio a la aurora.