6
HIGHLAND GAMES
Rebus hizo una bolsa pequeña. Era una bolsa de deporte que le había regalado Patience Aitken cuando decidió que debía ponerse en forma. Se inscribieron juntos en un gimnasio, compraron todo el equipo y fueron juntos cuatro o cinco veces. Habían jugado a squash, les habían hecho masajes, habían estado en la sauna, se habían sumergido en la piscina helada, habían nadado, habían sobrevivido a las soberbias máquinas del gimnasio, corrieron… pero terminaron pasando cada vez más y más tiempo en el bar del gimnasio, algo que era una estupidez, porque las copas valían el doble que en el más que agradable bar de la vuelta de la esquina.
Por lo tanto, a día de hoy ya no era una bolsa de deporte, sino una maleta de fin de semana. No es que Rebus llevase mucho en este viaje. Puso una camisa, calcetines y ropa interior, cepillo de dientes, una cámara, una agenda y el chubasquero. ¿Necesitaría una guía de viaje? Lo más probable, pero dudaba que existiese una. Sin embargo, algo para leer… un poco de lectura antes de dormirse. Encontró el ejemplar de Como pez fuera del agua y lo arrojó encima de todo lo demás. Sonaba el teléfono. Pero estaba en el apartamento de Patience y ella tenía contestador automático. De todas maneras…
Pasó a la sala de estar y escuchó mientras se reproducía el mensaje. Luego la voz del interlocutor. «Soy Brian Holmes, intento contactar contigo…».
Rebus descolgó.
—Brian, ¿qué pasa?
—¡Ah!, te pillé. Creía que ya te habías marchado a las montañas.
—Estaba a punto de marcharme.
—¿Seguro que no quieres pasar primero por la comisaría?
—¿Para qué?
—Porque el doctor Curt está a punto de pronunciarse…
El problema con un ahogamiento era que el ahogamiento y la inmersión eran dos cosas completamente distintas. Un cuerpo (consciente o inconsciente) podía caer (o ser empujado) al agua y ahogarse. También podía ser arrojado muerto para ocultarlo o despistar a la policía. La causa de la muerte se volvía problemática, como también la hora de la muerte. El rígor mortis podía o no estar presente. Los golpes y los daños infligidos al cuerpo podían ser resultado de las rocas y otros objetos en el agua.
Sin embargo, la aparición de espuma en la boca y la nariz cuando se bombeaba el pecho era una señal de que el cuerpo estaba vivo al entrar en el agua. También la presencia de diatomeas en el cerebro, la médula, los riñones y demás órganos. Diatomeas. El doctor Curt nunca se cansaba de explicar que eran microorganismos que penetraban en la membrana del pulmón y eran transportados por la sangre mientras el corazón todavía bombeaba.
Pero también había otras señales. La materia arenosa en los conductos bronquiales probaba la inhalación de agua. Una persona viva que cae al agua intentaría sujetarse a algo (una versión real de aferrarse a un clavo ardiendo), y, por lo tanto, las manos de su cadáver estarían apretadas. La piel, la caída de las uñas y el pelo; la hinchazón del cadáver, todo esto podría llevar a una estimación del tiempo que el cadáver había pasado en el agua.
Tal como Curt señaló, no todas estas pruebas importantes se habían completado. Pasarían unos días más antes de que los análisis de toxicología diesen resultados. Por consiguiente, aún no podían estar seguros de si la difunta había tomado alguna bebida o drogas antes de la muerte. No se había encontrado semen en la vagina, pero el esposo de la fallecida había informado que tenía problemas con la píldora y que su método preferido de anticoncepción siempre había sido el profiláctico…
«¡Joder!», pensó Rebus, «imagínense, preguntarle al pobre Jack semejante cosa». Sin embargo, aún había preguntas mucho menos agradables que responder…
—Lo que tenemos hasta ahora —dijo Curt, mientras todos rezaban en silencio que continuase— es una serie de negativos. No había espuma ni en la boca, ni en la nariz… ninguna materia arenosa… ninguna mano apretada. Es más, el rígor mortis sugeriría que el cuerpo estaba muerto antes de la inmersión y que lo habían mantenido confinado en un espacio. Verán por las fotografías que las piernas están dobladas de una manera muy antinatural.
En aquel momento, lo supieron… pero él todavía no lo había dicho.
—Yo diría que el cuerpo estuvo en el agua no menos de ocho horas y no más de veinticuatro. En cuanto a qué hora ocurrió la muerte, bueno, en algún momento antes, obviamente, no demasiado, cuestión de horas…
—¿Y la causa de la muerte?
El doctor Curt sonrió.
—Las fotografías del cráneo muestran una grave fractura en el lado derecho de la cabeza. La golpearon muy fuerte en la cabeza desde atrás, caballeros. Yo diría que la muerte fue casi instantánea…
Había más, pero no mucho más. Y muchos murmullos entre los policías. Rebus sabía lo que estaban pensando y diciendo: era el mismo modus operandi que el asesinato del puente Dean. Pero no lo era. La mujer hallada en el puente Dean había sido asesinada en el lugar, no transportada hasta allí. Y la habían asesinado en un camino junto al río, en plena ciudad, no… bueno, ¿dónde había muerto Liz Jack? En cualquier parte. Podría ser en cualquier parte. Si bien todos murmuraban que había que encontrar a William Glass, Rebus pensaba en una dirección diferente: había que encontrar el BMW de la señora Jack y encontrarlo pronto. Rebus ya había hecho la maleta y había recibido la autorización de Lauderdale para viajar. El agente Moffat estaría allí para recibirle y Gregor Jack le había dado la llave.
—Así que ya está, damas y caballeros —decía Curt—. En mi opinión es un asesinato. Sí, asesinato. El resto corresponde a sus científicos forenses y a ustedes mismos.
—¿En marcha? —comentó Lauderdale, al ver a Rebus cargado con la bolsa.
—Así es, señor.
—Buena caza, inspector —Lauderdale hizo una pausa—. ¿Cómo se llamaba el lugar?
—¿Dónde va un masón a cazar ciervos, señor?
—No te sigo… ah, correcto, Deer Lodge[3].
Rebus le hizo un guiño a su superior y salió en busca de su coche.
Era muy agradable observar cómo cambiaba Escocia cada cincuenta kilómetros, más o menos. Cambiaba el paisaje, el carácter y el dialecto. Claro que si te quedabas en el coche apenas te dabas cuenta. Todas las carreteras parecían iguales. También las gasolineras. Incluso las ciudades, las calles principales, largas y rectas; los supermercados, las zapaterías, las tiendas de lana y de comida… incluso estas parecían confundirse las unas con las otras. Pero era posible mirar más allá; también era posible mirar más adentro de ellas. «Un país pequeño», pensó Rebus, «y, sin embargo, tan variado». En la escuela, su profesora de geografía le había enseñado que Escocia se podía dividir en tres regiones distintas: Southern Uplands, Lowlands y Highlands… algo así. La geografía no explicaba la historia. Bueno, quizá sí. Él iba dirección norte, rumbo a unas personas muy diferentes a las de las ciudades del sur y las de la costa.
Se detuvo en Perth y compró algunos suministros: manzanas, chocolate, media botella de whisky, chicles, una caja de dátiles y dos litros de leche… nunca sabías lo que te podía faltar más al norte. Todo estaba muy bien en la ruta turística, pero si te apartabas de la ruta…
En Blairgowrie se detuvo a comer en un Fish and Chips, en una mesa de formica. Echó abundante sal, vinagre y salsa en las patatas. Dos rebanadas de pan blanco untadas con mantequilla. Y una taza de té marrón oscuro. Rebus quitó el rebozado del abadejo y se lo comió antes de empezar con el pescado.
—Parece que ha disfrutado —comentó la mujer del cocinero mientras limpiaba la mesa vecina. Él lo había disfrutado. Todavía más porque Patience no olería su aliento aquella noche, en busca de colesterol, sodio y almidón… Miró la lista de delicias impresa encima del mostrador. Morcilla roja, blanca y negra, entrañas de cordero, salchichas ahumadas, chorizos rebozados, pastel de carne, pollo con cebolletas o huevos en vinagre. Rebus no se pudo resistir. Compró otra bolsa de patatas para comerlas mientras conducía.
Era martes. Cinco días después de haber encontrado el cuerpo de Elizabeth Jack, lo más probable seis desde que había muerto. La memoria era corta, Rebus lo sabía. Habían publicado su foto en todos los periódicos, había aparecido en televisión y en varios centenares de carteles de la policía. No obstante, nadie se había presentado con información. Él había trabajado todo el fin de semana, había visto muy poco a Patience y había llegado a esta conclusión, a este último clavo al que aferrarse.
El panorama se volvió más profundo a su alrededor, se hizo más salvaje y silencioso. Estaba en Glenshee. Entró y salió lo más rápido que pudo. Había algo siniestro y vacío en el lugar, una sensación de intranquilidad. Devil’s Elbow no era el lugar traicionero que le había parecido en su juventud: habían nivelado la carretera, más o menos. Habían reparado la curva. Braemar… Balmoral… doblar justo antes de Ballater hacia Cockbridge y Tomintoul, aquel pedazo de carretera que siempre parecía ser el primero en cerrarse en invierno por la nieve. ¿Desolado? Sí, podías llamarlo desolado. Pero también era impresionante. Seguía y seguía y seguía. Valles profundos abiertos por los glaciares, montañas de escarcha. La profesora de geografía de Rebus había sido una entusiasta.
Ahora estaba cerca de ese lugar, cerca de su destino. Miró las indicaciones que había escrito, una amalgama de notas del sargento Moffat y Gregor Jack. Gregor Jack…
Jack había querido hablar con él de algo, pero Rebus no le había dado la oportunidad. Era demasiado peligroso involucrarse. No es que Rebus creyese ni por un instante que Jack tenía algo que ocultar. De todas maneras… los otros quizá, Rab Kinnoul y Ronald Steele, Ian Urquhart… había algo definitivamente… bueno, quizá no definitivamente… pero había… ah, no, no podía describirlo con palabras. Ni siquiera quería pensarlo. Pensar en ello, pensar en todas las permutaciones y posibilidades, en todos los si… bueno, solo le mareaba.
—A la izquierda y luego a la derecha… a lo largo del camino junto a una plantación de abetos… hasta lo alto de la rampa… pasar por una verja… es como buscar un tesoro.
El coche se comportaba de forma impecable (toca madera). ¿Tocar madera? Solo tenía que detener el coche y sacar un brazo por la ventanilla. Ahora no había ninguna plantación, solo el bosque salvaje. El camino tenía profundos surcos y la hierba crecía en su interior. Habían rellenado con gravilla algunos de los baches más grandes, y la velocidad de Rebus se redujo a unos ocho kilómetros por hora o menos, pero eso no impedía que sus huesos se sacudiesen ni que su cabeza se bambolease de un lado a otro. No parecía posible que hubiese una casa en aquellos parajes. Quizás había tomado el desvío equivocado. Pero las huellas de neumáticos que estaba siguiendo eran frescas y, además, no le hacía ninguna gracia recorrer todo el camino marcha atrás, ni había un lugar lo suficientemente ancho como para dar la vuelta.
Por fin, la superficie mejoró y comenzó a conducir sobre grava. Después de una larga curva, se encontró, de pronto, delante de una casa. Había un Mini Metro de la policía aparcado en el césped. Un arroyuelo pasaba por delante de la puerta principal. No había jardín, solo el prado y luego el bosque, y el olor a pino húmedo en el aire. En la distancia, más allá de la parte trasera de la casa, el terreno subía y subía. Rebus salió del coche y sintió como sus nervios volvían a ponerse en su lugar. La puerta del Metro se había abierto y salió un campesino vestido de policía. Era algo así como un desafío para el récord Guinness: ¿cuánto era lo máximo que podía medir un hombre para ser encajado en el asiento delantero de un Mini Metro? También era joven, cerca de los veinte o apenas pasados. Le dirigió una gran sonrisa rubicunda.
—¿Inspector Rebus? El agente Moffat. —La mano que estrechó Rebus era grande como una pala, pero sorprendentemente suave, casi delicada—. El sargento detective Knox iba a estar aquí, pero surgió algo. Le envía sus disculpas y espera que yo le sirva, porque esta es una zona de los bosques que conozco muy bien.
Rebus, que se estaba frotando el cuello, le sonrió. Luego apoyó un pulgar a cada lado de la columna vertebral y se irguió, y exhaló sonoramente. Las vértebras chasquearon y crujieron.
—Un viaje largo, ¿eh? —comentó el agente Moffat—. Pero no ha tardado mucho. Yo llevo aquí solo cinco minutos.
—¿Ya ha echado una ojeada?
—No, todavía no. Pensé que era mejor esperar.
Rebus asintió.
—Comencemos por el exterior. Un lugar grande, ¿verdad? Me refiero a que después de la carretera hasta aquí esperaba algo un poco más básico.
—Bueno, la casa estaba aquí primero, esa es la cuestión. Solía tener un precioso jardín, un camino bien mantenido y apenas había bosque. Antes de que yo naciese, por supuesto. Creo que el lugar fue construido en los años veinte. Parte de la finca Kelnam. La finca se fue vendiendo en parcelas. Antes había trabajadores para mantener el lugar limpio. Pero ya no, y esto es lo que ocurre.
—Sin embargo, la casa parece estar en buen estado.
—¡Oh!, sí, pero verá que faltan algunas tejas y que a los canalones les vendría bien un remiendo.
Moffat hablaba con la confianza de un manitas. Estaban rodeando la casa. Era de dos plantas construidas de piedra. Para Rebus, no hubiese estado fuera de lugar en las afueras de Edimburgo; solo era un tanto extraño encontrarla en un claro del bosque. Había una puerta trasera, junto a la cual había un cubo de la basura solitario.
—¿Por aquí recogen la basura?
—Lo hacen si la bajas a la carretera.
Rebus levantó la tapa. El olor era horrible. Un trozo de salmón podrido, por lo que parecía, y huesos de pollo o pato.
—Me sorprende que los animales no se lo hayan comido —dijo Moffat—. Los venados o los gatos salvajes…
—Parece como si llevasen en el cubo mucho tiempo, ¿verdad?
—Yo no diría que es la basura de la semana pasada, señor, si comprende lo que le digo.
Rebus miró a Moffat.
—Es lo que pretendo decir —asintió—. La señora Jack no estuvo en casa en toda la semana pasada y algunos días antes. Conducía un BMW negro. Se suponía que se alojaba aquí.
—Bien, si lo hizo, nadie con quien he hablado la vio.
Rebus le mostró una llave.
—Veamos si el interior de la casa nos cuenta una historia diferente, ¿eh? —Pero primero volvió a su coche y sacó dos pares de guantes de polietileno transparentes. Le dio un par al agente—. Ni siquiera estoy seguro de que le vayan bien —dijo. Pero le iban bien—. Intente no tocar nada, a pesar de que lleva guantes. Podría borrar o ensuciar alguna huella. Recuerde que estamos hablando de un asesinato, no de robos de ganado, o de chicos que vinieron de juerga. ¿De acuerdo?
—Sí, señor. —Moffat olió el aire—. ¿Disfrutó de las patatas? Huelo el vinagre desde aquí.
Rebus cerró la puerta del coche de un golpe.
—Vamos.
La casa olía a humedad. Al menos, el vestíbulo angosto. Las puertas que daban al vestíbulo estaban abiertas de par en par. Rebus cruzó la primera, que comunicaba con una habitación que se extendía desde el frente de la casa hasta el fondo. La habitación había sido amueblada con la comodidad en mente. Había tres sofás, un par de sillones, cojines. Un televisor, un vídeo y un equipo de alta fidelidad en el suelo, con uno de los altavoces tumbado. Reinaba el desorden.
Tazas, jarras y copas. Rebus olió una de las jarras. Vino. Bueno, la materia avinagrada que quedaba en el fondo había sido vino. Botellas vacías de borgoña, champán, armañac. Y manchas: en la alfombra, en los cojines dispersos y en una pared, donde una copa había chocado con fuerza y se había hecho añicos. Ceniceros llenos de colillas y un pequeño espejo de mano, medio oculto debajo de uno de los cojines en el suelo. Rebus se inclinó para mirarlo. Rastros de polvo blanco en el borde. Cocaína. Lo dejó donde estaba. Se acercó al equipo de alta fidelidad y comprobó la selección musical. En su mayoría casetes. Fleetwood Mac, Eric Clapton, Simple Minds… y ópera. Don Giovanni y Las bodas de Fígaro.
—¿Una fiesta, señor?
—Sí, pero ¿cuándo? —Rebus tenía la sensación de que este no era el resultado de una sola noche. Al parecer habían apartado una montaña de botellas para crear un pequeño oasis en el suelo, en el centro del cual había una botella solitaria, todavía de pie, y dos jarras, una con marcas de lápiz de labios en el borde.
—¿Cuántas personas calcula que había?
—Media docena, señor.
—Puede ser. Mucha bebida para seis personas.
—Quizá no se molestaron en limpiar entre fiestas.
Lo mismo que pensaba Rebus.
—Vamos a echar una ojeada.
Al otro lado del vestíbulo había una habitación delantera que probablemente había sido una vez un comedor, pero que ahora servía como dormitorio improvisado. Un colchón ocupaba la mitad del suelo, sacos de dormir cubrían la otra mitad. También aquí había un par de botellas vacías, pero nada con que beber. Unas pocas reproducciones artísticas clavadas en las paredes. En el colchón había un par de zapatos de hombre, del número cuarenta y dos, y en uno de los zapatos había un calcetín azul.
La única habitación que quedaba era la cocina. El lugar de honor parecía corresponderle a un microondas, junto al cual había latas vacías y paquetes de algo llamado «Palomitas para el microondas». Las latas habían contenido sopas de langosta y estofado de ciervo. El fregadero doble estaba lleno de platos y agua de color gris. En una mesa plegable había botellas de limonada sin abrir, botes de zumo de naranja y una botella de sidra. Había una gran mesa de pino con la superficie salpicada con gotas de sopa, pero libre de platos y otros desperdicios. En el suelo, sin embargo, había paquetes de patatas vacíos, un cenicero tumbado, bastones de pan, cubiertos, un delantal de plástico y algunas servilletas.
—Una manera rápida de limpiar la mesa —comentó Moffat.
—Sí —asintió Rebus—. ¿Ha visto El cartero siempre llama dos veces? La última versión, con Jack Nicholson.
Moffat sacudió la cabeza.
—No, pero le vi en El resplandor.
—No es lo mismo en absoluto, agente, pero hay un momento en la película donde… seguramente ha oído hablar… donde Jack Nicholson y la esposa del jefe limpian la mesa de la cocina para tener un rato de ya sabe qué.
Moffat miró la mesa con suspicacia.
—No —respondió. Era obvio que la idea era nueva para él—. ¿Cómo ha dicho que se llamaba la película…?
—Solo era una idea —dijo Rebus.
Luego fueron al piso de arriba. Un baño, la habitación más limpia de la casa. Junto al váter había una pila de revistas, pero eran viejas, demasiado viejas como para dar una pista. Y otros dos dormitorios: uno, un intento improvisado como el de abajo; el otro, mucho más serio con una cama de madera más nueva, armario, cómoda y tocador. Sobre la cama había colgada una cabeza de vaca de las Highlands. Rebus miró los enseres del tocador: lápiz de labios, perfumes, maquillaje y pinturas. Había ropa en el armario: la mayoría de mujer, pero también pantalones de hombre y zapatos. Gregor Jack no pudo darle una descripción de la ropa que su mujer se había llevado cuando se marchó. De hecho, no estaba seguro de que se hubiera llevado nada hasta que vio que faltaba su pequeña maleta verde.
La maleta verde asomaba por debajo de la cama. Rebus la sacó y la abrió. Estaba vacía. También la mayoría de los cajones.
«Tenemos una muda de ropa allá arriba», le había dicho Jack a los detectives. «Lo suficiente para una emergencia, eso es todo».
Rebus miró la cama. Habían acomodado las almohadas y el edredón estaba bien colocado y alisado. ¿Una señal de vida reciente? Solo Dios lo sabía. Era la última habitación de la casa. ¿Qué había aprendido al final de un viaje de ciento sesenta kilómetros? Había aprendido que la maleta de la señora Jack —la que el señor Jack dijo que se había llevado— estaba aquí. ¿Algo más? Nada. Se sentó en la cama. Crujió. Se levantó de nuevo y apartó el edredón. La cama estaba cubierta de periódicos. Periódicos dominicales todos ellos, abiertos en la misma historia.
Diputado encontrado en una redada en un prostíbulo.
Así que había estado aquí. Y lo sabía. Sabía de la redada, de la Operación Rastrera. A menos que alguien distinto hubiese estado aquí y colocado todo esto… no, céntrate en lo obvio. Sus ojos vieron algo más. Apartó una de las almohadas. Atada a uno de los postes había una media negra. Había otra en el otro poste. Moffat las miraba intrigado, pero Rebus pensó que el joven ya había aprendido suficiente por hoy. De todas maneras era un escenario interesante. Atada a su cama y dejada a su suerte. Moffat pudo haber venido, comprobar la planta baja y no advertir que Elizabeth estaba arriba, anudada. Pero no hubiese funcionado. Si quieres retener a alguien de verdad, no utilizas medias. Eran demasiado fáciles de quitar. Las medias eran para los juegos sexuales. Para maniatar, utilizabas algo más fuerte, cuerdas, esposas… ¿Como las esposas del cubo de la basura de Gregor Jack?
Al menos ahora Rebus sabía que ella lo sabía. Entonces, ¿por qué no se había puesto en contacto con su marido? No había teléfono en la casa.
—¿Dónde está la cabina de teléfono más cercana? —le preguntó a Moffat, que todavía continuaba interesado en las medias.
—A unos dos kilómetros y medio de aquí, en la carretera, delante de la granja Cragstone.
Rebus consultó su reloj. Eran las cuatro.
—Vale, me gustaría echarle una ojeada, luego habremos acabado por hoy. Pero quiero que busquen huellas dactilares en este lugar. Dios sabe que habrá más que suficiente. Necesitamos comprobar y volver a comprobar las tiendas, las gasolineras, los bares, los hoteles. Digamos que en un radio de cincuenta kilómetros.
Moffat pareció dudar.
—Hay muchísimos lugares.
Rebus no le hizo caso.
—Un BMW negro. Creo que hoy se imprimirán más carteles. Llevan una foto de la señora Jack, la descripción del coche y la matrícula. Si estuvo por aquí, y estuvo, alguien debió verla.
—Bueno… aquí la gente va a lo suyo, ya sabe.
—Sí, pero no son ciegos, ¿verdad? Y si tenemos suerte, tampoco sufrirán de amnesia. Vamos, cuanto antes veamos la cabina telefónica, antes podré ir a descansar.
En realidad, el plan original de Rebus había sido dormir en el coche, cobrar los gastos de alojamiento y quedarse con el dinero. Pero el tiempo parecía poco prometedor y la idea de pasar la noche acurrucado en el coche como una navaja a medio plegar… así que, de camino a la cabina telefónica, se detuvo delante de una casa junto a la carretera que ofrecía cama y desayuno, y llamó a la puerta. En un primer momento la mujer mayor pareció sospechar, pero luego dijo que tenía una habitación. Rebus le dijo que volvería en una hora, y le dio tiempo para que «ventilara» la habitación. Luego volvió a su coche y siguió a Moffat, que conducía con mucho cuidado, todo el camino hasta la granja Cragstone.
En realidad no era una granja. Un corto camino llevaba desde la carretera principal hasta un grupo de edificios: una casa, un granero, algunos cobertizos y un corral. La cabina estaba junto a la carretera principal, a unos cincuenta metros de la granja y al otro lado de la carretera, junto a un área de descanso lo bastante grande para aparcar dos coches. Era una de las cabinas rojas originales.
—No se atrevieron a cambiarla —comentó Moffat—. A la señora Corbie en la granja le hubiese dado un ataque. —Rebus al principio comprendió el comentario, pero cuando abrió la puerta de la cabina, le quedó claro. Para empezar, tenía una alfombra: una alfombra de calidad, bien mullida. Olía a ambientador y tenía un jarrón con flores silvestres colocado en el estante junto al teléfono.
—Está mejor cuidada que mi apartamento —opinó Rebus—. ¿Cuándo me puedo mudar?
—Son cosas de la señora Corbie —dijo Moffat, con una sonrisa—. Cree que una cabina de teléfono sucia tan cerca de su casa le haría quedar mal. La mantiene impoluta desde Dios sabe cuándo.
Sin embargo, era una pena. Rebus había confiado en encontrar algo, algún indicio o pista. Pero suponiendo que lo hubiese habido, desde luego había desaparecido con la limpieza…
—Quiero hablar con la señora Corbie.
—Hoy es martes —dijo Moffat—. Los martes está en casa de su hermana. —Rebus señaló a la carretera donde un coche aceleraba a fondo y ponía el intermitente para entrar en el camino de la granja—. ¿Qué me dice de él?
Moffat miró y luego sonrió con frialdad.
—Su hijo, Alec. Un poco gamberro. No nos dirá nada.
—Le gusta meterse en líos, ¿verdad?
—Sobre todo, exceso de velocidad. Es uno de los corredores locales. No le culpo. Los adolescentes no tienen mucho para entretenerse por aquí.
—Usted lo ha sido hace muy poco, agente. Y no se mete en líos.
—Tengo la iglesia, señor. Créame, el temor a Dios es algo a tener en cuenta…
La casera de Rebus, la señora Wilkie, también era algo a tener en cuenta. Todo comenzó mientras se cambiaba en su dormitorio. Era un dormitorio bonito, un tanto excesivo, con los bordados y las fruslerías, pero con una cama cómoda y un televisor en blanco y negro de doce pulgadas. La señora Wilkie le había mostrado la cocina y le había dicho que podía hacerse un té o un café cuando le apeteciera. Luego le había mostrado el baño, y le dijo que había agua caliente si quería ducharse. A continuación le había llevado de nuevo a la cocina y le había dicho que podía hacerse un té o un café cuando le apeteciera.
Rebus no tuvo el valor de decirle que ya se lo había dicho. Era una mujer diminuta, con una voz diminuta. Entre la primera y la segunda visita, se había vestido con sus mejores prendas de casera y se había puesto unas perlas alrededor del cuello. Calculó que estaría cerca de los ochenta. Era viuda, su marido Andy había muerto en 1982, y tenía el hostal tanto por la compañía como por el dinero. Siempre tenía huéspedes agradables, personas interesantes como aquel comprador de mermeladas alemán que se había alojado unas cuantas noches el pasado otoño…
—Y aquí está su dormitorio. Lo he ventilado un poco y…
—Es muy bonito, gracias. —Rebus dejó la bolsa en la cama, vio su mirada de reproche, la retiró y la dejó en el suelo.
—Yo misma hice la colcha —dijo la mujer con una sonrisa—. Una vez me aconsejaron que me hiciese profesional, que las vendiese. Pero a mi edad… —se rio—. Me lo dijo el caballero alemán. Vino a Escocia a comprar mermeladas. ¿Se lo puede creer? Se quedó aquí unas noches…
Al fin, recordó sus tareas. Iría a preparar algo de cenar. Cenar. Rebus consultó su reloj. A menos que se hubiese detenido, aún no eran las cinco y media. Pero él había pagado por cama y desayuno, y cualquier comida caliente esta noche sería un bono adicional. Moffat le había dado indicaciones para llegar al bar más cercano, un lugar para turistas con precio de turistas, antes de abandonarle a los indudables placeres de Dufftown. El temor a Dios…
Acababa de quitarse los pantalones cuando se abrió la puerta y apareció la señora Wilkie.
—¿Eres tú, Andy? Me pareció oír un ruido. —Sus ojos tenían una mirada distante y vidriosa. Rebus se quedó allí, helado. Luego tragó saliva.
—Ve y prepáranos algo de cenar —dijo en voz baja.
—¡Oh!, sí… —asintió la señora Wilkie—, debes tener hambre. Has estado fuera durante tanto tiempo…
Entonces, le atrajo la idea de un baño rápido. Primero miró en la cocina, y vio que la señora Wilkie estaba ocupada cocinando y que canturreaba. Así que fue al baño. No había cerradura en la puerta. O, mejor dicho, había una cerradura colgante. Miró a su alrededor, pero no vio nada con que sujetar la puerta. Decidió correr el riesgo y abrió los dos grifos. El agua tenía una presión tremenda y estaba muy caliente, y la bañera se llenó deprisa. Rebus se desvistió y se sumergió. Tenía los hombros rígidos de tanto conducir, y se los masajeó lo mejor que pudo. Luego levantó las rodillas para que sus hombros, el cuello y la cabeza se cubrieran de agua. Inmersión. Pensó en el doctor Curt. En el ahogamiento y la inmersión. La piel arrugada… el pelo y las uñas desprendiéndose… arena en los bronquios…
Un ruido le devolvió a la superficie. Se enjugó los ojos, parpadeó y vio que la señora Wilkie le miraba, con un paño de cocina en las manos.
—¡Oh! —exclamó—. ¡Oh!, lo siento. —Y se retiró detrás de la puerta y le habló desde el otro lado—: me había olvidado de que estaba aquí, iba a… bueno… no importa, puedo esperar.
Rebus cerró los ojos y se hundió debajo de las olas…
La cena fue, para su sorpresa, buena, aunque un tanto extraña: pastel de queso, patatas hervidas y zanahorias. Todo seguido por un budín y natillas.
—Qué oportuno —comentó la señora Wilkie. El choque de ver a un hombre desnudo en su bañera pareció haberla traído al aquí y ahora, y hablaron del tiempo, los turistas y el gobierno hasta que acabaron de cenar. Rebus preguntó si podía lavar los platos y le dijo que no; para su gran alivio. Luego le pidió una llave de la puerta principal, y se marchó, con el estómago lleno, limpio de cuerpo y ropa interior, hacia el Heather Hoose.
No era un nombre peor del que hubiese elegido él para su propio bar. Entró por el salón, pero el lugar estaba vacío. Abrió otra puerta que daba al bar. Dos hombres y una mujer estaban en la barra y bromeaban, mientras el camarero llenaba copas de whisky. El grupo se volvió hacia Rebus cuando entró y se detuvo no muy lejos de ellos.
—Buenas noches.
Ellos respondieron con un gesto, casi sin verle, y el camarero le devolvió el saludo, mientras dejaba tres copas de whisky doble en la barra.
—Y uno para usted —dijo uno de los clientes, y le dio un billete de diez libras.
—Gracias —dijo el camarero—. Lo tomaré más tarde.
Detrás de las botellas y las copas, la pared tenía un espejo, así que Rebus podía observar al grupo con discreción. El hombre que había hablado sonaba a inglés. Había solo dos coches en el patio del bar, un viejo Renault 5 y un Daimler. Rebus creyó saber a quién pertenecía cada uno…
—¿Sí, señor? —preguntó el camarero y también propietario del Renault 5.
—Una pinta de cerveza, por favor.
—Por supuesto.
Lo asombroso del caso era que tres turistas ingleses con recursos estuviesen bebiendo en el bar. Quizá no se habían dado cuenta de que el Heather Hoose también tenía un salón. Los tres parecían algo cansados, sobre todo por la bebida. La mujer tenía un rostro imponente, enmarcado por un pelo teñido rubio platino. Sus mejillas eran demasiado rojas, y sus pestañas, demasiado negras. Cuando le daba caladas a su cigarrillo, arqueaba la cabeza hacia atrás para soplar el humo hacia el techo. Rebus intentó contar las líneas de su cuello. Quizá funcionaba de la misma manera que los anillos de los troncos de los árboles…
—Aquí tiene. —El camarero dejó la jarra de cerveza en un posavasos delante de él. Le dio un billete de cinco.
—Una noche tranquila.
—Es mitad de semana y todavía no ha empezado la temporada —recitó el camarero, que era obvio que acababa de decirle lo mismo al otro grupo—. Se animará más tarde. —Se retiró a la caja.
—Otra ronda cuando esté preparado —dijo el inglés, el único de los tres que se había acabado el whisky. Se acercaba a los cuarenta, más joven que la mujer. Parecía estar en forma, próspero, aunque tenía pinta de ser alguien de mala reputación. Era la manera en que estaba de pie, un tanto inclinado y acechando, como si estuviera a punto de caerse o atacar. Su cabeza se bamboleaba un poco al ritmo de sus párpados caídos.
El tercer miembro del grupo todavía era joven, de unos treinta y tantos. Fumaba tabaco negro y contemplaba las botellas en los estantes. «O eso», pensó Rebus, «o me está mirando a mí, de la misma manera que le miro a él». Desde luego, era una posibilidad. Tenía una manera afectada de tirar la ceniza de su cigarrillo. Rebus advirtió que fumaba sin inhalar, aguantaba el humo en la boca y lo soltaba de una bocanada. Mientras sus compañeros estaban de pie, él se apoyaba en uno de los taburetes.
Rebus tuvo que admitir que se sentía intrigado. Un terceto curioso. Y a punto de convertirse todavía en más curioso.
Un par de tipos entraron en el salón y parecían dispuestos a quedarse allí. El camarero pasó por una puerta entre las dos estancias para servir a los nuevos clientes, lo que provocó una conversación entre los dos hombres y la mujer.
—Pero qué cara. Todavía no nos ha servido.
—Bueno, Jamie, todavía no nos estamos muriendo de sed, ¿verdad?
—Habla por ti. Apenas he sentido el primero bajar por mi garganta. Tendría que haber pedido cuádruples para empezar.
—Toma el mío —dijo la mujer—, si vas a cabrearte.
—No estoy cabreado —negó el tipo inclinado, de muy mal humor.
—Entonces que te follen.
Rebus contuvo una sonrisa. La mujer lo había dicho amablemente.
—Y que te follen a ti también, Louise.
—Chis —dijo el fumador de tabaco negro—. Recordad que no estamos solos.
El otro hombre y la mujer miraron hacia Rebus, que miraba fijamente adelante, con la jarra en los labios.
—Sí lo estamos —dijo el hombre—. Estamos solos.
La frase pareció ser la señal para que acabase la conversación. Volvió el camarero.
—Otra ronda, camarero, si tiene la bondad…
La noche se animó de improviso. Aparecieron tres lugareños y comenzaron una partida de dominó en una mesa cercana. Rebus se preguntó si les pagarían para que viniesen y pusiesen el toque de colorido local. Sin duda, habría más color en un partido amistoso de los Meadowbank Thistle-Raith Rovers. Aparecieron otros dos parroquianos que se acomodaron entre Rebus y el trío. Parecieron sentirse insultados por que hubiese otros bebedores antes que ellos y por que algunos de ellos estuviesen a su lado en la barra. Así que bebieron en silencio con expresiones agrias y solo intercambiaron miradas cada vez que el inglés o sus dos amigos decían algo.
—Escuchad —dijo la mujer—, ¿volvemos esta noche? Si no, más vale pensar en un alojamiento.
—Podríamos dormir en el refugio.
Rebus dejó su jarra.
—No seas morboso —exclamó la mujer.
—Creía que para eso habíamos venido.
—No podría dormir.
—Quizá por eso lo llaman «velar».
La risa del inglés llenó el silencio del bar. Luego se apagó. Una ficha de dominó golpeó la mesa. Otra la siguió. Rebus dejó su jarra donde estaba y se acercó al grupo.
—¿He oído mencionar un refugio?
El inglés parpadeó lentamente.
—¿A usted qué más le da?
—Soy oficial de policía. —Rebus sacó su identificación. Los dos habituales de cara agria acabaron sus copas y se marcharon del bar. Era curioso como la placa tenía, a veces, ese efecto…
—Soy el inspector Rebus. ¿A qué refugio se referían?
Ahora los tres parecían sobrios. Interpretaban muy bien, se tarda años en aprender.
—Bien, inspector —dijo el inglés—, ¿por qué le interesa?
—Depende de la casa de la que hablara, señor. Hay una bonita comisaría en Dufftown, si prefiere ir allí…
—Deer Lodge —dijo el fumador—. La dueña es amiga nuestra.
—Era —le corrigió la mujer.
—¿Entonces son amigos de la señora Jack?
Lo eran. Se presentaron. El inglés, en realidad, era escocés. Jamie Kilpatrick, el anticuario. La mujer era Louise Patterson-Scott, esposa (separada) del millonario de los centros comerciales. El otro era Julian Kaymer, el pintor.
—Yo ya hablé con la policía —dijo Julian Kaymer—. Me llamaron ayer por teléfono.
Sí, todos habían sido interrogados sobre si sabían de los movimientos de la señora Jack. Pero llevaban semanas sin verla.
—Hablé con ella —dijo la señora Patterson-Scott— por teléfono pocos días antes de que se marchase de vacaciones. No dijo adónde iba, solo que quería pasar unos cuantos días sola.
—Entonces, ¿qué están haciendo todos aquí? —preguntó Rebus.
—Es un velatorio —contestó Kilpatrick—. Nuestra humilde ofrenda de amistad, nuestro momento de duelo. Así que ¿por qué no se larga y nos deja seguir con lo nuestro?
—No le haga caso, inspector —intervino Julian Kaymer—. Está un poco cabreado.
—Lo que estoy —precisó Kilpatrick— es un poco alterado.
—Emocionado —ofreció Rebus.
—Así es, inspector.
Kaymer continuó con la historia.
—Fue idea mía. Todos hemos hablado por teléfono, pero ninguno lo ha aceptado de verdad. Estamos destrozados. Así que me dije, ¿por qué no vamos al refugio? Allí fue donde nos encontramos todos la última vez.
—¿En una fiesta? —preguntó Rebus.
—Hace un mes —asintió Kaymer.
—Aquello fue un fiestorro por todo lo alto —confirmó Kilpatrick.
—Así que —continuó Kaymer— el plan era venir hasta aquí, tomar unas copas en memoria de Liz y volver. No todos pudieron venir. Compromisos y cosas por el estilo. Pero aquí estamos.
—Bien —dijo Rebus—, me gustaría que echasen un vistazo al interior de la casa. Pero no tiene sentido ir allí de noche. Lo que no quiero es que vayan por su cuenta. Todavía hay que buscar las huellas dactilares.
Ellos le miraron intrigados.
—¿No se han enterado? —dijo Rebus, y entonces recordó que Curt solo había revelado sus resultados por la mañana—. Ahora se busca a un asesino. La señora Jack fue asesinada.
—¡Oh, no!
—Señor…
—Creo que voy…
Y Louise Patterson-Scott, la esposa del etcétera, vomitó en la alfombra. Julian Kaymer lloraba y Jamie Kilpatrick se estaba quedando exsangüe. El camarero miraba horrorizado, mientras los jugadores de dominó interrumpieron su juego. Uno de ellos tuvo que contener a su perro para que no rastrease más. Se ocultó debajo de la mesa y se lamió los bigotes…
El color local lo facilitaba John Rebus.
Por fin, encontraron un hotel, no muy lejos de Dufftown. Se decidió que los tres pasarían la noche allí. Rebus había pensado en preguntarle a la señora Wilkie si tenía alguna habitación libre, pero se lo pensó mejor. Se quedarían en el hotel y se encontrarían con Rebus en la casa por la mañana. A primera hora, porque algunos de ellos tenían trabajos a los que regresar.
Cuando Rebus volvió a su casa, la señora Wilkie estaba tejiendo junto a la estufa y miraba una película en la televisión. Asomó la cabeza por la puerta de la sala.
—Buenas noches, señora Wilkie.
—Buenas noches, hijo. Recuerda rezar tus oraciones. Subiré a abrigarte dentro de un rato…
Rebus se hizo un té, fue a su habitación y encajó una silla debajo del pomo de la puerta. Abrió la ventana para dejar entrar un poco de aire fresco, encendió el pequeño televisor y se tumbó en la cama. Algo le pasaba a la imagen del televisor y no pudo arreglarlo. El mando a distancia había desaparecido. Así que la apagó, buscó en su bolsa y sacó el ejemplar de Como pez fuera del agua. Bueno, no tenía nada más que leer y, desde luego, no se sentía cansado. Abrió el libro por el capítulo uno.
Rebus se despertó a la mañana siguiente con un mal presentimiento. Casi esperaba darse la vuelta y descubrir a la señora Wilkie acostada a su lado, diciéndole: «Vamos, Andrew, es hora de los conyugales». Se volvió. La señora Wilkie no estaba acostada a su lado. Estaba al otro lado de su puerta e intentaba entrar.
—Señor Rebus, señor Rebus. —Una llamada suave y otra fuerte—. La puerta está atascada, señor Rebus. ¿Está despierto? Le he traído una taza de té.
En ese tiempo Rebus se había levantado de la cama y vestido a medias.
—Ya voy, señora Wilkie.
Pero la vieja estaba asustada.
—Se ha quedado encerrado, señor Rebus. ¡La puerta está atascada! ¿Debo llamar a un carpintero? ¡Ay, Dios!
—Un momento, señora Wilkie, creo que ya lo tengo. —Con la camisa todavía desabrochada, Rebus puso todo su peso en la puerta para mantenerla cerrada, y al mismo tiempo quitó la silla y se giró para colocarla más cerca de la cama. Luego hizo todo un aspaviento de golpear los bordes de la puerta antes de abrir.
—¿Está usted bien, señor Rebus? ¡Ay, Dios!, esto no había ocurrido nunca antes. Dios mío, no…
Rebus cogió la taza y el platillo de su mano y vertió el té del plato a la taza.
—Gracias, señora Wilkie. —Olisqueó exagerando un poco—. ¿Está cocinando algo?
—¡Oh, Dios!, sí. El desayuno. —Se alejó deprisa para bajar las escaleras. Rebus se sintió un poco culpable por haber utilizado el truco de la puerta atascada. Le mostraría después del desayuno que a la puerta no le pasaba nada, que no necesitaba llamar a un carpintero para que la reparase. Pero ahora tenía que seguir despertándose. Eran las siete y media. El té estaba frío pero hacía un calor que no correspondía a la estación. Se sentó en la cama un momento y ordenó sus pensamientos. ¿Qué día era hoy? Era miércoles. ¿Qué había que hacer hoy? ¿Cuál era el mejor orden para hacerlo? Tenía que volver a la casa con los tres majaretas. Luego tenía que hablar con la señora Corbie. Y algo más… algo que había estado pensando anoche, entre el despertar y el sueño. ¿Por qué no? Estaba en la zona. Telefonearía después del desayuno. Olía a frito, en lugar de la habitual elección de Patience de muesli o barritas de cereales. ¡Ah!, esto era otra cosa. Pensaba haberla llamado anoche. Tendría que hacerlo hoy, solo para decir hola. Pensó en ella un poco más. Patience y su colección de animales domésticos. Luego acabó de vestirse y bajó las escaleras…
Fue el primero en llegar al refugio. Entró y caminó hasta la sala de estar. De inmediato, advirtió que algo era diferente. El lugar estaba más ordenado. ¿Más ordenado? Bueno, digamos que había menos basura que antes. Parecían haber desaparecido la mitad de las botellas. Se preguntó qué más había desaparecido. Levantó los cojines dispersos a la búsqueda en vano del espejo de mano. Maldición. Casi voló hasta la cocina. El cristal de la ventana trasera estaba hecho añicos, desperdigados por el fregadero y el suelo. Aquí el desorden era el mismo de antes. Excepto que el microondas había desaparecido. Subió las escaleras… poco a poco. El lugar parecía desierto, pero nunca sabías. El baño y el dormitorio pequeño estaban como antes. También el dormitorio principal. No, un momento. Habían desatado las medias de los postes de la cama y ahora yacían en el suelo inocentemente. Rebus se agachó y recogió una. Luego la dejó caer. Pensativo, fue hacia la escalera.
Un robo, sí. Entrar y robar el microondas. Era lo que debía parecer. Pero ningún ladronzuelo se llevaría las botellas vacías y un espejo, ningún ladronzuelo tenía motivos para desatar las medias de los postes de la cama. Eso no tenía importancia, ¿verdad? Lo que importaba era que las pruebas tenían que desaparecer. Ahora solo sería la palabra de Rebus.
«Sí, señor. Estoy seguro de que había un espejo en la sala de estar. En el suelo, un espejo pequeño con rastros de un polvo blanco en el cristal».
«¿Está seguro de que no se lo imagina, inspector? Podría estar equivocado, ¿no?».
No, no, no podía estarlo. Pero ahora era demasiado tarde. ¿Por qué llevarse las botellas… y solo algunas, no todas? Era obvio. Algunas de las botellas tenían ciertas huellas. ¿Por qué llevarse el espejo? Quizá, una vez más, las huellas dactilares…
Tendrías que haberlo pensado ayer, John. Estúpido, estúpido, estúpido.
—Estúpido, estúpido, estúpido.
Él mismo había hecho el daño. ¿No les había dicho a los tres majaretas que no se acercaran a la casa? Porque no habían tomado las huellas. Luego les había dejado marchar, sin preocuparse de dejar la casa vigilada. Un agente tendría que haber estado allí toda la noche.
—Estúpido, estúpido.
Tenía que ser uno de ellos, ¿verdad? La mujer, o uno de los hombres. Pero ¿por qué? ¿Por qué lo habían hecho? ¿Para borrar las pruebas de que habían estado aquí? De nuevo, ¿por qué? No parecía tener mucho sentido. Ningún sentido en absoluto.
—Estúpido.
Oyó que se acercaba un coche y aparcaba en el exterior. Salió a recibirlo. Era el Daimler. Kilpatrick iba al volante, Patterson-Scott en el asiento del pasajero y Julian Kaymer emergía del asiento trasero. Kilpatrick parecía mucho más animado que ayer.
—Inspector, buenos días.
—Buenos días, señor. ¿Qué tal el hotel?
—Correcto, diría. Solo correcto.
—Mejor que correcto —añadió Kaymer.
Kilpatrick se volvió hacia él.
—Julian, cuando estás acostumbrado a la excelencia como yo, ya no distingues entre correcto y más que correcto.
Kaymer le sacó la lengua.
—Niños, niños —respondió Louise Patterson-Scott. Pero todos parecían más animados.
—Se les ve muy bien —comentó Rebus.
—Una buena noche de sueño y un gran desayuno —dijo Kilpatrick y se palmeó el estómago.
—¿Estuvieron en el hotel anoche?
Ellos parecieron no entender la pregunta.
—¿No salieron a dar una vuelta en coche o algo por el estilo?
—No —respondió Kilpatrick sorprendido.
—Es su coche, ¿no es así, señor Kilpatrick?
—Sí…
—¿Tuvo las llaves con usted anoche?
—Mire, inspector…
—¿Las tenía o no?
—Supongo que sí. En el bolsillo de mi chaqueta.
—¿Colgada en su dormitorio?
—Correcto. Mire, podemos ir al…
—¿Algún visitante en su habitación?
—Inspector —interrumpió Louise Patterson-Scott—, si nos dijese…
—Alguien ha entrado en la casa durante la noche y se ha llevado posibles pruebas. Es un delito grave, señora.
—¿Cree usted que alguno de nosotros…?
—Todavía no creo nada, señora. Pero quien lo hizo debió venir hasta aquí en coche. El señor Kilpatrick tiene un coche.
—Julian y yo sabemos conducir, inspector.
—Además —dijo Kaymer—, todos fuimos a la habitación de Jamie para una última copa.
—¿Así que cualquiera de ustedes pudo haber cogido el coche?
Kilpatrick se encogió de hombros aparatosamente.
—Sigo sin entender por qué cree usted que querríamos…
—Como he dicho, señor Kilpatrick, no creo nada. Todo lo que sé es que hay una investigación por asesinato abierta. El último paradero conocido de la señora Jack continúa siendo esta casa y ahora alguien intenta manipular las pruebas. —Rebus hizo una pausa—. Es todo lo que sé. Ahora pueden pasar, pero, por favor, no toquen nada. Me gustaría hacerles unas cuantas preguntas.
En realidad lo que quería preguntar era: ¿está la casa, más o menos, en el mismo estado como la recuerdan de la última fiesta celebrada aquí? Pero estaba preguntando demasiado. Sí, recordaban haber bebido champán, armañac y mucho vino. Recordaban haber cocinado palomitas en el microondas. Algunos se habían marchado en sus coches —toda una temeridad, sin duda— en plena noche, mientras otros durmieron donde yacían o se habían tumbado en algún dormitorio. No, Gregor no estaba. No le gustaban las fiestas. En cualquier caso, no las de su esposa.
—Un tanto aburrido el viejo Gregor —comentó Jamie Kilpatrick—. Al menos, lo creía hasta que vi la noticia del prostíbulo. Eso te demuestra…
Pero había habido otra fiesta, ¿no? Una fiesta más reciente. Barney Byars se lo había dicho a Rebus aquella noche en el bar. Una fiesta de los amigos de Gregor, de la Jauría. ¿Quién más sabía que Rebus había venido hasta aquí? ¿Quién más sabía lo que podría encontrar? ¿Quién más querría impedir que encontrase cualquier cosa? Bueno, Gregor Jack lo sabía. Y lo que sabía él, quizá también lo supiera la Jauría. Quizá no fuera ninguno de los tres: quizás alguien distinto.
—Es curioso —dijo Louise Patterson-Scott— pensar que ya no celebraremos fiestas aquí nunca más… pensar que Liz no estará aquí… pensar que ya no está… —Comenzó a llorar con muchas lágrimas y sollozos. Jamie Kilpatrick la rodeó con un brazo y ella hundió su rostro en su pecho. Buscó una mano, encontró a Julian Kaymer y le acercó para incluirle en el abrazo.
Así estaban cuando llegó el agente Moffat…
Rebus dejó a Moffat de guardia contra el deseo del joven y con la sensación de cerrar la puerta de un establo. Pero el equipo forense llegaría antes del mediodía con el sargento detective Knox a la cabeza.
—Hay unas revistas en el baño, si necesita algo para leer —le dijo Rebus a Moffat—, o mejor todavía, aquí… —Abrió el coche, buscó en su bolsa y sacó Como pez fuera del agua—. No se moleste en devolvérmelo. Considérelo un regalo.
Luego, tras la marcha del Daimler, Rebus subió a su coche, se despidió del agente Moffat, y partió. Había leído Como pez fuera del agua anoche, hasta la última frase insulsa. Era un aburrido relato romántico de un amor condenado entre un joven escultor italiano y una rica pero aburrida mujer casada. El escultor llega a Inglaterra para trabajar en un encargo del marido de la mujer. Al principio, ella lo utiliza como un juguete, pero luego se enamora. Mientras tanto, el escultor, inicialmente enamorado de ella, dedica sus atenciones a su sobrina. Y así seguía.
A Rebus le pareció que solo el título había hecho que Ronald Steele lo sacara del estante y lo arrojase con tanto odio. Sí, aquel título (el título también de la estatua del joven escultor). El pez fuera del agua era Liz Jack. Pero Rebus se preguntó si ella había estado fuera del agua o solo fuera de su profundidad…
Fue hasta la granja Cragstone y aparcó en el patio detrás de la casa, con el consiguiente revuelo de las gallinas y los patos. La señora Corbie estaba en casa y lo llevó a la cocina, donde había un delicioso olor de algo en el horno. La gran mesa de la cocina estaba blanca de harina, pero solo quedaban unos trozos de pasta. A Rebus le resultó imposible no recordar la escena de El cartero siempre llama dos veces…
—Siéntese —le ordenó ella—. Acabo de poner una tetera…
A Rebus le sirvieron té y algunos de bollos de fruta con mantequilla fresca y una mermelada de cereza muy espesa.
—¿Alguna vez pensó en ofrecer cama y desayuno, señora Corbie?
—¿Yo? No tendría paciencia. —Se limpiaba las manos en su delantal de algodón blanco. Parecía estar siempre limpiándose las manos—. No es por la falta de lugar. Mi marido falleció el año pasado, así que solo estamos Alec y yo.
—¿Qué? ¿Quién se encarga de toda la granja?
Ella hizo una mueca.
—Yo diría que arruinándola. Alec no tiene el menor interés. Es un pecado, pero es lo que hay. Tenemos a un par de trabajadores, pero cuando ven que él no está interesado, no entienden por qué tienen que estarlo ellos. Lo mejor sería venderla. Es lo que a Alec le gustaría. Quizá sea lo único que me impide hacerlo. —Ella se miraba las manos. Pero luego se dio una palmada en los muslos—. ¡Dios mío, escúcheme, inspector! ¿Qué es lo que quiere?
Después de todos estos años en la policía, Rebus reconoció que por fin estaba en presencia de alguien con una conciencia limpia de verdad. Por lo general, las personas no tardaban tanto en preguntarle a un policía lo que quería. Cuando así era, una de dos, o la persona ya sabía el motivo, o no tenía nada que temer ni que esconder. Así que Rebus formuló su pregunta.
—Ayer vi que tiene usted la cabina de teléfono reluciente, señora Corbie. Me preguntaba si vio algo sospechoso en los últimos días. Me refiero a algo en la cabina.
—¡Oh!, bueno, déjeme pensar. —Apoyó la palma de una mano en la mejilla—. No sabría decirlo… ¿a qué se refiere, inspector?
Rebus no podía mirarla a los ojos… porque sabía que ella había comenzado a mentirle.
—Quizás una mujer. Que llamaba por teléfono. Algo en la cabina… una nota o un número de teléfono… cualquier cosa.
—No, no, no había nada en la cabina.
La voz de Rebus se endureció un poco.
—Entonces, fuera de la cabina, señora Corbie. Estoy pensando específicamente en una semana atrás. ¿El miércoles pasado, o quizás el martes…?
Ella sacudía la cabeza.
—Coma otro bollo, inspector.
Él lo hizo y masticó despacio, en silencio. La señora Corbie parecía estar pensando. Luego se levantó para mirar lo que había en el horno. Después sirvió el té que quedaba en la tetera, se sentó y volvió a mirarse las manos, apoyándolas en la falda para la inspección.
Pero no dijo nada, así que Rebus lo hizo.
—¿Estuvo usted aquí el miércoles pasado?
Ella asintió.
—Pero el martes no. Los martes voy a casa de mi hermana. El miércoles estuve aquí todo el día.
—¿Qué pasa con su hijo?
Ella se encogió de hombros.
—Pudo estar aquí. O quizás estaba en Dufftown. Pasa mucho tiempo por ahí callejeando…
—¿No está aquí ahora?
—No, se ha ido a la ciudad.
—¿Qué ciudad?
—No lo dijo. Solo dijo que se marchaba…
Rebus se levantó y fue a la ventana de la cocina. Daba al patio, donde ahora las gallinas picoteaban los neumáticos de Rebus. Una de ellas estaba sentada en el capó del coche.
—¿Es posible ver la cabina desde la casa, señora Corbie?
—Ehhh… sí, desde la sala de estar. Pero no pasamos mucho tiempo allí, quiero decir, yo no. Prefiero estar en la cocina.
—¿Podría echar una mirada?
Estaba bastante claro quién pasaba tiempo en la sala de estar. Había una línea directa entre el sofá, la mesa de centro y el televisor. La mesa estaba marcada con los anillos de demasiadas tazas calientes. En el suelo, junto al sofá, había un cenicero y los restos de una bolsa de cortezas grande. Había tres latas de cerveza vacías tumbadas debajo de la mesa. La señora Corbie se puso a trabajar, recogió las latas. Rebus se acercó a la ventana y miró al exterior.
Veía la cabina a lo lejos, pero a duras penas. Era posible que Alec Corbie pudiese haber visto algo. Posible, pero dudoso. No valía la pena quedarse. Dejaría que el detective Knox viniese e interrogase a Corbie.
—Bien —dijo—, gracias por su ayuda, señora Corbie.
—¡Ajá! —Su alivio era palpable—. Muy bien, inspector, le acompañaré hasta la puerta.
Pero a Rebus le quedaba una última y probable apuesta por hacer. Se detuvo con la señora Corbie en el patio y miró alrededor.
—Me encantaban las granjas cuando era un chiquillo. Un amigo mío vivía en una —mintió con todo descaro—. Solía ir allí todas las tardes después del té. Era fantástico. —Volvió su sonrisa nostálgica y sus ojos hacia ella—. ¿Le importa si doy un paseo?
«¡Oh!». Ahora había desaparecido el alivio. Era puro terror. Cosa que no detuvo a Rebus. Al contrario, le animó. Así que antes de que ella se enterara, caminaba hacia los gallineros, mirando, moviéndose. Pasó más allá de las gallinas y los patos, indignados, hacia el establo. Paja en el suelo y un fuerte olor a ganado. Cubículos de cemento, mangueras enrolladas y un grifo que goteaba. Había charcos de agua en el suelo. Una vaca con aspecto enfermizo parpadeó lentamente desde su encierro. Pero el ganado no era su preocupación. Sí lo era la lona en el rincón.
—¿Qué hay allí abajo, señora Corbie?
—¡Es propiedad de Alec! —gritó ella—. ¡No la toque! No tiene nada que ver con…
Pero ya la había descubierto. ¿Qué era lo que esperaba encontrar? Algo… Nada. Lo que encontró era un BMW serie 3 negro con la matrícula de Elizabeth Jack. Ahora fue el turno de Rebus de decir vaya, vaya, solo después de contener el aliento y soltarlo con un grito de alborozo.
—Vaya, señora Corbie —dijo—. Este es precisamente el coche que estaba buscando.
Pero la señora Corbie no le escuchó.
—Es un buen chico, no pretendía hacer ningún daño. No sé qué haría sin él. —Y continuó. Mientras, Rebus caminaba alrededor del coche; mirando, sin tocar nada. Por suerte el equipo forense venía de camino. Tendría mucho de qué ocuparse…
Un momento, ¿qué era aquello? En el asiento de atrás. Un bulto. Espió a través del cristal tintado.
—Espera lo inesperado, John —murmuró para sí mismo.
Era el microondas.