8
RENCOR Y MALICIA
¿John Rebus recibido como un héroe? No. Hubo quienes sentían que solo había aumentado el caos del caso. Quizá lo había hecho. El comisario Watson, por ejemplo, aún consideraba que William Glass era el hombre al que buscaban. Se sentó y escuchó el informe de Rebus, mientras el inspector jefe Lauderdale se balanceaba en otra silla, y algunas veces miraba pensativo el techo; otras, observaba la raya inmaculada de la pernera del pantalón. Era viernes por la mañana. Se olía el café en el aire. También había café circulando por el sistema nervioso de Rebus. Hablaban y Watson le interrumpía de vez en cuando, le hacía preguntas en una voz tan fina como una menta después de cenar. Al final, formuló la pregunta obvia.
—¿Cómo interpretas todo esto, John?
Rebus le dio la respuesta obvia; y, sin embargo, la única sincera.
—No lo sé, señor.
—A ver si nos aclaramos —dijo Lauderdale, que apartó la mirada de la raya del pantalón—. Ella está en la cabina de teléfono. Se encuentra con un hombre en un coche. Discuten. El hombre se marcha. Ella se queda allí un tiempo. Llega otro coche, quizás el mismo. Otra discusión. El coche se marcha y ella deja el suyo en el área de descanso. Lo siguiente que sabemos de ella es que aparece en el río junto a la casa de un amigo de su esposo. —Lauderdale hizo una pausa como si invitase a Rebus a que le contradijese—. Todavía seguimos sin saber cuándo o dónde murió, solo que consiguió acabar en Queensferry. ¿Dices que la esposa del actor es una vieja amiga de Gregor Jack?
—Sí.
—¿Algún indicio de que fueran algo más que amigos?
Rebus se encogió de hombros.
—No, que yo sepa.
—¿Qué pasa con el actor, Rab Kinnoul? ¿Quizás él y la señora Jack…?
—Quizá.
—Conveniente, ¿verdad? —dijo el comisario, que se levantó para servirse otra taza de la muerte negra—. Si el señor Kinnoul alguna vez quiso despojarse de un cadáver, qué mejor lugar que su propio río de corriente rápida, que desemboca en el mar; y el cuerpo aparecería semanas más tarde, o quizá nunca. Él siempre ha interpretado asesinos en la televisión y en el cine. Quizá se le subió todo a la cabeza.
—Excepto —dijo Lauderdale— que Kinnoul estuvo reunido todo el miércoles.
—¿Y el miércoles por la noche?
—En casa con su esposa.
Watson asintió.
—De nuevo volvemos a la señora Kinnoul. ¿Puede ser que mienta?
—Desde luego él la tiene bien sujeta —señaló Rebus— y ella toma toda clase de antidepresivos. Me sorprendería si pudiese distinguir entre la noche del miércoles en casa en Queensferry y el 12 de julio en Londonderry.
Watson sonrió.
—Bien dicho, John, pero atengámonos a los hechos.
—Que son muy pocos —afirmó Lauderdale—. Me refiero a que todos sabemos quién es el candidato obvio: el marido de la señora Jack. Ella se entera de que le han pillado con los pantalones bajados en un prostíbulo, se pelean, quizás él no tiene la intención de matarla, pero la golpea. Lo siguiente es que ella está muerta.
—Le pillaron con los pantalones puestos —le recordó Rebus a su superior.
—Además —añadió Watson—, el señor Jack también tiene sus coartadas. —Leyó de una hoja—. Reunión en la circunscripción electoral por la mañana. Partida de golf por la tarde: corroborado por su compañero de juego y verificado por el detective Broome. Luego una cena donde hizo un discurso ante ochenta o pocos más destacados miembros de la comunidad empresarial de Edimburgo centro.
—Y conduce un Saab blanco —precisó Rebus—. Necesitamos comprobar los colores de los coches de todos los involucrados en el caso, de todos los amigos del señor y de la señora Jack.
—Ya se lo he encargado al sargento Holmes —dijo Lauderdale—. Y los forenses dicen que tendrán un informe sobre el BMW por la mañana. Sin embargo, tengo otra pregunta. —Se volvió hacia Rebus—. La señora Jack, al parecer, estuvo en el norte durante algo así como una semana. ¿Se alojó todo el tiempo en Deer Lodge?
Rebus tuvo que reconocerle el mérito a Lauderdale. El capullo llevaba hoy puesta la gorra de pensar. Watson asentía como si él mismo hubiese estado a punto de formular la misma pregunta, pero, por supuesto, no lo había hecho. Rebus, sin embargo, sí lo había pensado.
—No lo creo —respondió—. Creo que pasó ahí algún tiempo, de lo contrario, ¿cómo estaban allí los dominicales y la maleta verde? ¿Pero estuvo una semana? Lo dudo. No había señales de que hubiesen cocinado en los últimos días. Toda la comida, las cajas y cosas que encontré eran de una fiesta u otra. Hubo un intento de despejar el suelo de la sala de estar, como si una persona o quizá dos se hubiesen sentado a tomar una copa. Pero lo mismo se remonta también a la última fiesta. Supongo que podríamos preguntárselo a los invitados mientras les tomamos las huellas…
—¿Huellas? —preguntó Watson.
Lauderdale sonó como un padre exasperado.
—Para descartar, señor. Para comprobar si quedan huellas no identificadas.
—¿Eso qué nos diría? —dijo Watson.
—La cuestión es, señor —comentó Lauderdale—, que si la señora Jack no se quedó en Deer Lodge, entonces, ¿quién estaba con ella y dónde se alojó? ¿Estuvo en el norte todo el tiempo?
—Ah… —dijo Watson, que asintió de nuevo como si lo comprendiese todo.
—Visitó a Andrew Macmillan el sábado —añadió Rebus.
—Sí —asintió Lauderdale, que continuó con su andanada—, pero después aquel palurdo de la granja la vio el miércoles. ¿Qué pasó entre un día y otro?
—El domingo estaba en Deer Lodge con sus periódicos —dijo Rebus. Entonces entendió lo que decía Lauderdale—. ¿Cree que pudo haber vuelto al sur al leer la noticia?
Lauderdale extendió las manos y se miró las uñas.
—Es una teoría —se limitó a decir.
—Bien, tenemos un montón de malditas teorías —afirmó Watson, y descargó una palmada con una de sus manos, mucho más gordas, sobre la mesa—. Necesitamos algo concreto. Y no olvidemos a nuestro amigo Glass. Todavía queremos hablar con él. Sobre el puente Dean por lo menos. Mientras tanto… —Al parecer intentaba pensar en algún camino que pudiesen seguir, en alguna instrucción o inspiración que pudiese dar. Pero renunció y volvió a tomar su café—. Mientras tanto —dijo por fin, mientras Rebus y Lauderdale esperaban que impartiese su sabiduría—, tengan cuidado ahí afuera.
«El viejo realmente está mostrando ahora su edad», pensó Rebus, mientras esperaba para seguir a Lauderdale fuera de la oficina. Había pasado mucho, mucho tiempo desde Canción triste de Hill Street. En el pasillo, después de cerrar la puerta, Lauderdale sujetó el brazo de Rebus. Su voz era un susurro excitante.
—Al parecer el comisario está en su camino de salida, ¿no? No puede pasar mucho tiempo, antes de que los jefazos vean lo que está pasando y le den boleto. —Intentaba contener su alegría. «Sí», pensaba Rebus, «una o dos metidas de pata muy públicas era lo único que se necesitaba». Y se preguntó… se preguntó si Lauderdale era capaz de preparar una metida de pata con esa intención. Alguien había dado el soplo a los periódicos de la Operación Rastrera. ¡Jesús!, parecía que hubiera pasado tanto tiempo. Pero… ¿No se suponía que Chris Kemp estaba haciendo algunas averiguaciones al respecto? Debía acordarse de preguntarle qué había encontrado. Por lo tanto, aún quedaba mucho por hacer…
La mano de Lauderdale se estaba soltando del brazo cuando se abrió la puerta de Watson y el comisario apareció allí mirándoles a los dos. Rebus se preguntó si parecían tan culpables y conspiradores como él mismo se sentía. Entonces la mirada de Watson se posó en él.
—John —dijo—, una llamada telefónica. Era el señor Jack. Dice que te agradecería que fueses a verlo. Al parecer, hay algo que quiere hablar contigo…
Rebus apretó el timbre en la verja cerrada. La voz de Urquhart afluyó del portero automático.
—¿Sí?
—El inspector Rebus quiere ver al señor Jack.
—Sí, inspector, de inmediato estoy con usted.
Rebus miró entre los barrotes. El Saab blanco estaba aparcado fuera de la casa. Sacudió la cabeza, resignado. Algunas personas nunca aprenden. Habían enviado un reportero desde una fila de coches para preguntar quién era Rebus. Los otros reporteros y fotógrafos se refugiaban en los coches, escuchaban la radio y leían los periódicos. Se servían sopa o café de los termos. Llevaban aquí desde hacía tiempo. Y estaban aburridos. Mientras esperaban, el viento fustigaba a Rebus, se le colaba por un hueco entre la chaqueta y el cuello de la camisa, y le bajaba por el cuello como agua helada. Vio a Urquhart salir de la casa, intentando desenredar el manojo de llaves en sus manos. El reportero de reconocimiento aún permanecía junto a Rebus, inquieto, preparado para formularle a Urquhart sus preguntas.
—Yo no me molestaría, hijo —le aconsejó Rebus.
Urquhart estaba ahora en la reja.
—Señor Urquhart —le soltó el reportero—, ¿hay algo que quiera añadir a su declaración anterior?
—No —dijo Urquhart con toda tranquilidad, y abrió la reja—. Pero lo repetiré si quiere: ¡largo!
Dicho esto, con Rebus seguro al otro lado de la reja, la cerró y echó la llave, después sacudió los barrotes para asegurarse de que estaba bien cerrada. El reportero, con una sonrisa agria, corría hacia uno de los coches.
—Están asediados —comentó Rebus.
Urquhart parecía llevar una o dos noches sin dormir.
—Es diabólico —le dijo mientras caminaban hacia la casa—. Están ahí día y noche. Dios sabe qué creen que van a conseguir.
—¿Una confesión? —arriesgó Rebus. Fue recompensado con una sonrisa débil.
—Eso, inspector, nunca lo conseguirán. —La sonrisa abandonó su rostro—. Pero estoy preocupado por Gregor. Lo que le está haciendo todo esto. Está… bueno, ya lo verá usted mismo.
—¿Alguna idea del motivo de este encuentro?
—No lo quiere decir, inspector… —Urquhart se había detenido—. Está muy frágil, me refiero que puede decir cualquier cosa. Solo espero que usted pueda distinguir la verdad de la fantasía. —Volvió a caminar.
—¿Todavía continúa aguándole el whisky? —preguntó Rebus.
Urquhart le calibró con la mirada, luego asintió.
—Esa no es la respuesta, inspector. No es lo que necesita. Necesita amigos.
Andrew Macmillan también había hablado de los amigos. Rebus quería hablar con Jack de Andrew Macmillan. Pero tenía prisa. Hizo una pausa junto al Saab y Urquhart tuvo que detenerse también.
—¿Qué pasa?
—¿Sabe? —dijo Rebus—, siempre me han gustado los Saab, pero nunca he tenido el dinero para comprarme uno. ¿Cree que el señor Jack me permitiría sentarme un minuto al volante?
Urquhart pareció que no sabía qué responder. Acabó haciendo un gesto a medio camino entre un encogimiento de hombros y una sacudida de cabeza. Rebus probó la puerta del conductor. Estaba abierta. Se sentó en el asiento y apoyó las manos en el volante, y dejó la puerta abierta para que Urquhart pudiese estar allí y mirar.
—Muy cómodo —comentó Rebus.
—Eso creo.
—Entonces, ¿usted nunca lo ha conducido?
—No.
—¡Ah! —Rebus miró a través del parabrisas, luego al asiento del pasajero y al suelo—. Sí, bien diseñado, cómodo. Mucho espacio, ¿eh? —Se volvió en el asiento, retorciendo todo el cuerpo para mirar el suelo trasero—. Hay mucho espacio —opinó—. Es precioso.
—¿Quizá Gregor le dejara dar una vuelta?
Rebus le miró, entusiasmado.
—¿Usted cree? Me refiero a cuando todo esto se haya acabado, por supuesto. —Comenzó a salir del coche. Urquhart resopló.
—¿Acabado? Esta clase de asuntos no se acaban; no cuando eres un diputado. El prostíbulo… las alegaciones en los periódicos ya eran de por sí perjudiciales, pero un asesinato. No. —Sacudió la cabeza—. Esto no se acabará, inspector. No es un chubasco, es un baño de barro. Y el barro se pega.
Rebus cerró la puerta.
—Un bonito sonido compacto cuando la cierra, ¿verdad? ¿Hasta qué punto conocía a la señora Jack?
—Bastante bien. Solía verla casi cada día.
—¿Pero ella y el señor Jack llevaban vidas separadas?
—Yo no diría tanto. Estaban casados.
—¿Enamorados?
Urquhart lo pensó un momento.
—Yo diría que sí.
—¿A pesar de todo? —Rebus caminaba ahora alrededor del coche, como si estuviese por decidir si lo compraba o no.
—No creo haberle entendido.
—Oh, ya sabe, diferentes clases de amigos, diferentes estilos de vida, vacaciones separadas…
—Gregor es un diputado, inspector. No siempre se puede marchar cuando se le antoja.
—Mientras que —dijo Rebus— la señora era… ¿Cómo lo diría? ¿Espontánea? ¿Quizás, incluso, imprevisible? ¿De la clase que dice venga vámonos?
—En realidad, sí, eso es bastante acertado.
Rebus asintió y tocó la tapa del maletero.
—¿Qué tal para cargar cosas?
El propio Urquhart se adelantó y abrió el maletero.
—¡Dios! —dijo Rebus—, sí, hay mucho espacio, es muy profundo, ¿no?
También estaba inmaculado. Ni barro, ni rozaduras, ni restos de tierra. Como si nunca hubiese sido utilizado. En el interior había un pequeño bidón de gasolina de reserva, un triángulo rojo de advertencia y medio juego de palos de golf.
—Le gusta el golf, ¿verdad?
—¡Oh, sí!
Rebus cerró el maletero.
—Nunca le he encontrado el atractivo. La bola es demasiado pequeña y el recorrido es demasiado largo. ¿Entramos?
Gregor Jack estaba como si hubiese ido al infierno y vuelto en un autobús municipal. Era probable que se hubiese peinado ayer o anteayer, y se hubiese cambiado de ropa entonces por última vez. Se había afeitado, pero había pequeñas clapas negras que la maquinilla se había saltado. No se molestó en levantarse cuando Rebus entró en la habitación. Rebus saludó con un gesto y él hizo otro con la copa hacia la silla vacía, una de las infames sillas blancas. Rebus se acercó con cuidado.
Había whisky en la copa de Jack y una botella, con solo un cuarto dentro, en la alfombra, a su lado. La habitación parecía sin airear y sin barrer. Jack bebió un sorbo y luego utilizó el borde de la copa para rascarse el dedo enrojecido.
—Quiero hablar con usted, inspector Rebus.
Rebus se sentó, y comenzó a hundirse, a hundirse…
—¿Sí, señor?
—Quiero decir algunas cosas de mí… y quizá de Liz también, con algunos rodeos.
Era otro discurso preparado. Una apertura muy bien pensada. Solo estaban ellos dos en la habitación. Urquhart había dicho que iba a hacer café. Rebus, todavía nervioso desde su reunión con Watson, había pedido té. Helen Greig estaba en su casa. Su madre había enfermado «de nuevo», como había dicho Urquhart antes de ir a la cocina. Mujeres fieles: Helen Greig y Cath Kinnoul. Leales hasta el final. ¿Y Elizabeth Jack? Quizá fiel como un perrito… ¡Dios!, era algo terrible de pensar. Sobre todo de los muertos, sobre todo de una mujer a la que nunca había conocido. Una mujer a la que le gustaba que la atasen a los postes de la cama para un…
—No tiene nada que con… bueno, no lo sé, quizá sí. —Jack hizo una pausa para reflexionar—. Verá, inspector, no puedo evitar sentir que si Liz leyó las noticias, que si la alteraron, entonces quizás hizo algo… o quizá se mantuvo apartada… y quizá… —Se levantó de un salto y fue hacia la ventana, para mirar a la nada—. Lo que estoy intentando decir es, ¿qué pasa si soy responsable?
—¿Responsable, señor?
—Del asesinato de Liz. Si hubiésemos estado juntos, juntos aquí, quizá nunca hubiese ocurrido. No tendría que haber ocurrido. ¿Ve lo que quiero decir?
—No sirve de nada culparse, señor…
Jack se volvió hacia él.
—Pero eso es. Me culpo a mí mismo.
—¿Por qué no se sienta, señor Jack…?
—Gregor, por favor.
—De acuerdo… Gregor. Ahora, ¿por qué no se sienta y se tranquiliza?
Jack hizo lo que se le decía. El luto afectaba de distinta manera a cada uno. Los débiles se volvían fuertes y los fuertes, débiles. Ronald Steele había arrojado libros. Gregor Jack se había vuelto… patético. Se rascaba de nuevo el dedo.
—Pero es todo tan irónico —señaló.
—¿Qué es? —Rebus deseó que el té llegase cuanto antes. Quizá Jack se controlaría en presencia de Urquhart.
—Aquel prostíbulo… —dijo Jack, y miró a Rebus directamente a los ojos—. Es allí donde comenzó todo. Y la razón por la que estaba allí…
Rebus se sentó en el borde de la silla.
—¿Por qué estaba usted allí, Gregor?
Gregor Jack hizo una pausa, luego tragó saliva y pareció respirar mientras pensaba si podría responder o no. Después contestó.
—Para ver a mi hermana.
Se hizo el silencio en la habitación, tan profundo que Rebus oía el tic tac de su reloj. Entonces se abrió la puerta.
—El té —dijo Ian Urquhart, y entró en la habitación.
Rebus, que había estado tan ansioso por la aparición de Urquhart, no veía la hora de que se fuera. Se levantó de la silla y fue hasta la chimenea. La tarjeta de la Jauría seguía allí, pero ahora le hacían compañía más de una docena de tarjetas de condolencias: algunas de otros diputados, algunas de familiares y amigos, algunas del público.
Urquhart pareció intuir la atmósfera en la habitación. Dejó la bandeja en la mesa, y, sin decir palabra, se retiró. La puerta no había acabado de cerrarse cuando Rebus preguntó:
—¿Qué quiere decir con su hermana?
—Solo eso. Mi hermana trabajaba en aquel prostíbulo. Al menos, yo lo sospechaba. Me lo habían dicho. Pensé que quizá fuera una broma. Una broma pesada. Quizás una trampa, para llevarme al prostíbulo. Una trampa y un engaño. Lo pensé mucho y a fondo antes de ir, pero, así y todo, fui. Él parecía tan seguro.
—¿Quién?
—El que llamaba. He estado recibiendo llamadas… —Ah, sí, Rebus había querido preguntarle—. Cuando me ponía al teléfono, ya había colgado. Pero una noche esperó a que contestara y me dijo: «Su hermana está trabajando en un prostíbulo de la Ciudad Nueva». Me dio la dirección y dijo que si iba alrededor de la medianoche estaría comenzando su turno. —Las palabras eran como una comida que no le gustaba, servida en un banquete, así que no se atrevía a escupirla, sino que tenía que continuar masticando y hacer lo imposible para no tragar… Tragó—. Así que fui y ella estaba allí. El que llamó había dicho la verdad. Yo intentaba hablar con ella cuando llegó la policía. Pero también era una trampa. Los periodistas estaban allí.
Rebus recordó a la mujer de la cama, cómo había agitado las piernas en el aire, cómo se había levantado la camiseta para que los fotógrafos vieran…
—¿Por qué no dijo nada en su momento, Gregor?
Jack soltó una risa estridente.
—Las cosas ya estaban suficientemente mal como estaban. ¿Hubiese sido mejor que le hubiese dicho a todo el mundo que mi hermana es una puta?
—Entonces, ¿por qué me lo dice ahora?
La voz de Jack era calma.
—A mí me parece, inspector, que estoy con el agua al cuello. Solo me estoy librando de lo que no necesito.
—Entonces, lo tiene que saber, señor… desde el primer momento… alguien le está tendiendo una trampa para derrumbarle.
Jack sonrió.
—¡Oh, sí!
—¿Alguna idea de quién puede ser? Me refiero a algún enemigo.
De nuevo, la sonrisa.
—Soy un diputado, inspector. Lo fascinante es que tenga algún amigo.
—¡Ah, sí!, la Jauría. ¿Podría ser alguno de ellos…?
—Inspector, me he estrujado el cerebro y no estoy más cerca de descubrirlo. —Miró a Rebus—. Soy sincero.
—¿No reconoció la voz de la persona que llamaba?
—Era muy ronca. Áspera. Lo más probable, un hombre, pero, para serle sincero, también podría haber sido una mujer.
—Vale. ¿Qué pasa con su hermana? Hábleme de ella.
No era un relato muy largo. Se había marchado de casa muy joven y nunca habían vuelto a saber de ella. A lo largo de los años habían llegado vagos rumores de Londres y sobre una boda, pero eso era todo. Luego la llamada telefónica…
—¿Cómo pudo saberlo la persona que llamaba? ¿Cómo pudieron descubrirlo?
—Eso sí que es un misterio, porque nunca le hablé a nadie de Gail.
—¿Pero sus compañeros de escuela la conocían?
—Muy pocos, supongo. Dudo que alguno la recuerde. Iba dos cursos por detrás nuestro.
—¿Cree que puede haber vuelto en busca de venganza?
Jack le mostró las manos.
—¿Venganza por qué?
—Entonces, celos.
—¿Por qué no me llamó sin más?
Tenía razón. Rebus se dijo que tenía que localizarla, siempre que aún estuviese por aquí.
—¿No ha vuelto a saber nada más de ella desde entonces?
—Ni antes, ni desde entonces.
—¿Por qué quería verla, Gregor?
—En primer lugar, porque estaba interesado de verdad. —Se interrumpió.
—¿Y en segundo?
—En segundo lugar… no lo sé, quizá para convencerla de que abandonase lo que estaba haciendo.
—¿Por el bien de ella o por el suyo?
Jack sonrió.
—Tiene razón, por supuesto, es malo para la imagen tener a una hermana en el juego.
—Hay peores formas de prostitución que trabajar de puta.
Jack asintió, impresionado.
—Muy profundo, inspector. ¿Puedo utilizarlo en uno de mis discursos? No es que vaya a dar muchos a partir de ahora. Lo mire por donde lo mire, mi carrera va cuesta abajo.
—Nunca renuncie, señor. Piense en Robert the Bruce.
—¿Y la araña? Detesto las arañas. También Liz. —Se detuvo—. Liz las detestaba.
Rebus quería seguir avanzando. Con la cantidad de whisky que Jack había bebido, podía desplomarse en cualquier momento.
—¿Puedo preguntarle por la última fiesta en Deer Lodge?
—¿Qué pasa con la fiesta?
—Para empezar, ¿quién había?
Utilizar la memoria pareció devolverle la sobriedad. No es que pudiese añadir mucho a lo que Barney Byars ya le había dicho a Rebus. Había sido una velada de charla y bebida, seguida de una excursión matinal por una montaña cercana, comida —en el Heather Hoose— y de vuelta a casa. Solo se arrepentía de haber invitado a Helen Greig.
—No estoy seguro que viese a cualquiera de nosotros bajo una luz decente. Barney Byars estaba haciendo imitaciones de elefante, cuando te sacas los bolsillos de los pantalones hacia fuera y…
—Sí, lo sé.
—Bueno, Helen participó bastante, pero de todas maneras…
—Una buena chica, ¿verdad?
—De la clase con la que mi madre hubiese querido que me casase.
«La mía también», pensó Rebus. El whisky no solo estaba aflojando la lengua de Jack. También aflojaba su acento. El pulido desaparecía deprisa y dejaba la madera desnuda de ciudades como Kirkcaldy, Leven, Methil.
—Así que la fiesta fue hace dos semanas, ¿no?
—Hace tres semanas. Llevábamos aquí cinco días cuando Liz decidió que necesitaba unas vacaciones. Hizo la maleta y se marchó. Nunca la volví a ver… —Levantó un puño y descargó un puñetazo en el cuero suave del sofá, sin emitir casi un sonido, ni dejar una marca visible—. ¿Por qué me están haciendo esto? Soy el mejor diputado que ha tenido esta circunscripción. No crea en mi palabra. Vaya y hable con ellos. Vaya a un pueblo minero, a una granja, a una fábrica o a una puta reunión de té. Le dirán lo mismo: bien hecho, Gregor, continúa con el trabajo. —Se había levantado; tenía los pies bien firmes en el suelo pero el resto del cuerpo se bamboleaba—. Continúe con su buen trabajo, el trabajo duro. ¡El trabajo duro! Es un trabajo duro de mierda, se lo puedo decir. —Su voz se alzaba cada vez más—. ¡Me he pelado los cojones por ellos! Ahora alguien está intentando joder mi vida desde algún puesto muy alto. ¿Por qué yo? ¿Por qué yo? Liz y yo… Liz…
Urquhart golpeó dos veces antes de asomar la cabeza por la puerta.
—¿Todo en orden?
Jack exhibió la grotesca máscara de una sonrisa.
—Todo en orden, Ian. Escuchando detrás de la puerta, ¿eh? Bien, no quiero que te pierdas ni una palabra.
Urquhart miró a Rebus. El inspector asintió: todo está en orden, de verdad que sí. Urquhart se retiró y cerró la puerta. Gregor Jack se dejó caer en el sofá.
—Estoy estropeándolo todo —continuó y se frotó el rostro con la mano—. Ian es tan buen amigo…
Amigos.
—Creo que no solo recibió llamadas anónimas —dijo Rebus.
—¿Qué?
—Alguien mencionó algo de unas cartas.
—Oh… oh, sí, cartas. Cartas de algún loco.
—¿Todavía las tiene?
Jack sacudió la cabeza.
—No valía la pena guardarlas.
—¿Dejó que alguien las viese?
—No valía la pena leerlas.
—¿Qué decían, Jack?
—Gregor —le recordó Jack—. Por favor, llámeme Gregor. ¿Qué había en ellas? Basura, tonterías. Delirios…
—No lo creo.
—¿Qué?
—Alguien me dijo que no permitió que nadie las abriese. Pensó que podían ser cartas de amor.
Jack soltó una carcajada.
—¡Cartas de amor!
—Yo tampoco creo que lo fuesen. Pero a mí me sorprende, ¿cómo pudo Ian Urquhart o alguien más saber qué cartas debían entregarle sin abrir? ¿La letra? Es difícil saberlo, ¿verdad? No, tenía que ser por el matasellos. Por el sobre. Le diré de dónde venían, señor Jack. Venían de Duthil. Venían de su viejo amigo Andrew Macmillan. Y no eran delirios, ¿verdad? No eran tonterías, ni basuras. Le pedía que hiciese algo sobre los tratamientos en los hospitales especiales. ¿No es así?
Jack se sentó y observó su vaso con una expresión petulante en la boca, como un niño al que han pillado.
—¿No es así?
Jack asintió. Rebus también. Era embarazoso tener una hermana prostituta. Pero ¿hasta qué punto era mucho más embarazoso tener a un viejo amigo asesino? Y para colmo, loco. Gregor Jack había trabajado duro para formar su imagen pública. Y todavía más para preservarla. Corría de un lado para otro con su falsa sonrisa de sinceridad y su apretón de manos lo bastante fuerte para la ocasión. Trabajaba duro en su circunscripción, trabajaba duro en público. Pero su vida privada… bueno, Rebus no se la hubiera cambiado. Era un desastre. Y lo que la hacía tan desastrosa era que intentara ocultarla. No tenía esqueletos en el armario: tenía un crematorio.
—Quería que comenzase una campaña —murmuraba Jack—. No podía hacerlo. ¿Por qué comenzó esta cruzada, señor Jack? Para ayudar a un viejo amigo. ¿Qué viejo amigo, señor Jack? El que decapitó a su esposa. Ahora, si me perdona. ¡Ah!, y, por favor, recuerde votarme en las próximas elecciones… —Comenzó a reírse con una risa de borracho, casi maníaca, casi llorando. Por fin se convirtió en llanto, las lágrimas rodando por sus mejillas, cayendo en la copa que todavía sujetaba.
—Gregor —dijo Rebus en voz baja. Repitió el nombre una y otra vez, siempre en voz baja. Jack contuvo las lágrimas y le miró extraviado—. Gregor —preguntó Rebus—, ¿mató usted a su esposa?
—No —respondió él—. No. No maté a mi esposa.
No, porque Williams Glass la había matado. Había matado a la mujer del puente Dean y había matado a Elizabeth Jack. Rebus se había perdido todo el jaleo. Había vuelto a la ciudad sin enterarse de lo ocurrido. Había subido los escalones de la comisaría de Great London Road sin saberlo. Había entrado a una oficina convertida en un clamor nervioso. ¡Jesús!, ¿qué significaba todo esto? ¿Que la comisaría iba a continuar abierta? ¿No se había traslado a Saint Leonard? Lo que significaba, si recordaba bien su apuesta, que se instalaría con Patience Aitken. Pero no. No tenía nada que ver con que la comisaría continuase abierta o fuera reducida a escombros. Era William Glass. Un agente lo había encontrado durmiendo entre los cubos de basura, detrás de un supermercado, en Barnton. Estaba bajo custodia. Hablaba. Le estaban dando sopa e innumerables tazas de té y cigarrillos. Y él hablaba.
—¿Pero qué dice?
—Dice que las mató. A las dos.
—¿Dice qué?
Rebus comenzó a calcular. Barnton… no muy lejos de Queensferry si lo pensaba. Ellos creían que se había dirigido al norte o al oeste pero, de hecho, había comenzado a arrastrarse camino a la ciudad… si es que alguna vez había llegado tan lejos como a Queensferry.
—Admite los dos asesinatos.
—¿Quiénes están con él?
—El inspector jefe Lauderdale y el inspector Dick.
¡Lauderdale! El tipo estaría encantado. Esta sería su gran hazaña, la estocada final. Pero Rebus tenía que ocuparse de otras cosas. Para empezar, quería encontrar a la hermana de Jack. Gail Jack, claro que no se llamaría así, ¿verdad? Buscó entre las notas de la Operación Rastrera. Gail Crawley. Era ella. La habían dejado en libertad, por supuesto. Había dado una dirección en Londres. Encontró a uno de los detectives que la habían entrevistado.
—Sí, dijo que se marchaba al sur. No podíamos retenerla, ¿no? Tampoco hubiéramos querido. Solo le dimos una patada en el culo y le dijimos que no volviese por aquí nunca más. ¿No es increíble? ¡Pillar a Glass de esa manera!
—Increíble, sí —asintió Rebus. Fotocopió las notas que había junto a la foto de Gail Crawley, y garabateó unas cuantas más en la copia. Luego llamó a un viejo amigo, un viejo amigo de Londres.
—Inspector Flight al aparato.
—Hola, George. ¿Cuándo es la fiesta de la jubilación?
Se oyó una risa.
—Dímelo tú. Fuiste quien me convenció de que me quedase.
—No puedo permitir que te largues.
—¿Significa que quieres un favor?
—Un asunto oficial, George, pero me urge…
—Como siempre. De acuerdo. ¿Qué quieres?
—Dame tu número de fax y te enviaré los detalles. Si está en esa dirección, me gustaría que hablases con ella. He apuntado un par de números de teléfono. Puedes encontrarme a cualquier hora en cualquiera de los dos.
—Dos números, ¿eh? Esta vez te has metido hasta el cuello, ¿verdad?
«Hasta el cuello… me desprendo de lo que no necesito…».
—Podías decirlo así, George.
—¿Cómo es ella? —Se refería a Patience, no a Gail.
—Le gusta la vida doméstica, George. Las noches en casa, las velas y el fuego en la chimenea.
—Suena perfecto. —George Flight hizo una pausa—. Te doy, como mucho, tres meses.
—Que te follen —dijo Rebus, con una sonrisa. Flight se reía de nuevo.
—Entonces, cuatro meses —dijo—. Pero es mi última oferta.
Hecho esto, Rebus fue al centro neurálgico, el único lugar donde necesitaba apostarse: el lavabo de hombres. Se había caído parte del techo y lo habían reemplazado con un trozo de cartón marrón donde algún gracioso había dibujado un ojo enorme. Rebus se lavó las manos, se las secó, conversó con otro detective, compartió un cigarrillo. En un lavabo público le hubiesen detenido por vagancia. Estaba vagando, también, vagando con intención. Se abrió la puerta. Bingo. Era Lauderdale, un habitual de los lavabos cuando participaba en un interrogatorio.
«Mientras vas y vienes», le había dicho a Rebus, «el sospechoso suda un poco más, se pregunta qué pasa, qué se ha descubierto».
—¿Qué pasa? —le preguntó Rebus ahora. Lauderdale sonrió y se mojó la cara, se palmeó las sienes y la nuca. Parecía complacido consigo mismo. Lo preocupante es que no olía.
—Al parecer nuestro comisario puede haber acertado por una vez —admitió Lauderdale—. Dijo que debíamos concentrarnos en Glass.
—¿Confesó?
—Casi. Parece que primero está preparando su defensa.
—¿Cuál es?
—Los medios —respondió Lauderdale, mientras se secaba—. Los medios le empujaron a hacerlo. Me refiero a matar de nuevo. Dice que es lo que se esperaba de él.
—A este tipo solo le falta cantar bingo.
—No estoy poniendo ni una sola palabra en su boca, si es eso lo que estás pensando. Todo está grabado.
Rebus sacudió la cabeza.
—No, no. Me refiero a que si dice que lo hizo, entonces me parece bien. Todo en orden. Y, por cierto, fui yo quien mató a JFK.
Lauderdale se miraba en el espejo manchado. Todavía parecía triunfante, su cuello salía de la camisa de forma tal que su cabeza parecía una pelota de golf en un tee.
—Una confesión, John —afirmó—, una confesión es algo poderoso.
—¿Incluso cuando el tío ha estado durmiendo en la calle durante noches? ¿Tumbado en Brasso y acosado por los polis de Edimburgo? La confesión puede ser buena para el alma, pero a veces lo único que vale es un tazón de sopa y un poco de té caliente.
Lauderdale se arregló y luego se dirigió hacia Rebus.
—No eres más que un pesimista, John.
—Piense en todas las preguntas que Glass no puede responder. Hágale unas cuantas. ¿Cómo llegó la señora Jack a Queensferry? ¿Por qué la arrojó allí? Solo pregúnteselo, señor, estaré muy interesado en la transcripción. Creo que descubrirá que toda la conversación tiene un único sentido.
El inspector Rebus salió y dejó atrás al inspector jefe Lauderdale, que se limpiaba como una estatua que se busca las cagadas. Pareció encontrar una, porque, de pronto, frunció el entrecejo y se quedó más tiempo del que pretendía en el lavabo.
—Solo necesito un poco más, John.
Yacían en la cama juntos, solo los tres: Rebus, Patience y Lucky, el gato. Rebus imitó un acento norteamericano.
—Te doy todo lo que tengo, nena.
Patience sonrió, pero no estaba dispuesta a que la aplacaran. Acomodó las almohadas y se sentó y subió las rodillas hasta la barbilla.
—Me refiero a que necesito saber qué vas a hacer… qué vamos a hacer. No sé si estás viniendo a vivir conmigo, o marchándote.
—Entro y salgo —dijo él, en un último intento por bromear y escapar. Ella le golpeó en el hombro. Le golpeó fuerte. Él contuvo el aliento—. Me lastimo con facilidad.
—¡Yo también! —Había lágrimas en sus ojos, pero no iba a darle la satisfacción—. ¿Hay alguien más?
Él la miró sorprendido.
—No, ¿qué te hace pensar eso?
El gato se había arrastrado por la cama para colocarse en el regazo de Patience, y enganchó el edredón con las garras. Cuando se acomodó, ella comenzó a acariciarle la cabeza.
—Es que no dejo de pensar que estás a punto de decirme algo. Parece como si estuvieses reuniendo coraje para decirlo, pero que nunca lo consigues. Preferiría saberlo, sea lo que sea.
¿Qué había que saber? ¿Que todavía no se había decidido a mudarse? ¿Que todavía arrastraba la llama, si no el incendio, de Gill Templer? ¿Qué había que saber?
—Ya sabes cómo es, Patience. La vida de un policía no es algo alegre, y todo eso.
—¿Por qué tienes que involucrarte?
—¿Qué?
—En todos esos malditos casos, ¿por qué tienes que involucrarte, John? Es solo un trabajo como cualquier otro. Yo consigo olvidarme de mis pacientes durante algunas horas, ¿por qué tú no puedes?
Él le dio su única respuesta sincera de la noche.
—No lo sé.
Sonó el teléfono. Patience lo cogió del suelo y lo sostuvo entre ambos.
—¿Tuya o mía? —preguntó.
—Tuya.
Ella atendió.
—¿Hola? Sí. Soy la doctora Aitken. Sí, hola, señora Maird. ¿Está él ahora? ¿Es correcto? ¿No será solo una gripe?
Rebus consultó su reloj. Las nueve y media. Era el turno de Patience para atender las emergencias de su gremio.
—¡Ajá! —decía ella—. ¡Ajá! —decía, mientras su interlocutora continuaba hablando. Apartó el auricular por un segundo y profirió un grito silencioso hacia el techo—. De acuerdo, señora Laird. No, solo déjele estar. Estaré allí tan pronto como pueda. ¿Cuál es su dirección?
Al final de la conversación, se levantó furiosa de la cama y comenzó a vestirse.
—El marido de la señora Laird dice que esta vez se muere —comentó—. Es la tercera vez en tres meses, maldita sea.
—¿Quieres que te lleve?
—No, está bien. Iré sola. —Hizo una pausa, se acercó y le dio un beso en la mejilla—. Pero gracias por la oferta.
—De nada. —Lucky, perturbado en su descanso, ahora escarbaba en la mitad del edredón de Rebus. Rebus fue a acariciarle la cabeza, pero el gato se apartó.
—Entonces, nos vemos más tarde —dijo Patience, y le dio otro beso—. Ya hablaremos, ¿eh?
—Si tú quieres.
—Quiero. —Dicho esto se marchó. Él la oyó en la sala de estar, recogiendo sus cosas, luego la puerta principal que se abría y cerraba. El gato había dejado a Rebus y ahora investigaba la parte caliente del colchón donde había estado Patience. Rebus pensó en levantarse, luego pensó en no hacerlo. El teléfono volvió a sonar. ¿Otro paciente? Bueno, no respondería. Continuó sonando. Respondió con un hola que no le comprometía.
—Te has tomado tu tiempo —dijo George Flight—. No habré interrumpido nada, ¿verdad?
—¿Qué tienes, George?
—Bueno, tengo diarrea, ya que lo preguntas. Le echo la culpa al curry que comí anoche en Gunga’s. También tengo la información que pediste, inspector.
—¿De verdad, inspector? ¡Pues ya podrías empezar a soltarla de una puñetera vez!
Flight resopló.
—¿Este es el agradecimiento que recibo después de todo el curro que me costó?
—Todos sabemos cuál es el curro que le interesa a la Metropolitana, George. Llenarse el bolsillo.
—Calla, calla. Las líneas tienen oídos, John. En cualquier caso, la tía no está en esa dirección. Una amiga de la señorita Crawley vive allí. Pero no la ha visto desde hace semanas. Y la última noticia era que Crawley estaba en Edimburgo.
—Vaya.
—Intenté preguntarle a un par de chulos vinculados a Cross.
—¿Quién es Cross?
Flight exhaló un suspiro.
—La mujer que regenta el prostíbulo.
—¡Ah!, correcto.
—Verás, ya hemos tenido tratos con ella antes. Quizá por eso trasladó su negocio al norte. Así que hablé con un par de sus «antiguos asociados».
—¿Y…?
—Nada. Ni siquiera un descuento en un francés con azotes.
—Correcto. Bueno, gracias de todas maneras, George.
—Lo siento, John. ¿Cuándo te veremos por aquí abajo?
—¿Cuándo te veremos a ti por aquí arriba?
—No te ofendas, John, pero no hay más que salchichas cuadradas y cerveza aguada. A mí no me sienta bien.
—Te haré probar el salmón ahumado y el whisky. Buenas noches, George.
Colgó el teléfono y pensó por un momento. Luego se levantó de la cama y empezó a vestirse. El gato pareció satisfecho con esta decisión, y se estiró. Rebus buscó papel y boli y escribió una nota para Patience: «Solitario sin ti. He salido a dar una vuelta, John». Pensó en añadir unos cuantos besos… sí, sí pondría unos cuantos besos.
XXX.
Comprobó que tenía las llaves del coche y del apartamento, y dinero, y salió, sin olvidarse de cerrar con llave.
Si no lo sabes, no lo ves.
Era una noche lo bastante agradable para dar un paseo en coche. La capa de nubes mantenía la temperatura suave, pero no había ninguna señal de lluvia o viento. No era en absoluto una mala noche para un paseo en coche. Inverleith, luego Granton, una suave bajada hasta la costa. Más allá de donde había estado la habitación de William Glass… después Granton Road… luego Newhaven. Los muelles.
Si no lo sabes, no lo ves.
Era un hombre solitario que había salido a dar un paseo en coche, que conducía a poca velocidad. Ellas salían de portales sombríos, o cruzaban y volvían a cruzar por el paso de peatones, como en un desfile de moda iluminado por las farolas de sodio. Cruzaban y volvían a cruzar. Mientras, los conductores conducían despacio, todavía más despacio, más despacio. No vio nada de lo que buscaba, así que condujo a lo largo de todo Salamander Street, y después dio la vuelta. ¡Oh!, un tipo interesado. Tímido, solitario, silencioso e interesado. Conducía su viejo coche por las calles de la vida nocturna, buscando… quizá solo mirando, a menos que se sintiese tentado…
Detuvo el coche. Ella caminó elegantemente hacia él. No es que su ropa fuese elegante. Sus prendas eran vulgares y baratas: un impermeable claro, de una talla más grande; una blusa rojo fuerte debajo, y una minifalda. La minifalda, consideró Rebus, era su gran error, porque sus piernas delgadas y desnudas eran poco atractivas. Parecía tener frío: como si estuviese resfriada. Pero le saludó con una sonrisa.
—Sube —dijo él.
—Una paja, quince; una mamada, veinticinco. Treinta y cinco lo otro.
Ingenua. Podía haberla arrestado en el acto. Nunca jamás hablabas de dinero hasta asegurarte de que el cliente era legal.
—Sube —repitió. Ella tenía mucho que aprender. Ella subió. Rebus sacó su identificación—. Inspector Rebus, me gustaría hablar contigo, Gail.
—Nunca os dais por vencidos, ¿verdad? Todavía le quedaban resquicios de cockney en su habla, pero llevaba de vuelta en el norte suficiente tiempo como para que su acento nativo de Fife comenzase a reafirmarse. Unas pocas semanas más, y hablaría como el resto.
Ella tardaba en aprender.
—¿Cómo has sabido mi nombre? —acabó por preguntar—. ¿Estabas en aquella redada? Buscas un polvo gratis, ¿no es eso?
No era eso en absoluto.
—Quiero hablar de Gregor.
El color desapareció de su rostro. Solo quedó la pintura de ojos y el carmín en los labios.
—¿Quién es cuando está en casa?
—Es tu hermano. Podemos hablar en comisaría, o podemos hablar en tu apartamento, cualquiera de las dos cosas me va bien. —Ella hizo el gesto de bajar del coche. Solo fue necesario tocarla con una mano para contenerla.
—Entonces, en el apartamento —dijo ella tranquila—. Pero que no sea toda la noche, ¿vale?
Era una habitación pequeña en un piso lleno de habitaciones de alquiler. Rebus tuvo la sensación de que nunca llevaba hombres allí. Había demasiado de ella en el lugar: no era lo bastante anónimo. Para empezar, había una foto de un bebé en el tocador. Luego había recortes de periódicos clavados en las paredes, todos ellos detallando la caída de Gregor Jack. Rebus intentó no mirarlos, y, en cambio, recogió la foto.
—¡Déjala!
Lo hizo.
—¿Quién es?
—Si necesitas saberlo, soy yo. —Gail se sentó en la cama, con los brazos extendidos por detrás de la cabeza; sus piernas moteadas, cruzadas. Hacía frío en la habitación, pero no había ninguna señal de calefacción. La ropa colgaba de los cajones abiertos de una cómoda, y el suelo estaba cubierto de algodones de maquillaje—. Pues adelante con lo que tengas que preguntar.
No había ningún lugar donde sentarse, así que Rebus se quedó de pie, con las manos en los bolsillos de la chaqueta.
—¿Sabes que la única razón de la presencia de tu hermano en aquel prostíbulo fue que quería hablar contigo?
—¿Sí?
—Si se lo dijiste a alguien más…
—¿Por qué iba a hacerlo? —le espetó ella—. ¿Por qué coño iba a hacerlo? ¡No le debo ningún favor!
—¿Por qué no?
—¿Por qué no? Porque es un mariconazo lameculos. Siempre lo fue. Es así como lo consiguió. Mamá y papá siempre le prefirieron… —Su voz se apagó.
—¿Por eso te marchaste de casa?
—No es asunto tuyo por qué me marché de casa.
—¿Alguna vez quedas con alguno de tus viejos amigos?
—No tengo ningún viejo amigo.
—Volviste al norte. Debías saber que en algún momento te cruzarías con tu hermano.
Ella resopló.
—No nos movemos precisamente en los mismos círculos.
—¿No? Creía que las prostitutas siempre consideraban a diputados y jueces como sus mejores clientes.
—Para mí no son más que tíos, eso es todo.
—¿Cuánto tiempo llevas en el juego?
Ella cruzó los brazos con fuerza.
—Que te jodan. —Y de nuevo allí estaban, las casi lágrimas. Dos veces en esta noche había fracasado en hacer que una mujer llorase. Debería irse a casa y darse un baño. ¿Pero dónde estaba su casa?
—Solo una pregunta más, Gail.
—Señorita Crawley para ti.
—Solo una pregunta más, señorita Crawley.
—¿Sí?
—Alguien sabía que estabas trabajando en aquel prostíbulo. Alguien que luego se lo dijo a tu hermano. ¿Tienes alguna pista de quién pudo ser?
Hubo un momento de reflexión.
—No tengo ni idea.
Era obvio que mentía. Rebus hizo un gesto hacia los recortes.
—Sin embargo, todavía estás interesada en él, ¿verdad? Sabes que fue a verte esa noche porque se preocupa…
—No me vengas con esos rollos.
Rebus se encogió de hombros. Era un rollo. Pero si no conseguía poner a esta mujer del lado de Gregor Jack, entonces quizá nunca encontraría a quien estaba detrás de todo este horrible asunto.
—Lo que tú quieras, Gail. Escucha, si quieres hablar, estoy en la comisaría de Great London Road. —Sacó una tarjeta con su nombre y número de teléfono.
—Ya puedes esperar sentado.
—Bueno… —Rebus fue hacia la puerta, solo dio dos pasos y medio.
—Cuanto más hundido esté ese cabrón, más disfrutaré. —Pero sus palabras habían perdido fuerza. No era del todo indecisión, aunque quizás era un principio…