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SERVICIO ESCORT

Tal y como lo veía Rebus…

Bueno, no hizo falta mucha actividad cerebral una vez se supo el nombre. Tal y como él lo veía, Ronald Steele y Elizabeth Jack eran amantes; lo más probable, desde hacía tiempo (¡Jesús!, a sir Hugh le iba a encantar cuando se supiese). Quizá nadie lo sabía. Quizá todos, excepto Gregor Jack, lo sabían. En cualquier caso, Liz Jack había decidido irse al norte y Steele se reunió con ella cuando pudo (¿Deer Lodge ida y vuelta cada día? Un esfuerzo sobrehumano. No era de extrañar que Steele pareciese estar hecho polvo a todas horas). Deer Lodge estaba en el quinto coño. Así que se trasladaron a la casa de Pond, y solo utilizaban Deer Lodge para pillar ropa limpia. Quizá Liz Jack había ido a buscar ropa limpia cuando se detuvo y compró los dominicales… y lo descubrió todo sobre la aparente noche de juerga de su marido.

Steele, sin embargo, tenía planes mucho más allá del papel de amante. Quería a Liz. La quería para él. Los callados siempre son los más apasionados en tales situaciones, ¿verdad? Quizás era él quien había estado haciendo las llamadas anónimas. Y enviando las cartas. Cualquier cosa para poner palos en las ruedas del matrimonio, cualquier cosa para incomodar a Gregor. Quizá por eso Liz se había ido al norte, para alejarse de todo. Steele vio su oportunidad. Ya había estado en el prostíbulo y había descubierto quién era Gail Crawley (lo único que hacía falta era una memoria más o menos buena, y, quizás, una o dos preguntas a Cathy Kinnoul). ¡Ah! Cathy… sí, quizá Steele también se veía con ella. Pero Rebus dudaba que fuera más allá de la conversación y el consejo. También era algo propio de Steele.

Eso no le impidió hacer lo imposible para hundir a Gregor Jack, su amigo de toda la vida, su socio en la librería, el tipo bueno, hasta dejarlo pelado y en pelotas. El plan del prostíbulo era simple y muy afilado. Averiguar la hora de la redada… una llamada a Gregor Jack… y llamadas previas a los carroñeros de los dominicales.

El montaje. Y Gregor Jack había caído.

¿Había intentado Steele ocultárselo a Liz? Quizá sí, quizá no. Pensó que sería el último clavo en el ataúd del matrimonio. Casi lo fue. Pero no podía estar en el norte con ella todo el tiempo, para decirle lo bien que estarían juntos, lo mierda que era Gregor, etcétera, etcétera. Durante el tiempo que estuvo sola, Liz Jack había vacilado hasta que, por fin, decidió no dejar a Gregor, sino a Steele. Algo así. Después de todo era imprevisible. Ella era fuego. Discutieron. En su interrogatorio él había citado la discusión: «Siempre me acusaba de no ser lo bastante divertido… y de que tampoco tenía bastante dinero…». Así que discutieron, y él se había marchado, dejándola en el área de descanso. El coche azul de Alec Corbie era un coche verde, el Citroën BX. Steele se había marchado, solo para regresar y continuar con la discusión, una discusión que se fue haciendo violenta, una violencia que llegó demasiado lejos…

El siguiente paso, para la mente de Rebus, era el más inteligente; o, quizás, el más fortuito. Steele había tenido que arrojar el cadáver. El primer paso había sido llevárselo de las Highlands: había demasiadas pistas allí arriba para demostrar que habían estado juntos. Por lo tanto, había vuelto hacia Edimburgo con Liz en el maletero. Pero ¿qué hacer con ella? Un momento, había habido otro asesinato, ¿no? Un cuerpo arrojado al río. Podía hacer que pareciese lo mismo. Mejor aún, podía enviar su cadáver al mar. Decidió ir a algún lugar conocido: la colina por encima de la casa Kinnoul. Había caminado por allí tantas veces con Cathy… Conocía la pequeña carretera, una carretera que nunca se usaba. Y sabía que incluso si encontraban el cadáver, el primer sospechoso sería el asesino del puente Dean. En algún momento, le dio el golpe en la cabeza, el golpe tan parecido al que le habían dado a la víctima del puente Dean.

La preciosa ironía era que su coartada para la tarde se la había dado el propio Gregor Jack.

—Es así como lo ves, ¿no?

La reunión tenía lugar en el despacho del comisario: Watson, Lauderdale y Rebus. Al llegar, Rebus se había cruzado con Brian Holmes.

—Oí que hay una reunión en la Granja.

—Tienes buen oído.

—¿De qué va?

—¿Quieres decir que no estás en la lista de invitados, Brian? —Rebus le guiñó un ojo—. Qué pena. Te traeré una bolsa con las sobras.

—Cojonudo.

Rebus se volvió.

—Oye, Brian, la tinta apenas se ha secado en tu ascenso. Relájate, tómatelo con calma. Si estás buscando el camino rápido para llegar a inspector, ve y encuentra a lord Lucan. Mientras tanto, me esperan en otra parte, ¿vale?

—Vale.

«Demasiado gallito», pensó Rebus. Pero, hablando de gallitos, él también estaba haciendo lo suyo, ¿no? Sentado aquí, en el despacho de Watson, soltando el rollo, mientras Lauderdale miraba con preocupación a su jefe, repentinamente libre de cafeína.

—Es así como lo ves, ¿no? —La pregunta era de Watson. Rebus se encogió de hombros.

—Suena plausible —dijo Lauderdale. Rebus enarcó una ceja a medias: tener el apoyo de Lauderdale era un poco como encerrarte con un alsaciano hambriento…

—¿Qué pasa con el señor Glass? —preguntó Watson.

—Verá, señor —dijo Lauderdale, y se movió un poco en la silla—, los informes psiquiátricos lo presentan como un individuo muy poco estable. Digamos que vive en un mundo de fantasía.

—¿Quieres decir que se lo inventó?

—Es muy probable.

—Eso nos lleva de vuelta al señor Steele. Creo que lo mejor será llamarle para hablar con él. ¿Dices que le trajiste ayer, John?

—Así es, señor. Me pareció que podríamos darle un repaso al maletero de su coche. Pero el señor Lauderdale pareció convencido por su historia y le soltó.

La expresión en el rostro de Lauderdale se quedaría durante mucho tiempo en la memoria de Rebus. El hombre muerde al alsaciano.

—¿Es así? —preguntó Watson, que al parecer estaba disfrutando con el mal rato de Lauderdale.

—No teníamos ninguna razón para retenerle entonces, señor. Solo la información recibida esta mañana nos ha permitido…

—De acuerdo, de acuerdo. ¿Ya lo hemos ido a buscar?

—No está en casa, señor —dijo Rebus—. Lo comprobé anoche y de nuevo esta mañana.

Ambos le miraron. La mirada de Watson decía: muy eficiente. La mirada de Lauderdale decía: menudo cabrón.

—Bien —dijo Watson—, será mejor que emitamos una orden de detención, ¿no? Creo que hay muchas cosas que el señor Steele necesita explicar.

—Su coche todavía está en el garaje, señor. Podríamos pedir a los forenses que le echen una ojeada. Lo más probable es que lo haya limpiado, pero nunca se sabe…

¿Forenses? Amaban a Rebus. Era su santo patrón.

—Tienes razón, John —dijo Watson—. Ocúpate tú. —Se volvió hacia Lauderdale—. ¿Otra taza de café? Hay mucho en la jarra, y tú pareces ser el único que bebe…

Se pavoneaba como un gallito rojo. Era el gallo del norte. Lo había intuido desde el principio, por supuesto: Ronald Steele. Suey, que una vez había intentado suicidarse cuando una chica le descubrió masturbándose en la habitación de su hotel.

«Puede que esté un poco loco». ¿Quién necesita una licenciatura en psicología? Lo que Rebus necesitaba ahora era una combinación de habilidades de ojeador y cazador. El instinto le decía que Steele se había ido al sur, y dejado su coche atrás (de todas maneras, ¿de qué le serviría? La policía ya tenía su descripción y el número de matrícula y sabía que se le estaban acercando. O, mejor dicho, sabía que Rebus se le estaba acercando).

«Nada si no un sabueso», canturreó para sí mismo. Acababa de llamar al hospital donde Cath Kinnoul estaba ingresada. Todavía era pronto, le habían dicho, pero había pasado una noche tranquila. Rab Kinnoul, en cambio, no se había acercado. Quizás era comprensible. Podía ser que ella hubiese ido a por él con un trozo de una jarra de cristal roto o intentado estrangularlo con el cinturón del pijama. De todas maneras, Kinnoul era la misma mierda que todos los demás. Gregor Jack, también, arriesgándolo todo por una carrera en la política, una carrera que, al parecer, había planeado desde la cuna. Se había casado con Liz Ferrie, no por ella, sino por su padre. Incapaz del todo de controlarla, así que se había limitado a encerrarla en un compartimiento, y la sacaba para las fotos y algún compromiso público. Sí, una mierda. Solo una persona en la mente de Rebus salía de todo esto con la dignidad intacta. Y era un ladrón.

El equipo forense había encontrado una coincidencia en las huellas del microondas: Julian Kaymer. Había cogido las llaves de Jamie Kilpatrick, había ido a Deer Lodge en plena noche y había roto el cristal para entrar.

¿Por qué? Para retirar las pruebas de cualquier cosa demasiado escandalosa, o sea el espejo de mano con restos de cocaína y dos medias atadas a los postes de una cama. ¿Por qué? Muy sencillo: para proteger lo que podía quedar de la reputación de una amiga… la reputación de una amiga muerta. Patético, pero también noble en cierto sentido. Robar el microondas de verdad era una falta de respeto. Se suponía que la poli culparía del robo a los gamberros que entran en una casa vacía a ver qué pillan… y no se llevan el equipo de alta fidelidad (un clásico), pero sí el microondas. Se lo había llevado y luego lo había tirado, solo para que lo encontrase la urraca en persona, Alec Corbie.

Sí, Steele estaría ahora en Londres. Su librería funcionaba a base de dinero al contado. Tendría que tener dinero oculto en alguna parte; quizás un montón. Podía estar en un vuelo con salida de Heathrow o Gatwick, un tren hasta la costa, un barco a Francia.

Trenes, barcos y aviones…

—Alguien parece muy contento. —Era Brian Holmes de pie en el umbral del despacho de Rebus. Rebus estaba sentado, con los pies en la mesa, las manos detrás de la nuca—. ¿Te importa si entro? ¿O debemos reservar entradas para tocarte el dobladillo de la túnica?

—Deja mi túnica fuera de este asunto. Siéntate. —Holmes ya iba camino de la silla cuando tropezó con una hendidura en el suelo de linóleo. Tendió las manos para salvarse y cayó tumbado sobre la mesa de Rebus, a un centímetro de uno de sus zapatos.

—Sí —dijo Rebus—, puedes besarlos.

Holmes consiguió esbozar algo entre una sonrisa y una mueca.

—Este lugar lo tendrían que demoler. —Se dejó caer en la silla.

—Cuidado con la pata coja —le avisó Rebus—. ¿Algún progreso con Steele?

—Poca cosa. —Holmes hizo una pausa—. En realidad, ninguna en absoluto. ¿Por qué no se llevó el coche?

—Recuerda que lo conocemos demasiado bien. Creía que habías sido tú el responsable de redactar aquella lista. Las marcas, el color y número de matrícula. Vaya, me olvidé, delegaste el trabajo en un detective.

—De todas maneras, ¿para qué era la lista? —Rebus le miró—. De verdad, solo soy un sargento. Nadie me dice nada. Lauderdale fue más vago que de costumbre.

—El BMW de la señora Jack estaba aparcado en el área de descanso —explicó Rebus.

—Eso ya lo sé.

—También había otro coche. Un testigo ocular dijo que podía ser azul. No lo era, era verde.

—Eso me recuerda —dijo Holmes— que quería preguntarte algo: ¿qué estaba esperando?

—¿Quién?

—La señora Jack. En el área de descanso. ¿Por qué se quedó allí? —Mientras Rebus lo pensaba, a Holmes se le ocurrió otra pregunta—. ¿Qué pasa con el coche del señor Jack?

Rebus suspiró.

—¿Qué pasa con él?

—Bueno, no pude verlo bien la noche que tú me llevaste allí; quiero decir, estaba en el garaje y había luz delante y detrás de la casa, pero no al lado. Pero me dijiste que echase un vistazo. La puerta lateral del garaje estaba abierta, así que entré. Estaba muy oscuro, en realidad. Y no podía encontrar el interruptor…

—¡Jesús! Brian, acaba de una vez.

—Bueno, solo iba a preguntar: ¿qué pasa con el otro coche en el garaje de Jack? Era azul. Al menos, creo que era azul.

Esta vez, Rebus se frotó las sienes.

—Es blanco —explicó con voz pausada—. Un Saab blanco.

Pero Holmes sacudió la cabeza.

—Azul —insistió—. Imposible que fuera blanco. Era azul. Y era un Escort, definitivamente un Escort.

Rebus dejó de frotarse las sienes.

—¿Qué?

—Había algunas cosas en el asiento del pasajero, también. Miré por la ventanilla. Todo lo que te dan con los coches de alquiler. Esa clase de cosas. Sí, cuanto más lo pienso, más claro se vuelve. Un Ford Escort azul. Y sea lo que fuera lo que había en aquel garaje, desde luego no había lugar para meter un Saab…

Se acabó el gallito, el gallito fanfarrón, el sabueso. O mejor dicho: un perro dócil y avergonzado con la cola entre las piernas… Rebus llevó a Holmes y su historia primero a Watson. Y Watson llamó a Lauderdale.

—Creía —le dijo Lauderdale a Rebus— que nos habías dicho que el coche del señor Jack era blanco.

—Es blanco, señor.

—¿Estás seguro de que era un coche de alquiler? —le preguntó Watson a Holmes. El sargento lo pensó de nuevo antes de asentir. Esto era serio. Estaba donde quería estar, en medio del ajo, pero también comprendía que aquí, un error, el más mínimo error, le enviaría al limbo.

—Podemos comprobarlo —dijo Rebus.

—¿Cómo?

—Podemos llamar a casa de Gregor Jack y preguntar.

—¿Y advertirle?

—No necesitamos hablar con Jack. Ian Urquhart o Helen Greig pueden saberlo.

—Ellos pueden avisarle.

—Quizás. Por supuesto, hay otra posibilidad. Que el coche que vio Brian sea de Urquhart, o incluso de la señorita Greig.

—La señorita Greig no conduce —señaló Holmes— y el coche de Urquhart no se parece en nada al que vi. Recuerda que los han comprobado todos.

—Bien, sea lo que sea —dijo Watson—, vayamos con cuidado, ¿eh? Primero llamemos a las compañías que alquilan coches.

—¿Qué pasa con Steele? —preguntó Rebus.

—Hasta que sepamos de qué se trata exactamente, todavía queremos hablar con él.

—De acuerdo —asintió Lauderdale. Parecía ser consciente de que Watson había recuperado el control, al menos por ahora.

—Bien —dijo Watson—, ¿a qué estamos esperando? ¡A correr!

Corrieron.

No había muchas compañías de alquiler de coches en Edimburgo, y la tercera llamada dio resultado. Sí, el señor Jack había alquilado un coche por unos días. Sí, un Ford Escort azul. ¿Había dado algún motivo para alquilarlo? Sí, su coche tenía que pasar la revisión.

También, pensó Rebus, necesitaba cambiar de coche para poder escapar del acoso de la prensa. ¡Jesús!, ¿no había sido el propio Rebus quien le había metido la idea en la cabeza? Su coche está ahí afuera… lo están fotografiando… todos sabrán cuál es. Así que Jack había alquilado otro coche por unos días para poder moverse de incógnito.

Rebus miró la pared del despacho. Estúpido, estúpido, estúpido. Se hubiese dado de cabezazos contra la pared de haber tenido la seguridad de que no se desmoronaría.

Había sido un trabajo infernal, según comentó el hombre de la empresa de alquiler de coches. El cliente había pedido que le transfirieran el teléfono de su coche al del coche de alquiler.

Por supuesto: ¿de qué otra manera podía Liz Jack comunicarse con él? Jack había estado en movimiento todo el día, ¿no?

¿Habían tocado el coche de alquiler desde la devolución? Naturalmente, una limpieza a fondo. ¿Qué pasaba con el maletero? ¿El maletero? ¿También habían limpiado el maletero? Bueno, quizá le habían pasado un paño… ¿Dónde estaba el coche ahora? Otra vez alquilado. A un empresario de Londres. Un alquiler de solo cuarenta y ocho horas. Lo devolverían a las seis de la tarde. Ahora eran las cinco menos cuarto. Dos hombres del DIC estarían esperando para traerlo desde la oficina de alquiler al cuartel de la policía. ¿Había personal forense disponible en la jefatura de Fettes?

Estúpido, estúpido, estúpido. No era el mismo coche el que había vuelto al área de descanso, sino otro. Holmes había hecho la pregunta: ¿qué había estado esperando Liz Jack? Había estado esperando a su marido. Debía de haberle llamado desde la cabina en el área de descanso. Acababa de tener una discusión con Steele. Quizá estaba demasiado alterada para conducir hasta casa. Entonces él le había dicho que le esperase y la iría a recoger. De todas maneras tenía la tarde libre. La recogería con el Escort azul. Pero cuando llegó hubo otra discusión. ¿Sobre qué? Podría ser cualquier cosa. ¿Qué haría falta para romper el témpano que es Gregor Jack? ¿La historia en el periódico? ¿Que la policía encontrase pruebas del estilo de vida de su esposa? ¿Vergüenza y bochorno? ¿Pensar en la curiosidad pública, en perder su preciosa circunscripción electoral?

Ya había suficiente como para seguir adelante.

—Vale —dijo Lauderdale—, así que tenemos el coche. Veamos si Jack está en casa. —Se volvió hacia Rebus—. Llama tú, John.

Rebus llamó. Helen Greig atendió.

—Hola, señorita Greig. Soy el inspector Rebus.

—No está aquí —le soltó ella—. No lo he visto en todo el día, y, ya puestos, tampoco ayer.

—Pero ¿no está en Londres?

—No sabemos dónde está. Estuvo con usted ayer por la mañana, ¿no?

—Sí, vino a la comisaría.

—Ian se está subiendo por las paredes.

—¿Qué pasa con el Saab?

—Tampoco está aquí. Un momento… —Apoyó la mano sobre el auricular, pero sin mucho éxito—. Es el inspector Rebus —la oyó decir. Luego un siseo tremendo: «¡No le digas nada!». Y Helen de nuevo: «Demasiado tarde, Ian». Seguido por algo así como un gruñido. Ella apartó la mano.

—Señorita Greig —dijo Rebus—, ¿qué aspecto tenía el señor Gregor?

—El mismo que podría esperarse de un hombre cuya esposa ha sido asesinada.

—¿Y cómo es?

—Deprimido. Ha estado sentado en la sala, sin hacer más que mirar al vacío, sin decir gran cosa. Como si estuviese pensando. Es curioso, la única vez que conseguí hablar con él fue cuando me preguntó por las vacaciones del año pasado.

—¿Las que pasó con su madre?

—Sí.

—Recuérdemelo, ¿dónde fueron?

—A la costa —dijo ella—. Eyemouth, por allí.

Sí, por supuesto. Jack había dicho el nombre de la primera ciudad que le vino a la cabeza. Luego interrogó a Helen para conseguir los detalles y para poder montarse su endeble historia…

Colgó.

—¿Bien? —preguntó Watson.

—Su coche ha desaparecido y Gregor Jack con él. Todo lo que nos contó de Eyemouth… lo sacó de su secretaria. Ella fue allí de vacaciones el año pasado.

La atmósfera en la habitación era asfixiante. En el exterior se estaba fraguando una tormenta. Watson habló primero.

—Menudo follón.

—Sí —asintió Lauderdale.

Holmes asintió. Era un hombre aliviado; más que eso, por dentro se regocijaba: el coche de alquiler había resultado ser la clave. Él había demostrado su valía.

—Y ahora, ¿qué?

—Solo estoy pensando —dijo Rebus— en el área de descanso. Liz Jack tuvo una discusión con Steele. Ella le dice que volverá con su marido. Steele se larga. ¿Qué es lo próximo que sabe de ella?

—Que está muerta —respondió Holmes.

Rebus asintió. Le recordó arrojando los libros en la librería como una descarga de su dolor y furia…

—No solo muerta, sino asesinada. La última vez que la vio, ella estaba esperando a Gregor.

—En ese caso —intervino Watson— debe saber que lo hizo Jack. ¿Es eso lo que sugieres?

—¿Crees que Steele se ha dado a la fuga para proteger a Gregor Jack? —preguntó Lauderdale.

—No estoy pensando nada por el estilo —respondió Rebus—. Pero si Gregor Jack es el asesino, entonces Ronald Steele ha tenido que saberlo desde hace algún tiempo. ¿Por qué no ha hecho nada? Piénsalo. ¿Cómo podía acudir a la policía? Él mismo estaba metido hasta el cuello. Explicarlo todo significaría acabar convertido en un sospechoso mayor que el propio Gregor Jack.

—Entonces, ¿qué haría?

Rebus se encogió de hombros.

—Quizás intente convencer a Jack para que se entregue.

—Pero eso significaría admitirle a Jack que…

—Exacto, que era el amante de Elizabeth Jack. ¿Qué harías tú si fueras Jack?

Holmes se atrevió a dar una respuesta.

—Yo le mataría. Yo mataría a Ronald Steele.

Rebus se pasó toda la velada en la sala de estar de Patience, con un brazo alrededor de ella mientras miraban un vídeo. Una comedia romántica; aunque apenas había romance, y muy poca comedia. Sabían desde el principio que la secretaria se largaría con el estudiante y no con el chupasangre del jefe. Pero continuaron mirándola de todas maneras. No es que se enterara de gran cosa. Estaba pensando en Gregor Jack, en la persona que parecía ser y la persona que era de verdad. Quitabas una capa después de otra, despojabas al hombre del hueso y más allá… y nunca encontrabas la verdad. Strip Jack: un juego de naipes. Patience también era un juego de naipes. Le acarició el cuello, el pelo, la frente.

—¡Qué agradable!

Patience era un juego que se ganaba fácilmente.

La película seguía en la pantalla. Otro personaje entró en escena, un estafador de gran corazón. Rebus aún tenía que conocer a un estafador en la vida real que no fuese el más brutal de los tiburones. ¿Cuál era la frase?: «Te roban la dentadura postiza y se beben el agua del vaso». Bueno, quizás este estafador tuviera una oportunidad. La secretaria estaba interesada, pero también era leal a su jefe, y él hacía todo lo posible, menos sacar el pito y golpearlo sobre su mesa…

—Un penique por tus pensamientos.

—No lo valen, Patience. —Encontrarían a Steele, encontrarían a Jack. ¿Por qué no podía relajarse? Seguía pensando en unas prendas y una nota, dejadas en la playa. Stonehouse. Lucan lo había hecho, ¿no? Había desaparecido sin dejar rastro. No era fácil, pero de todas maneras…

La próxima vez que abrió los ojos, Patience le estaba sacudiendo por el hombro.

—Despierta, John. Hora de irse a la cama.

Llevaba dormido una hora.

—¿El estafador o el estudiante? —preguntó.

—Ninguno de los dos —respondió ella—. El jefe cambió de rollo y le dio a ella una participación en la empresa. Ahora vamos, compañero… —le tendió las manos para ayudarle a levantarse—. Después de todo, mañana será otro día…

Otro día, otro dolor. Jueves. Dos semanas desde que habían encontrado el cuerpo de Elizabeth Jack. Ahora no podían hacer otra cosa que esperar… y confiar en que no apareciesen más cadáveres. Rebus cogió el teléfono. Era Lauderdale.

—El comisario ha aceptado lo inevitable —le dijo a Rebus—. Vamos a dar una conferencia de prensa, publicaremos la orden de busca y captura de los dos: Steele y Jack.

—¿Lo sabe sir Hugh?

—No quisiera ser yo quien se lo diga. Se marchó de aquí con su yerno, sin saber que el cabrón había matado a su hija. No, no quisiera ser yo quien se lo diga.

—¿Se supone que debo estar ahí?

—Por supuesto. Y trae también a Holmes. Después de todo, él fue quien vio el coche.

Colgó. Rebus miró el teléfono. El alsaciano muerde al hombre después de todo…

Lo vio y se lo contó a Nell por la noche. Repitió la historia, añadió detalles olvidados, apenas fue capaz de sentarse. Hasta que ella le gritó que se callase o se volvería loca. Eso le calmó un poco, pero no mucho.

—Verás, Nell, si me lo hubiesen dicho antes, si me hubiesen contado toda la historia del color de los coches, de por qué lo necesitaban, bueno, le hubiésemos pillado mucho antes, ¿no? No quiero, pero de verdad culpo a John. Fue él quien…

—Creí que habías dicho que había sido Lauderdale quien te encargó el trabajo.

—Sí, es verdad, pero incluso así, John debería…

—¡Cállate! ¡Por amor de Dios, cállate!

—Perdona, tienes razón, Lauderdale.

—¡Cállate!

Se calló.

Y ahora estaba en la conferencia de prensa y la inspectora Gill Templer, que tenía tanta mano con la prensa, repartía hojas —el comunicado oficial—, y se aseguraba de que todos supiesen lo que estaba pasando. Y Rebus, por supuesto, con el aspecto de siempre. Lo que equivalía a decir, cansado y suspicaz. Watson y Lauderdale aún no habían hecho su entrada, pero no tardarían.

—Bien, Brian —dijo Rebus en voz baja—. ¿Tienes claro que te ascenderán a inspector por esto?

—No.

—Entonces, ¿qué? Pareces el chico que está a punto de ganar un premio de la escuela.

—Venga, sé justo. Todos sabemos que tú hiciste la mayor parte del trabajo.

—Sí, pero tú evitaste que persiguiese al hombre equivocado.

—¿Y?

—Así que ahora te debo un favor. —Rebus sonrió—. Detesto deber favores.

—Damas y caballeros —sonó la voz de Gill Templer—, si tienen la bondad de tomar asiento podemos empezar…

Un momento más tarde Watson y Lauderdale entraron en la sala. Watson fue el primero en hablar.

—Creo que todos saben por qué hemos convocado esta conferencia de prensa. —Hizo una pausa—. Estamos buscando a dos hombres que creemos pueden ayudar en cierta investigación, una investigación de asesinato. Sus nombres son Ronald Adam Steele y Gregor Gordon Jack…

El periódico local de la tarde lo publicó en su edición de mediodía. Las emisoras de radio retransmitían los nombres en sus boletines horarios. Las noticias de la televisión repitieron la historia. Se formularon las preguntas habituales que se respondieron con el habitual «sin comentarios». Pero la llamada llegó a las seis y media. La llamada era del doctor Frank Foster.

—De haberlo sabido antes, inspector… pero no dejamos que los pacientes escuchen las noticias. Les altera. Fue cuando me preparaba para ir a casa y encendí la radio de mi despacho…

Rebus estaba cansado. Rebus estaba terrible, terriblemente cansado.

—¿Qué pasa, doctor Foster?

—Es su hombre, Jack, Gregor Jack. Estuvo aquí esta tarde. Visitó a Andrew Macmillan.