11

VIEJOS VÍNCULOS ESCOLARES

Consiguieron no hablar de trabajo en todo el camino hasta Queensferry. En cambio, hablaron de mujeres.

—¿Qué tal si salimos los cuatro alguna noche? —sugirió Brian Holmes en un momento.

—No estoy seguro de que Patience y Nell se llevaran bien —murmuró Rebus.

—¿Qué? ¿Te refieres a personalidades diferentes?

—No, a personalidades similares. Ese es el problema.

Rebus estaba pensando en la cena de esa noche con Patience. Intentar apartarse un poco del caso Jack. No comportarse como un imbécil. No jorobarlo todo…

—Solo era una idea —dijo Holmes—. Eso es todo, solo una idea.

La lluvia comenzó cuando se acercaban a la casa Kinnoul. El cielo se había estado oscureciendo durante todo el trayecto, hasta el punto de parecer que la noche había llegado antes de hora. El Land Rover de Rab Kinnoul estaba aparcado delante de la puerta principal que, extrañamente, estaba abierta. La lluvia golpeaba en el capó del coche, cada vez más fuerte.

—Será mejor que corramos —dijo Rebus. Abrieron las puertas y corrieron. Rebus bajó por la puerta que daba a la casa, mientras Holmes tuvo que dar la vuelta alrededor del coche. Así que Rebus fue el primero en subir las escaleras, el primero en cruzar la puerta y entrar en el vestíbulo. Se sacudió el agua del pelo y abrió los ojos.

Vio un cuchillo de cocina yendo hacia él.

Oyó el alarido que acompañaba al arma.

—¡Cabrón!

Entonces alguien le apartó de un empellón. Era Holmes, que volaba a través de la puerta. El cuchillo cayó al suelo. Cath Kinnoul lo siguió, impulsada con todo su peso. Holmes se le echó encima al instante, la agarró por las muñecas y se las colocó a la espalda. La sujetaba con la rodilla bien apoyada en la columna, justo por debajo de los omóplatos.

—¡Jesús bendito! —jadeó Rebus—. ¡Jesús bendito!

Holmes estaba examinando el cuerpo tendido.

—Se dio un golpe al caer —dijo—. Ha perdido el conocimiento. Le quitó el cuchillo de la mano y le soltó el brazo. Cayó como un peso muerto sobre la alfombra. Holmes se levantó. Parecía mantener una calma notable, pero su rostro tenía un color blanco antinatural. Rebus, mientras tanto, temblaba como un flan. Se apoyó en la pared del vestíbulo y cerró los ojos un momento, respiró hondo. Se oyó un ruido en la puerta.

—¿Qué…? —Rab Kinnoul les vio, luego vio la figura inconsciente de su esposa—. ¡Demonios! —Se arrodilló junto a ella, derramando agua de lluvia sobre su espalda, su cabeza. Estaba empapado.

—Está bien, señor Kinnoul —declaró Holmes—. Se dio un golpe al caer, eso es todo.

Kinnoul vio el cuchillo que sujetaba Holmes.

—¿Lo tenía ella? —dijo, con los ojos muy abiertos—. Dios mío, Cathy. —Apoyó una mano temblorosa en la cabeza de su mujer—. Cathy, Cathy.

Rebus se había recuperado un poco. Tragó.

—No se hizo esos morados al caer. —Tenía unos morados en los brazos que parecían muy recientes. Kinnoul asintió.

—Tuvimos una discusión —explicó—. Vino a por mí, así que… solo intentaba apartarla. Pero estaba histérica. Decidí ir a dar un paseo hasta que se calmase.

Rebus había estado mirando los zapatos de Kinnoul. Estaban manchados de barro, también había salpicaduras en los pantalones. ¿Iba a dar un paseo? ¿Con aquella lluvia? No, había salido por piernas, así de claro. Había dado media vuelta y escapado…

—Al parecer no se calmó —opinó Rebus en un tono tranquilo. Ella casi lo había asesinado al confundirlo con su marido. O estaba tan furiosa con los hombres que cualquier víctima le hubiese servido—. ¿Sabe qué, señor Kinnoul?, creo que me vendría bien una copa.

—Veré lo que hay —dijo Kinnoul, y se levantó.

Holmes llamó al médico. Cath Kinnoul seguía inconsciente. La dejaron tumbada en el vestíbulo, solo para estar seguros. Era mejor no mover a ninguna víctima de una caída; además, de esta manera podían mantenerla vigilada a través de la puerta abierta de la sala de estar.

—Necesita tratamiento —señaló Rebus. Estaba sentado en el sofá, con una copa de whisky acunada en las manos, y procuraba cuidar lo que quedaba de sus nervios.

—Lo que necesita —dijo Kinnoul en voz baja— es estar lejos de mí. Somos inútiles juntos, inspector, pero también somos inútiles separados. —Estaba de pie con las manos apoyadas en el alféizar de la ventana, la cabeza contra el cristal.

—¿Cuál fue el motivo de la pelea?

Kinnoul sacudió la cabeza.

—Ahora parece estúpido. Siempre comienzan con algo sin importancia y van creciendo y creciendo…

—¿Y esta vez?

Kinnoul se apartó de la ventana.

—La cantidad de tiempo que paso fuera de casa. No se cree que exista ningún proyecto. Cree que solo es una excusa para poder largarme.

—¿Tiene razón?

—En parte sí, supongo. Es muy lista… algunas veces es un poco lenta, pero siempre llega.

—¿Qué me dice de las noches?

—¿Qué pasa con ellas?

—No siempre las pasa en casa, ¿verdad? Algunas veces sale con sus amigos.

—¿Lo hago?

—Digamos, con Barney Bears… con Ronald Steele.

Kinnoul miró a Rebus, como si no acabase de entenderle, y luego chasqueó los dedos.

—¡Joder!, se refiere a aquella noche… la noche… —Sacudió la cabeza—. ¿Quién se lo ha dicho? No importa, tuvo que ser uno u otro. ¿Qué pasa con aquella noche?

—Solo pensé que formaban un trío muy dispar.

Kinnoul sonrió.

—En eso tiene razón. No conozco bien a Byars, en realidad casi nada. Pero aquel día había estado en Edimburgo y había cerrado un contrato, un contrato muy importante. Nos cruzamos en el Eyre. Yo estaba en el bar tomando un trago, ahogando mis penas, y él iba camino al restaurante. De alguna manera me vi arrastrado. Él y los tipos de la empresa con la que había firmado el contrato. Después de un rato… bueno, era divertido.

—¿Qué me dice de Steele?

—Verá… Barney tenía la intención de llevarse a estos tipos a un prostíbulo que conocía, pero no estaban interesados. Se largaron. Barney y yo entramos en el Strawman para tomar otra copa. Allí fue donde recogimos a Ronald. También estaba un poco cabreado. Algo que ver con una mujer en su vida… —Kinnoul permaneció pensativo un momento—. Como sea, por lo general es un tipo aburrido, pero aquella noche parecía que estaba de humor.

Rebus se preguntaba: «¿Sabía Kinnoul lo de Steele y Cathy?» No lo parecía, claro que el hombre era un actor, un profesional.

—Y —decía Kinnoul— todos acabamos yendo a la casa de mala fama.

—¿Se lo pasó bien?

A Kinnoul le pareció una pregunta poco habitual.

—Supongo —dijo—. En realidad no lo recuerdo con mucha claridad.

«¡Oh!», pensó Rebus, «lo recuerdas con mucha claridad. Claro que lo recuerdas». Pero ahora Kinnoul miraba a través del portal la figura inmóvil de Cathy.

—Debe creer que soy un mierda —continuó en un tono calmo—. Es probable que tenga razón. Pero Jesús… —El actor se había quedado sin palabras. Miró alrededor de la habitación, miró a través de la ventana a lo que, si el tiempo lo permitía, hubiese sido la vista panorámica. Luego miró de nuevo hacia la puerta. Exhaló sonoramente y sacudió la cabeza.

—¿Le contó a los demás lo que le dijo la prostituta?

Ahora Kinnoul le miró, sorprendido.

—Me refiero —explicó Rebus— a si les contó lo que ella había dicho de Gregor Jack.

—¿Cómo demonios lo sabe? —Kinnoul se dejó caer en una de las sillas.

—Una deducción afortunada. ¿Lo hizo?

—Supongo que sí. —Lo pensó—. Sí, seguro que sí. Me resultó muy extraño que dijese algo así.

—También fue extraño lo que usted dijo, señor Kinnoul.

Kinnoul encogió sus grandes hombros.

—Solo era una broma, inspector. Estaba un poco cabreado. Creí que sería divertido fingir que era Gregor. Para ser sincero, me sentí un poco dolido al ver que ella no reconocía a Rab Kinnoul. Mire las fotos en la pared. Les conocí a todos. —Se levantó de nuevo, y observó las fotos de sí mismo, como si estuviese en una galería de arte y no las hubiese visto un millón de veces antes.

—Bob Wagner… Larry Hagman… Les conocí a todos. —La letanía continuó—. Martín Scorsese… el mejor director, el mejor de todos… John Hurt… Robbie Coltrane y Eric Idle…

Holmes le hacía señas a Rebus para que saliese al vestíbulo. Cath Kinnoul se estaba despertando. Rab Kinnoul permaneció delante de sus fotografías, sus recuerdos, la lista de nombres chapoteando en su boca.

—Tranquila —Holmes se lo decía a Cath Kinnoul—. ¿Cómo se siente?

El habla de la mujer rayaba la incoherencia.

—¿Cuántas ha tomado, Cathy? —preguntó Rebus—. ¿Díganos cuántas?

Ella intentaba enfocarlos.

—Ya he mirado en todas las habitaciones —dijo Holmes—. No he encontrado ningún frasco vacío.

—Bueno, ha tomado algo.

—Quizás el doctor lo sepa.

—Sí, quizás. —Rebus se inclinó hacia Cath Kinnoul, su boca a cinco centímetros de su oreja—. Gowk —dijo en voz baja—, hábleme de Suey.

Los nombres parecieron registrarse, pero no la pregunta.

—Usted y Suey —continuó Rebus—. ¿Ha estado viendo a Suey? Solo ustedes dos, ¿eh? ¿Cómo en los viejos tiempos? ¿Usted y Suey se han estado viendo?

Ella abrió la boca, hizo una pausa, la volvió a cerrar y comenzó a sacudir la cabeza lentamente. Murmuró algo.

—¿Qué ha dicho, Gowk?

Esta vez más claro.

—Rab no debe saberlo.

—No lo sabrá, Gowk. Confíe en mí, no lo sabrá.

Ahora se había sentado. Se sujetaba la cabeza con una mano y la otra la apoyaba en el suelo.

—Así que —insistió Rebus— usted y Suey se estaban viendo, ¿no? ¿Gowk y Suey?

Ella sonrió como una beoda.

—Gowk y Suey —repitió, y disfrutó con las palabras—. Gowk y Suey.

—Recuerde, Gowk, ¿recuerda el día anterior al que se encontró el cadáver? ¿Recuerda aquel miércoles, aquel miércoles por la tarde? ¿Suey vino a verla? ¿Lo hizo, Gowk? ¿Suey vino a visitarla aquel miércoles?

—¿Miércoles? ¿Miércoles? —Sacudió la cabeza—. Pobre Liz… pobre, pobre… —Extendió la mano con la palma hacia arriba—. Deme el cuchillo —dijo—. Rab nunca lo sabrá. Deme el cuchillo.

Rebus miró a Holmes.

—No podemos dejar que lo haga, Gowk. Sería un asesinato.

Ella asintió.

—Así es, un asesinato. —Dijo la última palabra con mucho cuidado, deletreándola, y luego la repitió—. Le cortaré la cabeza. Me pondrán junto a Mack. —Sonrió de nuevo, el pensamiento la complacía. Mientras tanto, desde la otra habitación llegaban los nombres que recitaba Rab Kinnoul.

—… el mejor, desde luego… me gustaría trabajar con él de nuevo. Un profesional consumado… y el bueno de George Cole, también… la vieja escuela… sí, la vieja escuela… la vieja escuela…

—Mack… —decía Cathy Kinnoul—. Mack… Suey… Sexton… Beggar… pobre Beggar…

—La vieja escuela.

Hay vínculos escolares que conservas demasiado tiempo. Mucho después de que haya pasado el momento de desprenderte de ellos.

Rebus telefoneó a Barney Byars. La secretaria le pasó la llamada.

—Inspector —sonó la voz de Byars, rebosante de energía—. Por lo visto no puedo sacudírmelo de encima, ¿verdad?

—Es usted muy fácil de encontrar —dijo Rebus.

Byars se rio.

—Tengo que serlo —dijo—, de lo contrario los clientes no me encontrarían. Me gusta estar siempre disponible. A ver, ¿qué quiere saber?

—Me interesa una noche que usted pasó no hace mucho con Rab Kinnoul y Ronald Steele…

Byars no tuvo problemas para explicarle toda la historia, salvo los detalles más cruciales. Rebus le habló de Kinnoul, que bajaba las escaleras y repetía lo que Gail le había dicho.

—Esa parte no la recuerdo —admitió Byars—. Para entonces ya estaba muy borracho. Hasta tal extremo que pagué la cuenta de los tres. —Se rio—. Suey tenía la excusa habitual de estar sin un céntimo y Rab no llevaba más de diez libras. —Otra risa—. Verá, siempre recuerdo las sumas, sobre todo cuando se trata de dinero.

—Pero ¿está seguro de que no recuerda al señor Kinnoul diciéndole lo que le había dicho la prostituta?

—No estoy diciendo que no lo hiciese, pero no, no puedo recordarlo. Con lo cual era la palabra de Kinnoul contra la memoria de Byars. La única cosa que quedaba era hablar de nuevo con Steele. Rebus podía ir a verle camino al apartamento de Patience. Era una vuelta larga para un atajo, pero no tardaría mucho. Cathy Kinnoul era otro problema. No podía permitir que una mujer atiborrada de drogas y con un cuchillo estuviese suelta. El médico de la familia, llamado por Holmes, había escuchado su relato y sugirió que la señora Kinnoul fuese admitida en un hospital en las afueras de la ciudad. ¿Habría alguna acusación criminal…?

—Por supuesto —manifestó Holmes irritado—. Para empezar, intento de asesinato.

Pero Rebus estaba pensando. Estaba pensando en lo mal que había sido tratada Cath Kinnoul. También pensaba en todos aquellos cargos por obstrucción que podría presentar: Héctor, Steele, el propio Jack. Y, sobre todo, pensaba en Andrew Macmillan. Había visto lo que los «hospitales especiales» hacían con los criminales enajenados. A Cath Kinnoul podían tratarla en una clínica normal. Siempre que se sometiese a tratamiento, ¿de qué servía presentar una acusación por intento de asesinato?

Por lo tanto, sacudió la cabeza; para asombro de Brian Holmes. No, no habría cargos si la admitían de inmediato. El médico comprobó que el papeleo fuera una mera formalidad, y Kinnoul, que más o menos había recuperado el control para ese momento, lo aceptó todo.

—En ese caso —dijo el doctor—, puede ser admitida hoy mismo.

Rebus hizo una llamada más. Al inspector jefe Lauderdale.

—¿Dónde demonios te has metido?

—Es una larga historia, señor.

—Lo es, por lo general.

—¿Qué tal la reunión?

—Fue… Escucha, John, vamos a acusar formalmente a William Glass.

—¿Qué?

—La víctima del puente Dean tuvo relaciones sexuales justo antes de morir. Los forenses dicen que las pruebas de ADN coinciden con las de nuestro hombre. —Lauderdale hizo una pausa, pero Rebus no dijo nada—. No te preocupes, John, comenzaremos por el asesinato del puente Dean. Pero, de verdad, solo entre nosotros… ¿crees que estás llegando a alguna parte?

—De verdad, señor, solo entre nosotros… no lo sé.

—Pues, en ese caso, será mejor que te muevas, o de lo contrario acusaré a Glass del asesinato de la señora Jack. Ferrie y su abogada van a comenzar a formular preguntas molestas en cualquier momento. Estás en el filo de la navaja, John, ¿lo comprendes?

—Sí, señor; oh, sí. Lo sé todo del filo de una navaja, créame…

Rebus no caminó hasta la puerta principal de Ronald Steele. No de inmediato. Primero se detuvo delante del garaje y miró por la grieta entre las dos puertas. El Citroën de Steele estaba en el interior, y eso quizá suponía que él también. Rebus fue hasta la puerta y tocó el timbre. Lo oyó sonar en algún lugar del vestíbulo. Vestíbulos: podía escribir un libro sobre ellos. Mis noches durmiendo en un vestíbulo; el día que casi me matan en un vestíbulo… Volvió a tocar el timbre. Sonaba muy fuerte y desagradable, no de los que puedes ignorar.

Así que llamó de nuevo. Luego probó con la puerta. Estaba cerrada. Caminó por la franja de césped en el frente de la casa y apoyó el rostro en la ventana de la sala de estar. La habitación estaba vacía. Quizá solo había salido a comprar leche… Rebus probó con la verja que había al lado del garaje, la reja daba acceso al jardín de atrás. También estaba cerrada. Fue hasta la verja principal y se detuvo para mirar a un lado y a otro de la calle en silencio. Luego miró su reloj. Tardaría cinco minutos, diez como mucho. Lo último que quería era sentarse a cenar con Patience. Pero tampoco quería perderla… un cuarto de hora para volver a Oxford Terrace… veinte minutos para estar bien seguro. Sí, podría estar allí para las siete y media. Tiempo suficiente.

«Bueno, será mejor que te muevas». ¿Por qué preocuparse? ¿Por qué no darle a Glass su momento de infamia, su segunda —su famosa— víctima?

¿Por qué preocuparse de nada? No por la alabanza de una palmada en la espalda; no por lo correcto; quizás, entonces, por pura tozudez. Sí, esa sería una buena explicación. Alguien se acercaba… su coche apuntaba en la dirección contraria, pero lo veía en el retrovisor. No era un hombre sino una mujer. Bonitas piernas. Cargada con los bolsos de la compra. Caminaba bien, pero estaba cansada. ¿No podía ser…? ¿Qué…?

Bajó el cristal de la ventanilla.

—Hola, Gill.

Gill Templer se detuvo, le miró, sonrió.

—¿Sabes?, me pareció reconocer este montón de chatarra.

—¡Chist! Los coches tienen sentimientos. —Palmeó el volante. Ella dejó las bolsas.

—¿Qué haces aquí?

Él hizo un gesto hacia la casa de Steele.

—Esperando hablar con alguien que no se va a presentar.

—Te creo.

—¿Y tú?

—¿Yo? Vivo aquí. Bueno, quiero decir en la calle siguiente a la derecha. Sabes que me mudé.

Rebus se encogió de hombros.

—No me di cuenta de que era por aquí.

Ella le dirigió una sonrisa poco convincente.

—No, de verdad —dijo él—. Pero ahora que estoy aquí, ¿quieres que te lleve?

Ella se rio.

—Solo son cien metros.

—Tú misma.

Ella miró las bolsas.

—¡Oh!, ¿por qué no?

Él le abrió la puerta. Gill dejó las bolsas en el suelo, y metió los pies junto a ellas. Rebus encendió el motor. Hizo ruidos, tosió, se movió. Lo intentó de nuevo, con el starter al máximo. El coche jadeó, tosió, y luego entendió la idea.

—Como dije, un montón de chatarra.

—Es que a veces se comporta de esta manera —le advirtió Rebus—. Temperamental, como un caballo de carreras.

Pero los participantes de una carrera del huevo y la cuchara probablemente les hubiesen superado sin problemas. Por fin, llegaron a la casa, sanos y salvos. Rebus la miró.

—Bonita —opinó. Era una casa de tres plantas con ventanas panorámicas a cada lado de la puerta principal, y un jardín pequeño y empinado dividido por los escalones de piedra que llevaban desde la reja hasta el portal.

—No tengo toda la casa, por supuesto. Solo la planta baja.

—Es bonita de todas maneras.

—Gracias. —Ella abrió la reja y dejó las bolsas en la acera. Las señaló—. Revoltillo de verduras: ¿te interesa?

Rebus tardó una eternidad en decidirse.

—Gracias, Gill. Esta noche tengo un compromiso.

Ella tuvo la cortesía de parecer desilusionada.

—Quizás entonces en otra ocasión.

—Sí —dijo Rebus, mientras Gill cerraba la puerta del pasajero—. Quizás en otra ocasión.

El coche se arrastró por la calle. «Si se para», pensó Rebus, «volveré y aceptaré su oferta. Será una señal». Pero el coche comenzó a sonar mejor al pasar por delante de la casa de Steele. Seguía sin haber señales de vida, así que Rebus continuó la marcha. Estaba pensando en una balanza. En un platillo estaba Gill Temple, en el otro la doctora Aitken, Patience. Los platillos subían y bajaban, mientras Rebus pensaba a fondo. ¡Dios!, también era muy duro. Deseó tener más tiempo, pero ahora encontraba todos los semáforos en verde, y llegó al apartamento de Patience a las siete y media.

—No me lo creo —dijo ella, cuando Rebus entró en la cocina—. No me puedo creer que hayas sido capaz de cumplir con la cita. —Patience estaba junto al microondas. En el interior, se cocía algo. Rebus la atrajo hacia sí y le dio un beso en los labios.

—Patience —dijo—, creo que te amo.

Ella le apartó un poco para mirarle mejor.

—Y sin una sola gota de alcohol. Vaya noche de sorpresas. Creo que debo decirte que he tenido un día de perros y que, como consecuencia, estoy de un humor de perros. Así que cenaremos pollo. —Ella sonrió y le besó—. Creo que te quiero —se burló ella—. Tendrías que haber visto la cara que pusiste al decirlo. La viva imagen de la absoluta extrañeza. No eres lo que se dice el último de los grandes románticos, ¿verdad, John Rebus?

—Entonces enséñame —dijo Rebus y la besó de nuevo.

—Creo… —dijo Patience—. Creo que comeremos el pollo frío.

Se levantó temprano a la mañana siguiente. Y lo que era aún más extraño, se levantó más temprano que Patience, que dormía con una expresión libertina y el pelo desordenado sobre la almohada. Dejó entrar a Lucky, le dio un plato de comida más grande del habitual, y preparó té y tostadas para Patience y él.

—Pellízcame, debo estar soñando —dijo Patience cuando la despertó. Se bebió el té, luego dio un pequeño mordisco a uno de los triángulos con mantequilla. Rebus volvió a llenar su taza, esta vez hasta la mitad, se la bebió, y se levantó de la cama.

—Muy bien —dijo—, me voy.

—¿Qué? —Ella miró su reloj—. ¿No tienes el turno de noche esta semana?

—Es de día, Patience. Tengo mucho que hacer hoy. —Rebus se inclinó para besarla en la frente, pero ella le sujetó de la corbata, y le hizo agacharse hasta que pudo darle un beso salado y lleno de migas en la boca.

—¿Te veré más tarde? —preguntó.

—Cuenta con ello.

—Sería agradable poder hacerlo. —Pero él ya se marchaba. Lucky entró en la habitación y saltó sobre la cama. El gato se relamía.

—Yo también, Lucky —dijo Patience—. Yo también.

Fue a la casa de Ronald Steele. Había mucho tráfico de entrada a la ciudad, pero Rebus iba en la dirección contraria. Todavía no eran las ocho. No creía que Steele se levantase temprano. Este era un aniversario triste. Dos semanas desde el día del asesinato de Liz Jack. Hora de poner las cosas en orden.

El coche de Steele seguía en el garaje. Rebus fue a la puerta principal y tocó el timbre, intentó hacerlo como un conocido, un amigo o el cartero, alguien a quien estás dispuesto a abrir la puerta.

—Venga, Suey, deprisa, deprisa.

Pero no tuvo respuesta. Miró a través de la boca del buzón. Nada. Miró a través de la ventana de la sala de estar. Seguía como ayer. Ni siquiera habían corrido las cortinas. Ninguna señal de vida.

Espero que no te hayas fugado, murmuró Rebus. Aunque quizá sería mejor si lo hubiera hecho. Al menos sería una acción de algún tipo, una señal de miedo, o de algo que esconder. Podía preguntar a los vecinos si habían visto algo, pero una pared separaba la casa de Steele de las demás. Decidió no hacerlo. Quizá solo serviría para alertar a Steele del interés de Rebus, un interés lo bastante fuerte como para traerle aquí a la hora del desayuno. En cambio, volvió al coche y fue hasta Suey Books. Una posibilidad entre cien. Tal como sospechaba, la tienda estaba cerrada a cal y canto. Rasputín dormía en el escaparate. Rebus apretó el puño y golpeó en el cristal. La cabeza del gato se levantó como un resorte y soltó un enorme bostezo.

—¿Me recuerdas? —preguntó Rebus, mientras dibujaba una sonrisa.

El tráfico era ahora lento, un goteo por el embudo de las calles. Fue hasta Cowgate para evitar lo peor. Si no encontraba a Steele, solo le quedaba una cosa por hacer. Tendría que lograr que el Granjero Watson cambiase de opinión. Todavía más, tendría que hacerlo esta mañana, con el viejo a tope de cafeína. Vaya. Era una idea… ¿A qué hora abría la cafetería en Leith Walk…?

—Muchas gracias, John.

Rebus se encogió de hombros.

—Ya bebemos suficiente de su café, señor. Solo pensé que era hora de que alguien lo comprase, para variar.

Watson abrió la bolsa y olió.

—Ummm, recién molido. —Comenzó a verter el polvo oscuro en el filtro. La cafetera ya tenía agua—. ¿De qué clase es, John?

—Mezcla para el desayuno, señor. Robusta y arábiga, algo así. No soy lo que se dice un experto…

Watson ignoró las disculpas con un gesto. Puso la jarra en posición y apretó el interruptor.

—Tarda un par de minutos —dijo, y se sentó detrás de su mesa—. Muy bien, John. —Apoyó las manos delante de él—. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Verá, señor, se trata de Gregor Jack.

—¿Sí…?

—¿Recuerda que me dijo que debíamos ayudar al señor Jack si era posible? ¿Su sensación de que quizá le habían tendido una trampa? —Watson se limitó a asentir—. Verá, señor, estoy cerca de demostrar que no solo le tendieron una trampa, sino también quién lo hizo.

—¿Sí? Continúa.

Así que Rebus relató su historia, la historia de un encuentro casual en una habitación con las luces rojas. Y de tres hombres.

—Lo que me preguntaba era… sé que usted dijo que no podía revelar el nombre de la fuente, señor… pero ¿era uno de ellos?

Watson sacudió la cabeza.

—Ni de cerca, John. Ummm, ¿lo hueles? —La habitación estaba llena del aroma. ¿Cómo podía Rebus no olerlo?

—Sí, señor, muy bueno. ¿Entonces no fue…?

—No fue nadie que conozca a Gregor Jack. Si el pro… —Se interrumpió—. No veo el momento de probar ese café —añadió, quizá con demasiado entusiasmo.

—¿Qué estaba a punto de decir, señor? —¿Pero qué? ¿Qué? ¿Providencia? ¿Pródigo? ¿Problema?

¿Problema? No, no. No era problema. Protestante. Propietario. Un nombre o un título.

—Nada, John, nada. Me pregunto si tendré algunas tazas limpias.

Un nombre o un título. Profesor. ¡Profesor!

—¿Entonces no estaba a punto de mencionar a un profesor?

Los labios de Watson estaban sellados. Pero ahora Rebus pensaba a toda pastilla.

—El profesor Costello, por ejemplo. Es amigo suyo, ¿es así, señor? ¿Entonces él no conoce al señor Jack?

A Watson se le estaban poniendo las orejas rojas. «Te pillé», pensó Rebus. «Te pillé, te pillé». El café había valido su precio hasta el último penique.

—Es interesante, sin embargo —murmuró Rebus—, que el profesor conociese un prostíbulo.

Watson dio una palmada en la mesa.

—¡Basta! —Su buen humor matinal había desaparecido. Todo su rostro estaba ahora rojo, excepto por un pequeño círculo blanco en cada mejilla—. Ya que estamos, fue el profesor Costello quien lo pidió.

—¿Cómo lo sabía el profesor?

—Él dijo… dijo que tenía un amigo que había visitado aquel lugar una noche y ahora se sentía avergonzado… pero, por supuesto —Watson bajó la voz hasta un susurro—, no hay ningún amigo. Es el viejo en persona. Solo que era incapaz de admitirlo. Bueno —su voz se alzó de nuevo—, todos nos sentimos culpables alguna vez, ¿no? —Rebus pensó en el encuentro de anoche con Gill Templer. Sí, tentado, desde luego—. Le prometí al profesor que cerraría aquel lugar.

Rebus se quedó pensativo.

—¿Le dijo para cuándo se había fijado la Operación Rastrera?

Esta vez fue el turno de Watson para pensar. Luego asintió.

—Pero él es… es un profesor… de religión… No es posible que fuese quien le pasó el soplo a los periódicos. Y no conoce al maldito Gregor Jack.

—Pero ¿usted se lo dijo? ¿El día y la hora?

—Más o menos.

—¿Por qué? ¿Por qué necesitaba saberlo?

—Su «amigo»… El «amigo» necesitaba saberlo para así avisar a cualquier conocido suyo que no fuese allí.

Rebus se levantó de un salto.

—¡Caray, señor! —Hizo una pausa—. Con todo el debido respeto. ¿Es que no lo ve? Hay un amigo. Había alguien que necesitaba ser advertido. Pero no para evitar que pillaran a sus amigos, sino para asegurarse de que Gregor Jack caería en la trampa. Tan pronto como supieron que íbamos a ir, lo primero que hicieron fue llamar a Jack y decirle dónde estaba su hermana. Sabían que iría a comprobarlo en persona.

Abrió la puerta.

—¿Adónde vas?

—A ver al profesor Costello. No es que lo necesite, pero quiero oírle decir el nombre. Quiero oírselo decir con mis propios oídos. Disfrute de su café, señor.

Watson no lo hizo. Sabía a madera quemada. Demasiado amargo, demasiado fuerte. Desde hacía algún tiempo estaba vacilando; ahora tomó la decisión. Dejaría el café del todo. Sería su penitencia. De la misma manera que el inspector John Rebus era su consuelo…

—Buenos días, inspector.

—Buenos días, señor. ¿Molesto?

—El profesor Costello movió un brazo en un gesto que abarcaba la habitación vacía.

—Ningún estudiante en Edimburgo se levanta a esta hora, para ellos, infame. El cualquier caso, no los estudiantes de religión. No, inspector, no me molesta.

—¿Recibió los libros, señor?

Costello señaló las estanterías con puertas de cristal.

—Intactos y a buen resguardo. El agente que los encontró mencionó algo de que habían sido abandonados…

—Algo así, señor. —Rebus miró hacia la puerta—. Aún no ha puesto una cerradura como Dios manda.

—Mea culpa, inspector. Pero no se preocupe, hay una de camino.

—Es que no me gustaría que le desaparecieran de nuevo…

—Entendido, inspector. Siéntese, por favor. ¿Café? —La mano se movió hacia una cafetera de aspecto diabólico que humeaba en un hornillo eléctrico, en un rincón de la habitación.

—No, gracias, señor. Es un poco temprano para mí.

Costello asintió con un gesto. Se sentó en la cómoda silla de cuero, detrás de su cómodo escritorio de roble. Rebus se sentó en una de las sillas metálicas de diseño moderno, al otro lado.

—Bien, inspector, hechas las formalidades, ¿qué puedo hacer por usted?

—Usted le dio información al comisario Watson.

Costello frunció los labios.

—Una información confidencial, inspector.

—En un momento, quizá, pero puede ayudarnos con una investigación por asesinato. —¡Por supuesto que no!

Rebus asintió.

—Por lo tanto, verá, señor, que eso cambia un poco las cosas. Necesitamos saber quién era su «amigo», el que le habló a usted del…

—Creo que la frase es «casa de putas». Casi poético; en cualquier caso, mucho más agradable que «prostíbulo». —Costello casi se retorció en su asiento—. Mi amigo, inspector, le prometí…

—Asesinato, señor. Le recomiendo que no se calle información.

—¡Oh!, sí, de acuerdo, de acuerdo. Pero la conciencia de uno…

—¿Fue Ronald Steele?

Costello abrió mucho los ojos.

—Entonces, ya lo sabe.

—Solo una deducción afortunada, señor. Usted es un cliente habitual de su librería, ¿verdad?

—Me gusta echar un vistazo…

—Usted estaba en su librería cuando él se lo dijo.

—Así es. Era la hora del almuerzo. Vanessa, su ayudante, había ido a comer. Ella estudia aquí. Una chica encantadora…

«Si supieras», pensó Rebus.

—En cualquier caso, sí… Ronald me habló de su pequeño secreto pecaminoso. Unos amigos le llevaron a la casa de putas una noche. Comentó que se había sentido muy avergonzado.

—¿Lo estaba?

—Sí, muchísimo. Conozco al comisario Watson, y me preguntó si podía hablarle del establecimiento.

—¿Para que lo cerrásemos?

—Sí.

—¿Pero necesitaba saber la noche que iríamos?

—Estaba desesperado por saberlo. Sus amigos, verá, los que le habían llevado. Quería avisarles.

—¿Sabe que el señor Steele es amigo de Gregor Jack?

—¿Quién?

—El diputado.

—Lo siento, el nombre no me es… ¿Gregor Jack? —Costello frunció el entrecejo, movió la cabeza—. No.

—Ha aparecido en todos los periódicos.

—¿De verdad?

Rebus suspiró. Al parecer, el mundo real se detenía en la puerta de la oficina de Costello. Este era un reino mucho más etéreo. Casi se sobresaltó al oír el súbito pitido electrónico de un teléfono de alta tecnología. Costello se disculpó y atendió la llamada.

—¿Sí? Al habla. Sí, aquí está. Un momento, por favor. —Le ofreció el teléfono a Rebus—. Es para usted, inspector.

De alguna manera, Rebus no se sorprendió…

—¿Hola?

—El comisario dijo que te encontraría ahí. —Era Lauderdale.

—Buenos días a usted también, señor.

—Corta el rollo, John. Acabo de entrar y una parte del techo se ha caído y no me ha dado en la cabeza por unos centímetros. No estoy de humor, ¿de acuerdo?

—Comprendido, señor.

—Solo llamo porque me pareció que estarías interesado.

—¿Sí, señor?

—Los forenses no tardaron mucho con las dos copas que encontraste en el baño del señor Pond.

Por supuesto que no. Tenían todas las huellas que necesitaban para descartar a las personas de Deer Lodge.

—¿Adivinas a quiénes pertenecen? —preguntó Lauderdale.

—Una a la señora Jack y la otra a Ronald Steele.

Hubo un silencio al otro lado del teléfono.

—¿Estuve cerca? —preguntó Rebus.

—¿Cómo demonios lo has sabido?

—¿Qué diría si le digo que fue un acierto inspirado?

—Te diría que eres un mentiroso. Vuelve aquí. Tenemos que hablar.

—Sí, señor. Una cosa más.

—¿Qué?

—El señor Glass… ¿todavía será acusado de doble homicidio?

Colgaron.