10
RASTREROS DE PROSTÍBULOS
Tal como Tom Pond le explicó a Rebus, los arquitectos estaban condenados al fracaso o condenados al éxito. Él no tenía duda alguna de que entraba en esta última categoría.
—Conozco a los arquitectos de mi edad, tipos con los que fui a la facultad, llevan en el paro desde hace media docena de años. O han renunciado y se han ido a hacer algo útil, como trabajar en una obra o vivir en un kibbutz. Luego estamos los que durante un tiempo no podemos meter la pata. El premio es un contrato, y una corporación norteamericana se entera de la existencia de ese contrato, y entonces comenzamos a llamarnos a nosotros mismos «internacionales». Tome nota de que he dicho «durante un tiempo». Todo puede irse al garete. Puedes meterte en una rutina, o puede que la situación económica no te permita financiar tus nuevas ideas. Le diré una cosa, los mejores diseños de arquitectura están guardados en cajones, bajo llave; nadie se puede permitir construir los edificios, por lo menos todavía no, quizá nunca. Por lo tanto, solo estoy disfrutando de mi buena racha. Es lo que hago.
No era todo lo que Tom Pond hacía. También estaba cruzando el puente Forth Road a bastante más de ciento sesenta kilómetros por hora. Rebus no se atrevía a mirar el velocímetro.
—Después de todo —había explicado Pond—, no todos los días puedo saltarme el límite de velocidad con un policía en el coche para explicarlo si nos detienen. —Y se rio.
Rebus no lo hizo. Rebus no dijo gran cosa después de haber superado los ciento sesenta.
Tom Pond tenía un coche italiano de más de cuarenta mil libras que parecía de juguete y sonaba como una cortadora de césped. La última vez que Rebus había estado tan cerca del suelo fue cuando resbaló en el hielo fuera de su apartamento.
—Tengo tres vicios, inspector: los coches rápidos, las mujeres rápidas y los caballos lentos. —Y se volvió a reír.
—Si no disminuye la velocidad, hijo —gritó Rebus por encima del estrépito del motor—, yo mismo tendré que multarle por exceso de velocidad.
Pond pareció dolido, pero levantó un poco el pie del acelerador. Después de todo, les estaba haciendo un favor, ¿no?
—Gracias —dijo Rebus.
Holmes le había dicho que no se lo creería. Rebus continuaba intentándolo. Pond se había encontrado con un mensaje en el contestador automático nada más llegar de Estados Unidos el día antes.
—Era la señora Heggarty.
—¿La señora Heggarty es…?
—Ella cuida de mi casa de campo. Tengo una casa cerca de Kingussie. La señora Heggarty va de vez en cuando para limpiarla y comprobar que todo está en orden.
—¿Esta vez no lo estaba?
—Así es. Al principio dijo que habían entrado a robar, pero luego la llamé y, por lo que dijo, habían utilizado la llave que guardo debajo de una roca, junto a la puerta principal, por si me olvido las llaves. No habían desordenado nada, de verdad que no. Pero la señora Heggarty advirtió que alguien había estado allí y que no había sido yo. En cualquier caso, resultó que se lo mencioné al sargento…
El sargento poseía unas nociones de geografía más que buenas. Kingussie no estaba muy lejos de Deer Lodge.
Desde luego no estaba lejos de Duthil. Holmes había formulado la pregunta obvia.
—¿La señora Jack sabía de la existencia de la llave?
—Quizá. Gregor lo sabía. Supongo que, en realidad, todos lo sabían.
Todo esto se lo había repetido Holmes a Rebus. Rebus había ido a ver a Pond, su conversación había durado poco más de media hora, y, al final de la misma, había anunciado su deseo de ver la casa.
—Pues allá vamos —había dicho Pond. Así que Rebus estaba atrapado en esta pequeña caja de metal, viajando tan rápido que le dolían los ojos. Era pasada la medianoche, pero a Pond parecía no importarle, ni darse cuenta.
—Todavía estoy en Nueva York —dijo—. El cerebro y el cuerpo todavía están desconectados. Ya sabe, todo esto suena increíble, toda esta historia de Gregor y Liz y que Gowk la encontrase. Increíble.
Pond había visitado Estados Unidos durante un mes y ya estaba enganchado. Intentaba imitar el lenguaje, la entonación, incluso algunos de los manierismos. Rebus le observó. El pelo rubio abundante y ondulado (¿teñido, reflejos?). Un rostro carnoso, el rostro de alguien que había sido guapo en su juventud. No era alto, pero lo parecía. Se trataba de un truco de la postura; sí, hasta cierto punto, pero también era confianza, la aureola que Gregor Jack había poseído una vez. Funcionaba a tope.
—¿Este coche puede girar o qué? Diga usted lo que quiera de los italianos, pero hacen unos helados de cojones y unos coches de puta madre.
Rebus hizo de tripas corazón. Estaba decidido a hablar en serio con Pond. Esta era una oportunidad demasiado buena como para dejarla pasar, los dos así atrapados. Intentó hablar sin que le castañeasen los dientes.
—¿Conoce al señor Jack desde la escuela?
—Lo sé, lo sé, cuesta de creer, ¿verdad? Parezco mucho más joven que él; pero sí, vivíamos a solo tres calles de distancia. Creo que Bilbo vivía en la misma calle que Beggar… Sexton y Macmillan también vivían en la misma calle. Me refiero a la misma calle que el otro, no a la misma que Beggar y Bilbo. Suey y Gowk vivían un poco más allá de donde estábamos nosotros, al otro lado de la escuela.
—¿Qué les reunió?
—No lo sé. Es curioso, nunca lo pensé. Quiero decir que todos éramos muy inteligentes, supongo. Reduzco para virar en esta esquina… y… sí, señor, chupado.
Rebus sintió como si su asiento intentase abrirse paso a través de su cuerpo.
—Es más una moto que un coche. ¿Usted qué cree, inspector?
—¿Mantiene el contacto con Mack? —preguntó Rebus por fin.
—¡Oh!, ¿sabe usted lo de Mack? Bueno… no, en realidad, no. Beggar era el catalizador. Creo que solo por eso seguí en contacto con él y con todos los demás. Pero después de Mack… cuando le llevaron a aquel loquero… no, no seguí en contacto. Creo que Gowk sí. ¿Sabe?, era la más inteligente de todos. Y mire lo que le pasó.
—¿Qué le pasó?
—Se casó con aquel cabeza cuadrada y comenzó a tomar Valium a paladas porque es la única manera de soportarlo.
—Entonces, ¿todos conocen su problema?
Se encogió de hombros.
—Solo lo sé porque he visto cómo pasaba con otras personas… en otras ocasiones.
—¿Ha intentado hablar con ella?
—Nunca, inspector. Ya bastantes problemas tengo conmigo mismo.
La Jauría. ¿Qué hacía el grupo cuando uno de sus miembros quedaba cojo o enfermaba? Lo dejaban morir; los más fuertes continuaban trotando en la vanguardia…
Pond pareció intuir los pensamientos de Rebus.
—Lamento si le parezco muy duro. Nunca he sido muy dado a las palmaditas de consuelo.
—¿Y quién lo era?
—Sexton siempre estaba dispuesta a escuchar. Pero luego se largó al sur. Supongo que Suey también. Podría hablar con él. Nunca tenía respuestas, pero sabía escuchar.
Rebus esperaba que también fuese un buen interlocutor. Cada vez había más preguntas que responder. Decidió —¿cómo era la frase norteamericana?—, sí, lanzarle a Pond unas cuantas pelotas con efecto.
—Si Elizabeth Jack tenía un amante, ¿quién diría usted que podría ser?
Pond disminuyó la velocidad un poco. Lo pensó un momento.
—Yo —acabó por decir—. Después de todo, hubiese sido una estúpida si se decidía por algún otro, ¿no? —Volvió a sonreír.
—¿El segundo candidato?
—Bueno, había rumores. Siempre había rumores.
—¿Sí?
—¿Quiere toda una lista de ellos, joder? Vale, Barney Byars, para empezar. ¿Le conoce?
—Le conozco.
—Supongo que Barney estaría bien. No tiene mucha clase, pero por lo demás está bien. Los dos estuvieron bastante unidos durante un tiempo.
—¿Quién más?
—Jamie Kilpatrick… Julian Kaymer… creo que incluso aquel gordo cabrón de Kinnoul probó suerte. Luego se supone que tuvo un romance con la ex de aquel tendero.
—¿Se refiere a Louise Patterson-Scott?
—¿Se lo imagina? El caso es que a la mañana siguiente después de una fiesta las encontraron juntas en la cama. Pero ¿y qué?
—¿Alguien más?
—Quizá centenares.
—¿Usted nunca…?
—¿Yo? —Pond se encogió de hombros—. Nos dimos unos besos y unos cuantos achuchones en algunas ocasiones. —Sonrió al recordarlo—. Podía haber acabado en cualquier parte… pero no fue así. Lo que tenía Liz es que era generosa.
Pond asintió para sí, complacido por haber encontrado la palabra correcta, el mejor epitafio:
AQUÍ YACE ELIZABETH JACK.
ERA GENEROSA.
—¿Puedo utilizar su teléfono? —preguntó Rebus.
—Claro.
Llamó a Patience. Lo había intentado dos veces antes, en el transcurso de la velada, sin respuesta. Pero esta vez respondió. Esta vez, la sacó de la cama.
—¿Dónde estás? —preguntó ella.
—Voy hacia el norte.
—¿Cuándo te veré? —Su voz había perdido toda emoción, todo interés. Rebus se preguntó si no sería solo un efecto del teléfono.
—Mañana. Mañana, seguro.
—No podemos seguir así, John. De verdad que no.
Buscó las palabras correctas que la tranquilizaran y que, al mismo tiempo, no le hicieran pasar vergüenza delante de Pond. Las buscó durante demasiado tiempo.
—Adiós, John —y se cortó.
Llegaron a Kingussie poco antes del amanecer, porque no habían encontrado casi tráfico y ni un solo coche de la policía. Llevaban linternas, aunque, en realidad, no eran necesarias. La casa estaba situada en un extremo del pueblo, un poco apartada de la calle principal, pero aun así recibía una buena parte de la luz de las farolas. Rebus se sorprendió al ver que la casa era un bungalow moderno, rodeado por un seto alto por los cuatro costados, excepto por la verja, que se abría a un corto camino de grava que llevaba hasta la casa.
—Cuando Gregor y Liz construyeron su casa —explicó Pond— pensé: ¡qué demonios!; aunque no podía soportar la idea de una casa tan sencilla como la suya. Quería algo más moderno. Menos encanto, más comodidades.
—¿Buenos vecinos?
Pond se encogió de hombros.
—Apenas los veo. La casa de al lado solo se usa en vacaciones. Como la mitad de las casas del pueblo. —Se encogió de hombros de nuevo.
—¿Qué me dice de la señora Heggarty?
—Vive al otro lado de la carretera principal.
—¿O sea que el que haya estado viviendo aquí…?
—Podría haber venido y haberse largado sin que nadie se diese cuenta, de eso no hay duda.
Pond dejó los faros encendidos mientras abría la puerta principal. De pronto, el pasillo y la galería se iluminaron. Rebus, libre de la jaula, se estiraba e intentaba evitar que se le doblasen las rodillas.
—¿Es esta la piedra?
—Esa es —dijo Pond. Era una gran piedra de color rosa. La levantó para que viese que la llave todavía estaba allí—. Muy amable por su parte dejarla aquí cuando se marcharon. Venga, le mostraré la casa.
—Solo un segundo, señor Pond. ¿Podría intentar no tocar nada? Quizá podríamos buscar huellas dactilares más tarde.
Pond sonrió.
—Claro, pero mis huellas estarán por todas partes de todas maneras.
—Por supuesto, pero aun así…
—Además, si la señora Heggarty entró después de que se marchasen nuestros invitados, el lugar estará limpio y pulido de arriba abajo.
A Rebus se le hundió el corazón mientras seguía a Pond al interior de la casa. Desde luego olía a cera de muebles mezclada con ambientador. En la sala de estar no había el menor objeto fuera de lugar.
—Tiene el mismo aspecto que cuando me marché —comentó Pond.
—¿Está seguro?
—Muy seguro. No soy como Liz y su pandilla. No me gusta dar fiestas. No me importan las de las otras personas, pero lo último que quiero es tener que limpiar paté de salmón del techo, o explicarle al pueblo que la mujer que asomaba el culo por la ventanilla trasera del Bentley es, en realidad, honorable.
—¿No estará usted pensando en la honorable Matilda Merriman?
—La misma. ¡Jesús!, los conoce a todos, ¿verdad?
—Aún me queda por conocer a la honorable Matilda.
—Siga mi consejo: posponga el momento. La vida es demasiado corta.
«Y las horas, demasiado largas», pensó Rebus. Las horas de hoy desde luego habían sido demasiado largas. La cocina estaba limpia. Los vasos resplandecían en el escurridor.
—No creo que vaya a conseguir muchas huellas de ellos.
—La señora Heggarty es muy concienzuda, ¿no?
—No tan concienzuda en el piso de arriba. Venga, vamos a ver.
Alguien lo había sido. Las camas en ambos dormitorios estaban hechas. No había tazas ni copas a la vista, ningún periódico, revistas o libros sobre la cama. Pond olisqueó el aire con mucho aspaviento.
—No —dijo—, no sirve de nada. Ni siquiera huelo su perfume.
—¿El perfume de quién?
—El de Liz. Siempre usaba el mismo. No me acuerdo cómo se llama. Siempre olía deliciosamente. Delicioso. ¿Cree que estuvo aquí?
—Alguien estuvo aquí. Creemos que estaba en esta zona.
—Lo que se pregunta es con quién estaba.
Rebus asintió.
—Bueno, no soy yo, cosa que lamento. Me las apaño con prostitutas. Y no se lo pierda, te piden un certificado médico antes de comenzar.
—¿Sida?
—Sida. Vale, ¿lo dejamos aquí? Esto comienza a parecer un viaje en vano, ¿no?
—Quizá. Todavía queda el baño…
Pond abrió la puerta del baño e hizo pasar a Rebus.
—¡Ajá! —exclamó—, por lo visto a la señora Heggarty se le hacía tarde. —Señaló con un gesto una toalla que estaba hecha un ovillo en el suelo—. Por lo general, hubiese ido directamente a la lavandería. —La cortina de la ducha cerraba la bañera. Rebus la abrió. La bañera estaba seca, pero había uno o dos cabellos largos pegados en el esmalte. Rebus se dijo: podemos comprobarlo. Un pelo basta para una identificación. Entonces, vio las dos copas en una esquina de la bañera. Se inclinó y las olió. Vino blanco. Solo quedaba un pequeño resto en una de las copas.
¡Dos copas! Dos personas en la bañera disfrutando de un baño.
—Su teléfono está abajo, ¿no?
—Así es.
—Entonces, vamos. Esta habitación queda precintada hasta nuevo aviso. Estoy a punto de convertirme en la pesadilla de los científicos forenses.
Desde luego, la persona con la que Rebus acabó hablando por teléfono no parecía muy complacida.
—Nos hemos estado pelando el culo con aquel coche y la otra casa.
—Lo agradezco mucho, pero esto puede ser igual de importante. Podría ser más importante. —Rebus estaba de pie en el pequeño comedor. Aún no conseguía relacionar el mobiliario con la personalidad de Pond. Pero entonces vio una foto enmarcada de una joven pareja de enamorados, hecha en algún momento de los años cincuenta. Luego lo comprendió: los padres de Pond. El mobiliario les había pertenecido. Pond, sin duda, lo había heredado, pero decidió que no iba con su estilo de vida de mujeres rápidas y caballos lentos. Perfecto, sin embargo, para rellenar los espacios de su casa de fin de semana. Pond, que había estado sentado en una de las sillas del comedor, se levantó. Rebus apoyó una mano en el teléfono.
—¿Adónde va?
—A mear. No se asuste… iré a la parte de atrás.
—No se le ocurra ir arriba, ¿vale?
—De acuerdo.
La voz en el teléfono seguía quejándose. Rebus se estremeció. Tenía frío. No, estaba cansado. Bajaba la temperatura corporal.
—Oiga —dijo—. Hagamos una cosa. Vuelva a la cama, pero esté aquí a primera hora de la mañana. Le daré la dirección. Y lo de primera hora de la mañana va en serio. ¿De acuerdo?
—Es usted un hombre generoso, inspector.
—Lo pondrán en mi lápida: «Era generoso».
Pond dormía, con la envidiosa bendición de Rebus, en el dormitorio principal, mientras Rebus hacía guardia delante de la puerta del baño. El que se quema… No quería una repetición del «asalto» a Deer Lodge. La prueba, si es que era una prueba, permanecería intacta. Así que se sentó en el pasillo de la planta de arriba con la espalda contra la puerta del baño, envuelto en una manta, y dormitó. Luego se tumbó en el suelo, de forma tal que estaba delante de ella sobre la alfombra, acurrucado como un feto. Soñó que estaba borracho… que lo llevaban en un Bentley. El chófer conducía y, al mismo tiempo, sacaba el culo por la ventanilla. Había una fiesta en el asiento trasero del coche. Holmes y Nell estaban allí copulando con discreción, confiando en hacer un bebé. Gill Templer también estaba allí, e intentaba abrirle la bragueta, pero él no quería que Patience los pillara… Lauderdale parecía estar allí también. Vigilaba, solo vigilaba. Alguien abrió el mueble bar, pero estaba lleno de libros. Rebus cogió uno y comenzó a leer. Era el mejor libro que había leído nunca. No podía dejarlo. Lo tenía todo.
Por la mañana se despertó, rígido y aterido, no podía recordar ni una frase o palabra del libro. Se levantó y se desperezó. Se retorció para volver a su forma humana. Luego abrió la puerta del baño, entró y miró hacia donde debían estar las copas.
Seguían allí. Rebus, a pesar de sus dolores, casi sonrió.
Estuvo en la ducha mucho tiempo, dejó que el agua cayera sobre su cabeza, el pecho y los hombros. ¿Dónde estaba? Estaba en el apartamento de Oxford Terrace. Tendría que estar ya en el trabajo, pero eso se podía explicar. Se sentía apaleado, pero no tanto como creía. Para su sorpresa, había sido capaz de dormir en el viaje de regreso, un viaje hecho a un ritmo más suave que el de la noche anterior.
«Problema de embrague», había dicho Pond a solo treinta y seis kilómetros de Kingussie. Aparcó en el arcén y echó una mirada debajo del capó. Había mucho motor debajo del capó. «No sabría por dónde empezar», admitió. El problema con estos coches deportivos era que los mecánicos que sabían arreglarlos eran pocos y estaban muy alejados entre sí. De hecho, tenía que llevar el coche a Londres para cada revisión. Así que fueron a marcha lenta, un paseo a primera hora de la mañana, después de haber dejado la casa al cuidado de un divertido sargento Knox y dos forenses cargados de trabajo hasta las orejas.
Rebus había dormido. No lo suficiente, que era la razón por la que se había resistido a la tentación de darse un baño y había optado, en cambio, por la ducha. Difícil dormirse en la ducha; muy fácil hacerlo en una matutina bañera caliente. Había escogido el apartamento de Patience y no el suyo; una elección sencilla, dado que Oxford Terrace estaba en el lado correcto de Edimburgo después del viaje. Cruzar el puente Forth había sido un infierno, con el tráfico de gente que iba a trabajar a paso de tortuga. Los pasajeros en Astra repasaban al coche italiano de arriba abajo, y se consolaban con la idea de que quienes iban en él eran ladrones, chulos o usureros…
Cerró la ducha, se secó, se vistió con ropa limpia y comenzó el proceso de convertirse de nuevo en un ser humano. Se afeitó, se lavó los dientes, y luego se tomó una taza de café recién hecho. Lucky maullaba en la ventana y Rebus le dejó entrar. Incluso le sirvió un poco de comida en el bol. El gato le miró con suspicacia. Este no era el Rebus que conocía.
—Solo da gracias mientras dure.
¿Qué día era hoy? Era martes. Habían pasado más de quince días desde la redada en el prostíbulo, casi dos semanas desde que Alex Corbie había oído la discusión en el área de descanso y visto dos o tres cosas. Había habido progresos, la mayoría gracias a él. Si solo pudiese apartar a William Glass de las mentes de sus jefes…
Había una nota en la repisa de la chimenea, apoyada en el reloj: «¿Por qué no intentamos encontrarnos en algún momento? Cena esta noche o lo que sea, Patience». No había besos: siempre una mala señal. Si no había cruces significaba que estaba enfadada. Tenía motivos para estarlo. Él tenía que decidirse. Mudarse o marcharse. Dejar de utilizar el lugar como un servicio público, un lugar donde ducharse, afeitarse, cagar y, en ocasiones, echar un polvo. ¿Acaso era mejor que Liz Jack y su misterioso compañero utilizando la casa de Tom Pond? ¡Joder!, en algunos aspectos él era peor. Cena esta noche, o lo que sea. Significaba que perderé a Patience. Sacó el boli del bolsillo y escribió en el reverso del papel.
«Si no hay cena, entonces postres», escribió. Del todo ambiguo, por supuesto, pero sonaba bien. Añadió el nombre y una hilera de besos.
Chris Kemp tenía su noticia. Una noticia de primera plana. El joven reportero había trabajado tenazmente después de la visita de John Rebus. Había encontrado a Gail Crawley y le pegó un fotógrafo a sus talones. No se había mostrado muy dispuesta, pero habían publicado su foto junto a una imagen un tanto borrosa de una adolescente: Gail Jack, con catorce años o poco más.
La crónica estaba llena de cláusulas de escapatoria, solo por si resultaba ser falsa. El lector tenía libertad para sacar sus propias conclusiones. «Diputado visita a prostituta misteriosa. ¿Su hermana secreta?». Pero las fotos eran la prueba definitiva. Estaba claro que eran la misma persona, la misma nariz, los mismos ojos, la misma barbilla. La foto de Gail Jack de joven era un golpe de efecto genial, y Rebus no dudaba que el genio que había detrás era Ian Urquhart. ¿De qué otra manera hubiese encontrado Kemp la fotografía que necesitaba tan rápidamente? Una llamada a Urquhart, la explicación de que la historia merecía su ayuda, y Urquhart en persona había buscado la foto, o había convencido a Gregor Jack para que la encontrara.
Estaba en la edición de la mañana. Al día siguiente, los otros periódicos tendrían sus propias versiones; no podían permitirse no tenerlas. Rebus, después de recuperar su coche delante del apartamento de Pond, mientras esperaba a que cambiase el semáforo, había visto los titulares en el quiosco: «Exclusiva del diputado del prostíbulo». Había cruzado, aparcado y vuelto al quiosco. De nuevo en el coche, leyó el relato dos veces y lo admiró como un trabajo excelente. Luego puso el coche en marcha y continuó hacia su destino. Tendría que haber comprado dos ejemplares, se dijo. Seguro que él no lo había visto…
El Citroën BX verde estaba en el camino de entrada, y las puertas del garaje trasero, abiertas. Mientras Rebus detenía su coche y bloqueaba la entrada del camino, las puertas se cerraron. Rebus se bajó del coche, con el periódico plegado en una mano.
—Parece que llego justo a tiempo —gritó.
Ronald Steele se volvió desde el garaje.
—¿Qué? —Vio el coche aparcado en su camino de entrada—. Mire, ¿no le importa? Tengo… —Entonces reconoció a Rebus—. ¡Oh!, ¿es el inspector…?
—Rebus.
—Sí, Rebus. El amigo de Rasputín.
Rebus volvió su muñeca hacia Steele.
—Está cicatrizando bien —comentó.
—Mire, inspector… —Steele consultó su reloj—. ¿Es algo importante? Tengo que ver a un cliente y llego tarde.
—Nada demasiado importante, señor —dijo Rebus, con un tono alegre—. Solo que acabamos de descubrir que su coartada para el miércoles, el día que murió la señora Jack, es mentira. Me pregunto si tiene algo que decir al respecto.
El rostro de Steele, que ya era largo, se alargó todavía más.
—¡Oh! —Se miró la punta de sus zapatos gastados—. Sabía que terminaría descubriéndolo. —Intentó una sonrisa—. No se pueden ocultar muchas cosas en una investigación de asesinato, ¿eh?
—No debería haberlas ocultado, señor.
—¿Quiere que le acompañe a la comisaría?
—Quizá más tarde, señor. Solo para que podamos registrarlo todo. Pero, de momento, su salón servirá.
—Muy bien. —Steele comenzó a caminar a paso lento hacia la casa.
—Una zona muy bonita —comentó Rebus.
—¿Qué? ¡Oh!, sí, lo es.
—¿Lleva viviendo aquí mucho tiempo? —Rebus no estaba interesado en las respuestas de Steele. Su único interés era mantenerle hablando. Cuanto más hablara, menos tiempo tendría para pensar, y cuanto menos tiempo tuviese para pensar, mayores las oportunidades de que acabase diciendo la verdad.
—Tres años. Antes tenía un apartamento en Grassmarket.
—Solían ahorcar a la gente allá abajo, ¿lo sabía?
—¿Eso hacían? Es difícil de imaginar hoy en día. —¡Ah!, no lo sé…
Ahora estaban en el interior. Steele señaló el teléfono en el vestíbulo.
—¿Le importa si llamo al cliente? ¿Que me disculpe?
—Lo que usted quiera, señor. Le esperaré en la sala de estar, si le parece bien.
—Por aquí.
—Bien.
Rebus entró en la habitación pero dejó la puerta abierta. Oyó que Steele marcaba. Era un viejo teléfono de baquelita, con un pequeño cajón en la parte inferior donde se guardaba una agenda. La gente, hasta hacía poco, solía querer deshacerse de ellos. Ahora los querían de nuevo y estaban dispuestos a pagarlos. La conversación fue breve e inocente. Unas disculpas y un cambio de fecha para el encuentro. Rebus abrió su periódico y simuló leer las páginas interiores. El auricular volvió a ponerse en la horquilla.
—Ya está —anunció Steele, y entró en la habitación. Rebus leyó por un momento, luego bajó el periódico y comenzó a plegarlo.
—Bien —dijo. Steele, como había esperado, miró el periódico.
—¿Qué es eso que dice de Gregor? —preguntó.
—¿Qué? Ah, ¿quiere decir que aún no lo ha visto? —Rebus le entregó el periódico. Steele, de pie, se leyó todo el artículo—. ¿Qué le parece, señor?
Él se encogió de hombros.
—Solo Dios lo sabe. Supongo que tiene sentido. Me refiero a que ninguno de nosotros pensaba que Gregor pudiese tener una razón para estar en un lugar como ese. No se me ocurre una razón mejor. Las fotos desde luego son parecidas… no recuerdo a Gail. Quiero decir que siempre estaba dando vueltas por ahí, pero nunca le presté mucha atención. Nunca se mezcló con nosotros. —Plegó el periódico—. ¿O sea que Gregor está limpio?
Rebus se encogió de hombros. Steele amagó devolverle el periódico.
—No, no, puede quedárselo si quiere. Ahora, señor Steele, sobre ese partido de golf que no existió…
Steele se sentó. Era una habitación agradable con las paredes cubiertas de libros. De hecho, a Rebus le recordaba mucho a otra habitación, una donde había estado hacía poco…
—Gregor haría cualquier cosa por sus amigos —dijo Steele con toda sinceridad—, incluido contar una mentira. Nos inventamos la partida de golf. Bueno, no es del todo verdad, al principio jugábamos al golf todas las semanas. Pero luego comencé a ver a una… una dama. Los miércoles. Se lo expliqué a Gregor. Él no vio ningún motivo para no seguir diciéndoles a todos que jugábamos al golf. —Miró a Rebus por primera vez—. Hay por medio un marido celoso, inspector, y una coartada siempre era bienvenida.
Rebus asintió.
—Está siendo muy sincero, señor Steele.
Steele se encogió de hombros.
—No quiero meter a Gregor en problemas por mi culpa.
—¿Estaba usted con esa mujer aquel miércoles por la tarde? ¿La tarde que murió la señora Jack?
Steele asintió con solemnidad.
—¿Ella le respaldará?
Steele sonrió con severidad.
—En absoluto.
—¿De nuevo el marido?
—El marido —reconoció Steele.
—Pero acabará por enterarse tarde o temprano, ¿no? —dijo Rebus—. Muchísimas personas parecen ya saber lo de usted y la señora Kinnoul.
Steele se sacudió, como si hubiese recibido una pequeña descarga eléctrica en los omóplatos. Miró al suelo, deseando que se abriese un hueco para saltar adentro. Luego se echó hacia atrás.
—¿Cómo lo supo…?
—Lo deduje, señor Steele.
—Una deducción muy inspirada. ¿Pero dice usted que otras personas…?
—Otras personas también lo están adivinando. Usted convenció a la señora Kinnoul para que se interesase por los libros raros. Después de todo es una buena tapadera, ¿no? Me refiero a que si alguna vez le encontraban allí con ella… Incluso vi que ella arregló su biblioteca como esta misma habitación.
—No es lo que usted cree, inspector.
—Yo no creo nada, señor.
—Cathy solo necesita a alguien que la escuche. Rab nunca tiene tiempo. El único que tiene es para sí mismo. Gowk era la más inteligente de todos nosotros.
—Sí, es lo que me decía el señor Pond.
—¿Pond? ¿Entonces ha regresado de Estados Unidos?
Rebus asintió.
—Estuve con él esta misma mañana… en su casa.
Rebus esperó una reacción, pero la mente de Steele seguía fija en Cath Kinnoul.
—Se me parte el corazón al verla… ver lo que tiene que…
—Es una amiga —declaró Rebus.
—Sí, lo es.
—En ese caso, desde luego respaldará su historia; un amigo necesitado y todo eso.
Steele sacudió la cabeza.
—Usted no lo entiende, inspector. Rab Kinnoul es… puede ser… un hombre violento… la violencia mental y física. Él la aterroriza.
Rebus suspiró.
—Entonces, ¿solo tenemos su palabra para verificar sus movimientos?
Steele se encogió de hombros. Parecía a punto de echarse a llorar: lágrimas de frustración más que cualquier cosa. Respiró hondo.
—¿Cree que maté a Liz?
—¿Lo hizo?
Steele sacudió la cabeza.
—No.
—En ese caso no tiene nada de qué preocuparse, ¿no es así, señor?
Steele consiguió de nuevo mostrar aquella sonrisa grave.
—Ni una sola preocupación en el mundo —dijo.
Rebus se levantó.
—Ese es el espíritu, señor Steele. —Pero a Ronald Steele parecía que solo le quedaba el espíritu suficiente para llenar una cucharilla—. De todas maneras, no se lo está poniendo usted muy fácil…
—¿Ha hablado con Gregor? —preguntó Steele.
Rebus asintió.
—¿Él sabe lo de Cathy y yo?
—No lo sé. —Ambos iban ahora hacia la puerta principal—. ¿Cambiaría algo si lo supiera?
—Solo Dios lo sabe. No, quizá no.
El día comenzaba a ser soleado. Rebus esperó mientras Steele cerraba y hacía girar dos veces la llave en la cerradura.
—Una cosa más.
—¿Sí, inspector?
—¿Le importaría si echo una mirada al maletero de su coche?
—¿Qué? —Steele miró a Rebus, pero vio que el policía no estaba dispuesto a explicarle. Suspiró—. ¿Por qué no?
Steele abrió el maletero y Rebus miró el interior, vio un par de botas cubiertas de fango. También había fango en el suelo.
—Le diré una cosa, señor —dijo Rebus y cerró el maletero—. Quizá será mejor que venga a la comisaría ahora mismo. Cuanto antes aclaremos todo esto mejor, ¿eh?
Steele se irguió en toda su estatura. Dos mujeres pasaron charlando.
—¿Estoy arrestado, inspector?
—Solo quiero asegurarme de que escuchemos su versión de las cosas, señor Steele. Nada más.
Pero Rebus se estaba preguntando: ¿quedaba o estaría disponible algún técnico forense? ¿O ya los tenía a todos ocupados? Si era así, el coche de Steele quizá tendría que esperar. Si no, bueno, aquí había otro pequeño trabajo para ellos. En realidad se estaba convirtiendo en algo para el Libro Guinness de los récords. ¿A cuántos científicos forenses puede un detective meter en un caso?
—¿Qué pasa?
—Se lo acabo de decir, señor.
Lauderdale parecía poco impresionado.
—No me has dicho nada del asesinato de la señora Jack. Me has hablado de amantes misteriosos, coartadas inexistentes, un montón de yuppies mezclados, pero ni una maldita palabra del asesinato. —Señaló al suelo—. Tengo alguien abajo que jura haber cometido los dos crímenes.
—Sí, señor —respondió Rebus con calma—, y también a un psiquiatra que dice que Glass podría confesarse asesino de Gandhi o Rudolf Hess.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Qué?
—Lo del informe psiquiátrico.
—Digamos que es una deducción inspirada, señor.
Lauderdale comenzó a parecer un poco desanimado. Se lamió los labios, pensativo.
—De acuerdo —dijo, por fin—. Explícamelo todo una vez más.
Así que Rebus se lo volvió a relatar una vez más. Para él ahora era un gigantesco collage: distintas texturas pero el mismo tema. Pero también era algo así como el truco de un artista, que cuanto más se acercaba, más parecía alejarse. Estaba acabando y Lauderdale continuaba pareciendo escéptico, cuando sonó el teléfono. Lauderdale lo cogió, escuchó y suspiró.
—Es para ti —dijo, y le ofreció el teléfono a Rebus.
—¿Sí? —dijo Rebus.
—Una mujer quiere hablar con usted —le informó el telefonista—. Dice que es urgente.
—Pásemela. —Esperó a que se hiciera la conexión—. Aquí Rebus.
Oyó el ruido de fondo, los anuncios. Una estación de ferrocarril. Luego:
—Ya era hora. Estoy en Waverley. Mi tren sale dentro de cuarenta y cinco minutos. Venga aquí antes de que se marche y le diré una cosa.
Colgó. Breve y agria, pero interesante de todas maneras. Rebus consultó su reloj.
—Tengo que ir a la estación Waverley —le dijo a Lauderdale—. ¿Por qué mientras tanto no habla usted mismo con Steele, señor? ¿A ver qué le saca?
—Gracias —dijo Lauderdale—. Quizá lo haga…
Ella estaba sentada en un banco del andén, conspicua con las gafas de sol que se suponía debían disfrazar su identidad.
—Ese cabrón… —dijo— echarme a los periodistas encima de esa manera. —Estaba hablando de su hermano, Gregor Jack. Rebus no dijo nada—. Uno ayer —continuó Gail—, y luego, esta mañana, media docena de cabrones. Mi foto en todas las portadas…
—Quizá no fue su hermano —señaló Rebus.
—¿Qué? ¿Quién si no? —Rebus veía los ojos cansados de Gail Crawley detrás de las gafas oscuras. Estaba vestida como si lo hubiera hecho deprisa: tejanos ajustados, tacones altos, una camiseta amplia. Su equipaje consistía en una maleta grande y dos bolsos de mano… En una mano sujetaba su billete a Londres, en la otra un cigarrillo.
—Quizá —sugirió Rebus— fue la persona que sabía quién era usted, la persona que le dijo a Gregor dónde encontrarla.
Ella se estremeció.
—Es de lo que quería hablarle. Dios sabe por qué. No le debo al cabrón ningún favor…
«Tampoco yo», pensó Rebus. «Y sin embargo siempre parece que se los estoy haciendo».
—¿Qué tal una copa? —preguntó ella.
—Por supuesto —asintió Rebus. Él cogió la maleta, mientras ella le seguía con los dos bolsos. Los tacones hacían mucho ruido y atraían la mirada de algunos de los hombres que rondaban por allí. Rebus se tranquilizó cuando llegó a la seguridad del bar, donde pidió media jarra para él y un Bacardí con cola para ella. Encontraron un rincón no muy cerca de las tragaperras y el altavoz defectuoso de la máquina de discos.
—Salud —brindó ella, e intentó beber y fumar al mismo tiempo. Tosió y maldijo, luego apagó el cigarrillo. Segundos más tarde encendió otro.
—Salud —dijo Rebus y bebió un sorbo de su cerveza—. ¿De qué quiere desahogarse?
Ella resopló.
—Me gusta desahogarme. —Esta vez recordó tragar el ron antes de chupar el cigarrillo—. Solo aquello que dijo, sobre cómo alguien pudo saber quién era yo…
—¿Sí?
—Sí, lo recuerdo. Fue una noche hace tiempo. Algo así como un par de meses. Seis semanas. Algo así. No llevaba aquí mucho tiempo. En cualquier caso, apareció el trío habitual de borrachos. Es curioso que siempre vengan de tres en tres… —Hizo una pausa, resopló—. Sí, perdone la expresión.
—¿Así que tres hombres vinieron al prostíbulo?
—Eso acabo de decirlo, ¿no? En cualquier caso, a uno le gusté, y nos fuimos arriba. Le dije que mi nombre era Gail. No le veo sentido a todos esos nombres estúpidos que utilizan las demás: Candy, Mandy, Claudette, Tina, Suzy, Jasmine y Roberta. Yo solo me olvido de quién se supone que soy.
Rebus miró su reloj. Quedaban poco más de diez minutos… ella pareció comprender.
—Le pregunté si tenía nombre. Él se echó a reír. Dijo: «¿Quieres decir que no me reconoces?». Sacudí la cabeza y él dijo: «Por supuesto, tú eres una londinense, ¿no? Pues verás, cariño, aquí soy muy conocido». Algo estúpido como eso. Luego añadió: «Soy Gregor Jack». Bueno, comencé a reírme, no me pregunte por qué. Él sí me preguntó por qué. Le respondí: «No lo eres. Conozco a Gregor Jack». Eso pareció detenerle. Al final, se largó con sus amigos. Todos los habituales guiños y palmadas en la espalda, y yo no dije nada…
—¿Qué aspecto tenía?
—Grande, como un montañés. Una de las otras chicas dijo que creía haberle visto en la televisión…
Rab Kinnoul. Rebus se lo describió brevemente.
—Se parece —admitió ella.
—¿Qué me dice de los otros hombres que estaban con él?
—No les presté mucha atención. Uno de ellos era tímido, alto y delgado como un poste. El otro era gordo y llevaba una chaqueta de cuero.
—¿No oyó los nombres?
—No.
No tenía importancia. Rebus estaba seguro de que les reconocería en una rueda de identificación. Ronald Steele y Barney Byars. Una noche en la ciudad. Byars, Steele y Rab Kinnoul. Un grupo curioso, y otra bomba incendiaria que podía lanzar en dirección a Steele.
—Acábese la copa, Gail —dijo—. Luego vamos a que tome su tren.
Pero en el camino consiguió sacarle una dirección, la misma que había dado antes, aquella que había verificado George Flight.
—Es allí donde estaré —dijo ella.
Echó una última mirada a su alrededor. El tren esperaba, llenándose de pasajeros. Rebus le subió la maleta por una de las puertas. Ella continuaba mirando el techo de cristal de la estación. Luego bajó la mirada hacia Rebus.
—Nunca tendría que haber dejado Londres, ¿verdad? Quizá nada hubiese sucedido si me hubiera quedado donde estaba.
Rebus inclinó apenas la cabeza.
—Usted no tiene la culpa, Gail. Pero, de todas maneras, no pudo evitar sentir que tenía razón. Si se hubiera mantenido lejos de Edimburgo, si no hubiese dicho aquello de conozco a Gregor Jack… ¿quién podía saberlo? —Ella subió al tren, y luego se volvió hacia el inspector.
—Si ve a Gregor… —comenzó. Pero no había nada más. Se encogió de hombros y se apartó, cargada con su maleta y los bolsos. Rebus, que nunca había sido muy partidario de las despedidas emotivas cuando se trataba de prostitutas, se dio media vuelta rápidamente y caminó hacia su coche.
—¿Ha hecho qué?
—Le dejé que se fuera.
—¿Dejó que Steele se fuera? —Rebus no se lo podía creer. Caminó por lo que quedaba de suelo—. ¿Por qué?
Ahora Lauderdale sonrió con frialdad.
—¿Cuál era el cargo, John? Sé realista, por favor.
—¿Habló con él?
—Sí.
—¿Y?
—Parecía muy plausible.
—En otras palabras, le creyó.
—Creo que sí.
—¿Qué me dice del maletero del coche?
—¿Te refieres al fango? Él mismo te lo dijo, John. La señora Kinnoul y él iban de paseo. Aquella ladera no se puede decir que esté pavimentada. Necesitas botas de agua, y las botas se ensucian. Para eso sirven.
—¿Admitió que se veía con Cath Kinnoul?
—No admitió nada por el estilo. Solo dijo que había una mujer.
—Es lo que dijo cuando le traje. Pero lo admitió en su casa.
—Creo que es muy noble de su parte intentar protegerla.
—¿Quizá sepa que ella no puede encubrirle?
—¿Te refieres a que es un montón de mentiras?
Rebus suspiró.
—No, creo que yo también le creo.
—Pues entonces… —Lauderdale sonó, para ser Lauderdale, amable de verdad—. Siéntate, John. Has tenido unas veinticuatro horas muy duras.
Rebus se sentó.
—He tenido veinticuatro años muy duros.
Lauderdale sonrió.
—¿Té?
—Creo que un poco del café del comisario sería una mejor idea.
Lauderdale se rio.
—Te mata o te cura, desde luego. Ahora escucha, tú mismo acabas de admitir que crees en la historia de Steele…
—Hasta cierto punto.
Lauderdale aceptó la cláusula.
—Pero, así y todo, el hombre quería marcharse. ¿Cómo demonios iba a poder retenerle?
—Bajo sospecha. Nos permite retener a los sospechosos un poco más de noventa minutos.
—Gracias, inspector, eso ya lo sé.
—Así que ahora vuelve a casa y limpia el maletero del coche a fondo.
—Necesitas más que unas botas embarradas para una condena, John.
—Le sorprendería lo que pueden hacer los forenses…
—Ah, eso es otra cosa. He oído que te estás haciendo un hartón de tocarles los cojones.
—¿Alguien en particular?
—Todos los del campo de la ciencia forense, al parecer. Deja de incordiarles, John.
—Sí, señor.
—Tómate un descanso. Digamos solo el resto de la tarde. ¿Qué pasa con los libros desaparecidos del profesor?
—Están de nuevo con su propietario.
—¿Sí? —Lauderdale esperó una explicación.
—Aparecieron por sorpresa, señor —dijo Rebus. Se levantó—. Bien, si no hay nada más.
Sonó el teléfono.
—Un momento —ordenó Lauderdale—. Tal como van las cosas lo más probable es que sea para ti. —Atendió la llamada—. Lauderdale. —Escuchó—. Ahora mismo va —dijo por fin antes de cortar—. Bueno, bueno, bueno. ¿Adivina quién está abajo?
—¿La banda de gaiteros de Dundonald y Dysart?
—Cerca. Jeanette Oliphant.
Rebus frunció el entrecejo.
—Conozco el nombre…
—Es la abogada de sir Hugh Ferrie. También, al parecer, del señor Jack. Ambos están abajo con ella. —Lauderdale se levantó de la silla y se arregló la chaqueta—. Vamos a ver qué quieren, ¿eh?
Gregor Jack quería hacer una declaración, una declaración sobre sus movimientos el día del asesinato de su esposa. Pero el que insistía era sir Hugh Ferrie: eso quedó claro desde el principio.
—Leí el artículo del periódico esta mañana —explicó—. Llamé a Gregor para preguntarle si era verdad. Dijo que sí. Me sentí mucho mejor al saberlo, aunque le dije que era un maldito idiota por no decírselo a nadie antes. —Se volvió hacia Gregor Jack—. Un maldito idiota.
Estaban sentados en una mesa en una de las salas de conferencias; una idea de Lauderdale. Sin duda, una sala de interrogatorios no era lo bastante buena para sir Hugh Ferrie. Gregor Jack se había arreglado para la ocasión: un traje bien planchado, bien peinado, los ojos brillantes. Sentado, sin embargo, entre sir Hugh y Jeanette Oliphant, siempre iba a quedar tercero en la intención de voto.
—La cuestión es —dijo Jeanette Oliphant— que el señor Jack le dijo a sir Hugh Ferrie todo lo que ha mantenido en secreto, sobre todo que su recorrido de los miércoles era un invento.
—Maldito idiota…
—Sir Hugh me llamó —continuó Oliphant, en un tono un poco más alto—. Consideramos que cuanto antes haya una declaración del señor Jack sobre sus acciones verdaderas en el día en cuestión, menos dudas habrá. —Jeanette Oliphant tenía unos cincuenta y tantos, una mujer alta y elegante, de rostro severo. Su boca era una delgada línea de carmín, sus ojos penetrantes no se perdían nada. Sus orejas salían apenas del pelo corto con permanente, aunque estaban listas para pillar cualquier matiz o ambigüedad, cualquier palabra errónea o una pausa demasiado larga.
Sir Hugh, por otro lado, era fornido y agresivo, un hombre más habituado a hablar que a escuchar. Mantenía las manos apoyadas en la mesa, como si intentase atravesar la madera.
—Vamos a dejarlo todo bien claro —dijo.
—Si es lo que quiere el señor Jack —señaló Lauderdale en voz baja.
—Es lo que quiere —respondió Ferrie.
Se abrió la puerta. Era el sargento Brian Holmes, con una bandeja de té. Rebus le miró, pero Holmes esquivó su mirada. No era el trabajo normal de un sargento hacer de camarero, pero Rebus comprendió por qué Holmes había sustituido al verdadero. Quería saber qué estaba pasando. También, al parecer, el comisario Watson, que entró en la habitación detrás del sargento. Ferrie casi se levantó de su silla.
—¡Ah!, comisario. —Se estrecharon las manos. Watson miró a Lauderdale, a Rebus y de nuevo a Lauderdale, pero no había nada que pudieran decirle, todavía no. Holmes, después de dejar la bandeja en la mesa, no se movía.
—Gracias, sargento —dijo Lauderdale, y lo despachó de la habitación. En la confusión general, Rebus vio que Gregor Jack le miraba, le miraba con los ojos brillantes y su sonrisa de niño. Aquí estamos de nuevo, estaba diciendo. Aquí estamos de nuevo.
Watson decidió quedarse. Haría falta otra taza, pero Rebus declinó la suya. Así que quedó una taza para Watson después de todo. Era obvio por su rostro que hubiese preferido café, su café. Pero aceptó la taza de Rebus con un gesto de gracia. Luego Gregor Jack habló.
—Después de la última visita del inspector Rebus, estuve pensando. Pude recordar los nombres de algunos de los lugares donde estuve aquel miércoles. —Buscó en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó un papel—. Eché un vistazo a un bar en Eyemouth, pero estaba lleno. No me quedé. Tomé un zumo de tomate en un hotel a las afueras de la ciudad, pero el bar también estaba lleno, así que no estoy seguro de que alguien pueda recordarme. Después compré chicles en un quiosco en Dunbar, en el camino de regreso. Aparte de eso, me temo que el resto es muy vago. —Le entregó la lista al comisario—. Un paseo a lo largo del paseo marítimo de Eyemouth… una parada en el área de descanso, justo al norte de Berwyck… Había otro coche en el área, un comercial o algo así, pero parecía más interesado en sus mapas que en mí… eso es todo.
Watson asintió mientras estudiaba la lista como si contuviese las preguntas de un examen. Luego se lo entregó a Lauderdale.
—Desde luego, es un principio —comentó Watson.
—El caso es, comisario —dijo sir Hugh—, que el chico sabe que tiene problemas, pero a mí me parece que su problema surge del intento de ayudar a otras personas.
Watson asintió pensativo. Rebus se levantó.
—Si me perdonan un momento… —Fue hacia la puerta, y salió con una verdadera sensación de fuga. No tenía intención de volver. Puede que más tarde Lauderdale o Watson le reprendiesen, «Malos modales, John», pero de ninguna manera iba a quedarse en aquella situación asfixiante con todas aquellas personas asfixiantes. Holmes haraganeaba en un extremo del pasillo.
—¿Qué pasa? —preguntó cuando Rebus se le acercó.
—Nada excitante.
—¡Oh! —Holmes pareció desilusionado—. Todos pensábamos…
—¿Todos vosotros creíais que había venido a confesar? Todo lo contrario, Brian.
—Entonces, ¿Glass acabará cargando con los dos asesinatos?
Rebus se encogió de hombros.
—Ya nada me sorprende —dijo. Se sentía sucio y asqueado, a pesar de la ducha matutina.
—Lo deja todo limpio y pulido, ¿verdad?
—Somos policías, Brian, no somos damas de la caridad.
—Lamento haber hablado.
Rebus suspiró.
—Lo lamento, Brian. No pretendía reprenderte. —Se miraron el uno al otro durante un segundo, y luego se rieron. No era gran cosa, pero era mejor que nada—. Vale, me voy a Queensferry.
—¿En busca de autógrafos?
—Algo así.
—¿Necesitas un chófer?
—¿Por qué no? Vamos allá.
Una decisión instantánea. Rebus pensaría más tarde que probablemente le salvó la vida.