7

DUTHIL

Rebus telefoneó a Edimburgo para hacer su informe y pedir un día más de estancia en el norte. Lauderdale estaba tan impresionado con que hubiese encontrado el coche, que Rebus olvidó mencionarle el robo en la vivienda. Una vez llegó a casa (borracho y al volante de un vehículo, pero eso dejémoslo pasar), Alec Corbie fue arrestado y llevado a Dufftown. Rebus estaba siendo tan exigente con la policía local como nunca lo había sido nadie antes, así que el sargento Knox tuvo que desviarse de su camino al refugio y pasar primero por la granja. Parecía el hermano mayor del agente Moffat, o quizás un primo hermano.

—Quiero que los forenses se ocupen del coche —le dijo Rebus—. Es la prioridad, la casa puede esperar.

Knox se rascó la barbilla.

—Hará falta una grúa.

—Sería mejor un remolque.

—Veré qué puedo hacer. ¿Dónde quiere que lo lleven?

—A cualquier lugar seguro y con techo.

—¿El garaje de la policía?

—Servirá.

—¿Qué es lo que estamos buscando?

—Dios lo sabe.

Rebus volvió a la cocina, donde la señora Corbie estaba sentada a la mesa observando los pasteles quemados. Abrió la boca para hablar, pero se quedó callado. Ella era cómplice, por supuesto. Había mentido para proteger a su hijo. Ahora tenían al hijo, que era lo que importaba. Con la mayor discreción que pudo, Rebus dejó la granja y puso en marcha el coche. Al mirar el capó a través del parabrisas vio que una gallina le había dejado un regalito…

Fue a la comisaría de Dufftown para entrevistarse con Alec Corbie.

—Estás metido hasta el cuello, hijo. Comienza por el principio y no te olvides nada.

Rebus y Corbie estaban sentados el uno delante del otro y fumaban. El sargento Knox, apoyado en la pared detrás de Rebus, no fumaba. Corbie se había parapetado bajo una delgadísima capa de indiferencia de machito que Rebus barrió de inmediato.

—Esta es una investigación por asesinato. El coche de la víctima ha sido encontrado en tu establo. Están recogiendo las huellas digitales y si encontramos las tuyas, te voy a acusar de asesinato. Cualquier cosa que creas saber podría ayudarte, así que será mejor que hables.

Entonces, al ver el efecto de estas palabras repitió:

—Estás metido hasta el cuello, hijo. Comienza desde el principio y no te olvides nada.

Corbie cantó como el grajo negro que llevaba por apellido: no era algo agradable de escuchar, pero tenía un sonido sincero. Primero, sin embargo, pidió un paracetamol.

—Tengo un dolor de cabeza que me mata.

—Eso te pasa por beber durante el día —dijo Rebus, sabiendo que la bebida no tenía la culpa; era el dejar de beber. Trajeron los analgésicos y se los tragó con un poco de agua. Tosió un poco, luego encendió un cigarrillo. Rebus apagó el suyo. Ya no podía con ellos.

—El coche estaba en el área de descanso —comenzó Corbie—. Llevaba allí horas, así que fui y eché una ojeada. Las llaves todavía estaban puestas en el contacto. Lo puse en marcha y lo guardé en la granja.

—¿Por qué?

Alec se encogió de hombros.

—A caballo regalado… —Sonrió—. Un regalo a motor, ¿eh? —Los dos detectives no estaban impresionados—. No, bueno, era, ya sabe, como un tesoro. El que lo encuentra se lo queda.

—¿No pensaste que el propietario volvería?

Él se encogió de hombros de nuevo.

—En realidad nunca lo pensé. Lo único que supe era que habría unas cuantas miradas celosas si entraba en la ciudad al volante de un BMW.

—¿Pensabas usarlo para correr? —preguntó Knox.

—Claro.

Knox se lo explicó a Rebus.

—Llevan los coches a las carreteras secundarias y compiten entre ellos.

Rebus recordó la frase que Moffat había utilizado: chicos corredores.

—¿Entonces no viste al dueño? —preguntó.

Corbie se encogió de hombros.

—¿Eso qué significa?

—Significa quizás. Había otro coche en el área de descanso. Había una pareja en el interior que discutía. Les oía desde el patio.

—¿Qué viste?

—Solo el BMW aparcado. El otro coche estaba delante.

—¿No viste el otro coche?

—No. Pero oía los gritos, parecían un hombre y una mujer.

—¿De qué discutían?

—No tengo idea.

—¿No?

Corbie sacudió la cabeza con firmeza.

—Vale —dijo Rebus—, ¿y esto fue…?

—El miércoles. El miércoles por la mañana. Quizás hacia la hora de comer.

Rebus asintió pensativo. Habría que controlar de nuevo las coartadas.

—¿Tu madre estaba allí todo el tiempo?

—En la cocina, como siempre.

—¿Le mencionaste la discusión?

Corbie sacudió la cabeza.

—¿Para qué?

Rebus asintió de nuevo. Miércoles por la mañana: a Elizabeth Jack la habían asesinado aquel día. Una discusión en el área de descanso…

—¿Estás seguro de que era una discusión?

—He tenido unas cuantas, claro que era una discusión. La mujer chillaba.

—¿Algo más, Alec?

Corbie pareció relajarse al oír su nombre de pila. Quizá, después de todo, no estaría metido en problemas siempre que…

—Bueno, el otro coche desapareció, pero el BMW continuó allí. No puedo decir si había alguien dentro, porque los cristales están tintados. Pero sonaba la radio. Luego, por la tarde…

—¿Así que el coche estuvo allí toda la mañana?

—Eso es. Luego por la tarde…

—¿A qué hora exactamente?

—No tengo idea. Creo que daban las carreras de caballos por la tele.

—Continúa.

—Bueno, miré afuera y había otro coche aparcado. O quizás era el mismo que había vuelto.

—¿Seguías sin poder verlo?

—Lo vi mejor la segunda vez. No sé qué marca era, pero era azul, azul claro. Estoy bastante seguro.

Había que comprobar los coches. El Daimler de Jamie Kilpatrick no era azul. El Saab de Gregor Jack no era azul. El Land Rover de Rab Kinnoul no era azul.

—En cualquier caso —dijo Corbie—, hubo más gritos. Sé que venían del BMW porque subieron el volumen de la radio.

Rebus asintió apreciando a observación.

—Entonces ¿qué?

Corbie se encogió de hombros.

—Volvió a reinar el silencio. Cuando volví a mirar, el otro coche se había ido y el BMW seguía allí. Más tarde salí por el patio a dar una vuelta por el campo. Eché una mirada de cerca. La puerta del pasajero estaba entreabierta. No parecía que hubiese nadie dentro, así que crucé la carretera. Las llaves estaban puestas… —Se encogió de hombros por última vez. Lo había contado todo.

Y era todo muy interesante. ¿Otros dos coches? ¿O el coche de la mañana había vuelto por la tarde? ¿A quién había llamado Liz Jack desde la cabina? ¿De qué había estado discutiendo? Subir el volumen de la radio… ¿para ocultar una discusión, o porque en el transcurso de una pelea, la perilla se había movido? La cabeza comenzaba a dolerle de nuevo. Sugirió que tomasen un café. Trajeron tres vasos de plástico, con azúcar y un plato con cuatro galletas.

Corbie pareció relajado en la silla de respaldo recto, una pierna cruzada sobre la otra, fumándose otro cigarrillo. Hasta ahora Knox se había comido todas las galletas…

—Muy bien —dijo Rebus—, ¿qué pasa con el microondas…?

El microondas era una cosa fácil, otro tesoro encontrado junto a la carretera.

—¿No esperarás que nos creamos eso? —comentó Knox burlón. Pero Rebus podía creerlo.

—Es la verdad —dijo Corbie con toda tranquilidad—, lo crea o no, sargento Knox. Salí con el coche esta mañana y lo vi tirado en una acequia. No me lo podía creer. Alguien lo había tirado allí. Parecía en buen estado, así que pensé en llevármelo a casa.

—Pero ¿por qué lo escondiste?

Corbie se movió en la silla.

—Sabía que mamá creería que lo había robado. En cualquier caso, nunca creería que lo había encontrado. Así que decidí ocultarlo hasta que se me ocurriese alguna historia.

—Anoche hubo un robo —dijo Rebus— en Deer Lodge. ¿Lo conoces?

—Aquel diputado es el dueño, el tipo del prostíbulo.

—Entonces, sabes quién es. Creo que el microondas lo robaron de allí.

—Yo no fui.

—Lo sabremos muy pronto. Están espolvoreando el lugar en busca de huellas dactilares.

—Cuando se trata de buscar roña —comentó Corbie—, ustedes son peores que mi madre.

—No te quepa duda —dijo Rebus y se levantó—. Una cosa más, Alec. Del coche ¿qué le dijiste a tu madre?

—Poca cosa. Le dije que se lo guardaba a un amigo.

No es que se lo creyera. Pero si perdía a su hijo, también perdía la granja.

—Muy bien, Alec —dijo Rebus—, es hora de ponerlo todo por escrito. Todo lo que acabas de decirnos. El sargento Knox te ayudará. —Hizo una pausa junto a la puerta—. Luego, si no estamos contentos y no creemos que nos hayas dicho la verdad y nada más que la verdad, quizá sea el momento de hablar de lo de conducir borracho, ¿eh?

El viaje de regreso hasta la casa de la señora Wilkie era largo, y Rebus lamentó no haber alquilado una habitación en Dufftown. Sin embargo, le dio tiempo para pensar. Había hecho una llamada desde la comisaría para cambiar una cita para la mañana siguiente. Así que tenía el resto del día libre. Las nubes estaban bajas sobre las colinas. Se había acabado el buen tiempo. Así recordaba las Highlands, siempre amenazadoras. Cosas terribles habían ocurrido aquí en el pasado, masacres y emigraciones forzadas, peleas de sangre tan crueles como cualquiera. Incluso casos de canibalismo, si no recordaba mal.

¿Quién había matado a Liz Jack? ¿Y por qué? El marido siempre era el primer sospechoso. Otros podían sospechar. Rebus no lo creía. ¿Por qué no?

¿Por qué no?

Había que corroborar las pruebas. El miércoles por la mañana Jack había estado en una reunión de la circunscripción electoral, luego en un partido de golf y por la noche había asistido a algún acto… ¿Según quién? Según Jack y Helen Greig. Además, su coche era blanco. No había manera de confundirlo con el azul. Además, alguien estaba tratando de perjudicar gravemente a Jack. Esa era la persona a la que Rebus necesitaba encontrar… a menos que hubiese sido la misma Liz Jack. También lo había pensado. Pero luego estaban las llamadas anónimas… ¿Según quién? Solo Barney Byars. Helen Greig había sido incapaz (o no había querido) confirmar su existencia. Rebus comprendía ahora que de verdad necesitaba hablar de nuevo con Gregor Jack. ¿Tenía su esposa un amante? A juzgar por lo que Rebus sabía de ella, la pregunta era: ¿cuántos había tenido? ¿Uno? ¿Dos? ¿Más? ¿Era culpable de juzgar lo que no sabía? Después de todo, no sabía nada de Elizabeth Jack. Sabía lo que sus compañeros y críticos pensaban de ella. Pero no sabía nada de ella. Excepto que, a juzgar por sus amigos y sus muebles, no tenía demasiado gusto…

Jueves por la mañana. Una semana después de que hubiesen encontrado el cadáver.

Se despertó temprano, pero no tenía prisa por levantarse, y, esta vez, dejó que la señora Wilkie le trajese el té a la cama. Ella había pasado una buena noche, sin confundirle ni una sola vez con su marido muerto hacía años o su hijo perdido, así que decidió que no merecía mantenerla fuera del dormitorio. Esta vez no solo té, sino también galletas de jengibre. Y el té caliente. Pero el día era frío, todavía gris y lluvioso. No tenía importancia. No tardaría en emprender el regreso a la civilización, tan pronto como presentase sus respetos en otra parte.

Desayunó deprisa y recibió un beso en la mejilla de la señora Wilkie antes de marcharse.

—Vuelva de nuevo alguna vez —le gritó, mientras le saludaba desde la puerta—. Y espero que la mermelada se venda bien…

La lluvia comenzó a caer con fuerza en el mismo momento en que los limpiaparabrisas se rindieron. Detuvo el coche para consultar el mapa, y luego salió de nuevo para darle una sacudida a los limpiaparabrisas. Había pasado antes: se paraban y se podían poner con un poco de esfuerzo; excepto que esta vez, no había manera de moverlos. Y tampoco ningún taller a la vista. Así que condujo despacio y descubrió, al cabo de un rato, que cuanto más fuerte caía la lluvia, más limpio estaba el parabrisas. El problema era la lluvia fina que lo tapaba todo excepto las siluetas y contornos más vagos. Las gotas fuertes, en cambio, caían y se iban con tanta velocidad que parecían limpiar el cristal más que oscurecerlo.

Lo cual estaba bien, porque la lluvia continuó siendo muy fuerte todo el camino hasta Duthil.

El Hospital Especial Duthil había sido diseñado y construido para servir como un ejemplo en el tratamiento de criminales enajenados. Como los otros «hospitales especiales» repartidos por todas las Islas Británicas, era precisamente eso, un hospital. No era una cárcel, los pacientes eran tratados como enfermos, no como prisioneros. Su función era el tratamiento, no el castigo, y con los nuevos edificios llegaron los métodos modernos y la comprensión.

Todo esto se lo dijo a Rebus el director médico del hospital, el doctor Frank Foster, en un tono agradable pero decidido. Rebus había mantenido anoche una larga conversación telefónica con Patience, y ella le había dicho casi lo mismo. «De acuerdo», pensó Rebus. Pero seguía siendo un centro de reclusión. Las personas que venían aquí entraban indefinidamente, no se había dictado ninguna «sentencia». Los guardias abrían las puertas principales electrónicamente, y por allí por donde había pasado Rebus hasta el momento, las puertas se habían cerrado de nuevo detrás de él. Pero ahora el doctor Foster hablaba de instalaciones de ocio, relaciones entre el personal y los pacientes, la discoteca semanal… Era obvio que estaba orgulloso. También era obvio que exageraba. Rebus le tomó por lo que era: un hombre de paja cuyo trabajo era publicitar los beneficios del hospital especial en particular, su interés y la importancia del tratamiento. Las cárceles como Broadmoor habían recibido muchas críticas en los años anteriores. Para evitar las críticas necesitabas intensificar las relaciones públicas. Y el doctor Foster parecía un buen relaciones públicas. Para empezar, era joven, unos cuantos años más joven que Rebus. Y tenía un aspecto saludable y escrupuloso, con una sonrisa casi siempre a punto.

A Rebus le recordaba a Gregor Jack. Tenía el mismo entusiasmo y energía, la imagen pública. Eran la clase de cosas que Rebus asociaba a las campañas presidenciales norteamericanas; ahora estaba en todas partes. Incluso en los asilos. Los lunáticos no habían conquistado el mundo; lo habían hecho los hombres con imagen.

—Tenemos un poco más de trescientos pacientes —decía Foster— y queremos que el personal conozca a la mayoría de ellos. No me refiero solo a sus caras, me refiero a sus nombres. Los nombres de pila sobre todo. Esto no es un manicomio, inspector Rebus. Aquellos días han quedado en el olvido, gracias a Dios.

—Pero tienen una unidad segura.

—Sí.

—Trata con criminales enajenados.

Foster sonrió de nuevo.

—No lo diría por el aspecto de la mayoría de ellos. ¿Sabe que la mayoría, más de un sesenta por ciento, tiene un coeficiente de inteligencia superior al normal? ¡Creo que algunos son más brillantes que yo! —Rio, luego puso de nuevo el rostro serio, una cara que mostraba preocupación—. Muchos de nuestros pacientes están confusos, alucinados. Son depresivos o esquizofrénicos. Pero no son, se lo aseguro, en nada, parecidos a los chalados que ve en las películas. Andrew Macmillan, por ejemplo. —El expediente había estado en la mesa de Foster desde el principio. Ahora lo abrió—. Vive con nosotros desde que se abrió el hospital. Antes estaba en un entorno mucho menos agradable. No estaba haciendo ningún progreso. Ahora, habla más y parece dispuesto a participar en algunas de las actividades disponibles. Creo que juega muy bien al ajedrez.

—¿Continúa siendo peligroso?

Foster prefirió no responder.

—Sufre ataques de pánico de vez en cuando… hiperventilación, pero nada como los ataques que tenía antes. —Cerró el expediente—. Yo diría, inspector, que Andrew Macmillan está de camino a una recuperación completa. ¿Por qué quiere hablar con él?

Así que Rebus le habló de la Jauría, de la amistad entre «Mack» Macmillan y Gregor Jack, del asesinato de Elizabeth Jack, que había estado a menos de sesenta kilómetros de Duthil.

—Solo me preguntaba si le había visitado.

—Eso lo podemos averiguar. —Foster volvió a ojear el expediente—. Interesante, aquí no dice nada de que el señor Macmillan conozca al señor Jack, o de tener ese apodo. ¿Dijo Mack? —Buscó un lápiz—. Tomaré nota… —Lo hizo, y continuó pasando las hojas—. Al parecer, el señor Macmillan ha escrito a varios diputados… y a otras figuras públicas. Se menciona al señor Jack… —Miró, un poco más en silencio, luego cerró el expediente y cogió el teléfono—. Audrey, ¿podrías traer el registro de los visitantes recientes… digamos del último mes? Gracias.

Duthil no era exactamente una atracción turística. No era fácil de encontrar, porque no estaba a la vista. Solo había unas pocas entradas registradas en el libro. Así que fue cuestión de minutos encontrar lo que Rebus buscaba. La visita tuvo lugar el sábado, al día siguiente de la Operación Rastrera, pero antes de que la historia se hiciese pública.

—Eliza Ferrie —leyó—. Paciente visitado: Andrew Macmillan. Relación con el paciente: amiga. —Firmada la entrada a las tres de la tarde, y la salida a las cuatro y media.

—La hora de visitas —explicó Foster—. Los pacientes reciben visitas en la sala de recreo principal. Pero he dispuesto que vea a Andrews en su sala.

—¿Su sala?

—En realidad es una habitación grande. Cuatro camas por habitación. Pero lo llamamos sala para reforzar… quizá realzar sería mejor… para realzar el ambiente de hospital. Andrew está en la Sala Kinnoul.

Rebus dio un respiro.

—¿Por qué Kinnoul?

—¿Perdón?

—¿Por qué la sala se llama Kinnoul?

Foster sonrió.

—Por el actor. Tiene que haber oído hablar de Rab Kinnoul. Él y su esposa están entre los mecenas del hospital.

Rebus decidió no mencionar que Cath Kinnoul era una de la Jauría, que conocía a Macmillan desde la escuela… no era asunto suyo. Pero los Kinnoul subieron en su estima; bueno, Cathy sí. Ella no parecía haber olvidado a su antiguo amigo. «Ya nadie la llama Gowk». Y Liz Jack, también lo había visitado, aunque con un leve cambio en su nombre, el de soltera. Podía entenderlo: los periódicos se pondrían las botas. Esposa de diputado visita a un asesino loco. Todos aquellos posesivos. No podía haber sabido que los periódicos tendrían su historia de todos modos…

—Quizás al final de su visita —dijo el doctor Foster— le gustaría ver alguna de nuestras instalaciones. La piscina, el gimnasio, los talleres…

—¿Talleres?

—Mecánica sencilla. Mantenimiento de coches, cosas por el estilo.

—¿Quiere decir que les dan a los pacientes llaves inglesas y destornilladores?

Foster se rio.

—Las contamos todas al final de la sesión.

Rebus había pensado en algo.

—¿Dijo «mantenimiento de coches»? ¿Supongo que no habrá nadie por aquí que quiera echarle un vistazo a mis limpiaparabrisas?

Foster comenzó a reírse de nuevo, pero Rebus sacudió la cabeza.

—Lo digo en serio.

—Entonces veré qué se puede hacer. —Foster se levantó—. Cuando usted quiera, inspector.

—Estoy preparado —dijo Rebus, no del todo seguro de estarlo.

Tuvo que caminar mucho a lo largo de los pasillos. El enfermero que le llevaba a la Sala Kinnoul abrió y cerró innumerables puertas. Un pesado llavero colgaba de su cinturón. Rebus intentó charlar, pero el enfermero solo respondía con monosílabos. Hubo solo un incidente. Caminaban por un pasillo cuando irrumpió una mano de una puerta abierta y sujetó a Rebus. Un hombre bajito y mayor intentaba decir algo, con los ojos brillantes, su boca moviéndose como la de un pez.

—Vuelve a tu habitación, Homer —dijo el enfermero, y le apartó los dedos de la chaqueta de Rebus. El hombre se apresuró a volver a su habitación. Rebus esperó un momento a que se calmase su corazón y luego preguntó:

—¿Por qué lo llamó Homer?

El enfermero le miró.

—Porque es su nombre.

Continuaron en silencio.

Foster tenía razón. Había pocos lamentos, gemidos o súbitos alaridos escalofriantes y muy pocas señales de movimiento, por no hablar de movimientos violentos. Pasaron por una larga sala donde había pacientes mirando la televisión. Foster le había explicado que no ofrecían la programación de los canales habituales, porque no se podía predeterminar. En cambio había una dieta diaria de vídeos escogidos. Sonrisas y lágrimas parecía ser uno de los favoritos. Los pacientes miraban la película en muda fascinación.

—¿Están drogados? —arriesgó Rebus.

El enfermero, de pronto, se mostró locuaz.

—Con todo lo que les podemos hacer tragar. Los mantiene pacíficos.

Para que después hablen de rostros caritativos…

—No tiene nada de malo —añadió el enfermero— medicarles. Está autorizado por el ASM.

—¿ASM?

—El Acta de Salud Mental. Permite la sedación como parte del proceso de tratamiento.

Rebus tuvo la sensación de que el enfermero le estaba recitando una pequeña defensa que había preparado para enfrentarse a los visitantes que preguntaban. Era un tipo grande; no alto, pero ancho, con unos brazos musculosos.

—¿Hace pesas? —preguntó Rebus.

—¿Quién? ¿Todos esos?

Rebus sonrió.

—Me refería a usted.

—¡Ah! —Una sonrisa—. Sí, hago pesas. En la mayoría de estos lugares los pacientes disponen de todas las instalaciones y no hay nada para el personal. Pero aquí tenemos un gimnasio muy bueno. Sí, muy bueno. Por aquí…

Se abrió otra puerta, había otro pasillo, pero a un lado de este pasillo, un cartel señalaba a través de otra puerta —abierta— la Sala Kinnoul.

—Por aquí —ordenó el guardia, y abrió la puerta. Su voz se volvió firme—. Vale, contra la pared.

Rebus pensó por un momento que el enfermero le hablaba a él, pero vio que el objeto de la orden era un hombre alto y delgado, que se levantó de la cama y caminó hasta la pared opuesta, donde se volvió para mirarles.

—Las manos contra la pared —ordenó el enfermero. Andrew Macmillan apoyó las palmas de las manos en la pared detrás de él.

—Oiga —comenzó Rebus—. ¿Esto es de verdad…?

Macmillan sonrió con ironía.

—No se preocupe —le dijo el enfermero a Rebus—. No morderá. No después de todo lo que le hemos dado. Puede sentarse allí. —Le señaló una mesa donde había un tablero de ajedrez. Había dos sillas. Rebus se sentó en una, de cara a Andrew Macmillan. Había cuatro camas, pero todas estaban vacías. La habitación era clara, con las paredes pintadas de color limón. Había tres ventanas pequeñas con barrotes, a través de las cuales entraba un poco de luz. El enfermero iba a quedarse. Se colocó detrás de Rebus. Le recordó a la escena en la sala de interrogatorios de Dufftown, Corbie, Knox y él.

—Buenos días —saludó Macmillan en voz baja. Se estaba quedando calvo, y tenía pinta de que llevaba haciéndolo desde hacía unos años. Tenía el rostro largo, pero no era esquelético. Rebus lo hubiese descrito como un rostro «bondadoso».

—Buenas días, señor Macmillan. Soy el inspector Rebus.

Esta noticia pareció excitar a Macmillan. Dio medio paso al frente.

—Contra la pared —dijo el enfermero. Macmillan hizo una pausa y retrocedió.

—¿Es usted inspector de hospitales? —preguntó.

—No, señor. Soy inspector de policía.

—¡Oh! —Su rostro se ensombreció un poco—. Creí que quizás usted había venido… aquí no nos tratan bien, ya sabe. —Hizo una pausa—. Es probable que me impongan una sanción disciplinaria por lo que acabo de decir, incluso que me pongan en aislamiento. Todo, cualquier disensión, se comunica. Pero tengo que continuar diciéndolo, o no harán nada. Tengo algunos amigos influyentes, inspector. —Rebus pensó que esto iba más para los oídos del enfermero que para los suyos—. Amigos en cargos destacados…

El doctor Foster lo sabía ahora, gracias a Rebus.

—… amigos en los que puedo confiar. Verá, la gente lo tiene que saber. Censuran nuestro correo. Deciden qué podemos leer. Ni siquiera me dejan leer Das Kapital. Y nos dan drogas. Los enfermos mentales, y me refiero a aquellos que han sido juzgados como enfermos mentales, tenemos menos derechos que los más terribles asesinos en serie… encallecidos pero cuerdos asesinos en serie. ¿Es justo? ¿Es… humano?

Rebus no tenía una respuesta. Además, no quería desviarse del tema.

—Recibió la visita de Elizabeth Jack.

Macmillan pareció pensarlo, luego asintió.

—Así es. Pero cuando me visita ella es Ferrie, no Jack. Es nuestro secreto.

—¿De qué hablaron?

—¿Por qué le interesa?

Rebus decidió que Macmillan no conocía el asesinato de Liz Jack. ¿Cómo podía saberlo? Aquí no había acceso a las noticias. Los dedos de Rebus jugaron con las piezas de ajedrez.

—Tiene que ver con una investigación… con el señor Jack.

—¿Qué ha hecho?

Rebus se encogió de hombros.

—Es lo que intento averiguar, señor Macmillan.

Macmillan había vuelto su rostro hacia el rayo de sol.

—Echo de menos el mundo —dijo, con un murmullo—. Tenía tantos amigos.

—¿Se mantiene en contacto con ellos?

—¡Oh, sí! —dijo Macmillan—. Vienen y me llevan a casa con ellos los fines de semana. Disfrutamos de salidas al cine, al teatro, bebemos en los bares. Oh, pasamos momentos maravillosos juntos. —Sonrió con nostalgia y se tocó la cabeza—. Pero solo aquí.

—Las manos contra la pared.

—¿Por qué? —exclamó—. ¿Por qué tengo que tener las manos contra la pared? ¿Por qué no puedo sentarme y tener una conversación normal como… una… persona… normal? —Cuanto más furioso se ponía, más baja era su voz. Había gotas de saliva en las comisuras de su boca y una vena latía por encima de su ojo derecho. Respiró hondo una vez, luego otra y luego agachó un poco la cabeza—. Lo siento, inspector. Nos dan drogas, ya sabe. Solo Dios sabe qué son. Tienen este efecto… en mí.

—No pasa nada, señor Macmillan —dijo Rebus, pero por dentro temblaba. ¿Era locura o cordura? ¿Qué pasaba con la cordura cuando estabas encadenado a una pared? Encadenado de todas maneras, con cadenas que no eran reales.

—Usted me preguntaba… —continuó Macmillan, ahora sin aliento— me preguntaba por… Eliza… Ferrie. Tiene usted razón, vino a visitarme. Toda una sorpresa. Sé que tiene una casa cerca de aquí, y, sin embargo, nunca vino antes. Liz… Eliza… me visitó una vez, hace mucho tiempo. Pero Gregor… bueno, él es un hombre ocupado, ¿no? Y ella es una mujer ocupada. Oigo hablar de esas cosas…

Por boca de Cath Kinnoul, adivinó Rebus.

—Sí, me visitó. Pasamos juntos una hora muy agradable. Hablamos del pasado, de los… amigos. La amistad. ¿Tiene problemas en su matrimonio?

—¿Por qué me lo pregunta?

Otra sonrisa.

—Vino sola, inspector. Me dijo que estaba de vacaciones. Sola. Sin embargo, había un hombre esperándola fuera. Si no era Gregor, que no quería verme, entonces otro de sus… amigos.

—¿Cómo lo sabe?

—El enfermero aquí presente me lo dijo. Si no quiere dormir esta noche, inspector, pídale que le muestre el pabellón de castigo. Apuesto que el doctor Foster no le mencionó el pabellón de castigo. Quizá me metan allí por hablar así.

—Cállese, Macmillan.

Rebus se volvió hacia el enfermero.

—¿Es verdad? —preguntó—. ¿Alguien estaba esperando afuera a la señora Jack?

—Sí, había alguien en el coche. Un tipo. Solo le vi desde una de las ventanas. Se bajó del coche para estirar las piernas.

—¿Qué aspecto tenía?

Pero el enfermero sacudía la cabeza.

—Estaba subiendo al coche cuando le vi. Solo le vi la espalda.

—¿Qué clase de coche era?

—Un serie 3 negro, de eso estoy seguro.

—¡Ah!, es muy bueno fijándose en las cosas, inspector, excepto cuando le conviene.

—Cállese, Macmillan.

—Pregúntese esto, inspector. Si esto es un hospital, ¿por qué todos los así llamados «enfermeros» son miembros de la Asociación de Guardias de Prisiones? Esto no es un hospital, esto es un almacén, pero lleno de cabezas locas en lugar de cajas. ¡La locura es que los cabezas locas son los que están a cargo!

Ahora se apartó de la pared. Caminaba pesadamente sobre sus piernas drogadas, pero su energía era inconfundible. Cada nervio resplandecía.

—Contra la pared…

—¡Cabezas! ¡Le corté la cabeza! Dios sabe que lo hice.

—Macmillan. —El enfermero también se movió.

—Pero eso fue hace mucho tiempo… uno diferente…

—Se lo advierto…

—Y quiero tanto… tanto.

—¡Basta, se acabó! —El enfermero lo sujetó por los brazos.

—… tocar tierra.

Al final, Macmillan ofreció poca resistencia, cuando lo maniataron de pies y manos. El enfermero lo dejó en el suelo.

—Si le pongo en la cama —le explicó a Rebus—, gira sobre sí mismo y se cae.

—Y usted no quiere que pase —dijo Macmillan, que sonaba casi calmo ahora que le habían maniatado—. No, enfermero, usted no quiere que pase.

Rebus abrió la puerta, para marcharse.

—¡Inspector!

Se volvió.

—¿Sí, señor Macmillan?

Macmillan había girado la cabeza para mirar hacia la puerta.

—Toque tierra por mí… por favor.

Rebus salió del hospital con las piernas más temblorosas que cuando había entrado. No quería visitar la piscina ni el gimnasio. En cambio, le había pedido al enfermero que le mostrase el pabellón de castigo, pero el enfermero se había negado.

—Mire —le había dicho—, quizá no me guste lo que pasa aquí. Quizá no me guste algo de lo que pasa aquí, pero ya ha visto cómo es. Se supone que son «pacientes», pero no les puede dar la espalda, no los puede dejar solos. Se comen las bombillas, los lápices, los bolígrafos y las tizas, intentarán meter la cabeza en la televisión. Quiero decir que quizá no lo hagan, pero nunca puedes estar seguro… intente ser abierto de miras, inspector. Sé que no es fácil, pero inténtelo.

Rebus le había deseado al joven suerte con las pesas antes de salir. En el patio, se detuvo junto a un arriate, hundió los dedos todo lo que pudo y frotó la tierra entre el índice y el pulgar. Una sensación preciosa. Era una sensación preciosa estar en el exterior. Eran curiosas las cosas que él daba por hechas, como el aire, la tierra y la libertad de movimiento.

Miró hacia las ventanas del hospital, pero no podía estar seguro de cuál, si es que alguna pertenecía a la sala de Macmillan. No había rostros que le mirasen, ninguna señal de vida en absoluto. Se levantó, fue a su coche y lo puso en marcha. Miró a través del limpiaparabrisas. El brillo del sol había desaparecido. Llovía de nuevo, oscureciendo la vista. Rebus apretó el botón… y los limpiaparabrisas se pusieron en marcha, funcionaron y continuaron funcionando, y las escobillas se movían con suavidad. Sonrió, con las manos apoyadas en el volante, y se hizo una pregunta.

—¿Qué pasa con la cordura cuando estás encadenado a una pared?

Se desvió en su camino de regreso al sur. Salió de la autovía en Kinross. Pasó por Loch Leven (escenario de tantas meriendas campestres cuando Rebus era niño), giró a la derecha en el siguiente cruce y se dirigió hacia los viejos pueblos mineros de Fife. Conocía bien el terreno. Había nacido y crecido aquí arriba. Conocía las construcciones grises de Fife, los colmados y los bares. Las gente era reservada con los forasteros, y casi tan cauta con amigos y vecinos. Las charlas en las esquinas eran como peleas a puño limpio. Sus padres se llevaban a su hermano y a él lejos de aquí los fines de semana. Iban de compras hasta Kirkcaldy los sábados. Y a merendar a Loch Leven los domingos, todos apretujados en la parte trasera del coche con sándwiches de paté de salmón, zumo de naranja y un té que olía a plástico caliente.

Y en las vacaciones de verano había una caravana en Saint Andrews, o un hostal en Blackpool, donde Michael siempre se metía en problemas y su hermano mayor siempre tenía que rescatarle.

«Y no le daban ni las putas gracias».

Rebus continuó conduciendo.

Byars Haulage estaba en mitad del acantilado de uno de los pueblos. Al otro lado de la carretera había una escuela. Los chicos iban camino de vuelta a casa, balanceando las carteras los unos contra los otros y maldiciendo a placer. Algunas cosas nunca cambiarán. En el patio de Byars Haulage estaban aparcados una hilera de camiones frigoríficos, un par de coches sin matrícula y un Porsche Carrera. Ninguno de los coches era azul. Las oficinas eran módulos prefabricados. Entró en una con el cartel que ponía «Oficina principal» (debajo del cual alguien había escrito «El jefe»), y llamó.

Dentro, una secretaria le miró desde su ordenador. La habitación era asfixiante, una estufa de gas funcionaba a tope al lado de la mesa. Había otra puerta detrás de la secretaria. Rebus oyó a Byars hablar rápido, muy alto y reírse a mandíbula batiente detrás de la puerta. Dado que nadie le respondía, Rebus dedujo que era una llamada telefónica.

«Bueno, dile a ese cabeza de chorlito que mueva el culo y venga aquí». (Pausa). «¿Enfermo? ¿Enfermo? Enfermo significa que se está follando a esa mujer que tiene. No le puedo culpar…».

—¿Sí? —le preguntó la secretaria a Rebus—. ¿En qué puedo servirle?

«No importa lo que diga», dijo la voz de Byars. «Aquí tengo una carga que debía estar en Liverpool ayer».

—Quiero ver al señor Byars, por favor —respondió Rebus.

—Si quiere tomar asiento. Veré si el señor Byars está disponible. ¿Su nombre, por favor?

—Rebus. Inspector Rebus.

En aquel momento, se abrió la puerta del despacho y salió Byars. Tenía un teléfono portátil en una mano y una hoja de papel en la otra. Le dio la hoja de papel a su secretaria.

—De acuerdo, tío, y hay una carga que llega de Londres pasado mañana. —La voz de Byars sonaba más fuerte que nunca. Rebus advirtió que Byars miraba las piernas de su secretaria sin que ella lo viera. Se preguntó si toda esta actuación sería en beneficio de ella…

Pero ahora había visto a Rebus. Tardó un segundo en ubicarlo, y le saludó con un gesto.

—Sí, dale grandes abrazos, tío —dijo por teléfono—. Si tiene la baja, de acuerdo; si no, dile que acabará en la puta calle, ¿vale? —Colgó y tendió la mano.

—¿Inspector Rebus, qué demonio le trae a este culo del mundo?

—Verá —dijo Rebus—. Pasaba por aquí y…

—¡Y una mierda que pasaba por aquí! Muchísima gente pasa por aquí, pero nadie se detiene a menos que quieran algo. Incluso así, les aconsejo que sigan su marcha. Pero usted ha dado una vuelta para venir aquí, ¿verdad? Pues, entonces, al despacho, puedo darle cinco minutos. —Se volvió hacia la secretaria y apoyó una mano en su hombro—. Sheena, cariño, llama a aquel soplapollas en Liverpool y dile que mañana por la mañana es la fecha definitiva.

—Sí, señor Byars. ¿Hago café?

—No, no te preocupes, Sheena. Sé lo que les gusta beber a los polis. —Le hizo un guiño a Rebus—. Pase, inspector, pase.

El despacho de Byars era como el cuarto trasero de una librería porno, y las paredes parecían aguantarse por los calendarios y las páginas centrales de desnudos. Los calendarios eran regalos de talleres y proveedores. Byars vio que Rebus miraba.

—Va con la imagen —explicó—. Un camionero con pelos en el culo y tatuajes en el cuello entra aquí, y cree saber con la clase de hombre con que trata.

—¿Y si entra una mujer?

Byars se rio.

—También creerá que lo sabe. No estoy diciendo que se equivoque. —Byars no guardaba su whisky en el archivador. Lo guardaba en el interior de una bota. De la otra bota sacó dos vasos, que olió—. Frescos como el rocío de la mañana —comentó, y sirvió la bebida.

—Gracias —dijo Rebus—. Bonito coche.

—¿Eh? ¡Oh!, ¿se refiere al que está afuera? Sí, no está mal. No tiene ni una rascada. Tendría que ver lo que vale el seguro. Un huevo y parte del otro. Salud. —Se bebió la copa de un trago y exhaló sonoramente.

Rebus, que había bebido un sorbo, miró la copa y luego la botella. Byars se rio.

—¿Cree que le daría Glennivet a los gilipollas que recibo aquí? Soy un empresario, no un samaritano. Miran la botella, creen que saben lo que beben, y se impresionan. De nuevo la imagen, como todas estas fotos de tías en pelotas en la pared. Pero no es más que un whisky barato que echo en la botella. Pocos se dan cuenta.

Rebus pensó que era algo así como un cumplido. Byars era pura imagen, todo superficie y apariencia. ¿Era diferente a los diputados y actores? O ya puestos, ¿de los policías? Todos ellos ocultando sus intenciones detrás de una serie de pantomimas.

—¿Por qué quería verme?

Fue fácil de explicar. Quería preguntarle un poco más sobre la fiesta en Deer Lodge, al parecer la última fiesta celebrada allí.

—No éramos muchos —le dijo Byars—. Algunos se largaron bastante tarde. No creo que Tom Pond estuviese allí, aunque se le esperaba. Eso es, estaba en Estados Unidos. Suey estaba.

—¿Ronald Steele?

—El mismo. Liz y Gregor, por supuesto. Y yo. Cathy Kinnoul estaba allí, pero su marido no. Veamos… ¿quién más? ¡Ah!, una pareja que trabajaba para Gregor. Urquhart…

—¿Ian Urquhart?

—Sí, y una joven…

—¿Helen Greig?

Byars se rio.

—¿Por qué se molesta en preguntar si ya lo sabe? Creo que estos eran todos.

—Dijo una pareja que trabajaba para Gregor. ¿Tuvo la impresión de que eran pareja?

—¡Dios, no! Creo que todos excepto Urquhart intentaban llevarse la chica a la cama.

—¿Alguien tuvo éxito?

—No, que yo sepa, pero después de un par de botellas de champán tiendo a fijarme en muy poco. No era como una de las fiestas de Liz; ya sabe, nada salvaje. Me refiero a que todo el mundo bebió mucho, pero nada más.

—¿Nada más?

—Bueno, ya sabe… la pandilla de Liz era salvaje. —Byars miró uno de los almanaques, al parecer con nostalgia—. Una pandilla salvaje de verdad y de eso no hay duda…

Rebus podía imaginarse a Barney Byars ahí dentro, mezclándose con Patterson-Scott, Kilpatrick y el resto. Él podía imaginárselos a ellos… tolerando a Byars, algo así como un nuevo patán. Sin duda, Byars era el alma de la fiesta, una risa cada minuto. Solo que se reían de él en lugar de con él…

—¿Cómo estaba la casa cuando usted llegó? —preguntó Rebus.

Byars frunció la nariz.

—Repugnante. No la habían limpiado desde la última fiesta, quince días antes. Fue una de las fiestas de Liz, no de Gregor. Gregor estaba que se salía del cabreo. Se suponía que Liz o alguien tendría que haberla limpiado. Parecía una maldita comuna de los años sesenta o algo así —sonrió—. En realidad, es probable que no tuviera que decirle esto, por ser usted poli y todo eso, pero no me molesté en quedarme a pasar la noche. Vine hacia aquí a eso de las cuatro de la madrugada. Borracho como una cuba, pero no había nadie en la carretera para ser una amenaza. Espere hasta que oiga esto. Pensé que tenía frío en los pies cuando detuve el coche. Me bajé para abrir la puerta del garaje… y no llevaba zapatos. ¡Solo un calcetín y sin los putos zapatos! Solo Dios sabe cómo no me di cuenta…