Aquello ocurrió a fines de 1851. En un anochecer frío de noviembre, Hadji Murat llegó al aoul[1] de Mahket, aldea hostil de Chechnya, cuyo ambiente despedía olor a lo que los indígenas llaman kizyak, combustible mezcla de paja y estiércol.
Acababa de terminar el forzado canto del muecín, en el claro aire montañero impregnado de humo de kizyak, por encima del mugido de las vacas y el balido las ovejas dispersas entre las cabañas del aoul apretujadas unas con otras como celdillas de un panal, se oía claramente los sonidos guturales de hombres que discutían y las voces de mujeres y niños junto a la fuente abajo.
Este Hadji Murat era un naib de Shamil, famoso por sus hazañas. De ordinario nunca cabalgaba sin bandera, e iba acompañado siempre de varias decenas de murids que caracoleaban en torno suyo. Fugitivo ahora, encapuchado y envuelto en una burka bajo la cual asomaba una carabina, y con sólo un murid como acompañante, marchaba cuidando en lo posible de no darse a conocer, escudriñando con sus sagaces ojos negros las caras de los habitantes que encontraba en el camino.
Al entrar en el aoul, Hadji Murat salió de la calle que conducía a la plaza y, torciendo a la izquierda, entró por una callejuela. Al llegar a la segunda saklya de ésta, cavada en un flanco del cerro, detuvo el caballo y miró a su alrededor. Bajo el cobertizo de la entrada no había nadie, pero sobre el techo, tras la chimenea recién enlucida de arcilla, yacía un hombre cubierto de una pelliza. Hadji Murat tocó con la punta de su látigo al hombre tumbado en el techo y chascó la lengua. De debajo de la pelliza surgió un anciano. Llevaba puestos un gorro de dormir y un viejo y grasiento beshmet. Los ojos del anciano, desprovistos de pestañas, estaban enrojecidos y húmedos. Parpadeó para despegarlos. Hadji Murat pronunció el consabido Selaam aleikum!, y se destapó la cara.
Aleikum selaam!, respondió el viejo, sonriendo con su boca desdentada al reconocer a Hadji Murat; y enderezándose sobre sus flacas piernas se dispuso a meter los pies en unas pantuflas con tacón de madera que estaban junto a la chimenea. Una vez que se las hubo puesto, metió sin prisa los brazos en las mangas de su arrugada pelliza y bajó a reculones la escalerilla apoyada en el techo. Y mientras se vestía y bajaba, el viejo no cesaba de menear la cabeza sobre el cuello enjuto, arrugado, tostado por el sol, y de balbucear algo con su boca desdentada. Al llegar al suelo, en señal de bienvenida, cogió la brida y el estribo derecho del caballo de Hadji Murat, pero el murid ágil y fuerte de éste había saltado rápidamente de su montura y, apartando al viejo, le reemplazó en la tarea.
Hadji Murat echó pie a tierra y, cojeando ligeramente, entró bajo el cobertizo. A su encuentro salió a la puerta un muchacho de unos quince años que con ojos brillantes, negros como la endrina, miró asombrado a los recién llegados.
—Ve corriendo a la mezquita y llama a tu padre —le ordenó el viejo. Y, pasando delante de Hadji Murat, le abrió la puerta frágil de la saklya, que chirrió un tanto. Al mismo tiempo que Hadji Murat, salió por una puerta interior una mujer pequeña, delgada, de edad madura, con beshmet rojo sobre camisa amarilla y zaragüelles azules. Traía unos cojines.
—¡Que tu llegada nos sea propicia! —dijo, y casi doblándose en una reverencia, empezó a colocar los cojines contra la pared delantera para que se sentara el huésped.
—¡Que tus hijos gocen de buena salud! —contestó Hadji Murat, quitándose la burka, la carabina y el sable y entregando todo ello al viejo.
Éste, cuidadosamente, colgó de una escarpia la carabina y el sable junto a las armas del dueño de la casa, que colgaban entre dos grandes calderos que brillaban en la pared recién enlucida y blanqueada.
Hadji Murat se ajustó la pistola a la espalda y, arropándose en su abrigo circasiano, tomó asiento. El viejo se sentó frente a él, sobre los talones desnudos, cerró los ojos y levantó las manos con las palmas hacia arriba. Hadji Murat hizo lo propio. Luego los dos recitaron una plegaria, se pasaron las manos por el rostro y las juntaron en la punta de la barba.
—Ne habar? —preguntó Hadji Murat al viejo (osea, «¿hay alguna novedad?»).
—Habar iok (osea, «no hay novedad alguna») —respondió el viejo, mirando a Hadji Murat, no en la cara, sino en el pecho, con sus ojos enrojecidos y sin pestañas—. Yo vivo en el colmenar y sólo he venido hoy a visitar a mi hijo… Él sabe.
Hadji Murat comprendió que el viejo no quería decir lo que sabía y lo que él, Hadji Murat, necesitaba saber; así, pues, sacudió levemente la cabeza y no hizo más preguntas.
—En lo que hay de nuevo no hay nada bueno —agregó, sin embargo, el viejo—. La única noticia es que las liebres están buscando los medios de ahuyentar a las águilas. Y las águilas lo destruyen todo, primero esto, luego lo de más allá. La semana pasada esos perros de rusos pegaron fuego al heno del aoul de Michit… ¡Permita Allah que revienten! —añadió ronca y furiosamente.
Entró el murid de Hadji Murat, apoyando suavemente sus fuertes piernas sobre el suelo apisonado. Se quitó, al igual que Hadji Murat, la capa, la carabina y el sable y colgó todo ello en la misma escarpia de que pendían las armas de su señor, quedándose sólo con el puñal y la pistola.
—¿Quién es? —preguntó el viejo a Hadji Murat, señalando al recién llegado.
—Mi murid. Se llama Eldar —dijo Hadji Murat.
—Bien —dijo el viejo, indicando a Eldar un lugar en el fieltro al lado de Hadji Murat.
Eldar se sentó cruzando las piernas y, sin decir palabra, clavó sus hermosos ojos de carnero en el rostro del viejo que contaba cómo la semana anterior sus muchachos habían capturado a dos soldados, habían matado a uno de ellos y enviado el otro a Shamil en Vedeno. Hadji Murat escuchaba distraído, mirando la puerta y prestando oído a los ruidos de fuera. Bajo el cobertizo, delante de la vivienda, se oyeron pasos, chirrió la puerta y entró el dueño de la casa.
Ese dueño era Sado, un cuarentón de barba corta, nariz larga y ojos negros, aunque no tan brillantes como los de su hijo, el chico de quince años que había ido en su busca, quien ahora entró con su padre y se sentó junto a la puerta. Sado se quitó al entrar las sandalias de madera, empujó su viejo y raído gorro de piel hacia la nuca (que por no haber sido afeitada en mucho tiempo comenzaba a cubrirse de pelos largos) y fue a sentarse sobre los talones frente a Hadji Murat.
Al igual que el viejo, Sado cerró los ojos, levantó las manos con las palmas hacia arriba, recitó una plegaria, se pasó las manos por la cara y sólo entonces empezó a hablar. Dijo que se había recibido orden de Shamil de capturar a Hadji Murat vivo o muerto; que los mensajeros de Shamil se habían marchado de allí sólo la víspera, y que como la gente temía desobedecer a Shamil había que andarse con cuidado.
—En mi casa —dijo Sado—, mientras yo viva, nadie hará nada contra mi amigo. ¿Pero y fuera de ella? Habrá que pensarlo.
Hadji Murat escuchaba atentamente, aprobando con la cabeza, y cuando Sado acabó, dijo:
—Bien. Ahora hay que enviar a los rusos a un hombre con una carta. Mi murid irá, pero necesitará un guía.
—Enviaré a mi hermano Bata —dijo Sado—. Llama a Bata —agregó, volviéndose a su hijo.
El muchacho, como movido por resorte, saltó sobre sus piernas ágiles y, a todo correr, salió de la saklya agitando los brazos. Unos diez minutos después volvió acompañado de un chechén musculoso, pernicorto, ennegrecido por el sol, vestido con chaqueta circasiana amarilla, raída, de mangas deshilachadas, y polainas negras arrugadas. Hadji Murat cambió saludos con el recién llegado y al momento, sin perder palabras inútilmente, dijo:
—¿Puedes conducir a mi murid a los rusos?
—Sí puedo —respondió Bata rápida y alegremente—. Todo se puede. Menos yo, no hay otro chechén que pueda pasar. Otro prometería ir, pero no haría nada. Yo sí puedo.
—Bien —dijo Hadji Murat—. Por tu trabajo recibirás tres piezas —añadió, mostrando tres dedos.
Bata indicó con un movimiento de cabeza que había comprendido, pero agregó que no lo hacía por el dinero, sino por el honor de servir a Hadji Murat. Todo el mundo, en las montañas, conocía a Hadji Murat y sus victorias sobre esos cerdos de rusos.
—Bien —dijo Hadji Murat—. Una cuerda debe ser larga, un discurso debe ser corto.
—Bueno, me callo —dijo Bata.
—Donde el río Argun hace un recodo, enfrente del escarpe, hay un claro en el bosque con dos almiares. ¿Lo conoces?
—Sí.
—Allí me esperan cuatro caballistas —dijo Hadji Murat.
—¡Aia! —aprobó Bata con la cabeza.
—Pregunta por Khan Magoma. Él sabe qué hacer y qué decir. ¿Puedes tú llevarle al comandante ruso, el príncipe Vorontsov?
—Lo llevaré.
—Llevarle y traerle. ¿Puedes?
—Sí puedo.
—Le llevas y le traes al bosque. Allí estaré yo.
—Haré todo eso —dijo Bata, levantándose; y poniéndose las manos en el pecho, salió.
—También hace falta mandar a un hombre a Gehi —dijo Hadji Murat al dueño de la casa cuando salió Bata—. Mira lo que en Gehi hay que hacer —empezó a decir, llevándose la mano a las cartucheras de su abrigo circasiano; pero al momento dejó caer la mano y se calló, viendo que dos mujeres entraban en la saklya.
Una de ellas era la esposa de Sado, la misma mujer flaca de edad madura que le había colocado los cojines. La otra era una muchacha muy joven en pantalones rojos y beshmet verde, con velo hecho de monedas de plata que le cubría todo el pecho. Un rublo de plata colgaba de la punta de su trenza de pelo negro, no larga, pero sí gruesa y apretada, que le caía por la espalda entre las enjutas paletillas. Los mismos ojos negros como la endrina que tenían su padre y su hermano brillaban en su rostro juvenil que se esforzaba por parecer severo. No miró a los visitantes, pero era evidente que ¡sentía su presencia!
La mujer de Sado traía una mesita baja y redonda con té, tortitas en mantequilla, queso, galletas y miel. La hija traía una palangana, un jarro y una toalla.
Tanto Sado como Hadji Murat permanecieron callados mientras las mujeres, que iban y venían en sus babuchas rojas sin hacer ruido, disponían ante los visitantes lo que habían traído. Eldar, con sus ojos carneriles fijos en sus piernas cruzadas, permaneció inmóvil como una estatua durante todo el tiempo que las mujeres estuvieron en la habitación. Sólo cuando hubieron salido y se hubo extinguido por completo el rumor de sus pasos al otro lado de la puerta, Eldar dio un suspiro de desahogo, y Hadji Murat destapó uno de los orificios de la cartuchera, extrajo la bala y tomó de debajo de ella un pequeño rollo de papel.
—Para dársela a mi hijo —dijo, mostrando la nota.
—¿Y a dónde va la respuesta?
—A ti, Y tú me la remites.
—Así se hará —dijo Sado, metiendo el papelito en un orificio de su propia cartuchera. Luego, cogiendo el jarro con ambas manos, lo acercó a la palangana de Hadji Murat. Éste remangó las mangas de su beshmet sobre los brazos musculosos, blancos por encima de la muñeca, y puso las manos bajo el chorro de agua fría y transparente que le vertía Sado. Después de secarse las manos en la tosca y limpia toalla, se acercó a la mesita. Eldar hizo lo propio. Mientras los visitantes comían, Sado, sentado frente a ellos, les dio las gracias repetidas veces por la visita. El muchacho, sentado junto a la puerta, no apartaba sus ojos negros y brillantes de Hadji Murat, sonriendo como para confirmar con su sonrisa las palabras de su padre.
A pesar de no haber probado bocado en más de veinticuatro horas, Hadji Murat comió sólo un poco de pan y queso; y sacando un cuchillito de debajo de su puñal, tomó con él un poco de miel y la untó en el pan.
—Nuestra miel es buena. Este año, más que otros, abunda mucho y es buena —dijo el viejo, visiblemente satisfecho de que Hadji Murat probara su miel.
—Gracias —dijo Hadji Murat, apartándose de la mesa. Eldar hubiera querido comer más, pero siguiendo el ejemplo de su jefe se apartó también de la mesa y presentó a Hadji Murat la palangana y el jarro.
Sado sabía que, al recibir a Hadji Murat, arriesgaba su propia vida, ya que después de la riña entre Hadji Murat y Shamil éste había amonestado a todos los habitantes de Chechnya que no recibieran a aquél so pena de muerte. Sabía que en cualquier momento los habitantes del aoul podían enterarse de su presencia en su casa y exigir que fuera entregado. Pero esto no sólo no le arredraba, sino que le regocijaba. Sado consideraba deber suyo proteger a su huésped, aunque ello le costase la vida, y se sentía feliz y orgulloso de comportarse como era debido.
—Mientras tú estés en mi casa y mi cabeza siga en mis hombros, nadie te hará nada —repitió a Hadji Murat.
Hadji Murat le miró en los ojos brillantes y, comprendiendo que decía la verdad, dijo en tono un tanto solemne:
—Que te sea gozosa la vida.
Sado, en silencio, se llevó las manos al pecho en señal de gratitud por esas buenas palabras.
Sado cerró las persianas y puso unas ramas secas en la chimenea. Luego, de un humor singularmente alegre y animado, salió de la habitación y pasó a la parte de la casa en que vivía toda su familia. Las mujeres no dormían todavía y hablaban de los visitantes peligrosos que pasaban la noche bajo su techo.