9

A TIRO

La mañana del lunes, los primeros hallazgos comenzaron a filtrarse desde Dufftown, donde se estaban realizando las pruebas forenses del BMW de Elizabeth Jack. Las manchas de sangre encontradas en la alfombrilla del lado del conductor coincidían con el grupo de la señora Jack. Había huellas de lo que podía haber sido una lucha: marcas en el salpicadero, raspones en el interior de ambos asientos delanteros y desperfectos en el radiocasete, como si lo hubieran golpeado con el tacón de un zapato.

Rebus leyó las notas en el despacho del inspector jefe Lauderdale, y luego las devolvió a través de la mesa.

—¿Qué opinas? —preguntó Lauderdale, que contuvo un bostezo de mañana de lunes.

—Ya sabe lo que pienso —respondió Rebus—. Creo que a la señora Jack la asesinaron en el área de descanso, dentro de su coche o fuera. Quizás intentó escapar y la golpearon por detrás. O quizá su atacante la dejó inconsciente y luego la golpeó por detrás para que pareciera obra del asesino del puente Dean. Sea como sea, no creo que William Glass lo hiciera.

Lauderdale se encogió de hombros y se rascó la barbilla, para comprobar la calidad del afeitado.

—Continúa diciendo que lo hizo. Puedes leer las transcripciones cuando quieras. Dice que se estaba ocultando, porque sabía que lo buscaban. Necesitaba dinero para comida. Se encontró con la señora Jack y la golpeó en la cabeza.

—¿Con qué?

—Con una piedra.

—¿Qué hizo con todas sus cosas?

—Las arrojó al río.

—Venga, señor…

—Ella no tenía dinero. Por eso él se enfureció tanto.

—Se lo está inventando.

—A mí me parece creíble…

—¡No! Con todo respeto, señor, suena como una solución rápida, una que complazca a sir Hugh Ferrie. ¿A usted no le importa que no sea la verdad?

—Un momento… —El rostro de Lauderdale comenzaba a ponerse rojo de furia—. A ver, inspector, lo único que he oído de ti hasta ahora es… bueno, ¿qué es? En realidad, nada, ¿verdad? Nada sólido o concreto. Nada que puedas palpar. Nada que importe en un juicio. Nada.

—¿Cómo llegó ella a Queensferry? ¿Quién la llevó hasta allí? ¿En qué estado se encontraba?

—Por amor de Dios. Sé que no está todo sellado y firmado. Todavía quedan agujeros…

—¡Agujeros! ¡Podía meter Edimburgo tres veces en ellos!

Lauderdale sonrió.

—Ya lo haces de nuevo, John, exageras. ¿Por qué no puedes aceptar que hay menos de lo que aparece ante tus ojos?

—Mire, señor… acuse a Glass por el asesinato del puente Dean, por mí vale. Pero mantengamos la mente abierta con la señora Jack, ¿eh? Al menos hasta que los forenses acaben con el coche.

Lauderdale lo pensó.

—Solo hasta que acaben con el coche —insistió Rebus. No estaba dispuesto a renunciar: los lunes por la mañana eran un infierno para Lauderdale: accedería prácticamente a todo con tal de que Rebus se fuera del despacho.

—De acuerdo, John —asintió Lauderdale—, lo que tú digas. Pero no te empantanes. Recuérdalo, mantendré la mente abierta si tú lo haces. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Lauderdale pareció relajarse un poco.

—¿Has visto al comisario esta mañana? —Rebus no le había visto—. Ni siquiera estoy seguro de que haya llegado. Quizás haya tenido un fin de semana duro, ¿no?

—En realidad, no es asunto nuestro, señor.

Lauderdale le miró.

—Por supuesto que no es asunto nuestro. Pero si los problemas personales del comisario comienzan a interferir con su…

Sonó el teléfono. Lauderdale lo atendió.

—¿Sí? —Se irguió de pronto en la silla—. Sí, señor. ¿Estaba, señor? —Abrió el dietario en la mesa—. ¡Oh!, sí, así es. —Consultó su reloj—. Bien, estaré allí ahora mismo. Sí, señor, lo lamento. —Se ruborizó mientras colgaba.

—¿El comisario? —adivinó Rebus. Lauderdale asintió.

—Se suponía que debía estar en una reunión con él hace cinco minutos. Me olvidé, con todo este maldito asunto. —Lauderdale se levantó—. Tienes muchas cosas de qué ocuparte, John.

—Muchas. Creo que el sargento Holmes tiene unos cuantos coches para que vea.

—¿Sí? ¿Piensas desprenderte de tu trasto? Ya era hora, ¿no?

Y, dicho esto, como muestra de su ingenio, Lauderdale se rio.

Brian Holmes tenía coches para él, montones de coches. En realidad, un detective parecía haber hecho un buen trabajo. Holmes, al parecer, estaba aprendiendo a delegar. Una lista de los coches de propiedad y conducidos por amigos de los Jack. Marca, número de matrícula y color. Rebus echó una ojeada. ¡Oh!, fantástico, la única propietaria de un coche color azul era Alice Blake (la Sexton Blake de la Jauría), pero vivía y trabajaba en Londres. Había blancos, rojos, negros y uno verde. Sí, Ronald Steele conducía un Citroën BX verde. Rebus lo había visto aparcado delante de la casa de Gregor Jack la noche en que Holmes había buscado en los cubos de basura… ¿verde? Bueno, sí, verde. Lo recordaba más como un azul verdoso. Mantén la mente abierta. Vaya. Era verde. Pero era más fácil confundir verde y azul que, digamos, rojo y azul, blanco o negro. ¿No era así?

Luego estaba el tema del miércoles en particular. Les habían preguntado a todos: ¿dónde estaba usted aquella mañana, o aquella tarde? Algunas de las respuestas eran más vagas que otras. De hecho, las coartadas de Gregor Jack eran mucho más sólidas que las del resto. Steele, por ejemplo, no había estado muy seguro de la mañana. Su empleada, Vanessa, no había ido a trabajar, y Steele no conseguía acordarse de si había ido o no a la librería. No había nada en su diario que le ayudase a recordar. Jamie Kilpatrick había estado durmiendo la borrachera todo el día —ni visitantes, ni llamadas telefónicas—, mientras que Julian Kaymer había estado creando en su estudio. Rab Kinnoul también titubeaba; recordaba reuniones, pero no necesariamente las personas con las que se había reunido. Podía comprobarlo, pero no había tiempo.

Tiempo, la única cosa que Rebus no tenía. Él también necesitaba a todos los amigos que pudiera conseguir. Hasta ahora había descartado a dos sospechosos: Tom Pond, que estaba en el extranjero, y Andrew Macmillan, que estaba en Duthil. Pond era un incordio. Aún no había vuelto de Estados Unidos. Lo habían interrogado por teléfono, por supuesto, y lo sabía todo de la tragedia, pero aún tenían que tomarle las huellas digitales.

A cualquiera que pudiera haber estado en Deer Lodge le habían tomado, le estaban tomando, o le tomarían las huellas digitales. De esa forma se asegurarían de completar el proceso de eliminación. Solo por si quedaba cualquier huella dactilar en la casa, cualquier huella que no pudiese ser acreditada. Era un trabajo laborioso el de recolectar y compaginar hechos y figuras pequeñas. Pero así era como funcionaban los casos de asesinato. Claro que funcionaban mucho más fácilmente cuando había una escena del crimen determinada, un lugar. Rebus no dudaba de que Elizabeth Jack había sido asesinada, allí, en el área de descanso. ¿Habría visto algo Alec Corbie, algo que se callaba? ¿Había algo que quizá sabía, sin saberlo? Quizás algo que él no creía importante. ¿Qué pasaba si Liz Jack le había dicho algo a Andrew Macmillan, algo que no había comprendido que podía ser una pista? Macmillan seguía sin saber que ella estaba muerta. ¿Cómo reaccionaría si Rebus se lo decía? Quizá sacudiera su memoria. Claro que quizá podría tener un efecto del todo distinto. Pero ¿podía confiar en lo que dijese? ¿No era posible que tuviese alguna cuenta pendiente con Gregor Jack de la misma manera que la tenía Gail Crawley? La manera que los otros también podían tener…

¿Quién era en realidad Gregor Jack? ¿Era un santo acusado, o era un santo cabrón? Había ignorado las cartas de Macmillan, había intentado evitar que su hermana le salpicase; se sentía avergonzado de su esposa. ¿Sus amigos eran de verdad amigos? ¿O eran de verdad una «jauría»? Los lobos corrían en manadas. Los sabuesos corrían en manadas. Y también los cazadores de noticias. Rebus recordó que aún tenía que encontrar a Chris Kemp. Quizá se estaba aferrando a un clavo ardiendo, pero le parecía que los clavos se aferraban a él…

Por si ya no fuese larga la lista de males de su coche, ahora había que añadir el embrague. Se oían unos chirridos y zumbidos preocupantes cuando metía primera. Pero el coche no funcionaba mal (aparte de los limpiaparabrisas, que volvían a atascarse). Lo había llevado al norte de ida y vuelta sin siquiera un fallo, lo que le preocupaba todavía más. Era el último aliento de un paciente terminal, la última gota de vida antes de que se pusiese en marcha el respirador.

Quizá la próxima vez tomaría el autobús. Después de todo, el apartamento de Chris Kemp solo estaba a un cuarto de hora de Great London Road. La atribulada secretaria de la redacción le había dado la dirección tan pronto como se la pidió. Y él solo la pidió cuando le dijo que Kemp tenía su día de descanso. Ella le había dado primero su número de teléfono particular, y, al reconocer los primeros números como un código local, Rebus había preguntado la dirección.

«Puede buscarlo con toda tranquilidad en la guía», le había dicho ella antes de colgar.

«Gracias a usted también», respondió a un teléfono muerto.

Era un apartamento en un segundo piso. Apretó el timbre del portero automático junto a la puerta principal del edificio y esperó. Y esperó. Tendrías que haber llamado primero, John. Pero se oyó un crepitar. Y después del crepitar:

—¿Sí? —La voz era somnolienta. Rebus miró su reloj: las dos menos cuarto.

—No le habré despertado, ¿verdad, Chris? —¿Quién es?

—John Rebus. Vístase. Le invito a un pastel de carne y una jarra de cerveza.

Un gemido.

—¿Qué hora es?

—Casi las dos.

—Joder… no importa el alcohol, necesito café. Hay un colmado en la esquina. Compre leche, por favor. Ahora mismo pongo la tetera.

—Vuelvo en dos segundos.

El portero automático se apagó con otra descarga. Rebus fue y compró la leche, luego llamó de nuevo. Se oyó un zumbido fuerte detrás de la puerta, la abrió, y entró en la escalera en penumbra. Para cuando llegó al segundo piso, jadeaba y recordó muy bien por qué le gustaba vivir en el sótano de Patience. La puerta del apartamento de Kemp estaba entreabierta. Había otro nombre pegado en la puerta con celo transparente, justo por debajo del de Kemp. «V. Christie». La novia, supuso Rebus. Una rueda de bicicleta, sin el neumático, estaba apoyada en la pared del vestíbulo. También libros, por docenas, en columnas tambaleantes. Pasó de puntillas.

—¡El lechero! —gritó.

—Estoy aquí.

La sala de estar estaba al final del pasillo. Era grande, pero casi no quedaba lugar. Kemp, vestido con la camiseta de la semana pasada, y los vaqueros de hacía dos, se pasó los dedos por el pelo.

—Buenos días, inspector. Una oportuna llamada de despertador. Se supone que debo encontrarme con alguien a las tres.

—Entendido. Solo pasaba y…

Kemp lo miró incrédulo, luego volvió a ocuparse del fregadero, donde hacía lo imposible por quitar las manchas de los bordes de dos tazones. La habitación era sala de estar y cocina. Había un bonito fogón antiguo en la chimenea, pero se había convertido en un lugar para tiestos de plantas de interior y cajas ornamentales. La auténtica cocina era eléctrica, de aspecto grasiento, colocada junto al fregadero. En la mesa había un ordenador, cajas de papel, carpetas; a su lado había un archivador de metal verde, de cuatro cajones. El de abajo estaba abierto y descubría más carpetas. Libros, revistas y periódicos se apilaban en casi toda la superficie del suelo, pero había lugar para un sofá y un sillón, un televisor, vídeo y un equipo de alta fidelidad.

—Acogedor —dijo Rebus. De verdad creyó que lo decía con sinceridad. Pero Kemp miró alrededor e hizo una mueca.

—Se supone que hoy me toca limpiar este lugar.

—Buena suerte.

Kemp echó el café instantáneo en las tazas y añadió la leche. La tetera comenzó a hervir y se apagó automáticamente, y Kemp rellenó las tazas con el agua caliente.

—¿Azúcar?

—No, gracias. —Rebus se había sentado en el brazo del sofá, como si quisiera decir «no te preocupes, no me voy a demorar». Aceptó la taza con un gesto. Kemp se dejó caer en un sillón, bebió un sorbo, e hizo una mueca cuando le quemó la boca y la garganta.

—¡Joder! —exclamó.

—¿Una noche dura?

—Una semana dura.

Rebus se acercó hacia la mesa del comedor.

—Beber es terrible.

—Quizá lo sea, pero hablo de trabajo.

—¡Oh! Lo siento. —Se apartó de la mesa y fue hacia el fregadero… la cocina eléctrica… se detuvo junto a la nevera. Kemp había dejado la leche encima de la nevera, junto a la tetera—. Será mejor que la guarde —dijo, y la cogió. Abrió la nevera—. ¡Oh, vaya! —añadió, y señaló—. Ya hay leche en la nevera, parece fresca, ¿verdad? No tendría que haberme molestado en ir hasta la esquina.

Dejó el cartón de leche junto al otro, cerró la puerta y volvió al brazo del sillón. Kemp intentaba algo parecido a una sonrisa.

—Está muy afilado para ser lunes.

—También corto cuando lo necesito. ¿Qué le ocultaba al viejo tío Rebus, Chris? ¿O solo necesitaba tiempo para comprobar que no había nada que esconder? ¿Un poco de hierba? Esa clase de cosas, ¿eh? ¿O hay algo más? Alguna historia en la que está trabajando. Trabajando hasta altas horas de la noche. ¿En algo que yo debería saber? ¿Qué me dice?

—Vamos, inspector. Soy yo quien le está haciendo un favor, ¿lo recuerda?

—Tendrá que refrescarme la memoria.

—Usted quería que averiguase sobre la redada en el prostíbulo, sobre cómo se enteraron los dominicales.

—Pero nunca me llamó, Chris.

—He ido muy corto de tiempo.

—Todavía lo está. Recuerde que tiene una reunión a las tres. Mejor será que me diga ahora lo que sabe, luego me marcharé. —Rebus se deslizó del brazo y se sentó en el sofá. Notó que los resortes le pinchaban a través de lo que quedaba del tapizado a cuadros.

—Bueno —dijo Kemp, que se adelantó en el sillón—, al parecer hubo algo así como un soplo generalizado. Todos los periódicos creyeron que estaban recibiendo una exclusiva. Después, cuando se presentaron, comprendieron que les habían tendido una trampa.

—¿A qué se refiere?

—Si había una historia, tenían que publicarla. Si no lo hacían, y sus rivales sí…

—¿Los editores querrían saber cómo los habían engañado?

—Así es. Por lo tanto, quien montó la historia se garantizó el máximo de cobertura.

—Pero ¿quién la montó?

Kemp sacudió la cabeza.

—Nadie lo sabe. Fue anónimo. Una llamada telefónica el jueves a todos los jefes de redacción. La policía iba a hacer una redada en un prostíbulo de Edimburgo el viernes por la noche… aquí está la dirección… si están por allí alrededor de medianoche pillarán a un diputado.

—¿El que llamó dijo eso?

—Al parecer, sus palabras textuales fueron «al menos habrá un diputado dentro».

—Pero ¿no mencionó ningún nombre?

—No fue necesario. Realeza, diputados, actores y cantantes; les das a estos periódicos un soplo de cualquier categoría y los tienes enganchados. Es probable que esté mezclando las metáforas, pero usted capta la esencia.

—¡Oh!, sí, Chris. Capto la esencia. Usted ¿qué deduce de todo esto?

—Todo indica que a Jack le tendieron una trampa. Pero tome nota, la persona que llamó no citó su nombre.

—De todas maneras…

—Sí, de todas maneras.

Rebus pensaba a todo tren. De no haber estado tumbado en el sofá, podría haber dicho que pensaba mientras corría. En realidad, estaba discutiendo consigo mismo si debía o no hacerle a Gregor Jack un enorme favor. Puntos en contra: no le debía ningún favor; además, tenía que intentar permanecer objetivo; ¿no era eso lo que pretendía Lauderdale? Puntos a favor: uno, no solo le estaría haciendo un favor a Jack, también podía sacar a la rata que le había tendido la trampa fuera de su escondite. Tomó su decisión.

—Chris, quiero decirle algo…

Kemp oyó el aroma de una noticia.

—¿Atribuible?

Pero Rebus sacudió la cabeza.

—Me temo que no.

—Entonces, ¿certera?

—Oh sí, puedo garantizarle que es correcta.

—Adelante, lo escucho.

Última oportunidad para callar. No, no se iba a callar.

—Puedo decirle por qué Gregor Jack estaba en aquel prostíbulo.

—¿Sí?

—Pero primero quiero saber una cosa; ¿me está ocultando algo?

Se encogió de hombros.

—No lo creo.

Rebus seguía sin creerle. Pero Kemp no tenía ninguna razón para decirle a Rebus nada. No era como si Rebus fuese a decirle algo que él no quería que supiese. Estuvieron en silencio durante medio minuto, no eran amigos ni enemigos: algo así como soldados en las trincheras el día de Navidad. En cualquier momento sonaría la sirena y la metralla rompería la paz. Rebus recordó que sabía una cosa que Kemp quería saber: cómo Ronald Steele había recibido su apodo.

—¿Por qué estaba allí? —preguntó Kemp.

—Porque alguien le dijo que su hermana trabajaba allí. —Kemp frunció los labios.

—Trabajando como prostituta —explicó Rebus—. Alguien le llamó, una llamada anónima, y se lo dijo. Así que él fue.

—Eso fue una estupidez.

—Así es.

—¿Ella estaba allí?

—Sí. Se llama Gail Crawley.

—¿Cómo se escribe?

—C-r-a-w-l-e-y.

—¿Está seguro?

—Estoy seguro. Hablé con ella. Todavía está trabajando en Edimburgo.

Kemp mantuvo la voz tranquila, pero le brillaban los ojos.

—¿Sabe que esto es una historia?

Rebus se encogió de hombros, sin decir nada.

—¿Quiere que la publique?

Otro encogimiento de hombros.

—¿Por qué?

Rebus miró la taza vacía en sus manos. ¿Por qué? Porque una vez fuese de conocimiento público, el anónimo habría fracasado, al menos en sus propios términos. Y, habiendo fracasado, quizá se sentiría impulsado a intentar otra cosa. Si lo hacía, Rebus estaría preparado.

Kemp asintió.

—Vale, gracias. Me lo pensaré.

Rebus también asintió. Ya estaba lamentando habérselo dicho. Era un periodista, uno que tenía que labrarse una reputación. No había manera de saber qué haría con la historia. La podía retorcer para que Jack pareciese un samaritano o un rufián…

—Mientras tanto —añadió Kemp que se levantó del sillón— será mejor que me vaya a bañar si pretendo llegar a esa reunión.

—Correcto. —Rebus también se levantó, y dejó su taza en el fregadero—. Gracias por el café.

—Gracias por la leche.

El baño estaba camino de la puerta principal. Rebus fingió mirar su reloj.

—Vaya a bañarse —dijo—. Yo ya me voy.

—Entonces, adiós.

—Hasta la vista, Chris. —Caminó hacia la puerta y se aseguró de que su peso no hiciese crujir el suelo de madera, luego miró atrás y vio que Kemp había desaparecido en el baño. Oyó correr el agua. Con mucha suavidad, Rebus giró el pomo y lo trabó para que no cerrara. Después abrió la puerta y dio un portazo. Se quedó en el rellano, con el pomo de la puerta sujeto para que no se volviese a abrir. Había una mirilla, pero se quedó encajado contra la pared. En cualquier caso, si Kemp se acercaba a la puerta vería que estaba trabada… Pasó un minuto. Nadie se acercó a la puerta… Quizá por esas cosas de la suerte nadie apareció en el rellano. No le entusiasmaba la idea de explicar qué estaba haciendo allí sujetando el pomo de una puerta.

Pasados dos minutos, se agachó y abrió la tapa del buzón para mirar. La puerta del baño estaba entreabierta. El agua continuaba corriendo, oyó a Kemp canturrear y luego las exclamaciones cuando entró en la bañera. Continuó el chapoteo y le dio la cobertura sonora que necesitaba. Abrió la puerta con rapidez, entró, la cerró, y la trabó con un libro de tapa dura cogido de una de las pilas. El resto de los libros pareció que fuesen a caerse, pero permanecieron en pie. Rebus soltó el aliento y siguió por el pasillo, más allá de la puerta. Los grifos abiertos… Kemp continuaba canturreando. Esta parte era fácil; lo difícil sería volver a salir, y no tenía nada para justificar el engaño.

Cruzó la sala de estar y observó la mesa. Las carpetas no revelaban nada. Ninguna señal de la gran historia en la que podía estar trabajando. Los disquetes del ordenador estaban marcados numéricamente; tampoco había allí ninguna pista. No había nada interesante en el cajón abierto del archivador. Volvió a la mesa. Ninguna nota manuscrita oculta debajo de otra, bajo hojas en blanco. Buscó entre la pila de discos junto al estéreo, pero tampoco había ocultado allí ninguna página. Debajo del sofá… no. Armarios… cómodas… no. ¡Maldita sea! Volvió a la chimenea. En el fondo, detrás de cuatro tiestos, había un trofeo feo, el premio al Joven Periodista del Año ganado por Kemp. Al frente había una hilera de cajas ornamentales. Abrió una. Contenía un escudo y unos pendientes. En otra caja había una placa de «Nelson Mandela libertado» y un anillo que parecía tallado en marfil. Cosas de la novia, sin duda. En la tercera caja… un pequeño sobre de celofán con droga. Sonrió. A duras penas algo por lo que pudiese acusarle por posesión. ¿Era esto lo que Kemp tenía tanto deseo de ocultar? Bueno, Rebus supuso que la condena no le haría mucho bien a un periodista combativo. Era difícil reprochar a las figuras públicas sus pequeños vicios cuando tú ya habías sido pillado por posesión.

¡Maldita sea! Para colmo, ahora tenía que salir del apartamento sin ser visto ni oído. Los grifos se habían cerrado. No había ningún ruido para cubrir su retirada… se arrodilló junto a la chimenea y pensó. Comportarse como un caradura podría ser lo mejor. Pasar diciendo que se había dejado algo, la llave… sí, seguro, Kemp se lo creería. También podría apostar cinco libras a Cowdenbeath como ganador del doblete de la liga y la copa.

Descubrió que, mientras pensaba, estaba delante del horno de la cocina pequeña de la chimenea, o mejor dicho, de la puerta cerrada del horno. Había un tiesto con una cinta encima, y dos de las hojas estaban enganchadas en la puerta. Vaya por Dios, era algo que no se podía tolerar. Así que abrió la puerta, y soltó las hojas. En el interior del horno había unos libros. Viejos libros de tapa dura. Cogió uno y miró el lomo.

John Knox, Sobre la predestinación. Vaya, vaya, si no era una coincidencia…

Se abrió la puerta del baño.

—¡Por amor de Dios! —Chris Kemp, que había estado tumbado con la cabeza por encima del agua, se levantó de un salto. Rebus se acercó al váter, bajó la tapa y se sentó.

—Continúe, Chris. Haga como si no estuviera. Se me ocurrió que podría pedirle prestado alguno de sus libros. —Palmeó la pila que sujetaba. Ahora los siete descansaban sobre sus rodillas—. Me gusta la buena lectura.

Kemp se ruborizó.

—¿Dónde está su orden de registro?

Rebus le miró asombrado.

—¿Orden de registro? ¿Por qué necesito una orden de registro? Solo estoy pidiendo en préstamo unos libros. Eso es todo. Se me ocurrió que se los podría mostrar a mi viejo amigo, el profesor Costello. Usted conoce al profesor Costello, ¿verdad? Estas cosas son lo suyo. No hay ninguna razón por la que le importe prestármelos… ¿La hay? Si quiere, puedo buscar la orden de registro y…

—Que le follen.

—Esa lengua, hijo —le reprochó Rebus—. No lo olvide, usted es un periodista. Uno de los defensores de nuestra lengua. No la vulgarice. Solo se vulgariza a usted mismo.

—¿Creía que deseaba que le hiciera un favor?

—¿Qué? ¿Se refiere a la historia de Jack y su hermana? —Rebus se encogió de hombros—. Creí que era yo quien le estaba haciendo el favor. Sé que los jóvenes reporteros ambiciosos darían lo que no tienen por…

—¿Qué quiere?

Ahora Rebus se inclinó.

—¿Dónde los consiguió, Chris?

—¿Los libros? —Kemp se pasó las manos por el pelo mojado—. Son de mi novia, hasta donde sé, los sacó en préstamo de la biblioteca universitaria.

Rebus asintió.

—Es una buena historia. Dudo que le sirva de mucho, pero es una buena historia. Para empezar, no explica por qué los ocultó cuando supo que subía para verlo.

—¿Ocultar? No sé de qué habla.

Rebus se rio.

—Bien, Chris, bien. Allí estaba yo, pensando que le podría hacer un favor. Otro favor, diría dos…

—¿Qué favor?

Rebus volvió a tocar los libros.

—Ocuparme de que estos libros lleguen a su legítimo propietario sin que nadie sepa dónde han estado durante todo este tiempo.

Kemp lo pensó.

—¿A cambio de qué?

—De lo que sea que me esté ocultando. Sé que sabe algo, o cree saberlo. Solo quiero ayudarle a cumplir con su deber.

—¿Mi deber?

—Ayudar a la policía. Es su deber, Chris.

—Como si fuese su deber rondar en los apartamentos de las personas sin su permiso.

Rebus no se molestó en responder. No necesitaba responder; solo necesitaba esperar. Ahora que tenía los libros, tenía al reportero en el bolsillo, bien guardado para un uso futuro.

Kemp suspiró.

—El agua se está enfriando. ¿Le importa si salgo?

—Cuando quiera. Esperaré afuera.

Kemp entró en la sala de estar, con un albornoz azul y una toalla a juego para secarse el pelo.

—Hábleme de su amiga —le pidió Rebus. Kemp volvió a llenar la tetera. Utilizó el minuto para pensar un poco, y ahora estaba dispuesto a hablar.

—¿Vanessa? —dijo—. Es estudiante.

—¿Estudiante de religión? ¿Con acceso al despacho del profesor Costello?

—Todo el mundo tiene acceso al despacho del profesor Costello. Él mismo se lo dijo.

—Pero no todos conocen un libro raro cuando lo ven…

—Vanessa también trabaja media jornada en Suey Books.

—¡Ah! —asintió Rebus. Anotaba los precios en los libros. Pendientes y una bicicleta…

—El viejo Costello es un cliente, así que Vanessa le conoce bastante bien —añadió Kemp.

—En cualquier caso, lo bastante bien como para robarle.

Chris Kemp suspiró.

—No me pregunte por qué lo hizo. ¿Pensaba venderlos? No lo sé. ¿Pensaba quedárselos? No lo sé. Se lo he preguntado, créame. Quizá solo tuvo la tentación.

—Sí, quizá.

—Lo que sea, admitió que Costello quizá ni siquiera echaría en falta los libros. Para él los libros son libros. Quizá pensó que se sentiría igual de contento con la última edición en rústica.

—Pero es probable que ella no, ¿verdad?

—Mire, solo lléveselos, ¿vale? O quédeselos. Lo que sea.

La tetera se apagó automáticamente. Rebus rehusó otra taza de café.

—A ver —dijo, mientras Kemp se preparaba una taza—, ¿qué tiene que decirme, Chris?

—Algo que Vanessa me comentó sobre su patrón.

—¿Ronald Steele?

—Sí.

—¿Qué pasa con él?

—Tiene una aventura con la señora de Rab Kinnoul.

—¿De verdad?

—Sí. Como ve, no es asunto suyo, inspector. Nada que ver con la ley y el orden.

—Pero una jugosa historia de todas maneras, ¿eh? —A Rebus le costaba trabajo hablar. Su cabeza volvía a funcionar a tope. Nuevas posibilidades, nuevas configuraciones—. ¿Cómo llegó ella a esa conclusión?

—Comenzó hace tiempo. Un compañero de la sección de espectáculos del periódico había ido a entrevistar al señor Kinnoul. Pero hubo una confusión con la fecha. Se presentó un miércoles por la tarde cuando tendría que haber sido un jueves. En cualquier caso, Kinnoul no estaba allí, pero sí estaba la señora Kinnoul. Con un amigo, un amigo al que presentó como Ronald Steele.

—Nuestro amigo visita a otro… no veo…

—Pero, entonces, Vanessa le dijo algo más. Hace un par de miércoles, hubo una emergencia en la librería. Bueno, no precisamente una emergencia, una señora mayor quería vender algunos de los libros de su difunto marido. Llevó una lista a la librería. Vanessa vio que había apuntadas algunas joyas, pero primero necesitaba hablar con su jefe. Él no confía en Vanessa cuando se trata de comprar. Ahora, los miércoles por la tarde son sacrosantos…

—La partida de golf semanal…

—Con Gregor Jack. Sí, precisamente. Pero Vanessa pensó que la mataría si perdía esos libros. Así que llamó al club de golf en Braidwater.

—Lo sé.

—Le dijeron que los señores Steele y Jack habían cancelado el partido.

—¿Sí?

—Bueno, comencé a sumar dos y dos… se supone que Steele juega al golf todos los miércoles; sin embargo, un miércoles mi colega le encuentra en la casa de Kinnoul, y al otro miércoles no hay señal de él en el campo de golf. Se sabe que Rab Kinnoul tiene mal carácter, inspector. Se sabe que es un hombre muy posesivo. ¿Cree que sabe que Steele visita a su esposa cuando él no está aquí?

El corazón de Rebus latía desbocado.

—Quizás haya descubierto algo, Chris. Quizá sí que ha encontrado algo.

—Pero, como dije, no es asunto de la policía, ¿verdad?

¡No es asunto de la policía! Era del todo asunto de la policía. Dos coartadas habían acabado en la misma trampa de arena. ¿Rebus estaba más cerca del final del recorrido de lo que sospechaba? ¿Estaba jugando nueve hoyos en lugar de dieciocho? Se levantó del sofá.

—Chris, tengo que marcharme. —Los nombres giraban en su cabeza como rayos de una rueda de bicicleta: Liz Jack, Gregor Jack, Rab Kinnoul, Cath Kinnoul, Ronald Steele, Ian Urquhart, Helen Greig, Andrew Macmillan, Barney Byars, Louise Patterson-Scott, Julian Kaymer, Jamie Kilpatrick, William Glass. Como rayos en una rueda de bicicleta.

—¿Inspector Rebus?

Él hizo una pausa junto a la puerta.

—¿Qué?

Kemp le señaló el sofá.

—No olvide llevarse sus libros.

Rebus los miró como si los viese por primera vez.

—Correcto —dijo, y volvió al sofá—. Por cierto —añadió y recogió los libros—. Sé por qué Steele se llama Suey. —Rebus le guiñó un ojo—. Recuérdeme que se lo diga, alguna vez, cuando todo esto acabe.

Volvió a la comisaría con la intención de compartir algo de lo que sabía con sus superiores. Pero Brian Holmes le detuvo delante de la puerta del comisario.

—Yo no lo haría.

Rebus, con el puño en alto, dispuesto a llamar, se detuvo.

—¿Por qué no? —preguntó, en voz tan baja como la que había utilizado Holmes.

—El padre de la señora Jack está ahí.

¡Sir Hugh Ferrie! Rebus bajó la mano con mucho cuidado, y luego comenzó a apartarse de la puerta. Lo último que quería era verse arrastrado a una discusión con Ferrie. ¿Por qué no han encontrado… qué están haciendo… cuándo irán ustedes…? No, la vida era demasiado corta, y las horas demasiado largas.

—Gracias, Brian. Te debo una. ¿Quién más está?

—Solo el Granjero y el Pedo.

—Pues lo mejor será dejarles, ¿no? —Se movieron hasta una distancia segura de la puerta—. Aquella lista de coches que preparaste era bien larga. Bien hecho.

—Gracias. Lauderdale nunca me dijo qué era…

—¿Ha pasado algo más?

—¿Qué? No, todo tranquilo como un cementerio. ¡Oh!, Nell cree que podría estar embarazada.

—¿Qué?

Holmes le dirigió una sonrisa divertida.

—Todavía no estamos seguros…

—¿Vosotros… ya sabes, lo estabais esperando?

La sonrisa se mantuvo.

—Como dicen, espera lo inesperado.

Rebus silbó.

—¿Cómo se siente?

—Creo que está conteniendo sus sentimientos hasta que sepamos si lo está o no.

—¿Qué pasa contigo?

—¿Yo? Si es niño se llamará Stuart y crecerá para convertirse en médico y jugador de la selección nacional escocesa.

Rebus se echó a reír.

—¿Y si es una niña?

—Catherine, actriz.

—Mantendré los dedos cruzados por ti.

—Gracias. ¡Ah!, y otra noticia; Pond ha vuelto.

—¿Tom Pond?

—El mismo. Ha vuelto del otro lado del charco. Lo llamamos esta mañana. Creo que iré a hablar con él, a menos que quieras hacerlo tú.

Rebus sacudió la cabeza.

—Es todo tuyo, Brian. Ahora mismo es el único capullo que está limpio. Él, Macmillan y el señor Glass.

—¿Has visto la transcripción de la entrevista?

—No.

—Sé que tú y el inspector jefe Lauderdale no siempre os lleváis bien, pero hay que reconocerle una cosa, es afilado.

—¿Dirías como un cortacristales?

Holmes suspiró.

—Podría, pero siempre te me adelantas con las bromas.

Edimburgo estaba rodeado de campos de golf para todos los gustos, que ofrecían todos los posibles grados de dificultad. Había campos junto a la costa, donde el viento podía enviar tu pelota hacia delante o hacia atrás. Y había campos montañosos; todo laderas y quebradas, con los greens y las banderas puestas en sitios llanos del tamaño de un pañuelo. El campo de Braidwater pertenecía a esta categoría. Los jugadores efectuaban la mayoría de sus golpes confiando en el instinto o en la fortuna, dado que, a menudo, la bandera quedaba oculta a la vista, detrás de un montículo o en la punta de una colina. Un diseñador de campos cruel hubiese añadido trampas al otro lado de estos obstáculos; y, desde luego, el que había diseñado este era muy cruel.

Los que no conocían el campo, comenzaban a menudo su recorrido con grandes ilusiones de hacer un poco de ejercicio y respirar aire fresco, pero acababan con la presión alta y una fuerte necesidad de un par de tragos. El club ofrecía dos secciones muy diferenciadas. Estaba el edificio original, antiguo, sólido y de color gris, al que le habían añadido un ala muy grande de ladrillos de bovedilla y enguijarrado. El edificio antiguo albergaba los despachos de la directiva, las oficinas y cosas por el estilo, pero el bar estaba en el edificio nuevo. El secretario del club llevó a Rebus al bar, donde creía que podría encontrar a uno de los miembros de la directiva.

El bar estaba en la planta baja. Una de sus paredes era un gran ventanal que daba al green del hoyo dieciocho y cuya vista se desplegaba más allá el campo. En la pared había fotografías, listas de honor, pergaminos falsos y un par de putters que parecían tibias cruzadas. Los trofeos del club —los trofeos pequeños— estaban acomodados en una repisa encima del bar. Los grandes, los más antiguos, los más valiosos, se guardaban en el despacho de la directiva, en el edificio antiguo. Rebus lo sabía porque habían robado algunos hacía tres años y él había sido uno de los detectives que se habían encargado del caso. Los habían recuperado, aunque por puro accidente. Los detectives, a quienes había llamado un empleado de la limpieza, los encontraron en una maleta abierta.

El secretario del club se acordaba de Rebus. «No recuerdo el nombre», había dicho, «pero conozco la cara». Le mostró a Rebus el nuevo sistema de alarma y el armario de cristal blindado donde guardaban los trofeos. Rebus no había tenido el valor de decirle que incluso un ladrón aficionado podía entrar y salir del lugar en dos minutos.

—¿Qué quiere beber, inspector?

—Beberé un chupito de whisky, si no es molestia.

—Ninguna molestia.

El bar no estaba muy concurrido. Era la pausa de la tarde, tal y como había explicado el secretario. Los que jugaban por la tarde, por lo general comenzaban antes de las tres, mientras que los que querían jugar una partida antes del anochecer se presentaban alrededor de las cinco y media.

Dos hombres vestidos con jersey de pico amarillo estaban sentados en una mesa junto al ventanal y miraban al exterior en silencio y bebían de cuando en cuando dos Bloody Mary idénticos. Otros dos hombres estaban sentados en la barra, uno de ellos con media jarra de cerveza, y el otro con lo que parecía sospechosamente un vaso de leche. «Deben rondar los cuarenta; todos coetáneos míos», pensó Rebus.

—Bill podría contarle unas cuantas historias, inspector —dijo el secretario del club, y señaló al camarero. Bill asintió, mitad sonriendo, mitad de acuerdo. Su jersey de pico era rojo cereza y no ocultaba su abultado vientre. No parecía un camarero profesional, pero se tomaba con orgullo evidente su trabajo. Rebus lo identificó como otro socio que cumplía con su turno.

Nadie parpadeó cuando el secretario dijo «Inspector». Si no eran respetuosos con la ley, al menos, desde luego, eran cómplices. Creían en la ley y el orden y en que los delincuentes debían ser castigados. Solo que no creían que evadir impuestos fuera un acto delictivo. Parecían… seguros. Se veían seguros de sí mismos. Pero Rebus sabía que él tenía la llave maestra.

—¿Agua, inspector? —el secretario le acercó una jarra.

—Gracias. —Rebus adulteró el whisky. El secretario miraba a su alrededor como si estuviese rodeado de cadáveres.

—Héctor no está aquí. Creía que estaba.

—Volverá en un segundo —informó Bill el Camarero.

—Ha ido por la proverbial palanqueta —añadió el bebedor de leche, mientras Rebus se preguntaba a qué proverbio se refería.

—¡Ah!, aquí viene.

Rebus se había imaginado a un Héctor fornido, pelo rizado, barrigón, con un jersey de pico color mandarina. Pero este hombre era pequeño y tenía el poco pelo negro peinado con brillantina. Él también tenía cuarenta y tantos, y miraba al mundo a través de unas gafas de montura gruesa y cristales de culo de botella. Su boca mostraba una expresión desafiante que no se correspondía con su apariencia, y observó a Rebus a fondo mientras se hacían las presentaciones.

—¿Cómo está usted? —preguntó, y deslizó una mano pequeña y húmeda en la zarpa de Rebus. Era como estrechar la mano de un niño bien educado. Su jersey de pico era color camello, pero de aspecto caro. ¿Cachemir…?

—El inspector Rebus —explicó el secretario— está interesado en saber si hubo o no hubo un recorrido particular hace un par de miércoles.

—Sí.

—Le dije que tú eres el que organiza todas las salidas, Héctor.

—Sí.

El secretario parecía tener dificultades.

—Creímos que quizá tú…

Pero ahora Héctor ya tenía información suficiente y la había digerido.

—En primer lugar —dijo—, miraremos las reservas. Puede que no nos digan toda la historia, pero es el lugar por donde empezar. ¿Quiénes jugaban?

La pregunta iba dirigida a Rebus.

—Dos jugadores, señor —contestó—. El señor Ronald Steele y el señor Gregor Jack.

Héctor miró detrás de Rebus, donde los dos bebedores estaban sentados en la barra. La habitación no se había quedado del todo en silencio, pero había habido un cambio obvio en la atmósfera. El bebedor de leche fue el primero que habló.

—¡Esos dos!

Rebus se volvió hacia él.

—Sí, señor, esos dos. ¿A qué se refiere?

Pero le correspondía a Héctor responder.

—Los señores Jack y Steele tienen una reserva habitual. El señor Jack era un diputado, ya sabe.

—Todavía lo es, señor, hasta donde yo sé.

—No por mucho tiempo —murmuró el compañero del bebedor de leche.

—No tengo constancia de que el señor Jack haya cometido delito alguno.

—Creo que no —afirmó Héctor.

—No deja de ser un buen grano en el culo —comentó el bebedor de leche.

—¿Cómo es eso, señor?

—Reserva y nunca se presenta. Él y sus amigos. —Rebus se dio cuenta de que esta era una llaga supurante, y que las palabras del hombre iban más dirigidas al secretario del club y a Héctor, que a él—. Y se sale con la suya, también. Solo porque es un diputado.

—El señor Jack ha sido advertido —dijo Héctor.

—Ha sido objeto de una reprimenda —corrigió el secretario del club. El bebedor de leche solo hizo una mueca.

—Le besáis el culo y lo sabéis.

—Vamos, Colin —dijo Bill el Camarero—, no es necesario…

—Ya es hora de que alguien lo diga en voz alta.

—A ver, a ver —intervino el bebedor de cerveza.

—Colin tiene razón.

Una discusión no le serviría de mucho a Rebus.

—¿Debo entender que el señor Jack y el señor Steele tienen una reserva los miércoles, pero luego no se presentan?

—Lo ha interpretado a la perfección —dijo Colin.

—No exageremos, ni cambiemos los hechos —intervino Héctor en voz baja—. Nos estamos ocupando de los hechos.

—Bien, señor —dijo Rebus—, ya que estamos hablando de hechos, es un hecho que un colega mío, el detective Broome, vino aquí la semana pasada para comprobar si se había producido ese recorrido. Creo que habló con usted, pues el secretario no vino porque estaba enfermo.

—Recuérdalo, Héctor —interrumpió el secretario nervioso—, una de mis migrañas.

Héctor asintió con un gesto.

—Lo recuerdo.

—Usted no fue del todo sincero con el detective Broome, ¿verdad, señor? —dijo Rebus. Colin se lamía los labios, disfrutando con el enfrentamiento.

—Todo lo contrario, inspector —afirmó Héctor—. Fui escrupulosamente honesto al responder a las preguntas del detective. Lo que no hizo él fue formular las correctas. De hecho, fue muy chapucero. Echó una mirada al listado de reservas y se dio por satisfecho. Recuerdo que tenía prisa… tenía que encontrarse con su esposa.

Correcto, pensó Rebus. Broome recibiría una reprimenda. Aun así…

—Aun así, señor, era su deber…

—Respondí a sus preguntas, inspector. No mentí.

—En ese caso, digamos que usted se mostró económico con la verdad.

Colin resopló. Héctor le dirigió una mirada fría, pero sus palabras estaban dirigidas a Rebus.

—No fue lo bastante concienzudo, inspector. Así de sencillo. No espero que mis pacientes me ayuden si no soy lo bastante concienzudo en mis tratamientos. Usted no debe esperar que haga el trabajo por usted.

—Esto es un caso criminal grave, señor.

—Entonces ¿por qué discutimos? Haga sus preguntas.

El camarero les interrumpió.

—Un momento, antes de que comiencen, tengo una pregunta. —Miró a uno y otro—. ¿Qué van a tomar?

Bill el Camarero sirvió las bebidas. Invitaba a la ronda. Sumó el total y lo apuntó en una libreta pequeña junto a la caja. Los que tomaban Bloody Mary junto a la ventana se unieron a ellos. Presentaron a Rebus al bebedor de cerveza como David Cassidy. «Nada de bromas, por favor. ¿Cómo iban a saberlo mis padres?». Y Colin estaba, realmente, bebiendo leche —«Úlcera, órdenes del médico».

Héctor aceptó una copa llena hasta el borde con jerez seco. Brindó por «nuestra salud en general».

—Pero no por la salud nacional, ¿eh, Héctor? —añadió Colin, y le explicó a Rebus que Héctor era dentista.

—Particular —añadió Cassidy.

—Que es —replicó Héctor— lo que se supone que es este club. Privado. Los asuntos privados de los miembros no son asunto nuestro.

—Lo que explica —conjeturó Rebus— que sean la coartada de Jack y Steele, ¿no es así?

Héctor se limitó a suspirar.

—Coartada es un término un poco fuerte, inspector. Como socios del club, se les permite reservar y cancelar con poca anticipación.

—¿Es lo que pasó?

—Sí, algunas veces.

—Pero ¿no todas?

—Juegan de vez en cuando.

—¿Con qué frecuencia?

—Tengo que comprobarlo.

—Más o menos una vez al mes —dijo Bill el Camarero. Sostuvo el paño como si fuese un talismán.

—Así que —continuó Rebus— cancelan tres de cada cuatro veces. ¿Cómo lo hacen?

—Por teléfono —respondió Héctor—. Por lo general, el señor Jack. Siempre con muchas disculpas. Asuntos de trabajo… o el señor Steele está enfermo… o, bueno, había muchas razones.

—Excusas, querrás decir —dijo Cassidy.

—A ver, algunas veces Gregor se presenta igualmente —señaló Bill—, ¿no es así?

Colin admitió que así era.

—Una vez salí a jugar con él un miércoles cuando Steele no se presentó.

—O sea —dijo Rebus—, que el señor Jack viene al club con más frecuencia que el señor Steele.

Hubo más asentimientos. Algunas veces cancelaba, luego aparecía. No jugaba, se quedaba sentado en el bar. No al contrario: Steele nunca se presentaba sin Jack. ¿Y el miércoles en cuestión, el miércoles que le interesaba a Rebus?

—Llovió a cántaros —explicó Colin—. No recuerdo que ningún gilipollas saliera aquel día. Y mucho menos esos dos.

—Entonces, ¿cancelaron?

—¡Oh!, sí, cancelaron. Y no, ni siquiera se presentó el señor Jack. No ese día, ni desde entonces.

La pausa se había acabado. Los miembros estaban entrando, ya fuese para una copa rápida antes de comenzar o para una copa rápida antes de irse a casa. Se acercaron al pequeño grupo, estrecharon manos, intercambiaron historias, y el grupo comenzó a fragmentarse, hasta que solo quedaron Rebus y Héctor. El dentista apoyó una mano en el brazo de Rebus.

—Una cosa más, inspector —dijo.

—¿Sí?

—Espero que no crea que soy un entrometido.

—¿Sí?

—Debería de hacerse una revisión dental.

—Es lo que me han dicho, señor —asintió Rebus—. Es lo que me han dicho. Por cierto, espero que no crea que soy un entrometido…

—¿Sí, inspector?

Rebus se inclinó hacia el hombre, para susurrarle algo al oído.

—Haré lo imposible para conseguir que le acusen de obstrucción. —Dejó la copa vacía en la barra.

—Salud —brindó Bill el Camarero. Cogió la copa, la lavó en la máquina y la colocó en el escurridor de plástico. Cuando miró de nuevo, Héctor seguía allí, donde lo había dejado el policía, con la copa de jerez rígida en la mano.

—Me dijo el viernes —comentó Rebus— que se estaba desprendiendo de lo que no necesitaba.

—Sí.

—Entonces, ¿debo entender que necesitaba la coartada para la partida de golf?

—¿Qué?

—Su recorrido semanal con su amigo Ronald Steele.

—¿Qué pasa?

—Es curioso, yo declaro y usted formula las preguntas. Debería ser al revés.

—¿Debería?

Gregor Jack parecía una víctima de guerra que aún oía y veía la batalla. No importaba lo lejos que estuviese del frente. Los periodistas seguían delante de la verja, mientras Ian Urquhart y Helen Greig continuaban dentro. Los sonidos de una impresora en marcha llegaban del lejano despacho trasero. Urquhart estaba encerrado allí con Helen. Otro día, otro comunicado de prensa.

—¿Necesito un abogado? —preguntó Jack ahora, con los ojos oscuros e insomnes.

—Es algo que debe decidir usted. Solo quiero saber por qué nos mintió sobre el partido de golf.

Jack tragó saliva. En la mesa había una botella de whisky vacía y tres tazas de café, igualmente vacías.

—La amistad, inspector —comenzó—, es… era…

—¿Una excusa? Necesita más que excusas, señor. Lo que necesito, ya mismo, son hechos. —Pensó en Héctor mientras decía la palabra—. Hechos —repitió.

Pero Jack continuaba murmurando algo sobre la amistad. Rebus se levantó con torpeza de la incómoda silla blanca. Se acercó al diputado. ¿Diputado? Este no era un diputado. Este no era Gregor Jack. ¿Dónde estaba su confianza, su carisma? ¿Dónde estaba el rostro sincero y la voz clara y honesta? Era como una de aquellas salsas que se preparan en los programas de cocina: reducir, reducir y reducir…

Rebus acercó las manos y lo sujetó por los hombros. Lo sacudió de verdad. Jack lo miró sorprendido. La voz de Rebus era fría y penetrante como la lluvia.

—¿Dónde estaba usted el miércoles?

—Estaba… yo… estaba… en ninguna parte. En ninguna parte en realidad. En todas partes.

—En todas partes excepto donde se suponía que estaba.

—Salí a dar una vuelta en coche.

—¿Por dónde?

—Por la costa. Creo que acabé en Eyemouth, uno de aquellos pueblos de pescadores, en algún lugar así. Llovía. Caminé a lo largo del mar. Caminé mucho. Conduje tierra adentro. Por todas y ninguna parte. —Comenzó a cantar—. «Estás en todas y ninguna parte, nena». —Rebus lo sacudió de nuevo y él se calló.

—¿Alguien le vio? ¿Habló con alguien?

—Entré en un bar… Dos bares. Uno en Eyemouth, otro en alguna parte.

—¿Por qué? ¿Dónde estaba… Suey? ¿Qué estaba haciendo?

—Suey. —Jack sonrió al decir el nombre—. El viejo Suey. Amigos, verá, inspector. ¿Dónde estaba él? Estaba donde siempre está, con alguna mujer. Soy su tapadera. Si alguien pregunta, estamos jugando al golf. Y algunas veces lo estamos. Pero el resto del tiempo, le cubro. No es que me importe. Es agradable de verdad disponer de ese tiempo para mí mismo. Voy a mi aire, camino… pienso.

—¿Quién es la mujer?

—¿Qué? No lo sé. Ni siquiera estoy seguro de que sea una…

—¿No se le ocurre ninguna candidata?

—¿Quién? —Jack parpadeó—. ¿Se refiere a Liz? ¿Mi Liz? No, inspector, no. —Sonrió por un momento—. No.

—De acuerdo, ¿qué me dice de la señora Kinnoul?

—¿Gowk? —Ahora se rio—. ¿Gowk y Suey? Quizá cuando tenían quince años, inspector, pero no ahora. ¿Ha visto a Rab Kinnoul? Es como una montaña. Suey no se atrevería.

—Quizá Suey tenga la bondad de decírmelo.

—Se disculpará, ¿verdad? Dígale que tuve que decírselo.

—Le agradecería mucho —respondió Rebus, con una expresión seria— que pensase en aquella tarde. Intente recordar dónde se detuvo, los nombres de los bares, a cualquiera que pueda recordar haberlo visto. Escríbalo todo.

—Como una declaración.

—Solo como una ayuda para recordar. A menudo es mejor cuando uno escribe las cosas.

—Es verdad.

—Mientras tanto, tendré que pensar si le acuso de obstrucción.

—¿Qué?

Se abrió la puerta. Era Urquhart. Entró y cerró la puerta.

—Ya está hecho —anunció.

—Bien —dijo Jack, indiferente. Urquhart también parecía estar aguantando a duras penas. Sus ojos estaban fijos en Rebus, incluso cuando hablaba con su patrón.

—Le dije a Helen que imprimiese cien copias.

—¿Tantas? Bueno, lo que tú creas conveniente, Ian.

Ahora Urquhart miró hacia Gregor Jack. «Él también quiere sacudirle», pensó Rebus. «Pero no lo hará».

—Tienes que ser fuerte, Gregor. Tienes que parecer fuerte.

—Tienes razón Ian. Sí, parecer fuerte.

«Como el papel higiénico mojado», pensó Rebus. «Como una plaga de polillas. Como los huesos de un viejo».

Ronald Steele era un hombre difícil de encontrar. Rebus incluso fue a su casa. Un bungaló en el límite de Morningside. Ninguna señal de vida. Rebus continuó intentándolo el resto del día. Al cuarto tono se activaba el contestador. A las ocho, dejó de intentarlo. Lo que no quería era que Gregor Jack avisase a Steele de que su historia se estaba deshaciendo como un cubito de hielo en agua caliente. De haber tenido los medios, hubiese mantenido ocupado el contestador de Steele toda la noche. Pero, en cambio, sonó su teléfono. Estaba en el apartamento de Marchmont, tumbado en su silla, sin nada de comer o de beber, ni nada que apartase su mente del caso.

Sabía quién llamaba: Patience. Se estaría preguntando cuándo pensaba aparecer, si pensaba hacerlo. Ella estaría preocupada, nada más. Habían pasado el fin de semana juntos: compras el sábado por la tarde, una película por la noche. Una excursión a Cramond el domingo. Vino y backgammon el domingo por la noche. Poco frecuente… descolgó.

—Rebus.

—Jesús, sí que eres difícil de encontrar. —Era una voz de hombre. No era Patience. Era Holmes.

—Hola, Brian.

—Llevo llamándote desde hace horas. Siempre comunicas. O no atiendes. Tendrías que tener un contestador.

—Tengo un contestador. Solo que a veces me olvido de conectarlo. De todas maneras, ¿qué quieres? No me digas que ahora te dedicas a la televenta. ¿Cómo está Nell?

—Tan bien como puede sin estar embarazada.

—Entonces dio negativo.

—Estoy seguro de que sí.

—Quizá la próxima vez, ¿eh?

—Escucha, gracias por tu interés, pero no llamo por eso. Pensé que querrías saberlo. Tuve una conversación muy interesante con el señor Pond.

«También conocido como Tampón», pensó Rebus.

—¿Sí?

—No te lo vas a creer… —dijo Brian Holmes. Por una vez, tenía razón.