13
CABEZA ARDIENTE
Eran las nueve de la noche cuando Rebus llegó al Duthil Hospital. Andrew Macmillan estaba sentado en el despacho de Foster, con los brazos cruzados, esperando.
—Hola de nuevo —dijo.
—Hola, señor Macmillan.
Eran cinco: dos enfermeros, el doctor Foster, Macmillan y Rebus. Los enfermeros estaban detrás de la silla de Macmillan, con sus cuerpos a menos de cinco centímetros del suyo.
—Le hemos sedado —le había explicado Foster a Rebus—. Puede que no hable tanto como siempre, pero permanecerá tranquilo. Oí lo que sucedió la última vez.
—No ocurrió nada la última vez, doctor Foster. Solo quería tener una conversación normal. ¿Qué tiene eso de malo?
Macmillan parecía a punto de dormirse. Le pesaban los párpados, la sonrisa fija. Separó los brazos y apoyó las manos con delicadeza sobre las rodillas. A Rebus le recordó a la señora Corbie…
—El inspector Rebus quiere preguntarle por el señor Jack —explicó Foster.
—Así es —dijo Rebus, y se apoyó en el borde de la mesa. Había una silla para él, pero estaba agarrotado después de conducir—. Me preguntaba por qué vino de visita. Después de todo, es algo inusual, ¿no?
—Fue la primera vez —le corrigió Macmillan—. Tendrían que poner una placa. Cuando le vi entrar, creí que estaba aquí para inaugurar una ampliación o algo así. Pero no, se me acercó… —Ahora movía las manos, cortaban el aire, sus ojos seguían los movimientos que hacía—. Se me acercó y dijo… Hola, Mack. Así, como si nos hubiésemos visto ayer, como si nos viésemos cada día.
—¿De qué hablaron?
—De viejos amigos… viejas amistades. Siempre habíamos sido amigos, me dijo. No podíamos dejar de ser amigos.
Volvimos atrás todo el camino. Sí, todo el camino… todos los demás: Suey, Gowk, Beggar, yo, Bilbo, Tampón, Sexton Blake… Los amigos son importantes, es lo que dijo. Le hablé de Gowk, de cómo ella me venía a visitar de vez en cuando… del dinero que ella da a este lugar… Él no sabía nada de esto. Estaba interesado, claro que trabaja demasiado, eso se ve. Ya no parece tener buena salud. No toma bastante el sol. ¿Alguna vez ha estado en la Cámara de los Comunes? Casi no hay ventanas. Trabajan como topos.
—¿Dijo algo más?
—Le pregunté por qué nunca había respondido a mis cartas. ¿Sabe lo que dijo? ¡Dijo que nunca las había recibido! Dijo que hablaría con correos, pero sé quién ha sido. —Se volvió hacia Foster—. Fue usted, doctor Foster. No deja que salga mi correo. Quita los sellos con vapor y los utiliza para usted. Bueno, queda advertido, el diputado Gregor Jack lo sabe todo. Ahora las cosas cambiarán. —Recordó algo y se volvió rápidamente hacia Rebus—. ¿Tocó tierra por mí?
Rebus asintió.
—Toqué tierra por usted.
Macmillan también asintió, satisfecho.
—¿Cómo la sintió, inspector?
—Me pareció estupenda. Curioso, siempre es algo que había dado por sentado.
—Nunca dé nada por sentado, inspector —afirmó Macmillan. Ahora se estaba tranquilizando un poco. De todas maneras, se notaba que luchaba contra los sedantes en su torrente sanguíneo, luchaba por el derecho a sentirse furioso, a volverse… a volverse loco—. Le pregunté por Liz. Me dijo que está como siempre. Pero no le creí. Estoy seguro de que su matrimonio tiene problemas. Son incompatibles. A mi esposa y a mí nos pasaba lo mismo… —Su voz se apagó. Tragó saliva, apoyó las manos en las rodillas de nuevo y se las miró—. Liz nunca fue una de la Jauría. Tendría que haberse casado con Gowk, pero Kinnoul la consiguió primero. —Alzó la mirada—. Ese hombre necesita tratamiento. Si Gowk hubiese sabido lo que le esperaba, hubiese hecho que le viera un psiquiatra. Todos aquellos papeles que interpretaba… tuvieron que tener un efecto, ¿verdad? Se lo diré a Gowk la próxima vez que la vea. Hace tiempo que no la veo…
Rebus apoyó su peso en el otro pie.
—¿Gregor dijo alguna cosa más, Mack? ¿Algo sobre adónde iba o por qué estaba aquí?
Macmillan sacudió la cabeza, luego se rio.
—¿Adónde iba? ¿Por qué estaba aquí? —Se rio para sí mismo unos momentos, luego se detuvo tan abruptamente como había comenzado—. Solo quería decirme que éramos amigos. —Se rio con discreción—. Como si necesitase que me lo recordase. Y otra cosa más. Adivine qué quería saber. Adivine qué preguntó. Después de todos estos años…
—¿Qué?
—Quería saber qué había hecho con la cabeza.
Rebus tragó saliva. Foster se lamía los labios.
—¿Y usted qué le respondió, Mack?
—Le dije la verdad. Le dije que no podía recordar. —Unió las palmas de las manos como si fuera a rezar y apoyó la punta de los dedos en los labios. Luego cerró los ojos. Los mantuvo cerrados cuando habló—: ¿Es verdad lo de Suey?
—¿Qué pasa con él, Mack?
—Que emigró, que quizá no vuelva.
—¿Es eso lo que le dijo Beggar?
Macmillan asintió, abrió los ojos para mirar a Rebus.
—Dijo que quizá Suey no regresaría…
Los enfermeros se estaban llevando a Macmillan de nuevo a su sala, y Foster se estaba poniendo la chaqueta, dispuesto a acompañar a Rebus hasta el aparcamiento, cuando sonó el teléfono.
—¿A esta hora de la noche?
—Puede que sea para mí —dijo Rebus. Cogió el teléfono—. ¿Hola?
Era el sargento Knox desde Dufftown.
—Inspector Rebus, hice lo que me dijo y puse a alguien de guardia en Deer Lodge.
—¿Y?
—Un Saab blanco acaba de cruzar la entrada hace menos de diez minutos.
Había dos coches aparcados en el arcén de la carretera. Uno de ellos cerraba la entrada al largo camino particular de Deer Lodge. Rebus se apeó de su coche. El sargento Knox les presentó al detective Wright y al agente Moffat.
—Ya nos conocemos —señaló Rebus, y estrechó la mano de Moffat.
—¡Oh, sí! —dijo Knox—. ¿Cómo podía olvidarlo con lo ocupados que nos tiene? ¿Usted qué cree, señor?
Rebus creía que hacía frío. Frío y humedad. Ahora no llovía, pero en cualquier momento podía hacerlo de nuevo.
—¿Ha pedido refuerzos?
—Todos los que podemos conseguir —respondió Knox.
—Podríamos esperar hasta que lleguen.
—¿Sí?
Rebus estaba evaluando a Knox. No parecía la clase de hombre que disfrutase esperando.
—También podríamos entrar, los tres, con uno de guardia en la verja. Después de todo, si no tiene a un cadáver ahí, tiene a un rehén. Si Steele todavía vive, cuanto antes entremos, más posibilidades tendrá.
—Entonces, ¿a qué estamos esperando?
Rebus miró a Wright y Moffat, que asentían aprobando el plan.
—Claro que es una larga caminata hasta la casa —opinó Knox.
—Pero si vamos en coche, lo oirá.
—Podemos ir en uno hasta donde se pueda y caminar el resto —sugirió Moffat—. Así dejaremos cerrada la carretera de salida. Yo no me atrevería a subir por esa maldita carretera en la oscuridad y que se nos eche encima con ese coche que tiene.
—Vale, de acuerdo, cogeremos un coche. —Rebus se volvió hacia el detective Wright—. Usted se queda en la verja, hijo. Moffat conoce la disposición de la casa. —Wright pareció molesto, pero Moffat se alegró ante la noticia—. Muy bien —añadió Rebus—. Allá vamos.
Cogieron el coche de Knox y dejaron el de Moffat atravesado en la entrada. Knox había echado una mirada al trasto de Rebus y luego sacudió la cabeza.
—Será mejor usar el mío, ¿no?
Condujo despacio, con Rebus en el asiento del pasajero y Moffat atrás. El coche tenía un motor silencioso, pero de todas maneras… alrededor solo había silencio. Cualquier ruido se podía oír. Rebus comenzó a rezar para que hubiese una tormenta súbita, truenos y lluvia, cualquier cosa que pudiese darle una cobertura sonora.
—Disfruté con aquel libro —dijo Moffat, con su cabeza detrás de la de Rebus.
—¿Qué libro?
—Como pez fuera del agua.
—¡Jesús!, lo había olvidado.
—Un relato estupendo —opinó Moffat.
—¿Cuánto falta? —preguntó Knox—. No lo recuerdo.
—Hay una curva a la izquierda y luego otra a la derecha —contestó Moffat—. Será mejor detenernos después de la segunda. Solo son otros doscientos metros.
Aparcaron, abrieron las puertas y las dejaron abiertas. Knox sacó dos linternas grandes de la guantera.
—De niño era explorador —explicó—. Siempre en alerta y todo eso. —Le dio una linterna a Rebus y se quedó la otra—. Moffat no la necesita. Bien, ¿cuál es el plan?
—Primero veamos cómo están las cosas en la casa, luego se lo diré.
—Me parece bien.
Avanzaron en fila. Después de unos cincuenta metros, Rebus apagó la linterna. Ya no era necesario: todas las luces dentro y fuera de la casa estaban encendidas. Se detuvieron justo antes del claro, y miraron a través de la cobertura que tenían. El Saab estaba aparcado delante de la puerta principal. El maletero, abierto. Rebus se volvió hacia Moffat.
—¿Recuerda que hay una puerta trasera? Dé la vuelta y cúbrala.
—Bien. —El agente se apartó de la carretera y se metió en el bosque, desapareciendo de la vista.
—Mientras tanto, primero miremos en el coche y después miraremos a través de la ventana.
Knox asintió. Dejaron la cobertura y avanzaron. El maletero estaba vacío. Tampoco había nada en el asiento trasero. Las luces estaban encendidas en la sala de estar y en el dormitorio de delante, pero no vieron a nadie. Knox apuntó con la linterna hacia la puerta. Probó el pomo. La puerta se entreabrió. Se abrió un poco más. El vestíbulo estaba desierto. Esperaron un poco más, con el oído atento. De pronto hubo un súbito estallido de sonido, batería y guitarras. Knox dio un salto hacia atrás. Rebus apoyó una mano en su hombro para calmarlo, y luego retrocedió para mirar de nuevo a través de la ventana de la sala de estar. El equipo estereofónico. Vio los destellos de la pantalla de LED. El casete, en reproducción automática. La cinta se había estado rebobinando mientras se acercaban a la casa. Ahora sonaba.
Las primeras canciones de los Stones. Paint it Black. Rebus asintió. «Está aquí dentro», se dijo a sí mismo. «Mi vicio secreto, inspector». Uno de muchos. En cualquier caso, quizá significaba que no había oído que se acercaba el coche, y ahora que la música sonaba de nuevo, quizá no les oiría entrar en la casa.
Entraron. Moffat tenía cubierta la cocina, así que Rebus fue directamente escaleras arriba. Knox le pisaba los talones. Había un polvo blanco fino en la balaustrada de madera, restos del espolvoreado hecho por los forenses. Escaleras arriba… hasta el rellano. ¿Qué era ese olor? ¿Qué era ese olor?
—Gasolina —susurró Knox.
Sí, gasolina. La puerta del dormitorio estaba cerrada. La música parecía sonar más fuerte aquí arriba que abajo. El retumbar de la batería y el bajo. La guitarra y el sitar. Y aquellas vocales rechinantes.
Gasolina.
Rebus se echó hacia atrás y descargó un puntapié contra la puerta. Se abrió y se quedó abierta. Rebus vio la escena. Gregor Jack estaba allí. Y había una figura atada y amordazada contra la pared, con el rostro hinchado y la frente ensangrentada. Ronald Steele. ¿Amordazado? No, no era una mordaza. Eran trozos de papel los que le llenaban la boca, trozos arrancados de los dominicales de la cama, todas las historias que habían comenzado con su complot. Bueno, Jack le había hecho comerse las palabras.
Gasolina.
El bidón vacío estaba a su lado. La habitación apestaba. Steele parecía estar empapado en gasolina, ¿o solo era sudor? Y Gregor Jack estaba allí, con su rostro al principio travieso, pero luego lenta y paulatinamente suavizándose y suavizándose de vergüenza. Vergüenza y culpa. Culpa al verse pillado.
Rebus lo vio todo en un segundo. Pero a Jack le llevó menos tiempo rascar una cerilla y dejarla caer.
La alfombra se incendió en el acto y Gregor Jack voló hacia adelante, empujó a Rebus, haciéndole perder el equilibrio, pasó junto a Knox, y fue hacia las escaleras. Las llamas se movían demasiado deprisa. Demasiado deprisa para hacer nada. Rebus cogió a Steele por los pies y comenzó a arrastrarlo hacia la puerta. Le arrastró incluso a través del fuego. Sí, Steele estaba empapado en gasolina… bueno, no había tiempo para pensar en eso. Pero era sudor, nada más. El fuego le lamió, pero no envolvió de pronto todo el cuerpo.
Knox corría escaleras abajo persiguiendo a Jack. La habitación era ahora un infierno, y la cama, como una especie de pira en el centro. Rebus se volvió para echar una ojeada. La cabeza de vaca montada sobre la cama se había incendiado y crepitaba. Cogió el pomo de la puerta, cerró y dio gracias a Dios de no haberlo arrancado con el puntapié…
Fue una lucha, pero consiguió poner de pie a Steele. Tenía sangre pegoteada en el rostro y un ojo cerrado. En el otro había lágrimas. El papel caía de su boca mientras intentaba hablar. Rebus hizo un intento de aflojarle los nudos. Era cordel de embalar, y estaba muy, muy apretado. ¡Joder!, le dolía la cabeza. No sabía por qué. Lo cargó a hombros y comenzó a bajar las escaleras.
Steele consiguió por fin escupir los papeles de su boca. Sus primeras palabras fueron:
—¡Se le quema el pelo!
Así era, en la nuca. Rebus se palmeó la cabeza con la mano libre. Tenía la nuca crujiente, como cereales de desayuno. Y algo más: le ardía endemoniadamente.
Llegaron abajo. Rebus dejó a Steele en el suelo y se enderezó. Escuchaba un oleaje y sus ojos se nublaron por un momento. Su corazón latía al ritmo de la música de rock.
—Iré a buscar un cuchillo en la cocina —dijo. Entró en la cocina, vio que la puerta trasera estaba abierta de par en par. Llegaban sonidos desde el exterior, gritos, pero confusos. Luego entró una figura tambaleante. Era Moffat. Sostenía las dos manos sobre la nariz, se la cubría como una máscara protectora. La sangre corría por sus muñecas y la barbilla. Apartó la máscara para hablar.
—¡El cabrón me dio un cabezazo! —Gotas de sangre escaparon de su boca y de la nariz—. ¡Me dio un cabezazo! —Era obvio que no lo consideraba juego limpio.
—Vivirá —le dijo Rebus.
—El sargento ha ido tras él.
Rebus le señaló el vestíbulo.
—Steele está allí. Busque un cuchillo, córtele las cuerdas, y luego salgan los dos. —Pasó junto a Moffat y salió por la puerta trasera. La luz de la cocina alumbraba la escena, pero más allá reinaba la oscuridad. Había dejado caer la linterna en el dormitorio, y ahora maldecía haberlo hecho. Luego, en cuanto sus ojos se acomodaron al cambio de luz, corrió a través de un pequeño claro y entró en el bosque.
Vísteme despacio que tengo prisa. Pasó con cuidado junto a troncos, arbustos y raíces. Las ramas se enganchaban, pero eran una molestia menor. Su preocupación principal era que no sabía adónde iba. Por lo menos se daba cuenta de que el terreno subía. Mientras continuase subiendo no se estaría persiguiendo a sí mismo. Su pie tropezó con algo y cayó contra un árbol. Se le escapó el aliento. Tenía la camisa empapada, le ardían los ojos con una mezcla de humo y sudor. Hizo una pausa. Oyó.
—¡Jack! ¡No sea estúpido! ¡Jack!
Era Knox. Adelante. Bastante lejos, pero no inalcanzable. Rebus respiró hondo y comenzó a caminar. Sin saber cómo, salió del bosque y entró en un claro más grande. La pendiente parecía más empinada, y el suelo estaba cubierto de ramas, plantas con espinas y matojos. Vio un súbito destello: la linterna de Knox. Mucho más arriba y muy a la derecha. Rebus comenzó a trotar: levantaba las piernas bien alto para cruzar lo peor del matorral. De todas maneras, algo continuaba tirando de los dobladillos y los tobillos. Pinchaban y raspaban. Luego había trozos de hierba corta, lugares donde era posible avanzar más rápido; o lo hubiese sido de haber estado en mejor forma física y ser más joven.
Adelante, la linterna se movía en círculos. Estaba claro: Knox había perdido a su presa. En lugar de continuar hacia el rayo de luz, Rebus se apartó. Si era posible que dos hombres se desplegasen, entonces Rebus tenía que asegurarse de que lo hacían; ampliar el arco de la búsqueda.
Llegó a la cumbre y el suelo se niveló. Tuvo la sensación de que sería un paisaje desolador a la luz del día. Era un páramo raquítico, un lugar ni siquiera apto para la más endurecida de las ovejas. Delante se alzaba una sombra en el cielo, una de tantas colinas. El viento, que le había secado su camisa, pero que le había helado hasta la médula, desapareció. ¡Jesús!, le dolía la cabeza. Como una quemadura de sol pero cien veces peor. Miró el cielo. El contorno de las nubes era visible. Comenzaba a despejar. Un sonido reemplazó el soplo del viento en sus oídos.
El sonido de una corriente de agua.
Se hizo más fuerte a medida que avanzaba. Ya no veía la linterna de Knox, y era consciente de estar solo; consciente también de que si se alejaba demasiado, quizá no podría encontrar el camino de vuelta. El rumbo equivocado le llevaría solo hacia colinas y bosque. Miró atrás. La línea de árboles apenas era visible. En cambio, las luces de la casa ya no se veían.
«¡Jack, Jack!». La voz de Knox parecía a kilómetros de distancia. Rebus decidió ir bordeando hacia él. Si Gregor Jack estaba aquí afuera, que se congelara hasta morir. Los servicios de rescate lo encontrarían por la mañana…
El ruido del agua estaba mucho más cerca, y el suelo bajo sus pies se hizo más pedregoso, la vegetación era escasa. El agua estaba en algún lugar debajo de él. Se detuvo de nuevo. Las formas y las sombras que había delante… no tenían sentido. Era como si la tierra se estuviese plegando sobre sí misma. Entonces, una nube enorme se apartó de la luna, la luna casi llena. Ahora había luz, y Rebus vio que estaba a no más de cuatro pasos de un precipicio de cinco o seis metros, una caída al río oscuro y serpenteante. Oyó un ruido a su derecha. Movió la cabeza hacia allí. Una figura se tambaleaba hacia delante, inclinada por el cansancio, con los brazos colgando y casi rozando el suelo. «Un mono», pensó al principio, «tiene la pinta de un mono».
Gregor Jack jadeaba con fuerza, casi gemía por el esfuerzo. No miraba adónde iba; solo sabía que tenía que continuar moviéndose.
—Gregor.
La figura jadeó, levantó la cabeza. Se detuvo. Gregor Jack se levantó alto como era y echó la cabeza hacia el cielo. Levantó los brazos cansados y apoyó las manos en la cintura, como un corredor que llega a la meta. Una mano se acercó instintivamente al pelo para acomodarlo. Luego se inclinó hacia delante, apoyó las manos en las rodillas, y el pelo volvió a caerle. Pero su respiración se normalizaba. Por fin se irguió de nuevo. Rebus vio que sonreía, mostraba sus dientes perfectos. Comenzó a sacudir la cabeza y a reírse. Rebus había oído ese sonido antes en personas que habían perdido de todo: desde su libertad, a una gran apuesta, hasta un partido de fútbol sala. Se reían ante las circunstancias.
La risa de Gregor se transformó en una tos. Se dio una palmada en el pecho, miró a Rebus y sonrió de nuevo.
Luego saltó.
El instinto de Rebus fue esquivar, pero Jack se alejaba de él. Y ambos sabían dónde iba. Cuando su pie tocó el último centímetro de tierra, saltó en el aire con los pies por delante. Un par de segundos más tarde llegó el sonido de su cuerpo al golpear contra el agua. Rebus se acercó hasta el borde de la roca y miró abajo, pero la nube se cerraba de nuevo por encima de su cabeza. La luz de la luna desapareció. No había nada que ver.
En el camino de regreso a Deer Lodge, no necesitaron la linterna de Knox. Las llamas alumbraban el campo cercano. Llovía ceniza sobre los árboles mientras caminaban a través del bosque. Rebus se pasó los dedos por la nuca. La piel le ardía, pero le pareció que el impacto estaba bajo control: el dolor no era tan malo como antes. También le ardían los tobillos, quizá debido a las ortigas. Había corrido a través de un campo de ortigas. No había nadie cerca de la casa. Moffat y Steele esperaban junto al coche de Knox.
—¿Qué tal nada? —le preguntó Rebus a Steele.
—¿Gregor? —Steele se masajeaba los brazos—. No sabe dar ni una brazada. Todos aprendimos en la escuela, pero su madre solía escribir una nota para excusarlo.
—¿Por qué?
Steele se encogió de hombros.
—Tenía miedo de que pillase verrugas. ¿Qué tal la cabeza, inspector?
—No necesitaré un corte de pelo durante un tiempo.
—¿Qué pasa con Jack? —preguntó Moffat.
—Él tampoco lo necesitará.
Buscaron el cuerpo de Gregor Jack a la mañana siguiente. No es que Rebus estuviese allí para participar. Estaba en el hospital y se sentía sucio y sin afeitar, excepto la cabeza.
—Si tiene problemas con la calvicie —le dijo uno de los médicos— tendrá que usar una peluca hasta que le crezca. O un sombrero. El cuero cabelludo estará sensible, así que evite exponerse al sol. —¿Sol? ¿Qué sol?
Pero durante su tiempo de baja hubo mucho sol. Se quedó dentro, se quedó bajo tierra, leyendo libro tras libro, y solo salía en unas breves excursiones hasta la Royal Infirmary para que le cambiasen los vendajes.
«Te los puedo cambiar yo», le había dicho Patience.
«Nunca mezcles el trabajo con el placer», había sido la enigmática respuesta de Rebus. De hecho, había una enfermera que le gustaba. Y él a ella… ¡Ah!, no llegaría a ninguna parte; no era más que un poco de coqueteo. Y no le haría daño a Patience por nada del mundo.
Holmes le visitaba, siempre con una docena de latas de algo gaseoso. «Hola, calvito», era su eterno saludo, incluso cuando la calva era ya vello, una pelusilla larga y fina.
—¿Cuáles son las noticias? —preguntó Rebus.
Aparte del hecho de que el cadáver de Gregor Jack aún no se había recuperado, la gran noticia era que el Granjero había dejado la bebida después de recibir la «visita del Señor» en una reunión bautista.
—A partir de ahora solo vino del de comulgar —dijo Holmes—. Claro que —señaló la cabeza de Rebus— por un momento pensé que tú te ibas a hacer budista.
—Es posible que todavía lo haga —dijo Rebus—. Es posible.
Los periódicos se aferraron a la historia de Jack, se aferraron a la idea de que aún podía estar vivo. Rebus también se lo preguntó. Más aún, todavía se preguntaba por qué Jack había matado a Elizabeth. Ronald Steele no había podido arrojar ninguna luz al dilema. Al parecer, Jack apenas le había dicho una palabra durante el tiempo que lo había tenido cautivo… Bueno, esa era la historia de Steele. Lo que se hubiese dicho, no iría más allá.
Todo esto dejó a Rebus lleno de elucubraciones, de adivinanzas. Recreó la escena una y otra vez en su cabeza: Jack llegaba al área de descanso y discutía con Elizabeth. Quizás ella le había dicho que quería el divorcio. Quizá la discusión había sido por la historia del prostíbulo. O quizás había algo más. Todo lo que Steele pudo decir era que cuando la dejó, ella esperaba a su marido.
—Pensé en quedarme por allí y enfrentarme a él…
—¿Pero?
Steele se encogió de hombros.
—Cobardía. El problema no es hacer algo «malo», inspector, es que te pillen. ¿No está de acuerdo?
—Pero ¿si se hubiese quedado…?
Steele asintió.
—Lo sé. Quizá Liz le hubiese dicho a Gregor que se largase y se hubiese quedado conmigo. Quizás ambos estarían vivos.
Si Steele no hubiese huido del área de descanso… si, para empezar, Gail Jack no hubiese venido al norte… Entonces, ¿qué? Rebus no tenía dudas: hubiese funcionado de alguna otra manera, no necesariamente de una forma menos dolorosa. Fuego, hielo y esqueletos en el armario. Deseó haberse encontrado con Elizabeth Jack, aunque solo fuera una vez, a pesar de tener la sensación de que no se hubieran llevado bien…
Había otra noticia. Comenzó como un rumor, pero el rumor se convirtió en filtración y la filtración en notificación: Great London Road iba a pasar por un programa de rehabilitación y reequipamiento.
Eso significaba, pensó Rebus, que me voy a vivir con Patience. Prácticamente ya lo había hecho.
—No tienes que vender tu piso —le dijo ella—. Siempre podrías alquilarlo.
—¿Alquilarlo?
—A estudiantes. La mitad de tu calle está llena de ellos.
Eso era verdad. Veías la migración por la mañana hacia los Meadows, cargados con sus mochilas, sus carpetas y las bolsas de los supermercados; de vuelta, por la tarde o casi de noche, cargados con libros e ideas. Le gustó la propuesta. Si alquilaba el piso, podía pagarle a Patience algo por vivir aquí con ella.
—De acuerdo.
Solo llevaba un día de trabajo cuando se incendió la comisaría de Great London Road. El edificio quedó arrasado hasta los cimientos.