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Esa misma noche, en el fuerte avanzado de Vozdviyhensk, a quince verstas del aoul en que pernoctaba Hadji Murat, un suboficial y tres soldados salieron del fuerte por la puerta Chahgirinskaya. Los soldados, como todos los que servían en el Cáucaso en esa época, iban vestidos de pelliza corta, gorro alto de piel de oveja y botas grandes que les llegaban por encima de las rodillas. Al hombro llevaban sus capas fuertemente enrolladas. Con los fusiles también al hombro, recorrieron primero unos quinientos pasos por el camino, luego se desviaron de él una veintena de pasos más, hollando las hojas secas, e hicieron alto junto a un sicómoro quebrado del que hasta en la oscuridad se distinguía el tronco negro. Allí, de ordinario, se situaba el puesto de escucha.

Las brillantes estrellas, que parecían ir corriendo sobre las copas de los árboles mientras los soldados marchaban por el bosque, se detuvieron ahora, centelleando entre las ramas desnudas.

—Menos mal que está todo seco —dijo el suboficial Panov, poniendo en el suelo con estrépito su largo fusil con bayoneta y apoyándolo en el tronco de un árbol. Los tres soldados hicieron lo mismo.

—En fin, que la he perdido —gruñó Panov irritado—. O me olvidé de traerla o se me ha caído en el camino.

—¿Qué es lo que buscas? —preguntó uno de los soldados con voz vigorosa y alegre.

—Mi pipa. El demonio sabe dónde se habrá metido.

—¿Tienes el tubo? —preguntó la misma voz vigorosa.

—¿El tubo? Aquí está.

—¿Y si lo clavaras en el suelo?

—¡Vaya idea!

—Eso se arregla en un instante.

Estaba prohibido fumar en el puesto de escucha, pero éste apenas podía considerarse como tal. Era más bien una avanzada que se había situado en ese lugar para que los montañeses no pudieran acercar a escondidas un cañón y disparar sobre el fuerte como ya lo habían hecho antes. Así pues, Panov no juzgó necesario privarse de fumar y aceptó la propuesta del alegre soldado. Éste sacó una navajita del bolsillo e hizo un hoyo en el suelo; luego alisó el interior, ajustó en él el tubo de la pipa e introdujo, prensándolo, el tabaco. La pipa quedó hecha. Se encendió un fósforo, que durante varios segundos iluminó los pómulos salientes del soldado tumbado boca abajo, silbó un poco el tubo y Panov olió el agradable aroma del tabaco de munición.

—¿Qué, listo ya? —y que lo digas.

—¡Qué tipo es este Avdeyev! ¡Qué bien se las arregla! ¿Y ahora?

Avdeyev rodó un poco de lado, y, echando humo por la boca, dejó el sitio a Panov.

Panov dio unas chupadas, y después los soldados se pusieron a charlar.

—Parece que el capitán ha metido otra vez las manos en la caja —dijo un soldado con voz cansina—. Claro, habrá perdido en el juego.

—Devolverá el dinero —dijo Panov.

—¡Por supuesto! Es un buen oficial —apoyó Avdeyev.

—Buen oficial, buen oficial —agregó sombríamente el que había empezado la conversación—. A mi modo de ver, la compañía debiera hablar con él y decirle: «Si has cogido ese dinero, dinos cuánto, y cuándo lo vas a devolver».

—Será lo que decida la compañía —comentó Panov, apartándose de la pipa.

—¡Pues claro! «La comunidad es un hombre fuerte» —afirmó Avdeyev, citando una conocida máxima.

—Pero habrá que comprar avena y remendar las botas para la primavera. Hace falta dinero para ello, y si él lo ha cogido… —insistió el descontento.

—Digo que será lo que decida la compañía —repitió Panov—. No es la primera vez. Lo coge y lo devuelve.

En aquel tiempo, en el Cáucaso, cada compañía escogía a sus propios individuos para administrarse. Recibía del Tesoro 6 rublos 50 kopeks por hombre y se aprovisionaba a sí misma: plantaba sus coles, preparaba su heno, tenía sus propios carros y se enorgullecía de sus bien nutridos caballos. El dinero de la compañía se guardaba en una caja cuya llave quedaba en manos del capitán; y a menudo sucedía que éste sacaba dinero de la caja en calidad de préstamo. Esto era lo que acababa de ocurrir, y de ello hablaban los soldados. El soldado sombrío, Nikitin, quería pedir cuentas al capitán, pero Panov y Avdeyev juzgaban que no era necesario.

Después de Panov, Nikitin fumó a su vez; luego extendió la capa en el suelo y se sentó, apoyándose en el tronco del árbol. Los soldados guardaron silencio. Sólo se oía el viento que pasaba por encima de sus cabezas, sacudiendo las copas de los árboles. De pronto, tras ese incesante y sordo arrullo, se oyó el aullido, el chillido, el gañido, el sollozo y la risa de los chacales.

—¡Vaya jaleo que arman esas malditas bestias! —comentó Avdeyev.

—Se burlan de ti porque tienes la cara de través —dijo la voz aguda del cuarto soldado, que era ucraniano.

De nuevo todo quedó en silencio: sólo el viento mecía la cima de los árboles, cubriendo y descubriendo alternativamente las estrellas.

—Vamos a ver, Antonych —preguntó de pronto el jocoso Avdeyev a Panov—. ¿Te aburres tú a veces?

—¡Vaya pregunta! —contestó Panov a regañadientes.

—Pues yo hay veces que me aburro tanto, tanto, que me parece que no sé qué hacer de mi cuerpo.

—¡Vaya, hombre! —dijo Panov.

—Aquella vez que me bebí el dinero que tenía fue por aburrimiento. Nada, que aquello se me vino encima, y me dije: ¡Hala, a emborracharse!

—Sí, pero a veces, después, con la borrachera es peor.

—También me ha pasado eso. Pero ¿qué se le va a hacer?

—Y tú, ¿por qué te aburres?

—¿Yo? Porque echo de menos mi casa.

—¿Es que la vuestra era casa rica?

—No, ricos no éramos, pero teníamos un buen pasar. Vivíamos bien.

Y Avdeyev empezó a contar lo que ya había contado muchas veces a Panov.

—Pues mira, entré de voluntario en lugar de mi hermano —dijo Avdeyev—. Él tenía cinco hijos y yo acababa de casarme. Mi madre me lo pidió, y yo pensé: «¿Por qué no? Quizá se acuerden y me lo agradezcan». Fui a ver al amo. El nuestro es bueno, y me dijo: «Eres buen chico. Anda, ve». Y por eso fui en vez de mi hermano.

—Pues sí, eso estuvo bien.

—¿Pero querrás creer, Antonych, que ahora me aburro? Sobre todo porque me digo: «¿Por qué fuiste tú en lugar de tu hermano? Ahora es él el que disfruta y tú el que lo pasas mal». Y cuanto más cavilo, peor me siento. ¡Perra suerte, de seguro!

Avdeyev calló.

—¿Qué? ¿Volvemos a fumar? —preguntó tras breve pausa.

—¿Por qué no? Prepara eso.

Pero los soldados no tuvieron tiempo para ponerse a fumar. Apenas se levantó Avdeyev para colocar de nuevo el tubo de la pipa, cuando a través del susurro del viento se oyeron pasos en el camino. Panov cogió el fusil y empujó a Nikitin con el pie. Nikitin se levantó y recogió su capote. También se levantó Bondarenko.

—Pues sí, chicos, he tenido uno de esos sueños…

—Chsss… —dijo Avdeyev, y los soldados callaron para poder escuchar. Se acercaban pasos ligeros, pero no de botas. Cada vez más claramente se percibía en la oscuridad el chasquido de hojas secas y ramas rotas. Luego se oyeron los sonidos guturales de la lengua chechena. Los soldados no sólo los oían ahora, sino que vieron dos sombras que atravesaban un calvero entre los árboles. Una era más alta que la otra. Cuando las sombras llegaron a la altura de los soldados, Panov, fusil en mano, salió al camino junto con sus dos camaradas.

—¿Quién va? —gritó.

—Mí, chechén bueno —dijo el más bajo, que era Bata—. Fusil iok, sable iok —agregó mostrándose—. Príncipe queremos.

El más alto, sin decir palabra, se mantenía callado junto a su compañero; tampoco llevaba armas.

—Eso significa que es mensajero y quiere ver al coronel —explicó Panov a sus camaradas.

—Príncipe Vorontsov necesario… asunto grande —decía Bata.

—Bueno, bueno. Te llevaremos allá —dijo Panov—. Oye —agregó, volviéndose a Avdeyev—, tú y Bondarenko los lleváis, los entregáis al oficial de guardia y volvéis aquí. Y ¡mucho ojo! Tened cuidado de que vayan delante de vosotros, que éstos de las cabezas rapadas son muy astutos.

—¿Y qué me dices de esto? —preguntó Avdeyev, haciendo con el fusil y la bayoneta el gesto de pinchar a alguien—. Se lo clavo y se desinfla.

—¿Y de qué va a servir después si le pinchas? —dijo Bondarenko—. Bueno, en marcha.

Cuando cesó el ruido de los pasos de los soldados y los mensajeros, Panov y Nikitin volvieron a su puesto.

—¿Y qué demonios los trae aquí de noche? —preguntó Nikitin.

—Por lo visto algo necesario —contestó Panov—. Empieza a hacer fresco —agregó, y desenrollando el capote, se envolvió en él y se sentó contra el árbol.

Un par de horas después volvieron Avdeyev y Bondarenko.

—¿Qué? ¿Los entregasteis? —preguntó Panov.

—Sí. En casa del coronel nadie estaba durmiendo todavía. Los llevamos directamente a él. ¡Qué tipos tan estupendos son estos cabezas rapadas! ¡Y no hemos charlado, que digamos!

—¡Tú, por supuesto, habrás charlado de lo lindo! —dijo Nikitin en tono descontento.

—Pues sí, son igualitos a los rusos. Uno está casado. «¿Mujer? —pregunto—. Mujer —contesta—. ¿Hijos? —Hijos—. ¿Muchos? —Dos— contesta». En fin, una buena charla. Son buenos chicos.

—¡Vaya si son buenos! —exclamó Nikitin—. Si tropiezas a solas con uno te saca el mondongo.

—No tardará mucho en ser de día —dijo Panov.

—Sí, ya empiezan a apagarse las estrellas —asintió Avdeyev, sentándose.

Y los soldados volvieron a guardar silencio.